CAPÍTULO VII

Que informa de lo que pasó cuando Alraune era ya una doncellita.

Desde los ocho a los doce años, Alraune ten Brinken se educó en el Convento del Sacré Coeur de Nancy. Desde entonces hasta los diecisiete años, en el Pensionado de la señorita de Vynteelen, Avenue de Marteau, en Spa. Dos veces al año pasaba las vacaciones en la casa de los ten Brinken en Lendenich.

Al principio trató el consejero de educarla en casa, tomando para ella una institutriz, luego un maestro y poco después otro. Pero todos se desesperaron a los pocos días. Con la mejor voluntad, nada podía hacerse con la niña. No es que estuviera mal criada, ni fuera en manera alguna violenta o rebelde; pero nunca respondía y era imposible sacarla de su tenaz silencio. Se sentaba, quieta y tranquila, con la vista al frente, guiñando los ojos entornados, y no se podía saber siquiera si escuchaba. Si tomaba la pluma en la mano, no había manera de inducirla a hacer palotes, curvas o letras. Más bien dibujaba cualquier extraño animal con diez patas o un rostro con tres ojos y dos narices.

Lo poco que aprendió antes de enviarla el consejero al convento, se lo enseñó Wölfchen, que aunque en todas las clases se quedaba el último y era infinitamente perezoso en la escuela, y miraba con soberano desprecio todas las tareas escolares, en casa se ocupaba de su hermanita con indecible paciencia. Ella le hacía escribir largas hileras de números, los nombres de ambos, cientos de veces, divirtiéndose cuando su mano torpe se equivocaba, al hormiguearle ya de cansancio los sucios dedos. Con aquel motivo tomaba ella el pizarrín, el lápiz o la pluma, aprendía número por número, palabra por palabra, asimilándolo todo muy pronto, escribiéndolo y haciéndoselo repetir al muchacho horas enteras. Siempre tenía algo que reprenderle: unas veces era este rasgo, otras aquel otro, el que no estaba en regla. Así haciendo de maestra, aprendía. Como alguna vez viniera un profesor a quejarse al consejero de la deficiente aplicación de su pupilo, supo ella que la ciencia de Wölfchen no andaba muy segura. Y jugaba con él a la escuela, teniéndolo sentado hasta la noche, vigilándolo, sin oír sus quejas y haciéndole estar atento. Le encerraba sin dejarle salir hasta haber terminado su ejercicio, y hacía como si ella lo supiera todo, sin tolerar duda alguna sobre su superioridad.

Ella tenía una rápida facilidad de comprensión. No quería dejar ningún punto descubierto ante Wölfchen. Y así, estudió un libro tras otro, sin orden, más bien en completo desorden. Fue tan lejos que el muchacho, cuando no sabía alguna cosa, acudía a preguntárselo a ella, completamente convencido de que la sabía. Y ella le daba largas y le decía que debía discurrir y le reprendía. Así ganaba tiempo, buscaba en sus libros, y, si nada podía encontrar, corría a preguntárselo al consejero.

Cuando preguntaba al muchacho si no había dado por fin con la solución le resolvía la duda.

El profesor observaba aquel juego que le divertía y no hubiese pensado en mandar a la niña fuera de casa, de no haberle instado a ello la princesa insistentemente. Siempre buena católica, la princesa cada año se hacía más creyente. Era como si cada kilo de grasa acumulado aumentara su piedad. Insistió en que su ahijada había de educarse en un convento, y el profesor, que ya hacía años era su consejero en materias económicas y especulaba como con los suyos con los millones de la princesa, consideró prudente satisfacer aquel capricho. Así, marchó Alraune al Convento del Sacré Coeur de Nancy.

* * *

De este tiempo se encuentran en el infolio, aparte de breves anotaciones del puño del profesor, algunos informes más extensos de la mère supérieure. El profesor sonreía con una mueca al incluirlos, sobre todo cuando se trataba de pasajes laudatorios sobre los extraordinarios progresos de la muchacha. Él conocía los conventos y sabía que no había sitio en el mundo donde se aprendiera menos que entre las piadosas hermanas. Y le divertía que las alabanzas de un principio, que todos los padres reciben, dejaran bien pronto lugar a un tono bien diferente cuando la madre superiora se lamentaba más y más con volubles quejas sobre diversas crueldades de la niña. Y esas quejas tenían siempre la misma base: no era la conducta de la niña misma la que las motivaba, no eran sus acciones, sino el influjo que ejerció sobre sus condiscípulas.

«Es verdad —escribía la reverende mèreque no es la niña misma quien martiriza a los animales, por lo menos nunca se le ha sorprendido haciéndolo; pero es verdad igualmente que en su cabecita han nacido todas las pequeñas crueldades cuya culpa recae sobre las compañeras. Primeramente se sorprendió a la pequeña María, niña muy buena y dócil, en el jardín del convento, inflando una ranita con una paja».

«Interrogada por qué lo hacía, concedió que Alraune le había sugerido la idea. Al principio no lo queríamos creer, pensando que se trataba de una excusa, para sacudirse de cualquier modo la culpabilidad; pero poco después descubrimos a otras dos muchachas restregando con sal dos babosas de manera que los pobres animales, que al fin y al cabo son criaturas de Dios, se disolvían dolorosamente en una mucosidad. Las dos niñas declararon que Alraune las había inducido a ello. Yo misma la interrogué y ella confesó desde luego, diciendo que una vez lo había oído decir y había querido convencerse de ello. También confesó haber inducido a que inflaran la rana. Dijo que era muy bonito oírla estallar al lanzarla contra una piedra. Ella misma no lo hubiera hecho, pues era muy fácil que el animalito, al reventar, le salpicara las manos. Interrogada sobre si reconocía su pecado, declaró que no, que ella nada había hecho y que nada le importaba lo que las otras niñas hicieran».

En este pasaje se encuentra un paréntesis del consejero, que reza:

(Tiene mucha razón)

«A pesar de todos los castigos —proseguía la carta— hemos podido comprobar en breve tiempo otros lamentables casos. Clara Maassen, de Düren, una niña de más edad que Alraune, confiada a nuestros cuidados desde hace ya cuatro años y que nunca ha dado el menor motivo de queja, sacó los ojos a un topo pequeño con una aguja puesta al rojo. Ella misma estaba tan horrorizada de su acción que, durante varios días, hasta confesarse, estuvo excitadísima y a cada momento rompía a llorar sin motivo. Sólo después de recibir la absolución logró serenarse. Alraune declaró que los topos se arrastran bajo tierra y que era del todo indiferente que tuvieran ojos o no. Luego encontramos en el jardín cepos para pájaros, hechos con mucho ingenio, y las pequeñas cazadoras, que gracias a Dios nada habían cazado, se resistieron a decir palabra. Sólo bajo la amenaza de los más severos castigos, confesaron que Alraune las había seducido, amenazándoles al mismo tiempo con hacerles algo si la delataban. Por desgracia, el perverso influjo de la niña sobre sus condiscípulas ha aumentado de tal manera, que apenas podemos conseguir de éstas la verdad. Hélène Petiot fue sorprendida por la hermana encargada de la clase, cuando, durante el recreo, enriaba con las tijeras las alas a una mosca, le arrancaba las patitas una por una y la arrojaba a un hormiguero. La muchacha insistió en que aquello era sólo idea suya, asegurando incluso ante el capellán que Alraune nada tenía que ver con aquello. Con la misma testarudez negaba ayer su primita Ninon, que había atado a nuestro viejo gato un cacharro de hojalata a la cola, volviendo medio loco al pobre animal. A pesar de todo, estamos convencidos de que también en este juego ha puesto Alraune las manos.»

La mère supérieure escribía, además, que había convocado una conferencia y que se había decidido rogar encarecidamente al consejero sacara cuanto antes a su hija del convento. El profesor contestó que lamentaba hondamente lo ocurrido, pero que tenía que rogar permitieran a la niña seguir en el establecimiento. Cuanto mayores fueran los trabajos, tanto mayor sería luego el éxito. Él no dudaba de que la paciencia y la piedad de las hermanas conseguirían arrancar la cizaña del corazón de su hija.

En el fondo, le interesaba ver si efectivamente la influencia de aquella delicada niña era más fuerte que toda la educación monjil y todos los esfuerzos de las piadosas hermanas. Sabía, además, que el Sacré Coeur de Nancy era un convento barato, al que no acudían las mejores familias y que siempre les vendría muy bien el tener entre sus educandas a la hija de un excelentísimo señor. Y no se equivocaba: la reverende mère respondió que, con la ayuda de Dios, se haría un nuevo ensayo, que todas las hermanas se habían declarado dispuestas a incluir todas las tardes en sus oraciones un ruego especial por Alraune. A lo cual contestó el consejero generosamente, enviándoles un billete de 100 marcos para sus pobres.

* * *

Durante aquellas vacaciones el profesor examinó con atención a la muchacha. Sabía que los Gontram, desde los tiempos de sus bisabuelos, mamaban con la leche materna un gran cariño por los animales. Por grande que fuera el influjo de la niña sobre Wölfchen, tantos años mayor que ella, tendría que encontrar en este punto un dique, tendría que ser impotente ante aquel íntimo sentimiento de ilimitada bondad.

Y sin embargo, una tarde sorprendió a Wölfchen Gontram junto al pequeño estanque arrodillado en el suelo; ante él, sobre una piedra, había una hermosa rana. El joven le había metido en el ancho hocico un cigarrillo encendido y la rana fumaba con ansias de muerte. La rana tragaba el humo, llenándose más y más el estómago sin poder devolverlo. Y se hinchaba, se hinchaba. Wölfchen la contemplaba y gruesas lágrimas corrían por sus mejillas; pero cuando el cigarrillo de la rana se terminó, encendió otro y, sacando a la rana de las fauces la colilla anterior, le introdujo la nueva. Y el animalito se hinchó, informe; sus ojos se salían de las órbitas. Era un animal fuerte. Dos cigarrillos y medio resistió antes de reventar. El muchacho lloraba lamentablemente, y su dolor parecía más grande que el del animal que torturaba hasta la muerte. Dio un salto hacia atrás como si quisiera huir y esconderse entre los arbustos, miró a su alrededor, corrió al ver que la rana reventada aún se movía y se aproximó de nuevo, pateándola desesperada y violentamente con los tacones para rematarla y salvarla así de sus dolores.

El profesor le cogió de una oreja, buscando primero en sus bolsillos, en los que había algunos cigarros que el joven confesó haber tomado del escritorio de la biblioteca. No se le pudo hacer responder quién le había instigado a hacer fumar a la rana para que se hinchara hasta reventar. No sirvieron las consideraciones, ni los golpes que el jardinero le propinó por orden del profesor. También Alraune lo negó tozudamente, aunque una criada declaró haber visto a la niña tomar los cigarrillos. Ambos persistieron en lo dicho: el chico, en que había robado los cigarrillos, y la niña en que nada había hecho. Todavía permaneció Alraune un año más en el convento, y luego, a mitad de curso, fue enviada a su casa. Y esta vez sin razón. Sólo las supersticiosas hermanas creían en su culpa; y quizá también un poco el consejero. Pero ningún hombre razonable lo hubiera hecho.

Ya una vez había estallado en el Sacré Coeur una epidemia de sarampión: cincuenta y siete niñas yacían en sus camitas y sólo algunas, entre ellas Alraune, corrían sanas de un lado a otro. Pero ahora fue algo peor: una epidemia de tifus. Murieron ocho niñas y una hermana y estuvieron enfermas casi todas las demás. Pero Alraune ten Brinken nunca estuvo tan sana como entonces. Floreció y corría alegre de cuarto en cuarto: y como por aquellos días nadie se ocupaba de ella, se sentaba en todas las camas y decía a las enfermitas que se iban a morir. «Mañana mismo», aseguraba, y añadía que irían al infierno. En cambio ella, Alraune, viviría e iría después al cielo. Y repartía por todas partes estampitas de santos y decía a las enfermitas que debían rezar a la Virgen y al Corazón de Jesús, aunque de nada les iba a servir. De todos modos arderían hasta quedar bien tostaditas. ¡Oh, era sorprendente con qué colorido sabía pintar todo esto! A veces, cuando estaba de buen humor, era más suave y prometía sólo cien mil años de Purgatorio. Pero también esto era bastante fuerte para los sentidos enfermos de las piadosas niñas. El médico mismo expulsó a Alraune del dormitorio, y las hermanas, firmemente convencidas de que ella sola había traído al convento la epidemia, la enviaron a su casa.

El profesor reía encantado de aquel informe. Y tampoco dejó de divertirse cuando, poco después de la llegada de la niña, dos de sus criadas contrajeron el tifus y murieron poco después en el hospital. Pero a la priora del convento de Nancy le escribió una carta indignada protestando de que se le hubiera enviado la niña a casa en tales circunstancias. Se negó a pagar los recibos del último semestre del colegio y reclamó con energía la devolución del dinero que la enfermedad de las criadas le había costado. Y es cierto que, desde un punto de vista sanitario, las hermanas del Sagrado Corazón no debieron haber procedido de aquella manera.

* * *

Por lo demás, Su Excelencia ten Brinken no procedió de muy distinto modo. No es que tuviera miedo al contagio; pero, como a todos los médicos, las enfermedades le eran más simpáticas en otras personas que en su propio cuerpo. Tuvo a Alraune en Lendenich hasta que en la ciudad se informó de un buen pensionado. Y cuatro días después la enviaba a Spa, al célebre Instituto de mademoiselle Vynteelen. El taciturno Aloys debía acompañarla. El viaje se hizo sin incidentes para la niña, mientras que al criado le ocurrieron dos peripecias. Durante el viaje de ida encontró un portamonedas con algunas piezas de plata y a la vuelta se aplastó un dedo al cerrar la portezuela del vagón. El consejero asintió complacido cuando el criado le refirió los sucesos. De aquellos años que Alraune pasó en Spa, le contó muchas cosas al consejero la señorita Becker, la institutriz alemana, que procedía de la Ciudad Universitaria, junto al Rin, y pasaba en ella sus vacaciones. Ya en los primeros días comenzó Alraune a ejercer su influjo en la vieja casa de la Avenue del Marteau, y aquel dominio no se había limitado a las profesoras, especialmente a la miss, que a las pocas semanas era juguete sin voluntad de los absurdos caprichos de la niña. Así, por ejemplo, Alraune había declarado durante el desayuno que no le gustaba la miel ni la mermelada, que quería manteca. La señorita de Vynteelen, naturalmente, no se la dio. A los pocos días, algunas otras pensionistas pidieron también manteca, y, finalmente, por todo el Instituto corrió un clamoroso deseo de manteca. Pero miss Patterson, que nunca había tomado con el desayuno otra cosa que toast con jam, experimentó súbitamente un insaciable anhelo de manteca, de modo que la directora tuvo que ceder y autorizar un pedido considerable. Desde aquel día Alraune prefirió decididamente la mermelada de naranja. A una pregunta concreta del profesor declaró la señorita Becker que por aquellos años no se había dado en el pensionado entero caso alguno de martirizar animales. En cambio, Alraune había atormentado cruelmente a las otras niñas y a los profesores y profesoras, especialmente al pobre maestro de música. En su tabaquera, que siempre dejaba en el corredor; en el bolsillo del gabán, para evitar la tentación de tomar un polvo durante la clase, se encontraron, desde el ingreso de Alraune, las cosas más extrañas, como gruesas arañas y ciempiés. Luego pólvora, pimienta, polvos de salvadera. Algunas veces se sorprendió a alguna educando, que fue por ello castigada. Pero nunca a Alraune. Sin embargo, ésta había mostrado siempre una tenaz resistencia pasiva contra el viejo músico. Nunca había hecho los ejercicios y durante la clase se sentaba con las manos en el regazo, sin levantarse para tocar. Cuando el profesor, desesperado, se quejó una vez a la directora, Alraune declaró tranquilamente que el viejo mentía. La señorita de Vynteelen asistió personalmente a la clase siguiente; y, caso sorprendente, la niña se supo la lección de maravilla y tocó mejor que las otras, mostrando una extraordinaria ejecución. La directora hizo violentos reproches al profesor de música, que se había quedado de una pieza sin poder decir otra cosa que: «Mais c’est incroyable, c'est vraiment incroyable».

Por lo que las pequeñas pensionistas le llamaron en adelante Monsieur Incroyable, gritándoselo en cuanto se dejaba ver y pronunciando las palabras como si no tuvieran dientes en la boca.

Por lo que a la miss se refiere, apenas tenía día tranquilo. Le habían jugado una mala pasada detrás de otra. Le habían echado polvos de picapica en la cama; y una vez, después de una excursión campestre, metieron en ella media docena de pulgas. Tan pronto desaparecían las llaves de un armario o de su cuarto, como encontraba arrancados todos los corchetes del traje que iba a vestirse en aquel momento. Una vez, al querer meterse en la cama, la aterraron, hasta ponerla a morir, los efectos de un polvo efervescente depositado en su vase de nuit. Y otra vez entraron por su ventana cohetes ardiendo, que la hicieron pedir socorro. Tan pronto encontraba untada de goma o de color la silla en que iba a sentarse, como hallaba en sus bolsillos un ratón muerto o una cabeza de gallina. Y así siguió la cosa sin que la pobre miss pudiera gozar de una hora tranquila. Pesquisa tras pesquisa, siempre se daba con algunas culpables, entre las que nunca se encontraba Alraune; aunque todos estaban convencidos de que ella era la verdadera autora de las bromas. La única que rechazó con indignación esta sospecha fue la inglesa misma, que juraba por la inocencia de la niña hasta el día en que volvió las espaldas al Instituto Vynteelen, a aquel infierno, como decía ella, que sólo cobijaba a un dulce angelito.

Y el profesor sonreía al escribir en el infolio:

"Ese dulce angelito es Alraune".

Por lo que se refiere a ella misma —siguió contando la señorita Becker al profesor—, siempre había evitado todo contacto con la extraña niña, lo que le fue tanto más fácil cuanto que ella sólo tenía que ocuparse de las alumnas inglesas y francesas, y de Alraune sólo en las horas de gimnasia y de trabajos manuales. De lo último la libró inmediatamente al notar que Alraune no mostraba interés alguno por ellos, sino al contrario: una directa animadversión; y en los ejercicios de gimnasia, en los que la niña se distinguía, hizo siempre como que no se fijaba en sus caprichos. Sólo había tenido un encuentro con ella, poco después de su ingreso, y tenía que confesar que en aquella ocasión se llevó la peor parte. Durante el recreo había oído casualmente cómo Alraune contaba a sus condiscípulas su estancia en el convento; lo hacía con tanto descaro y cinismo, que ella se creyó en el deber de intervenir. De una parte había referido lo magnífico de aquella vida, de otra un verdadero folletín con toda clase de horrores realizados por las piadosas monjas. Como la institutriz misma se había educado en el convento del Sagrado Corazón de Nancy y sabía muy bien que todo se desarrollaba en él del modo más llano y sencillo y que aquellas monjas eran las criaturas más inofensivas del mundo, llamó a Alraune reprochándole sus mentiras y exigiéndole que dijera a sus compañeras que no había referido la verdad. Y como la muchacha se resistiera tenazmente, se declaró dispuesta a hacerlo ella misma. A lo cual Alraune, empinándose sobre las puntas de los pies y mirándola frente a frente, había contestado: «Si hace usted eso, señorita, contaré que su madre es una pobre vendedora de queso».

La señorita Becker tenía que confesar que había sido bastante débil para ceder a un falso sentimiento de vergüenza y había dejado a la niña hacer su voluntad. Resonaba en su voz tal superioridad que en aquel momento casi se asustó. Dejó a Alraune y se retiró a su cuarto contenta de no haber tenido con ella ninguna disputa. Por lo demás, pagó su culpa de haber negado a su buena madre, porque al otro día Alraune contó a todas sus condiscípulas lo de la tienda de quesos y a la institutriz le costó mucho trabajo reconquistar el prestigio perdido en el Instituto.

Pero de mucho peor manera que con sus superiores jugaba Alraune con las otras niñas. No había una en todo el pensionado a la que no hubiera hecho sufrir. Y parecía extraño que la niña se hiciera querer más a cada nueva hazaña. La educando que había elegido como víctima podía protestar; pero luego no se apartaba de Alraune; era más popular que todas las otras muchachas. La señorita Becker contó al consejero una porción de detalles, de los cuales los más característicos están consignados en el infolio.

Blanche de Banville había vuelto de las vacaciones pasadas en Picardía con sus parientes. Con tal ocasión, aquella ardiente niña de catorce años se había enamorado hasta las orejas de un primo suyo de mucha más edad. Ella le escribía desde Spa. Y él le contestaba: B. de B. Poste restante. Luego debió tener cosa mejor que hacer, porque las cartas cesaron. Alraune y la pequeña Louison descubrieron el secreto. Blanche se sentía, naturalmente, muy desgraciada y lloraba toda la noche. Louison se sentaba junto a ella y trataba de consolarla; pero Alraune declaró que no se debía hacer tal cosa. El primo le había sido infiel, le había traicionado y Blanche debía morir de amor. Éste era el único medio de representar al ingrato las consecuencias de su hazaña para que errara toda su vida de un lado a otro como perseguido por las furias. Y presentó una serie de casos en los que así había sucedido. Blanche estaba conforme con lo de morir, pero no lo conseguía. A pesar de su gran dolor, la comida le sabía siempre a gloria. Alraune declaró que Blanche tenía entonces el deber de matarse si no le era posible morir de dolor. Le recomendó un puñal o una pistola, pero desgraciadamente no había a mano ni lo uno ni lo otro. No se la pudo inducir a saltar por una ventana, ni a clavarse una aguja de sombrero en el corazón, ni a ahorcarse. Sólo quería tragarse algo, y nada más. Alraune supo pronto dar consejo. En el botiquín de la señorita de Vynteelen había una botella de lysol que Louison debía robar. No quedaba en ella más que unos residuos, pero Louison le añadiría las cabezas de dos cajas de fósforos. Blanche escribió algunas cartas de despedida, a sus padres, a la directora y al ingrato amado. Se bebió luego el lysol y se tomó los fósforos: ambas cosas le supieron horriblemente. Para mayor seguridad dispuso Alraune que se tragara tres paquetitos de agujas de coser. Alraune no estaba presente en el momento del suicidio: con el pretexto de vigilar había salido al cuarto inmediato después de haberle jurado a Blanche sobre el crucifijo cumplir exactamente todas sus prescripciones. Era por la noche y la pequeña Louison estaba sentada junto al lecho de su amiga y le entregaba, entre lamentables lágrimas, primero el lysol, luego los fósforos y por último las agujas. Cuando aquel triple veneno se apoderó de la pobre Blanche, que se retorcía y gritaba de dolor, Louison le acompañó en sus gritos hasta hacer retemblar la casa. Salió corriendo del cuarto y trajo a la directora y a las maestras, a las que contó que Blanche se moría. Blanche de Banville no murió; un hábil médico le administró en seguida un enérgico vomitivo que la hizo devolver el lysol, el fósforo y los paquetes de agujas. Cierto que media docena de éstas se habían quedado en el estómago, saliendo, en el curso de los años, por todos los sitios posibles, recordando a la pequeña suicida su primer amor, de un modo bastante doloroso.

Blanche guardó cama largo tiempo, con grandes dolores. Parecía estar ya bastante castigada. Todas la compadecían mucho, eran con ella tan cariñosas como podían, y cumplían hasta sus menores deseos. Pero ella no quería sino que no se castigara a las dos amiguitas que le habían ayudado: a Alraune y a la pequeña Louison. Y lo pidió, y lo rogó, y lo suplicó tanto, que la directora tuvo que prometérselo. Por eso Alraune no fue expulsada del pensionado.

Luego le tocó el turno a Hilde Aldekerk, a la que tanto le gustaban los pasteles que vendían en la confitería alemana de la Place Royal. Aseguraba que podía comerse veinte. Pero Alraune afirmó que no podría con treinta. Apostaron; la que perdiera debía pagar los pasteles. Hilde Aldekerk ganó, pero se puso enferma, teniendo que guardar cama quince días. «¡Glotona! —le gritaba Alraune—. ¡Te está bien empleado!» Y en adelante, todas las niñas llamaron a la gordinflona Hilde glotona. Ésta lloraba al principio, luego se acostumbró y fue, por fin, una de las más ardientes partidarias de Alraune; lo mismo que Blanche de Banville.

Sólo una vez, según contaba la señorita Becker, había sido Alraune seriamente castigada. Y esta vez, sin razón. Una noche de luna llena, la profesora de francés salió aterrada de su cuarto, gritó hasta despertar a toda la casa y balbuceó que un espectro blanco estaba sentado en su balcón. Nadie se atrevió a entrar. Al final, despertaron al portero, que entró en el cuarto armado de una gruesa cachiporra. Se descubrió que el fantasma era Alraune, que, envuelta en su camisa de dormir, estaba sentada en el balcón, contemplando la luna con los ojos muy abiertos. Cuando la hicieron entrar, no pudieron sacarle una palabra. La directora tomó el caso por una broma pesada. Sólo más tarde se puso en claro que Alraune había obrado bajo el influjo de la luna. En otras ocasiones ya se la había sorprendido en estado de sonambulismo. Sorprendente fue también que Alraune expiara aquel injusto castigo —la copia de largos capítulos del «Telémaco», durante las horas de recreo— sin protestar y muy concienzudamente. Contra cualquier castigo justo se hubiera indignado muchísimo.

La señorita Becker dijo al consejero:

«Temo que Vuestra Excelencia no obtendrá grandes satisfacciones de su hija».

Pero el profesor respondió:

"Creo que sí. Por ahora estoy muy contento."

En los dos últimos años no dejó venir a Alraune a casa durante las vacaciones. La permitió viajar con sus amigas del pensionado: una vez a Escocia, con Maud Macpherson; luego a París, con Blanche, y a la región de Münster, con las dos Rodenberg. No tuvo ninguna noticia concreta de esos episodios de la vida de Alraune; sólo pudo imaginarse lo que en aquellas vacaciones habría hecho. Para él era una satisfacción el pensar que el ser que creara podía trazar tan lejos el círculo de su influencia. Leyó en el periódico que, durante el verano que Alraune pasó en Boltenhagen, la divisa verde y blanca del viejo conde Rodenberg se había distinguido extraordinariamente en las carreras, y que su cuadra había obtenido altos premios; además, supo que Mlle. de Vynteelen había recibido una inesperada herencia, que la puso en condiciones de cerrar su instituto, de modo que ya no admitió a ninguna nueva pensionista y sólo continuó con las antiguas hasta el final de sus estudios. Ambas cosas las atribuyó el consejero al influjo de Alraune, y estaba casi convencido de que a las otras casas donde había habitado, al convento de Nancy, a los hogares del Reverendo Macpherson, y al de los Banville, en el bulevar Haussmann, también había llevado dinero; así había hecho buenas sus picardías por triplicado. Pensaba que todas aquellas personas deberían estar muy agradecidas a su hija; tenía el sentimiento de haber traído al mundo una «doncella peregrina», que a todas partes llevaba sus dones y esparcía rosas en el camino de todos los que tenían la dicha de encontrarla. Se rió al pensar que aquellas rosas tenían agudas espinas y que podrían abrir algunas lindas llagas.

Y preguntó a la señorita Becker:

—Dígame usted… ¿Cómo le va a su buena mamá?

—Gracias, Excelencia. Mi madre no puede quejarse. Su negocio ha mejorado considerablemente en los últimos años.

Y el consejero dijo:

—¡Vea usted!…

Y dio orden de que se comprara siempre el queso en la tienda de la señora Becker, en la Münsterstrasse: emmenthal, roquefort, chester y holandés añejo.