CAPÍTULO V

Que informa de cómo eligieron al padre y de cómo la apadrinó la Muerte cuando Alraune surgió a la vida

El doctor Petersen presentó al profesor un gran libro, lindamente encuadernado, que por orden suya había hecho preparar. La roja pasta de cuero ostentaba en un ángulo las armas de los Brinkens; en el centro brillaban las grandes iniciales en oro A. T. B.

Las primeras hojas estaban en blanco: el profesor se las había reservado para escribir en ellas los antecedentes. Comenzaba el libro con un capítulo, de la mano del doctor Petersen, en la que se refería la sencilla historia de la madre de aquel ser a cuya vida estaba el libro destinado. El ayudante se había hecho contar de nuevo la historia de la prostituta y la había trasladado en seguida al papel. Hasta los arrestos sufridos estaban allí consignados. Alma había sido condenada dos veces por vagabundeo, cinco o seis veces por transgresión de las ordenanzas impuestas por la policía a su profesión, y una vez por hurto. Respecto a la última condena afirmaba, sin embargo, haber sido inocente. Aquel señor le había regalado el alfiler de brillantes.

Además había escrito el doctor Petersen un segundo capítulo que trataba del presunto padre, el minero en paro Peter Weinand Noerrissen, condenado a muerte en nombre del rey por fallo del Jurado. La Fiscalía había puesto amablemente las actas, a disposición del médico, quien había podido extractarlas.

Según ellas, el citado Noerrissen parecía predestinado desde la niñez a tal fin. La madre había sido una notoria alcohólica; el padre, obrero de ocasión, condenado con frecuencia acusado de actos de brutalidad; por el mismo motivo, uno de sus hermanos llevaba ya diez años en la cárcel. Peter Weinand Noerrissen había sido llevado como aprendiz a casa de un herrero, el cual dio de él buenos informes en el curso de los debates, alabándole por su habilidad y por sus fuerzas extraordinarias. Tuvo, sin embargo, que despedirlo a causa de su carácter díscolo y porque molestaba constantemente al personal femenino de la casa. Después trabajó en una serie de fábricas y pasó últimamente a la mina Phoenix, en el Ruhr, luego de haber sido declarado inútil para el servicio militar a causa de un defecto de nacimiento: le faltaban dos dedos de la mano izquierda. No se adhirió a ningún movimiento obrero, ni a la antigua agrupación socialista, ni a los socialistas cristianos, ni al grupo Hirsch-Duncker, lo que el defensor había tratado de hacer valer como un testimonio de descargo. Fue despedido por haber dado una grave puñalada a un capataz con motivo de una huelga. En esta ocasión fue condenado por primera vez a un año de cárcel. Faltaban noticias sobre su vida desde el momento de ser puesto en libertad. Se supo que había pasado los Alpes dos veces y que había vagabundeado desde Nápoles hasta Ámsterdam, trabajando ocasionalmente. Fue detenido varias veces, casi siempre por vagabundo, otras por pequeños delitos contra la propiedad; pero en opinión de la Fiscalía, era presumible que en el curso de esos siete u ocho años hubiese cometido delitos mayores.

Los móviles del hecho que había motivado la condena no estaban muy claros. No se sabía si se trataba de un crimen por robo o si era la consecuencia de una violación. La defensa había tratado de explicarlo de esta manera: el acusado había visto venir al atardecer a la joven de diecinueve años, hija de un propietario rural, Ana Sibylla Trautwein, muchacha linda y elegante, y había tratado de violarla; luego, al intentar forzar a la joven, que era muy fuerte, y con el fin de poner fin a sus gritos, había tomado el cuchillo y la había derribado, poseyéndola en su desmayo y rematándola por miedo a ser descubierto. Después, cosa natural, con objeto de procurarse medios para la fuga, le había quitado el poco dinero y las alhajas que llevaba. El reconocimiento del cadáver se oponía en cierto modo a tal exposición de hechos, pues ofrecía una espantosa mutilación de la víctima por medio de cortes, algunos dados casi según las reglas del arte. El informe terminaba diciendo que la revisión del proceso había sido rechazada por el Supremo, que la Corona no había hecho uso de su prerrogativa y que la ejecución estaba decidida para el día siguiente a las seis de la mañana; que el delincuente se había ofrecido a los deseos del doctor Petersen después de haberle ofrecido éste dos botellas de aguardiente que debía llevarle por la tarde, a las ocho.

El profesor terminó la lectura y devolvió el libro.

—El padre es más barato que la madre —dijo riendo.

Y volviéndose a su asistente:

—De manera que usted asistirá a la ejecución. No olvide prevenirse de una solución de sal fisiológica Koch. Y dese prisa. Cada minuto es precioso. No es preciso adoptar medidas especiales: le espero mañana por la mañana en la clínica. No es necesario molestar a las enfermeras. La princesa nos asistirá.

—¿La princesa Wolkonski, Excelencia? —dijo el ayudante.

—La misma —dijo el profesor—. Tengo motivos para invitarla a ver nuestra pequeña operación, por la que ha mostrado mucho interés. Y a propósito: ¿cómo se porta hoy nuestra paciente?

Y el asistente:

—¡Ah, Excelencia! Siempre la misma canción. Siempre lo mismo, desde hace dos semanas, desde que está aquí. Llora, grita, patalea… En fin, que quiere marcharse. Hoy ha vuelto a romper dos palanganas.

—¿Ha vuelto usted a hablarle a la conciencia?

—Lo he intentado; pero apenas me deja tomar la palabra. Es una fortuna que mañana nos veamos ya tan adelantados. Para mí es un problema pensar cómo nos arreglaremos para retenerla hasta que el niño nazca.

—Un problema que usted no necesita resolver, Petersen.

Y el consejero le golpeó benévolamente en la espalda.

—Ya encontraremos los medios. Usted no tiene más que cumplir con su deber.

El ayudante dijo:

—En eso puede confiar Vuestra Excelencia.

* * *

El sol matutino besaba las enredaderas del pulcro jardín en que se levantaba la blanca «Clínica de mujeres» del profesor y acariciaba ligeramente los multicolores macizos de dalias, frescas de rocío, y las clemátides de azul intenso adheridas a los muros. Pintados pinzones y grandes zorzales que corrían por los lisos senderos o saltaban sobre el recortado césped, emprendieron el vuelo cuando ocho férreas herraduras golpearon el adoquinado de la calle arrancándole brillantes chispas.

La princesa bajó del coche y atravesó el jardín con rápidos pasos. Sus mejillas estaban encendidas, su opulento seno se agitaba violentamente al subir la escalinata de la casa.

El profesor le salió al encuentro, abriéndole él mismo la puerta.

—¡Esto se llama puntualidad, Alteza! Pase usted. He mandado prepararle té.

Ella dijo, y sus palabras se atropellaban presurosas:

—Vengo de… allí. Lo he visto. Era atrozmente emocionante.

Él le hizo pasar a la sala.

—¿De dónde viene, Alteza? ¿De la ejecución?

—Sí. El doctor Petersen vendrá en seguida. Anoche, a última hora, pude conseguir una entrada. Ha sido formidable, verdaderamente formidable.

El consejero le ofreció una silla.

—¿Puedo servirla a usted?

—¡Muy amable, Excelencia! —asintió la princesa—. Es una lástima que se lo haya usted perdido. Era un tipo magnífico.

—¿Quién? ¿El delincuente?

Ella sorbía su té.

—Claro. El asesino. Membrudo y recio, con un magnífico pecho de luchador. Llevaba una especie de chaqueta azul; le habían dejado la nuca libre. Nada de grasa. Sólo músculos y tendones.

—¿Y ha podido Su Alteza ver bien toda la ejecución? —preguntó el consejero.

—Maravillosamente —exclamó la princesa—. Estaba en una ventana del corredor, frente por frente del tablado. Al subir vaciló un poco y tuvieron que sostenerlo… Haga el favor, otro terrón de azúcar, Excelencia.

Él la sirvió.

—¿Habló algo?

—Sí. Dos veces. Pero cada vez una palabra tan sólo. La primera mientras el fiscal leía la sentencia. Entonces dijo a media voz… Pero no me es posible repetirlo.

—¡Pero Alteza!

El consejero sonrió, rozándole ligeramente la mano.

—Delante de mí —prosiguió— no necesita usted violentarse.

Ella se echó a reír.

—Claro que no. Bueno, pues… Pero deme usted una rodaja de limón. Gracias. Échela usted en la taza. Pues dijo… Pero no puedo repetirlo.

—¡Alteza! —dijo el profesor con ligero tono de reproche.

Y ella:

—Tiene usted que cerrar los ojos.

El profesor pensaba: «¡Vieja imbécil!», pero cerró los ojos y preguntó:

—¿Y bien?

Ella seguía haciendo melindres.

—Pues… pues lo diré en francés.

—Bien. Sea en francés —dijo el doctor ya impaciente.

Ella apretó los labios, se inclinó un poco y le murmuró al oído: «Merde».

El profesor se echó hacia atrás. Le irritaba el fuerte perfume de la princesa.

—¿De manera que dijo eso?

—Sí; lo dijo como si quisiera dar a entender que todo le daba igual. Aquello me gustó. Casi lo encontré caballeresco.

—Cierto —confirmó el consejero—. Lástima que no lo dijera él también en francés. ¿Y cuál fue la otra palabra?

—¡Ah! Aquello estuvo mal.

Y la princesa sorbía el té y mordisqueaba un pastel.

—Con ella —prosiguió— echó a perder la buena impresión que me había causado. Imagínese usted que al cogerle el ayudante del verdugo, comienza de pronto a gritar y a lloriquear como un chiquillo.

—¡Ah…! —dijo el profesor—. ¿Otra taza, Alteza? ¿Y qué gritaba?

—Primero se defendió, como pudo, mudo y fuerte, a pesar de tener las manos atadas a la espalda. Tres ayudantes se arrojaron sobre él, mientras el verdugo, de frac y guante blanco, contemplaba tranquilamente la escena. Al principio me gustó cómo el asesino se sacudía de los tres carniceros que le empujaban y que tiraban de él sin conseguir moverle un paso. ¡Oh, era atrozmente emocionante!

—Me lo imagino, Alteza.

—Pero luego cambió. Uno le asió de una pierna alzándole los brazos atados, de modo que le hizo vacilar. En aquel momento comprendió la inutilidad de su resistencia y que estaba perdido. Quizá había estado antes borracho y se serenó súbitamente. ¡Uf! Y entonces gritó…

El consejero sonreía:

—¿Qué gritó? ¿Tengo que volver a cerrar los ojos?

—No, no. Puede usted dejarlos abiertos. Se acobardó; una lamentable cobardía. Lleno de angustia gritó: «¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!» Oh, docenas de veces. Hasta que le arrodillaron estirado bajo la cuchilla y le obligaron a meter la cabeza por el redondel de la tabla.

—¿Entonces llamó a su madre hasta el último momento?

—No. Hasta el último momento, no. Cuando la tabla se cerró aprisionándole el cuello y su cabeza sobresalió por la otra parte, calló. Parecía que por él pasaba algo.

El profesor escuchaba con más atención.

—¿Podía usted ver bien su rostro, Alteza? ¿Podía usted comprender lo que por él pasaba?

—Con tanta precisión como le veo a usted ahora. Lo que pasaba por él, no lo sé. Duró sólo un momento, mientras el verdugo se cercioraba de que todo estaba listo y su mano buscaba el botón para hacer caer la cuchilla. Yo vi los ojos del asesino dilatados, como en loca voluptuosidad; vi la boca muy abierta, como buscando una presa, y sus rasgos desfigurados, deseosos…

Se detuvo.

—¿Eso fue todo? —inquirió el profesor.

—Sí. Cayó la cuchilla y saltó la cabeza dentro del saco que un ayudante sostenía abierto. Hágame el favor de pasarme la mermelada, Excelencia.

Llamaron. El doctor Petersen abrió la puerta y entró. Agitaba en la mano un largo tubo, bien escorchado y envuelto en algodón.

—¡Buenos días, Alteza! ¡Buenos días, Excelencia! ¡Aquí! ¡Aquí está!

La princesa se levantó de un salto.

—Déjeme usted ver —dijo.

Pero el profesor la contuvo.

—Despacio, Alteza. Tiempo tendrá usted de verlo. Si a usted le parece, vamos a poner inmediatamente manos a la obra.

Y volviéndose al ayudante:

—No sé si será necesario, pero de todos modos haría usted bien…

Bajó la voz y acercó los labios al oído del ayudante, quien asintió:

—Bien, Excelencia. Daré las órdenes en seguida.

Atravesaron el blanco corredor y se detuvieron en el número 17.

—Aquí está ella —dijo el profesor, abriendo con cuidado la puerta.

El cuarto, todo blanco, resplandecía de luz y sol. La muchacha yacía en la cama, profundamente dormida. Un rayo de sol penetraba por la ventana, espesamente enrejada, temblaba en el suelo, trepaba por una escala de oro, y, deslizándose entre las ropas, se posaba tiernamente sobre sus dulces mejillas y bañaba de ardientes llamas sus rojos cabellos. Los labios entreabiertos de Alma se movían como si murmuraran palabras de amor.

—Está soñando —dijo el profesor—. Quizá con su príncipe.

Y poniéndole en el hombro su fría y húmeda mano, la sacudió.

—Despierte usted, Alma.

Un ligero temor corrió por sus miembros y se incorporó medio dormida.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —tartamudeó.

Pero reconociendo al profesor, se volvió a tender sobre los almohadones.

—¡Déjeme usted en paz!

—Vamos, Alma. No nos haga usted escenas —la amonestó el profesor—. Ya estamos dispuestos. Sea usted razonable y no nos cree usted dificultades.

Y con un rápido tirón le arrancó las sábanas, que arrojó al suelo.

Pero la muchacha se bajó la camisa y se cubrió como pudo con las almohadas.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó—. ¡No quiero!

El consejero hizo una seña a su ayudante.

—Vaya usted —ordenó—. Pero de prisa. No podemos perder tiempo.

Y el doctor Petersen abandonó rápidamente el cuarto.

La princesa se acercó al lecho y se dirigió a la muchacha.

—No sea usted loca, chiquilla. No hace daño en absoluto.

Y trató de acariciarla, pasándole sus gruesas y ensortijadas manos por la nuca y el cuello, hasta los senos.

Alma la rechazó.

—¿Qué quiere usted? ¿Quién es usted? ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No quiero!

Pero la princesa insistía.

—Yo no quiero más que tu bien, hijita; y te regalare una sortija muy bonita y un vestido nuevo.

—¡No quiero ninguna sortija! —gritó la ramera—. ¡No necesito ningún vestido! ¡Quiero irme de aquí y que me dejen en paz!

Con sonriente tranquilidad abrió el tubo el consejero.

—Ya la vamos a dejar a usted en paz. Y más tarde podrá usted también marcharse. Mientras tanto, tiene usted que cumplir la pequeña obligación a que se ha comprometido con nosotros. ¡Ah! ¿Está usted ahí, doctor?

Y volviéndose a su ayudante, que acababa de entrar con la mascarilla de cloroformo en la mano, dijo:

—Venga usted en seguida.

La muchacha se le quedó mirando con los ojos dilatados por el terror.

—No —gemía—. No, no.

Hizo gestos de querer saltar de la cama y empujó al ayudante con ambas manos en mitad del pecho, haciéndole retroceder tambaleándose.

Entonces, con los brazos abiertos, la princesa se arrojó sobre la muchacha, oprimiéndola con la masa de su cuerpo hasta volverla a la cama y la abrazó clavando sus dedos en la brillante carne, apretando entre sus dientes un largo mechón de cabello rojos.

La prostituta, imposibilitada de agitar los brazos ni de mover el cuerpo bajo aquella mole, agitaba las piernas en el aire. Vio cómo el médico le aplicaba la mascarilla al rostro y le oyó contar en voz baja: «uno, dos, tres», y gritó, haciendo retemblar las paredes:

—No, no quiero. No quiero. ¡Ay, me ahogo!

Su grito murió, cediendo a un miserable gimoteo:

—¡Madre! ¡Ay!… ¡Ma…dre!

* * *

Doce días más tarde, la prostituta Alma Raune ingresó en la cárcel y fue procesada. La orden de prisión fue dictada por carecer la muchacha, acusada de robo, de domicilio fijo y ofrecer con ello posibilidades de fuga. La denuncia había partido de Su Excelencia el consejero secretario efectivo ten Brinken.

Desde los primeros días había preguntado el profesor repetidamente a su ayudante por diferentes objetos que echaba en falta. Le faltaba una antigua sortija de sello que se había quitado al lavarse; un pequeño monedero que recordaba haber dejado en su abrigo. Rogó al doctor Petersen que vigilara con la mayor atención a los empleados.

Más tarde, un reloj de oro del ayudante desapareció de su cuarto de la Clínica, donde estaba encerrado en un cajón de su escritorio. El cajón había sido forzado. Un prolijo registro de la Clínica, al que se declararon dispuestos todos los empleados, dio un resultado completamente negativo.

—Debe haber sido una paciente —concluyó el consejero, y dispuso que se registraran las habitaciones de las enfermas.

El doctor Petersen dirigió también esta pesquisa, con el mismo éxito.

—¿Ha olvidado usted alguna dependencia? —inquirió su jefe.

—Ninguna. Excelencia, exceptuado el cuarto de Alma.

—¿Y por qué no ha hecho investigaciones en él?

—¡Pero Excelencia!… —opuso el doctor Petersen—. Eso es completamente imposible. La muchacha está vigilada día y noche y no ha salido una sola vez de su cuarto, y desde que ha sabido del éxito de nuestro intento está completamente fuera de sí. Se pasa llorando y gritando todo el santo día, nos amenaza con volverse loca y sólo piensa en salir de aquí o en cómo podría frustrar a la postre nuestros esfuerzos. Dicho claramente, Excelencia, me parece del todo imposible retener aquí a la muchacha todo ese tiempo.

—¿Sí? —el profesor reía—. Bueno, Petersen. Busque usted primero en el cuarto 17. No me parece tan imposible que la muchacha sea la autora.

Al cabo de un cuarto de hora volvió el ayudante, trayendo algo envuelto en un pañuelo.

—Aquí están las cosas. Las encontré ocultas entre la ropa sucia de la joven.

—¿De modo que ha sido ella? —dijo el profesor—. Telefonee usted inmediatamente a la policía.

El ayudante vacilaba.

—Perdone Vuestra Excelencia si me permito una objeción: la muchacha es de seguro inocente, aún cuando las apariencias hablen contra ella. Vuestra Excelencia hubiera debido verla cuando la vieja enfermera y yo registramos el cuarto y dimos por fin con los objetos. La muchacha estaba en la mayor apatía y nada le impresionaba. Es seguro que nada tiene que ver con el robo. Alguien del personal ha debido tomar los objetos y esconderlos en su cuarto por temor a ser descubierto.

El profesor sonrió:

—Es usted muy caballeresco, Petersen. Pero no importa: telefonee usted.

—¡Excelencia! —rogó el médico—, quizá debiéramos esperar un poco. Quizá, interrogando detenidamente al personal…

—¡Oiga usted, Petersen! —dijo el consejero. Debía usted meditar un poco más. En el fondo, es indiferente que la muchacha haya o no robado esas cosas. Lo importante es que nos libremos de ella, que se la lleven a otra parte hasta que llegue la hora, ¿no es eso? En la cárcel la tenemos segura, mucho más segura que aquí. Ya sabe usted lo decentemente que le pagamos y hasta estoy dispuesto yo a gratificarla por esta pequeña molestia… cuando todo haya pasado. En la cárcel no está peor que aquí: su celda será más estrecha, la cama algo más dura, la comida no tan buena. En cambio tendrá allí con quién hablar, lo que en su estado tiene mucho valor.

El doctor Petersen le miró todavía un poco vacilante.

—Está muy bien, Excelencia, pero… no cantará allí. Sería muy desagradable que…

El profesor sonreía.

—¿Cómo? Déjele usted cantar cuanto quiera… Hysteria mendax…, ya sabe usted, es una histérica; y una histérica siempre tiene derecho a mentir. Nadie la creerá. Pasará simplemente por una embarazada histérica. ¿Y qué va a contar ella? ¿La historia del príncipe que el bueno de mi sobrino le colocó? ¿Cree usted que el juez, el fiscal, el director de la cárcel o cualquiera otra persona razonable prestará oído a semejante galimatías en boca de una prostituta? Aparte de que yo mismo hablaré con el médico de la cárcel. ¿Quién es ahora el médico de la cárcel?

—El colega doctor Perscheidt.

—¡Ah!, ¿su amigo de usted, el pequeño Perscheidt? Yo también le conozco y le rogaré que vigile a nuestra paciente de un modo especial. Le diré que me fue enviada a la Clínica por un conocido que tuvo relaciones con ella, y que este señor está dispuesto a atender en toda forma al niño. Llamaré la atención del médico sobre la extraordinaria y enfermiza mendacidad de la paciente y le referiré desde luego lo que verosímilmente haya ella de referir. Además, confiaremos la defensa al consejero Gontram, explicándole el caso de manera que no dé crédito ni un segundo a las palabras de la muchacha. ¿Teme usted algo todavía, Petersen?

El ayudante contempló a su jefe lleno de admiración.

—No, Excelencia —dijo—. Vuestra Excelencia ya piensa en todo. Lo que esté en mi mano lo ofrezco, desde luego, si puede serle útil.

El consejero dio un profundo suspiro y le tendió la mano:

—¡Gracias, querido Petersen! No sabe usted el daño que me hacen estas mentirillas. ¿Pero qué remedio? La ciencia exige a veces estos sacrificios. Nuestros valientes predecesores, los médicos medievales, se veían obligados a robar los cadáveres de los cementerios, si querían aprender anatomía; tenían que desafiar el peligro de verse tenazmente perseguidos por profanación de cadáveres y otras majaderías. En este aspecto no podemos quejarnos; y tenemos que aceptar el cuidado de todos estos pequeños embustes en interés de nuestra santa ciencia. Y ahora, vaya usted, Petersen, y telefonee.

Y el ayudante fue, con el corazón lleno de la más grande y sincera estima por su jefe.

* * *

Alma Raune fue condenada por el delito de hurto. Sus tenaces negativas y el hecho de haber sufrido ya otra condena análoga, empeoraron su caso; sin embargo, se le concedieron circunstancias atenuantes, verosímilmente porque en realidad era muy bonita, quizá también porque el consejero Gontram la defendía. Se le impuso sólo un año y seis meses de cárcel, descontándosele el tiempo pasado en prisión preventiva.

Pero Su Excelencia el profesor ten Brinken consiguió que se la pusiera en libertad mucho antes de cumplir, aunque su conducta en la cárcel distó mucho de ser ejemplar. Se tuvo, sin embargo, en cuenta que, como el profesor subrayaba en su petición de indulto, esta conducta podía atribuirse al estado histérico de la muchacha; también se tuvo en cuenta que pronto iba a ser madre.

Cuando se hicieron notar los síntomas de un próximo alumbramiento, fue licenciada, transportándosela, temprano en la mañana, a la clínica ten Brinken; y así volvió a su cuarto blanco, el número 17, al final del corredor. Ya durante el traslado comenzaron los dolores. El doctor Petersen la tranquilizó diciéndole que pasarían pronto.

Pero se equivocaba. Los dolores continuaron todo el día, la noche y el día siguiente; cedían un momento para recrudecerse luego con mayor violencia. Y la muchacha gritaba y gemía, retorciéndose en tormentos atroces.

El tercer capítulo del libro A. T. B. trata de ese alumbramiento, escrito también de mano del médico ayudante. Él asistió a la parturienta, acompañado del médico de la cárcel, parto laboriosísimo que sólo terminó al tercer día, con la muerte de la madre. El profesor no estuvo presente.

En su informe, el doctor Petersen ponderaba la fuerte naturaleza y excelente constitución de aquélla, que parecían condicionar un fácil alumbramiento. Sólo la extrañísima situación transversal del feto motivó las complicaciones surgidas, que hicieron por último imposible salvar juntamente al niño y a la madre. Más adelante se decía que el recién nacido, una niña, dio, casi en el vientre de la madre todavía, un grito extraordinario, tan violento y tan agudo, que ni los médicos, ni la partera que asistía, recordaban haber oído nunca nada semejante en un recién nacido. Aquel grito tenía algo de consciente, como si la niña hubiera sufrido dolores atroces al ser arrancada violentamente del seno materno; había sido tan agudo y espantoso el grito, que todos experimentaron un sentimiento de horror; el colega doctor Perscheidt tuvo que sentarse, mientras un copioso sudor frío le brotaba de las sienes.

La niña, que era muy delicada y menuda, se tranquilizó pronto y ni siquiera lloró más. La comadrona comprobó en seguida, al bañarla, una atresia vaginal muy desarrollada, de manera que la piel de los muslos, casi hasta la rodilla, había crecido adherida. Tan notable fenómeno resultó ser, después de un más detenido examen, una superficial adherencia de la epidermis, remediable con una sencilla operación.

Por lo que hace a la madre, era seguro que había tenido que soportar atroces dolores. No había que pensar en cloroformizarla o en la anestesia lumbar y menos aún en una inyección de scopolamin-morfina, pues, la hemorragia, imposible de contener, había originado una gran debilidad cardíaca. Constantemente había estado gritando del modo más horrible, con gritos que en el momento del parto fueron dominados por aquel espantoso del niño. Más tarde sus quejidos se debilitaron y, al cabo de dos horas y media, falleció sin volver a recobrar el conocimiento. Como causa directa de la muerte podía señalarse el desgarramiento de la matriz y la hemorragia resultante.

* * *

El cadáver de la prostituta Alma Raune fue entregado a la sala de disección, pues, las personas de su familia, a las que se dio parte, no lo reclamaron y dijeron no estar dispuestas a sufragar los gastos del entierro. Así, sirvió a los fines docentes del profesor de Anatomía Holzberger y fomentó, seguramente, los estudios de sus oyentes con todos sus miembros, si se exceptúa la cabeza, que el estudiante Fassmann, candidato a la Licenciatura, debía preparar. La olvidó durante las vacaciones y, como luego ya no se prestaba para una limpia preparación, y él poseía ya cráneos suficientes, se mandó hacer con la bóveda craneana un lindo cubilete para dados. Ya poseía cinco dados hechos con los nudillos del asesino ejecutado Noerrissen, y necesitaba un cubilete apropiado. El estudiante Fassmann no era supersticioso; pero afirmaba que este cubilete prestaba extraordinarios servicios.

Él cantó sus alabanzas con tan altos tonos, que cubilete y dados alcanzaron una cierta celebridad en el transcurso de varios semestres: primero, en la peña que los señores de su corporación escolar formaban en la cervecería; luego, en la de los Mayores, y por último, entre todos los estudiantes. Fassmann amaba su cubilete y consideró casi como una extorsión que el profesor ten Brinken, con ocasión de su visita al examen, se lo pidiera. No se lo hubiera dado, de seguro, de no haberse sentido tan flojo en Ginecología y de no tener precisamente el profesor tanta fama de exigente en los exámenes. Lo cierto es que el estudiante pasó el examen con brillantez y que su cubilete le dio buena suerte durante todo el tiempo que fue su poseedor.

Así, lo que restaba de aquellos dos seres que, sin haberse visto nunca, fueron padre y madre de Alraune ten Brinken, entró después de la muerte en una cierta relación. El bedel de la disección, Knoblauch, arrojó, como de costumbre, huesos y piltrafas de carne en un fosa abierta a toda prisa en el jardín: allí, junto al muro, donde las blancas rosas trepadoras crecían tan lozanas…