CAPÍTULO IV

Que refiere cómo dieron con la madre de Alraune

Frank Braun estaba preso en la ciudadela. Arriba, en Ehrenbreitstein. Ya llevaba dos meses y aún le quedaban tres por cumplir. Todo el verano. Y todo por haber agujereado el aire de un balazo, lo mismo que su adversario. Se aburría.

Estaba sentado en el pretil del pozo, en lo más alto de la áspera roca asomada sobre el Rin. Balanceaba las piernas, miraba al azul y bostezaba. Y exactamente lo mismo hacían los otros tres compañeros sentados junto a él. Ninguno hablaba una palabra.

Vestían chaquetas de dril amarillo que habían comprado a unos soldados; se habían hecho pintar por sus asistentes gigantescas cifras negras sobre la espaldas, que indicaban los números de sus celdas. Allí estaban el 2, el 14 y el 6. Y Frank Braun llevaba el 7. Subió un grupo de extranjeros, ingleses e inglesas, conducidos por el sargento de guardia, señalando a los pobres prisioneros, marcados con sus grandes números, y que tan atribulados se mostraban. La compasión se despertó y, entre exclamaciones conmiserativas, preguntaron al guía si se podría dar algo a aquellos miserables. El interrogado dijo que estaba severamente prohibido y que él no debía verlo. Pero, movido por la bondad de su corazón, dio media vuelta y se puso a describir la comarca a los señores. «Allí está Coblenz —decía— y allí Neuwied, y allá abajo, junto al Rin…» Entretanto, se acercaron las señoras y los pobres prisioneros tendieron las manos a sus espaldas y en ellas cayeron monedas, cigarrillos, tabaco; a veces, una tarjeta con una dirección.

Era el juego inventado e introducido allí por Frank Braun.

—Es humillante en realidad —dijo el número 14, comandante de Caballería barón Flechtheim.

—Eres un idiota —dijo Frank Braun—. Lo humillante es que nos hagamos los distinguidos, se lo demos todo a los suboficiales y nos quedemos sin nada. Si por lo menos no estuvieran tan perfumados estos malditos cigarrillos ingleses…

Se quedó contemplando la presa.

—Mira, otra libra esterlina. El sargento se alegrará. Ya podía aprovecharla yo mismo.

—¿Cuánto perdiste ayer? —preguntó el 2.

Frank Braun se echó a reír.

—Toda mi mensualidad, que acababa de recibir, y además algunos pápiros de boquilla…, ¡al diablo con el bacarrá!

El número 6 era un alférez, jovencillo, que parecía amasado de leche y sangre. Suspiró:

—¡Todo me lo he jugado!

—¿Crees que a los demás nos ha pasado otra cosa? —le refunfuñó el 14—. ¡Y pensar que esos tres sinvergüenzas se divierten ahora en París con nuestro dinero! ¿Cuánto tiempo crees que se quedarán allí?

El doctor Klaverjahn, médico de marina, prisionero en la celda número 2, dijo:

—Calculo que tres días. El dinero tampoco les alcanza a más.

Hablaban de los números 4, 5 y 12, que habían ganado mucho la noche anterior y que por la mañana se habían echado bonitamente monte abajo para poder salir a primera hora en el tren de París. En el fuerte se llamaba a esto descansar un poco.

—¿Qué vamos a hacer este domingo? —preguntó el 14.

—¡Estrújate por una vez esa cabeza estúpida! —gritó Braun al comandante.

Saltó del muro, atravesó el patio y llegó al jardín de los oficiales. Estaba de mal humor y silbaba para sí. No era la pérdida en el juego, que tantas veces había sufrido sin amilanarse. ¡Era aquella lamentable permanencia allá arriba, aquella insoportable monotonía! Cierto que las ordenanzas del fuerte eran bastante benignas y no había ninguna que los señores presos no infringiesen a todas horas. Tenían su casino, con un piano y un armónium, y dos docenas de periódicos. Cada uno tenía asistente y una amplia habitación, casi una sala, por celda, por la que pagaba el Estado un céntimo diario. Se hacían traer la comida de la mejor fonda de la ciudad y su bodega estaba en el mejor orden. Sólo una cosa tenían que censurar: no podían cerrar su puerta por dentro. Era el único punto en que la Comandancia se mostraba increíblemente severa. Desde una vez que hubo un intento de suicidio, se ahogó en germen todo intento de proveerlas de cerrojo.

—Son unos majaderos esos tíos —pensaba Frank Braun—. ¡Como si no pudiera uno suicidarse sin cerrojo!

Esa falta de cerradura le atormentaba todos los días, amargándole la alegría de vivir, pues era imposible quedarse solo en la fortaleza. Había intentado asegurar la puerta con cuerdas y cadenas, poniendo detrás su cama y demás muebles. Inútil. Después de una lucha de varias horas, la barricada quedaba destruida y toda la cofradía se trasladaba triunfante a su cuarto.

¡Oh, aquella cofradía! Cada uno era inofensivo, agradable y buen chico. Con cada uno —a solas— se podía charlar media hora; ¡pero juntos!… Juntos eran insoportables. Lo que los hacía insufribles era el Komment,[2] aquella mezcla de Komment de oficiales y de estudiantes, todavía adornado con algunas tonterías más, particulares del fuerte. Se cantaba, se bebía, se jugaba día y noche, un día tras otro. Subir unas cuantas muchachas, hacer unas cuantas escapadas; éstas eran las grandes hazañas. Y ya no se hablaba de otra cosa.

Los que llevaban allí mucho tiempo eran los peores, completamente inutilizados por aquella eterna monotonía. El doctor Bermüller, que había matado a tiros a su cuñado y llevaba dos años allá arriba, y su vecino, el teniente de Dragones conde von Vallendar, que llevaba medio año más. Y los que venían nuevos, al cabo de una semana ya estaban echados a perder. El más grosero y salvaje era el más considerado.

Frank Braun gozaba de este prestigio; había cerrado el piano al segundo día de llegar por no querer oír más la terrible «Canción de primavera» del comandante: se había apoderado de la llave, arrojándola luego desde el muro. Además se había traído su caja de pistolas y se pasaba tirando todo el santo día. Y beber y blasfemar sabía hacerlo como el más pintado.

En el fondo se había alegrado de ir a pasar en la ciudadela los meses de verano. Trajo consigo un gran paquete de libros, plumas nuevas y papel blanco. Creía poder trabajar y se complacía en aquella obligada soledad.

Pero no había podido abrir un libro; ni siquiera había escrito una carta. Se había dejado arrastrar por aquel torbellino de infantilismo que le asqueaba. Y hacía la vida de todos, día por día. Odiaba a sus camaradas, a todos y a cada uno.

Su asistente se acercó saludando militarmente:

—Señor doctor: una carta.

¿Una carta? ¿En domingo? La tomó de manos del soldado. Era una carta urgente que le había sido reexpedida. En ella reconoció los delgados trazos de la escritura de su tío. ¿De él? ¿Qué querría de pronto? Sopesó vacilante la carta…

Ah, de buena gana la hubiera devuelto, escribiendo encima: «Aceptación denegada». ¿Qué le importaba al viejo profesor?

Era lo primero que de él veía desde que le acompañó a Lendenich después de aquella fiesta en casa de Gontram, cuando trató de convencerle de que debía crear una mandrágora viva… Desde entonces; hacía dos años.

¡Qué lejos estaba ya todo aquello!

Él había pasado a otra Universidad y hecho, a su tiempo, los exámenes. Ahora residía en un rincón de Lorena, ocupado como pasante. ¿Ocupado? Bah, él proseguía la vida que llevaba en la Universidad, bienquisto de las mujeres y de todos aquellos que llevaban una existencia disipada y gustaban de las costumbres licenciosas. Pero no era muy del agrado de sus superiores. Oh, él también trabajaba de vez en cuando, pero para sí, y siempre en algo que sus superiores llamaban un grosero abuso.

Cuando podía se marchaba a París. En la Butte Sacrée se sentía más a sus anchas que en el Tribunal. Y él no sabía, a ciencia cierta, a dónde iba a llevarlo todo esto.

Estaba seguro que no iba a acabar de jurista, abogado, juez o funcionario de análoga especie. ¿Qué hacía, pues? Iba tirando. Contrayendo nuevas deudas.

Seguía con la carta en la mano, deseoso de abrirla y, sin embargo, tentado a devolverla intacta, como tardía respuesta a aquella otra que su tío le enviara hacía dos años.

Fue poco después de aquella noche. Con otros cinco estudiantes pasaba a caballo por la aldea, de madrugada, de vuelta de una excursión por las Siete Montañas. Y, movido de un súbito capricho, los había invitado a cenar en la casa ten Brinken.

Arrancaron la campanilla, gritaron, aporrearon el férreo portón, haciendo un ruido de mil diablos que alborotó a toda la aldea.

El profesor estaba de viaje, pero por orden del sobrino el criado les dejó entrar. Llevaron los rocines a la cuadra y Frank Braun hizo despertar a la servidumbre, disponer una gran cena y él mismo sacó los mejores vinos de la bodega del tío. Y comieron y bebieron y cantaron, se desparramaron por la casa alborotando, aullando, destrozando cuanto caía bajo sus puños. Al otro día temprano regresaron a sus casas, voceando y canturreando, colgados de los caballos, unos como salvajes cowboys, los otros como viejos sacos de harina. «Los señoritos se condujeron como cerdos», informó Aloys al profesor.

Pero no fue eso lo que indignó al señor ten Brinken, que no hubiese malgastado una palabra con tal motivo, sino que en el aparador había raras manzanas, nectarinas frescas como rocío, peras y melocotones, frutas cogidas en sus invernaderos. Frutos delicados obtenidos a costa de indecibles cuidados, frutos primerizos de árboles nuevos dispuestos entre algodones en platos de oro para que maduraran. Y los estudiantes no respetaron las aficiones del profesor y cayeron sobre ellos sin consideración alguna. Los habían mordido, sin sazonar como estaban, y los habían arrojado luego. Eso fue todo.

El profesor escribió a su sobrino una agria carta, rogándole no volviera a poner los pies en su casa, con lo que éste quedó profundamente lastimado por considerar el motivo una deplorable niñería.

Ah, si hubiera recibido en otra parte la carta que tenía en la mano, en Metz o en Montmartre, no hubiese dudado un segundo en devolverla. Pero allí, allí, en aquella ciudadela tan horriblemente aburrida…

Se decidió, murmurando:

—En todo caso, para variar…

Y abrió la carta.

El tío le comunicaba que estaba dispuesto, después de meditarlo serenamente, a seguir la incitación que él, su sobrino, le había hecho antaño. Tenía un candidato a padre muy a propósito: la revisión del proceso del asesino Noerrissen había sido denegada; y no era de suponer que la petición de indulto tuviera más éxito. Se trataba de buscar una madre. Había hecho ya algunos ensayos en tal sentido, siempre con resultado negativo. No parecía fácil encontrar allí nada apropiado; pero el tiempo urgía. Preguntaba a su sobrino si estaba dispuesto a ayudarle en el asunto.

Frank Braun se quedó mirando al asistente.

—¿Está el cartero todavía ahí? —preguntó.

—Sí, señor doctor —respondió el soldado.

—Dile que tiene que esperar. Toma; dale una propina.

Buscó en sus bolsillos y encontró finalmente un marco. Con la carta en la mano regresó al fuerte.

Apenas había llegado al patio del cuartel, cuando le salió al encuentro la mujer del sargento mayor seguida de un ordenanza de Telégrafos.

—Un telegrama para usted —gritó la mujer.

Era del doctor Petersen, el médico ayudante del profesor, y decía: «Su Excelencia se encuentra desde ayer en Berlín, Hotel Roma. Esperamos respuesta inmediata de si vendrá. Cordiales saludos».

¿Su Excelencia? Es decir, que habían dado a su tío tratamiento de Excelencia. Y además estaba en Berlín. ¡En Berlín! ¡Qué lástima! Él hubiera preferido ir a París. Allí se hubiera encontrado más fácilmente algo, y también algo mejor.

Pero no importaba. ¿Qué remedio? Ya estaba en Berlín. Esto suponía al menos una interrupción de aquella monotonía. Pensó un momento: debía salir aquella misma noche. Pero no tenía un céntimo y los camaradas tampoco.

Se quedó mirando a la mujer. «Usted, señora…», comenzó. Pero no podía ser.

Concluyó:

—Dele una propina al ordenanza y póngamela a mi cuenta.

Fue a su cuarto, hizo preparar los baúles y dio orden al asistente de llevarlos a la estación y de aguardar allí. Volvió a bajar.

En la puerta encontró al suboficial encargado de la inspección de los prisioneros, retorciéndose las manos de desesperación.

—¿Usted también quiere marcharse, señor doctor? —gemía—. Y los otros tres señores que también se han ido… a París…, al extranjero… ¡Dios mío, esto no va a acabarse nunca! ¡Y yo pago el pato…, yo tengo la responsabilidad!…

—¡Bah, no será tanto!… —le contestó Frank Braun—. Me voy por un par de días y los otros señores estarán ya de vuelta para entonces.

El suboficial seguía lamentándose.

—No es por mí… Naturalmente, yo no digo nada. Pero los otros me tienen tanta envidia… Y hoy es el sargento Beckerf el que tiene guardia, y…

—Más le valdrá callarse —repuso Frank Braun—. Ha recibido de nosotros más de treinta marcos… Piadosos dones de las inglesas. Además voy a ir a Coblenz a pedir permiso. ¿Está usted contento?

Pero el vigilante no estaba contento.

—¿Cómo? ¿A la Comandancia? Pero señor doctor… ¡si no tiene usted permiso para ir desde aquí hasta la ciudad! ¿Y quiere usted ir a la Comandancia?

Frank Braun se echó a reír.

—Precisamente. Como que tengo que pedirle al comandante el dinero para el viaje.

El suboficial no dijo una palabra más; se quedó inmóvil, como petrificado, con la boca abierta.

—Dame diez céntimos para pagar el pontazgo, Schorsch —dijo Frank Braun al asistente.

Tomó la moneda y atravesó el patio con rápidos pasos. Al jardín de oficiales y de allí a la explanada. Saltó el muro, se agarró por el otro lado a la rama de un recio fresno y resbaló por el tronco abajo. Luego, abriéndose paso entre los matorrales, descendió por la ladera.

En veinte minutos estaba abajo. Éste era el camino que ordinariamente seguían en sus escapatorias nocturnas.

Siguió a lo largo del Rin, hasta el puente de barcas, y cruzándolo entró en Coblenz. Llegó a la Comandancia, se enteró en dónde vivía el general y se encaminó allá rápidamente. Entregó su tarjeta, mandando decir que el asunto era urgente.

El general le recibió, con la tarjeta en la mano.

—¿En qué puedo servirle?

—Frank Braun dijo: —Permita Su Excelencia…; yo estoy preso en la ciudadela.

El viejo general le examinó con bastante severidad, visiblemente malhumorado por la visita.

—¿Qué quiere usted? Y, por otra parte, ¿cómo ha bajado usted a la ciudad? ¿Tiene usted licencia?

—Sí, Excelencia —respondió Frank—; licencia para ir a la iglesia.

Mintió, pero sabía bien que el general deseaba sólo obtener una respuesta.

—Vengo a rogar a Vuestra Excelencia… tres días de permiso para ir a Berlín. Mi tío se está muriendo.

El general se sulfuró.

—¿Qué me importa a mí su tío de usted? ¡Es absolutamente imposible! Usted no está encarcelado para placer suyo, sino por haber transgredido las leyes del Estado, ¿comprende usted? Todos podrían venir a mí con tíos y tías agonizantes. Si no se trata de los padres, negaré sistemáticamente, siempre, tales permisos.

—Muchas gracias, Excelencia. Telegrafiaré a mi tío, Su Excelencia el consejero secreto efectivo, profesor ten Brinken, que, desgraciadamente, no se le ha permitido a su único sobrino el acudir a su lecho de muerte para poder cerrarle los cansados ojos.

Se inclinó e hizo un giro hacia la puerta como para salir. Pero el general le retuvo, como él esperaba.

—¿Quién es su tío de usted? —preguntó vacilante.

Frank Braun repitió el nombre y el sonoro título, sacó el telegrama de la cartera y se lo tendió al general.

—Mi pobre tío buscaba en Berlín una última solución; desgraciadamente, la operación no ha tenido buen éxito…

—Hm… Márchese usted, amigo mío… Vaya usted en seguida… Quizá sea posible socorrerle todavía.

Frank Braun puso una cara acongojada:

—Sólo Dios lo puede…

Interrumpió un hondo, suspiro para añadir:

—Muchas gracias. Excelencia. Quisiera pedir todavía un favor.

El general le devolvió el telegrama.

—¿Cuál?

Y Frank Braun declaró:

—No tengo dinero para el viaje. Quisiera rogar a Vuestra Excelencia que me prestara trescientos marcos.

El general le miró con bastante desconfianza.

—No tiene usted dinero…, hm…, de manera que sin dinero… Pero ayer fue primero de mes. No vino el giro, ¿eh?

—El giro llegó a su tiempo, Excelencia; pero lo jugué en la misma noche.

El viejo general se echó a reír.

—He aquí la expiación de su crimen, malvado. ¿De manera que necesita usted trescientos marcos?

—Sí, Excelencia. Mi tío se alegrará seguramente cuando pueda contarle que Vuestra Excelencia me ha sacado de este apuro.

El general se volvió y fue al armario, abrió y sacó tres billetes de una pequeña caja. Puso ante su prisionero pluma y papel y le hizo llenar un pagaré. Luego le dio el dinero. Frank Braun lo tomó con una ligera reverencia.

—Muchas gracias. Excelencia.

—De nada, de nada… Feliz viaje y vuelva usted con puntualidad. Y… encomiéndeme usted rendidamente a Su Excelencia.

De nuevo:

—Muchas gracias, Excelencia.

Una nueva reverencia y ya estaba en la calle. Bajó de un salto los seis peldaños de la escalinata exterior y tuvo que contenerse para no prorrumpir en una exclamación de júbilo.

¡Todo había salido bien! Llamó un coche y marchó hacia Ehrenbreitstein, hacia la estación.

Hojeó la guía y halló que era preciso esperar aún dos horas. Llamó al asistente, que esperaba con los baúles, y le mandó subir a la ciudadela lo más aprisa posible a decir al alférez de Plessen que fuera a verse con él en el «Gallo Rojo».

—Pero tráeme al verdadero, Schorsch —encomendó al soldado—; ese señorito joven que vino hace poco y lleva el número 6 a sus espaldas. Espera, tus diez céntimos han producido intereses —y le arrojó una moneda de diez marcos.

Fue al restaurante y después de meditar un rato encargó una comida selecta. Se sentó a la ventana y contempló a los burgueses endomingados que paseaban por la orilla del Rin.

Por fin vino el alférez.

—¿Qué pasa?

—Siéntate y cállate la boca —dijo Frank Braun—; come, bebe y alégrate.

Le dio un billete de cien marcos:

—Toma. Paga la cuenta y quédate con el resto. Le dices a los de allá arriba que me he ido a Berlín con permiso. Pero que es probable que se alargue un poco y no vuelva hasta fin de semana.

El rubio alférez se le quedó mirando, lleno de sincera admiración.

—Pero di: ¿cómo has conseguido eso?

—Es mi secreto. Pero de nada os serviría que os lo revelara. Hasta Su Bondadosa Excelencia puede ser alguna vez víctima de un bluff. ¡Salud!

El alférez le acompañó al tren, le subió la maleta y le saludó agitando el pañuelo y el sombrero.

Frank Braun se retiró de la ventana y olvidó en el acto al pequeño alférez, a sus compañeros de cautiverio y a toda la ciudadela.

Habló un momento con el revisor, se tendió cuan largo era en su departamento, cerró los ojos y se durmió.

El revisor tuvo que zarandearle de firme para despertarlo.

—¿Dónde estamos? —preguntó adormilado.

—En seguida entramos en la estación de la Friedrichstrasse.

Recogió su bagaje, bajó y tomó un coche que le condujo al hotel.

Pidió un cuarto, se bañó, se cambió de ropa y en seguida bajó al comedor.

En la puerta le salió al encuentro el doctor Petersen.

—Ah, ¿es usted, querido doctor? —exclamó éste—. Su Excelencia se va a alegrar mucho.

¡Excelencia! ¡Otra vez Excelencia! Estas cuatro ees le herían los oídos.

—¿Cómo está mi tío? —preguntó—. ¿Mejor?

—¿Mejor? —repitió el médico—. Su Excelencia no ha estado enfermo.

—¡Caramba, caramba!… —dijo Frank Braun—. ¿Conque no está enfermo? Lástima… Yo creía que estaba en la agonía.

El doctor Petersen le miró con asombro:

—No comprendo…

—No es preciso. Siento que mi tío no esté agonizando: sería tan bonito… Y yo heredaría algo, ¿verdad? Claro, suponiendo que no me haya desheredado, lo que también es posible, y aun muy probable.

Frank Braun contemplaba ante sí al espantado médico, gozando un momento con su turbación. Luego prosiguió:

—Dígame, doctor. ¿Desde cuándo es mi tío Excelencia?

—Desde hace cuatro días, con ocasión…

—¿De manera que desde hace cuatro días? ¿Y cuántos años hace que está usted junto a él sirviéndole… de mano derecha?

—Podrá hacer unos diez años —contestó el doctor Petersen.

—¿Y desde hace diez años viene usted llamándole consejero y hablándole de usted; y desde hace cuatro días es tan Excelentísimo para usted que ni aún estando a solas puede nombrarle de otro modo, ni hablar con él sino en tercera persona?

—Permita usted, señor doctor —dijo el ayudante aturdido y cortado—; permita usted… ¿qué quiere usted decir?

Pero Frank Braun le tomó del brazo y lo condujo a la mesa.

—Nada, doctor. Quiero tan sólo decir que es usted un hombre de mundo… con formas y maneras. Un hombre que tiene ingénito el instinto de la verdadera educación. Eso quería decir. Y ahora, doctor, vamos a desayunar y cuénteme usted lo que ha hecho usted durante todo ese tiempo.

El doctor Petersen se sentó satisfecho, completamente desagraviado y casi feliz. Este joven pasante, que él había conocido de chiquillo, era ciertamente un calavera y un vividor; pero, con todo, era el sobrino de… su excelencia.

El ayudante tendría unos treinta y seis años y era de mediana estatura.

Frank Braun pensaba que todo era mediano en este hombre: su nariz, ni larga ni corta; su rostro, ni hermoso ni feo; no era ya ni joven ni viejo, y su pelo ni rubio ni negro. No llegaba a ser tonto ni muy inteligente. No era precisamente aburrido ni conseguía divertir; sus vestidos, ni elegantes ni ordinarios. Así era en todo; un exacto término medio. Era el hombre que el profesor necesitaba: buen trabajador, bastante hábil para entender y realizar lo que de él se pidiera, pero sin bastante inteligencia para salir de estos límites y ver con claridad el juego complicado que su señor jugaba.

—¿Qué sueldo recibe usted de mi tío? —le preguntó Frank Braun.

—¡Oh!, no puede decirse que sea brillante; pero es suficiente —fue la respuesta—. Puedo estar contento. Por Año Nuevo he recibido, además cuatrocientos marcos de gratificación —dijo, notando, con cierto asombro, que el sobrino de Su Excelencia comenzaba su desayuno por la fruta y que comía una manzana y un puñado de cerezas.

—¿Qué cigarros fuma usted? —inquirió el pasante.

—¿Que cuáles fumo? Oh, una clase intermedia, que no sea muy fuerte… —se interrumpió—. Pero ¿por qué pregunta usted todo eso?

—¡Hombre!… Pues porque precisamente me interesaba todo eso. Pero cuénteme usted lo que han hecho hasta ahora… ¿Le ha comunicado a usted el profesor sus planes?

—Pues claro —asintió con orgullo el doctor Petersen—. Y soy el único que los conoce; fuera de usted, naturalmente. El experimento es del más alto interés científico.

El joven carraspeó:

—¡Hm!… ¿Cree usted?

—Sin duda alguna —confirmó el médico—. Y es verdaderamente genial cómo ha calculado de antemano Su Excelencia el modo de ahogar toda posibilidad de ataque. Usted sabe lo cuidadoso que hay que ser con el necio vulgo profano que ataca a los médicos por algunos experimentos no del todo necesarios. Por ejemplo: la vivisección. ¡Dios! La gente se pone enferma de sólo oír la palabra. Todos nuestros experimentos con gérmenes patógenos, inoculaciones, etcétera, los tiene clavados, como una espina en un ojo, la prensa profana, aun cuando sólo trabajamos con animales. ¡Pues no sería nada, ahora que se trata de la fecundación artificial, y precisamente con seres humanos! Su Excelencia ha encontrado la solución: un ejecutado y una ramera, idónea y pagada para ese fin. Dígame usted si el pastor más humanitario querría dar la cara en defensa de ese material.

—Sí, es maravilloso —confirmó Frank Braun—. Tiene usted mucha razón al reconocer de ese modo la capacidad de su jefe.

El doctor Petersen le informó luego de que, ayudado por él, había hecho Su Excelencia en Colonia, por desgracia sin éxito alguno, diversos intentos para procurarse la mujer adecuada. Se puso de relieve que en las capas sociales de donde solían proceder aquellas criaturas, existían las más extrañas ideas sobre la fecundación artificial. Les había sido casi imposible iniciar a las mujeres en dicho asunto, y no digamos de inducir a alguna a prestarse a ello. Aunque el profesor había extremado toda su elocuencia, a pesar de haberles asegurado constantemente que no se trataba de nada peligroso, que ganarían una bonita suma de dinero y que prestarían un gran servicio a las ciencias médicas. Una había llegado a gritar que se… en toda la ciencia, y había proferido una feísima expresión.

—¡Uf! —dijo Frank Braun—. ¿Cómo pudo atreverse?…

Y ocurrió que Su Excelencia tuvo que venir a Berlín con ocasión del Congreso Internacional de Ginecología. Aquí, en una ciudad cosmopolita, se contaba con mucho más material donde elegir, y era de suponer también que las personas en cuestión no serían tan limitadas como en la provincia. También se encontraría entre estas mujeres menos miedo supersticioso a lo nuevo, más sentido práctico para el propio provecho y mayor interés ideal por la ciencia.

—Especialmente, lo último. —Subrayó Frank Braun.

Y el doctor Petersen le dio la razón. Era increíble con qué atrasadas nociones habían tropezado en Colonia. Cualquier mona era infinitamente más comprensiva y razonable que aquellas hembras. Él había llegado a dudar de la inteligencia suprema de la humanidad; pero esperaba que su quebrantada fe se restauraría en la capital.

—Sin duda alguna —le decía Braun, animándole—. Sería una verdadera vergüenza que las zorras berlinesas se dejaran superar por las monas. Y otra cosa: ¿cuándo viene mi tío? ¿Se ha levantado ya?

—Hace ya rato —confirmó, con celo, el ayudante—. Su Excelencia ha salido ya. Tenía una audiencia en el Ministerio, a las diez.

—¿Y luego? —preguntó Frank Braun.

—No sé lo que durará. En todo caso, Su Excelencia me ha rogado que le espere a las dos en el Congreso. A eso de las cinco tiene una importante reunión aquí, en el hotel, con algunos colegas berlineses, y a las siete está invitado a comer en casa del rector. Quizá, señor doctor, podría entretanto…

Frank Braun meditó. En el fondo prefería que su tío estuviera todo el día atareado, pues así no se ocuparía de él.

—Haga el favor de decir a mi tío que nos encontraremos aquí, en el hotel, esta noche, a las once.

—¿A las once?

La expresión del ayudante era dubitativa.

—¿Pero no es demasiado tarde? A esa hora suele Su Excelencia estar ya en la cama. Y después de tanto trabajo durante el día…

—Su Excelencia tendrá hoy que fatigarse un poquito más. Dígale usted lo que le encargo, doctor —decidió Frank Braun—. La hora no tiene nada de tardía para nuestros planes; más bien es demasiado temprano… Mejor es a las doce. Si mi pobre tío está tan cansado, puede reposarse un poco antes de salir. Y ahora addio, doctor, hasta la noche.

Se levantó, hizo una leve inclinación y se fue. Cuando dijo la última palabra apretó los dientes, sintiendo lo pueril de todo lo que había charlado con el pobre doctor. ¡Qué pequeñas habían sido sus burlas y qué baratos sus chistes! Casi se avergonzaba. Todos sus nervios y tendones pedían a gritos ocupación, y él se dedicaba a mirar a las musarañas y forjaba chistes de estudiante, mientras su cerebro echaba chispas.

El doctor Petersen se quedó mirándolo largo rato.

—Es orgulloso —se dijo—; ni siquiera me ha dado la mano.

Volvió a servirse café, lo mezcló con leche y untó de mantequilla una nueva rebanada. Y luego, con íntima convicción se dijo:

—El orgullo precede a la caída.

Y muy contento de su sana sabiduría burguesa, mordió el blanco panecillo y se llevó la taza a la boca.

* * *

Era casi la una cuando apareció Frank Braun.

—Perdona, tío —dijo en tono ligero.

—Vamos, querido sobrino, ya nos has hecho esperar bastante.

El joven le miró de hito en hito:

—Sabe Dios si no he tenido mejores cosas que hacer, tío. Por lo demás, no me esperabas por mí, sino por tus planes.

El profesor le miró con sus ojos bizcos.

—¡Muchacho!… —Iba a comenzar, pero se dominó—. Bueno, dejémoslo. Gracias por haber venido a ayudarme. ¿Estás ahora dispuesto a acompañarnos?

—No —declaró Frank Braun, ciego en su infantil obstinación—. Primeramente tengo que tomar un whisky; tenemos bastante tiempo.

Era su manera de llevar todas las cosas. Vidrioso, sensible a la más pequeña palabra, al más ligero tono de reproche, le gustaba, sin embargo, soltar una fresca con el mayor descaro a todo el que encontraba. Siempre decía a la cara las mayores verdades y no podía soportar la más ligera.

Se daba perfecta cuenta de cómo hería al buen viejo. Pero precisamente el hecho de que su tío se molestara, de que se tomara en serio, y aun por lo trágico, sus maneras de chico alocado, era para él irritante y ofensivo. Consideraba casi denigrante que el profesor fuera tan poco comprensivo que no pudiera ver a través de su rubicunda y tozuda cabeza, más allá de la revuelta superficie. Y él necesitaba defenderse a todo trance, acentuar sus bravatas de bucanero. Necesitaba sujetarse la careta y seguir el camino que había encontrado en Montmartre: épater le bourgeois.

Apuró lentamente su vaso y se levantó, con la negligencia de un príncipe melancólico que se aburre.

—¡Cuando los señores quieran!

Su gesto descendía de arriba a abajo, como si emprendiera algo que estaba infinitamente por debajo de él.

—¡Mozo! ¡Un coche!

El coche rodó. Su Excelencia callaba; sus abultados lagrimales se montaban sobre las mejillas; sus orejas se destacaban, muy separadas de la cara, y su ojo derecho relucía en la oscuridad con un verdor tornasolado.

—Parece una lechuza —pensaba Frank Braun—. Una lechuza, vieja y fea, al acecho de los ratones.

El doctor Petersen iba en el asiento delantero, con la boca abierta. Observaba, sin comprender nada, la actitud del sobrino frente a Su Excelencia.

Pero el joven volvió pronto a conseguir el equilibrio.

¿Para qué irritarse con aquel viejo asno? A fin de cuentas, también tenía sus lados buenos…

Ayudó al profesor a bajarse.

—¡Aquí! —gritó—. Hagan el favor de entrar.

En el gran rótulo, que iluminaba un arco voltaico, decía «Café de la Estrella». Entraron, pasando por entre largas hileras de pequeñas mesas de mármol, a través de una escandalosa muchedumbre de hombres y mujeres. Por fin se sentaron.

Era un buen mercado. Muchas prostitutas estaban sentadas alrededor, llamativas, con sus enormes sombreros y sus blusas de colores vivos. Inmensas masas de carne que esperaban comprador, desparramándose lo más posible, como en un escaparate.

—¿Es éste uno de los mejores locales? —preguntó el profesor.

El sobrino sacudió la cabeza:

—No, tío Jakob. Nada de eso. En ésos apenas encontraríamos lo que necesitamos. Quizá sea éste incluso demasiado bueno. Es necesario acudir a la hez más baja.

Detrás, un hombre, con un frac grasiento y deshilachado, tocaba al piano sin cesar, una tras otra, canciones callejeras. De vez en cuando un par de borrachos coreaban, berreando, la musiquilla; hasta que llegaba el director y conminaba al silencio, declarando que aquello no era tolerable en locales decentes. Pequeños camareros corrían de un lado a otro. En la mesa inmediata estaban sentados un par de burgueses provincianos que charlaban con las gordas rameras y se tenían por muy progresivos e inmorales. Y los repulsivos camareros se abrían paso por entre las mesas, sirviendo unas salsas oscuras en vasos y otras amarillas en tazas, a las que llamaban bovillon o melange, o garrafas llenas de licor, en las que con rayitas horizontales estaba marcada cada porción o copa.

Dos hembras se acercaron a la mesa de Braun y pidieron café. No se anduvieron con ceremonias, sino que se sentaron y pidieron.

—¿Quizá la rubia? —musitó el doctor Petersen.

Pero el joven denegó:

—No, no. Ésa de ningún modo. No es más que carne. Para eso, mejor las monas.

Por detrás, al otro lado del departamento, una pequeña le llamó la atención. Era morena y sus ojos ardían de concupiscencia. Frank se levantó y le hizo señas desde el pasillo. Ella se separó de su acompañante y se dirigió hacia él.

—Escucha —comenzó Braun.

Pero ella dijo:

—Hoy no. Mañana, cuando tú quieras.

—¡Déjale que se vaya! —instó él—. Vente con nosotros, vamos a un reservado.

Era una perspectiva seductora.

—Mañana… ¿No puede ser mañana, tesoro? —imploró ella—. Hoy no puedo, de verdad. Es un antiguo amigo y paga veinte marcos.

Frank Braun la asió del brazo.

—Yo pago mucho más, ¿entiendes? ¡Pero mucho más! Puedes hacer tu fortuna. No es para mí, es para aquel viejo. Y se trata de algo mejor.

Ella vaciló. Su mirada siguió la del joven y cayó sobre el profesor.

—¿Aquel de allí? —preguntó desencantada—. También ése… ¡qué podrá pedir!

—¡Lucy, Lucy! —gritó el amigo desde su mesa.

—Ya voy —respondió ella—. Bueno. Hoy no puedo ir. Mañana, si quieres, podemos hablar de eso. Ven aquí a esta hora.

—¡Qué mujer más imbécil! —murmuró Braun.

—No te enfades. Me mataría si no voy con él. Siempre que está borracho pasa lo mismo. Ven mañana, ¿oyes? Y deja al viejo, ven tú solo. No tienes que pagar, si no quieres.

Le dejó y volvió a su mesa. Frank Braun veía cómo el señor moreno del rígido sombrero de fieltro le hacía amargos reproches.

¡Oh, sí! Tenía que serle fiel, por lo menos esta noche.

Despacio, anduvo por la sala contemplando a las rameras. Pero no encontró ninguna que le pareciera bastante viciosa. En todas había un último resto de honradez burguesa, una instintiva reminiscencia de haber pertenecido en cualquier forma a la sociedad. No, no. Ninguna había que se hubiese liberado plenamente de todo, que siguiese su camino consciente y desvergonzada: «Mirad, soy una zorra».

Apenas hubiera podido él mismo precisar lo que realmente buscaba. Era cosa de sentimiento. Tiene que ser una —pensaba— que esté en ese lugar y no pueda estar en otro. No una, como todas éstas, a la que una complicada casualidad haya hecho caer aquí; de esas que si el viento de su vida hubiese soplado de otro modo, hubiesen llegado a ser buenas mujercitas, obreras, criadas, mecanógrafas o telefonistas; que sólo se prostituyeron obligadas por el brutal apetito del hombre.

No, no. La que buscaba debía ser ramera por no poder ser otra cosa, porque su sangre lo exigía así, porque cada pulgada de su cuerpo pedía nuevos abrazos, porque bajo las caricias de uno su alma anhelaba ya los besos de otro.

Debía ser una ramera, como él… Se detuvo. ¿Qué era él en realidad?

Cansado, resignado, terminó su pensamiento: como él era un soñador.

Regresó a su mesa.

—Vamos, tío. Aquí no hay nada. Iremos a otro local.

El profesor protestaba, pero el sobrino no hizo caso.

—Vamos, tío —repitió—. Te prometí encontrar una y la encontraré.

Se levantaron, pagaron y salieron a la calle, siempre hacia el Norte.

—¿A dónde? —preguntó el doctor Petersen.

Pero el joven no le respondió, y siguió andando, mientras contemplaba los grandes letreros de los cafés.

Por fin se detuvo.

—Café Trinkherr —murmuró—. Éste estará bien.

En aquel sucio local se había renunciado a todo prurito de cursi elegancia. Cierto que allí también había mesas de mármol blanco y sofás de peluche rojo arrimados a las paredes; que por todas partes lucían lámparas eléctricas, y que los camareros iban y venían con andares de palmípedo, metidos en sus pringosos fracs. Todo daba la impresión de que nada se encubría.

La atmósfera era asfixiante y llena de humo; pero los que allí respiraban se movían en ella con la mayor libertad. No se imponían presión alguna. Se mostraban como eran.

En la mesa inmediata estaban sentados unos estudiantes de cursos ya adelantados y bebían su cerveza diciendo procacidades a las mujeres. Todos dominaban su posición y se conocían bien. Un inmenso torrente de porquería se desbordaba alegremente de sus labios. Uno de los estudiantes, pequeño y grueso, con el rostro desfigurado por innumerables cicatrices, parecía inagotable. Y las mujeres se desternillaban de risa con gran algazara. Sentados junto a las paredes, los chulos jugaban a las cartas; o, solos, perdida la mirada hacia adelante, acompañaban, silbando, la música del pianista borracho y bebían copa tras copa. De vez en cuando, una ramera viniendo de la calle, se dirigía a uno de ellos, le decía rápidamente unas palabras y desaparecía otra vez.

—Esto va a salir bien —dijo Frank Braun.

Hizo una seña al camarero, le pidió un licor y le dio el encargo de traer algunas mujeres.

Vinieron cuatro. Pero cuando se sentaban, vio a otra que salía por la puerta: una alta y fuerte, con blusa de seda blanca; bajo el pequeño sombrero a la Girardi se esparcía un abundante cabello rojo. Rápidamente se levantó Frank y salió tras ella.

La mujer iba por el arroyo, negligente, despacio, con ligero contoneo de caderas. Torció a la izquierda y atravesó un pasadizo sobre el que lucía un letrero de cristal rojo, en arco: «Sala de baile del Polo Norte».

Atravesó, siguiendo a la mujer, el sucio patio y le dio alcance al entrar en el humoso salón. Pero ella no le hizo caso, se quedó de pie, delante, contemplando a la gente bailar. Hombres y mujeres gritaban, bullían despatarrados, giraban vertiginosamente levantando gran polvareda y aullaban a los músicos las groseras palabras del Rixdorfer. Roncos, ordinarios, iban de un lado a otro entrecruzándose, seguros en aquella desvergonzada danza que crecía allí en su propio terreno.

Recordó a la Craquette y a la Liquette que bailaban en Montmartre y en el Quartier Latin, al otro lado del Sena. Más ligeras, más graciosas y llenas de encanto. Nada semejante había en aquella bulla; ni siquiera un resto de lo que la midinette llamaría flou.

Pero en el vertiginoso girar del Rixdorfer, gritaba una sangre ardiente, casi una rabia salvaje que se desbordaba por la sórdida sala.

La música calló y el maestro de baile recogió con sus sucios y sudorosos dedos el dinero que le tendían las mujeres, no los hombres. Luego, con el gesto de un Posa de suburbio, dio a la galería alta la señal de una nueva danza.

Pero la muchedumbre no quería la Renana y se encaró con el director de orquesta rugiendo para que callara. La música siguió, empero, tocando en lucha con la sala, segura tras su barandilla.

Entonces ellos se encararon con el maitre, que conocía las hembras y los tipos con quien trataba, los tenía en un puño y no se dejaba intimidar por gritos de borrachera o puños amenazadores. Pero también sabía que ahora era preciso ceder.

—¡El Emilio! —gritó a los de arriba—. ¡Tocad el Emilio!

Una hembra gorda, con un sombrero enorme, estiró los brazos y rodeó con ellos el polvoriento frac del maestro:

—¡Bravo, Gustav! ¡Bien hecho!

Su grito se deslizó como aceite entre la enardecida muchedumbre. Rieron, se apretujaron, jalearon, dieron a Gustav amistosos golpes en la espalda y en la tripa, y luego, al iniciarse el baile, se desataron, coreando la canción, estridentes y roncos:

¡Emilio! Eres un punto,

y me gustas por eso.

Te vas derecho al bulto

y por eso te quiero.

—¡La Alma! —gritó uno en medio de la sala—. Ahí está la Alma.

Dejó a su pareja, saltó hacia la pelirroja ramera y la agarró del brazo. Era un muchacho moreno que llevaba unos rizos peinados sobre la frente, brillantes de cosmético, y tenía relucientes y penetrantes ojos.

—Ven —le dijo, asiéndola con fuerza por el talle.

Y la zorra bailó. Más desvergonzada que todas, se dejó llevar por su pareja en la vertiginosa danza y a los pocos compases ya estaba de lleno en ella. Sacaba las caderas, se balanceaba, apretando el cuerpo, las rodillas en constante contacto con las del hombre, impúdica, con una bestial sensualidad.

Frank Braun oyó una voz junto a sí y vio al maestro que contemplaba a la prostituta con ojos de conocedor:

—¡Cómo menea el trasero, la puñetera!

¡Vaya, sí lo movía! Lo movía más y con más desvergüenza que la baronesa Gudel de Gudelfeld, a quien tributó su elogio «el chistoso heredero de la corona». Lo movía como una bandeja, como el pendón de la más desnuda lujuria.

—No hace remilgos —pensaba Frank Braun, siguiéndola con la vista de un lado a otro de la sala. Al callar la música, se dirigió hacia ella y la asió del brazo.

—Primero pagar —dijo el moreno sonriéndole.

Frank le dio una moneda.

La ramera le estudió, con una rápida mirada, de la cabeza a los pies.

—No vivo lejos; apenas son tres minutos. En la calle…

—No me importa dónde vives. Vente conmigo.

Mientras tanto, en el café Trinkherr, el profesor invitaba a beber a las mujeres, que tomaron sherry-brandy y le pidieron que pagara su consumición anterior: una cerveza y otra cerveza, un café y una torta.

El profesor pagó y probó fortuna. Dijo que tenía que hacer una proposición que podía aceptar la que quisiera. Si, como era de suponer, hubiera varias dispuestas a aceptar, se echaría a suertes.

La magra Jenny le echó el brazo sobre los hombros:

—¿Sabes, viejo? Entonces vamos a echar a suertes en seguida; porque lo que es ésas…, ésas hacen todo lo que tú puedas pedirles.

Y Elly, una pequeña con cabeza de muñeca, la secundó:

—Lo que haga mi amiga lo hago yo también. ¡Nada, que somos muy formales por el dinero!

Se levantó de un salto y trajo un cubilete de dados.

—¡Hala, chicas! ¡A ver quién acepta las proposiciones del viejo! Se juega a Max und Moritz.

Pero la gruesa Anna, a quién llamaban «la Gallina», protestó:

—¡Siempre tengo mala pata con los dados! —dijo—. ¿Das a las que no ganen un premio de consolación?

—Naturalmente —dijo el profesor—. Cinco marcos a cada una.

Y puso sobre la mesa tres gruesas monedas.

—¡Qué generoso! —alabó la Jenny; y para confirmarlo pidió otra ronda de sherry-brandy.

Y ella misma fue la que ganó. Tomó las tres monedas y las alargó a sus camaradas.

—¡Ahí tenéis! Y ahora, viejo, venga ya. Aquí donde me ves, estoy dispuesta a todo.

—Pues oye, chica… Se trata de algo bastante extraordinario.

—¡Vamos, calvillo! Que ninguna de nosotras somos vírgenes. Y la Jenny menos que ninguna. Ya está una acostumbrada a toda clase de porquerías. Es difícil que nos vengas con algo nuevo.

—Pero usted no me comprende, querida Jenny… —dijo el profesor—. Yo no solicito de usted nada extraordinario en el sentido en que ustedes parecen entenderlo. Se trata más bien de un… experimento científico.

—Ya sé —gruñó la Jenny—. Yo sé. Tú eres un doctor, ¿eh, viejo? Yo he conocido ya uno que siempre comenzaba con la ciencia. Ésos son los más marranos de todos. ¡Ea, salud! Lo que es por mí… cada loco con su tema.

—¡Salud! —brindó el profesor—. Me alegro de que tengas tan pocos prejuicios; así nos pondremos pronto de acuerdo. En resumen, querida. Se trata de un experimento de fecundación artificial.

—¿Un qué? —saltó la muchacha—. ¿Una fecundación artificial? ¿Para qué tantos rodeos? Eso es bastante sencillo.

Y la morena Klara, con una mueca, dijo:

—A mí me interesaría más una infecundidad artificial.

El doctor Petersen acudió en auxilio de su maestro:

—¿Me permite exponerles el caso?

Y como el profesor asintiera, dio una breve conferencia sobre la idea fundamental, sobre los resultados hasta entonces obtenidos y sobre las posibilidades futuras. Acentuó que el experimento era totalmente indoloro y que todos los animales con los cuales se había trabajado lo soportaron perfectamente.

—¿Qué animales? —preguntó la Jenny.

—Pues ratas, monas, cerdas marinas…

Entonces gritó ella:

—¿Cerdas marinas? Paso por lo de ser cerda, y hasta una marrana vieja, por mi parte. Pero eso de cerda marina no me lo ha dicho a mí nadie. ¿Y este vejestorio quiere que yo me deje tratar como una cerda marina? No. ¿Lo oyes? Eso no lo aguanta Jenny Lehmann.

El profesor trató de calmarla y la convidó a otra copa.

—Pero entiéndelo, querida —comenzó.

Pero ella no se dejaba convencer.

—Ya entendí bastante —grité—. Yo he de prestarme a una cosa para la que empleáis bicharracos… La tienden a una y luego vengan inyecciones de porquerías, de sueros y bacilos. ¿O es que queréis quizá hacerme la vivisección?

Cada vez se excitaba más, roja de rabia y de indignación.

—¿O es que tengo que echar al mundo un monstruo para que lo saquen en las ferias? Un chiquillo con dos cabezas y cola de ratón, ¿eh? O que parezca un cerdo marino. Ya sé yo ahora de dónde sacan todos esos abortos del Panóptico y de Castán. ¿Sois, por un casual, agentes de los hermanos? ¡Para eso me iba yo a dejar preñar artificialmente! ¡Toma fecundación artificial, viejo cerdo!

Dio un salto e inclinándose sobre la mesa, escupió al profesor en la cara.

Luego alzó su copa, la apuró tranquilamente, se volvió con presteza y salió con altivez.

En aquel momento apareció en la puerta Frank Braun y les hizo señas de que salieran.

—¡Venga usted, doctor! ¡Venga usted! —le gritaba excitado Petersen, mientras se esmeraba en limpiar la cara al profesor.

—¿Qué pasa? —preguntó el joven acercándose a la mesa.

El profesor le lanzó su mirada bizca de amargo enfado, según le pareció a Frank. Las tres rameras gritaban a un tiempo, mientras el doctor Petersen le exponía lo ocurrido.

—¿Qué podemos hacer ahora? —concluyó.

Frank Braun se encogió de hombros.

—¿Hacer? Nada. Pagar y marcharnos. Por lo demás, ya he encontrado lo que necesitamos.

Salieron. Ante la puerta estaba la pelirroja ramera, que, con su paraguas, hacía señas a un cochero para que se acercara. Frank Braun la metió en el coche e hizo subir al profesor y al ayudante. Gritó una dirección al cochero y subió tras los demás.

—Permítanme los señores que los presente —exclamó—. La señorita Alma… Su Excelencia el consejero ten Brinken… El doctor Karl Petersen…

—¿Te has vuelto loco? —refunfuñó el profesor.

—De ningún modo, tío Jakob —dijo tranquilamente el joven—. Ya comprenderás que si la señorita Alma vive en tu casa o en tu clínica una temporada se ha de enterar de tu nombre, quiéraslo tú o no.

Y volviéndose a la ramera:

—Perdone usted, señorita Alma; mi tío está ya un poco chocho.

En la oscuridad no podía ver al consejero, pero le parecía sentir cómo se apretaban sus labios gruesos con ira impotente. Recibía esta impresión con agrado, pensando que el profesor iba a estallar por fin.

Pero se equivocó. El profesor repuso tranquilamente:

—¿Le has dicho ya entonces a la muchacha de qué se trata? ¿Y está conforme?

Frank Braun se echó a reír:

—Ni la menor idea. No he hablado una palabra de ello. Apenas he andado cien pasos con la señorita, ni hablado más de diez palabras. Antes… la he visto bailar.

—Pero doctor —le interrumpió el ayudante—, después de la experiencia que acabamos de hacer…

—¡Querido Petersen! —dijo el joven—. Acabo de convencerme de que esta muchacha es la que necesitamos. Creo que esto basta.

El coche se detuvo ante una taberna. Frank Braun pidió un reservado y el mozo los condujo arriba, presentándoles luego la lista de vinos. El joven encargó dos botellas de Pommery y una de coñac.

—Pero dese prisa —le gritó.

El camarero trajo el vino y volvió a retirarse.

Frank Braun cerró la puerta y luego, dirigiéndose a la prostituta, dijo:

—Haga el favor de quitarse el sombrero, señorita Alma.

Ella se lo dio, y, libres de los alfileres, sus revueltos cabellos se desbordaron sobre la frente y las mejillas. Su rostro mostraba ese tinte casi transparente de las mujeres pelirrojas, y en uno que otro sitio se le notaban pequeñas pecas. Los ojos tenían un tornasolado verdoso, y dos pequeñas y brillantes filas de dientes brillaban entre sus labios delgados y azules. Y por toda ella se extendía una sensualidad devoradora, casi innatural.

—Quítese la blusa —dijo el joven.

Y ella obedeció sin replicar.

Él le desabrochó entonces los dos botoncillos de los hombros y le bajó la camisa. Se vieron dos senos casi clásicos, un poco grandes. Frank Braun miró a su tío.

—Esto basta —dijo—. Lo demás ya podéis suponerlo. Sus caderas nada dejan que desear.

Y volviéndose otra vez a la prostituta:

—Muchas gracias, Alma. Puede usted volver a vestirse.

La muchacha obedeció y apuró la copa que Frank le ofrecía y que cuidaba de llenar a cada momento.

Luego charló contando cosas de París, de las bellas mujeres del Moulin de la Galette y del Elysée Montmartre, describió exactamente su aspecto, sus botines, sus sombreros, sus trajes. Y luego, volviéndose hacia la ramera:

—¿Sabe usted, Alma? Es una vergüenza cómo anda usted por ahí. No me lo tome usted a mal. No puede usted presentarse en ninguna parte. ¿Ha estado usted ya en el Union Bar o en La Arcadia?

No, no había estado; ni siquiera en las Salas del Amor. Una vez, un amigo la había llevado al Antiguo Salón de baile; pero, cuando quiso volver, le negaron la entrada. Sí; era preciso tener toilettes.

—¡Naturalmente que hay que tenerlas! —confirmó Frank Braun—. ¿Crees tú que llegarás nunca a nada, ahí en la puerta de Orange?

La ramera se echó a reír. En el fondo es lo mismo: todos los hombres son iguales. Pero él no estaba conforme. Contó historias fabulosas de mujeres que habían hecho su suerte en los grandes bailes; habló de collares de perlas y de grandes brillantes. De pronto, preguntó:

—Diga usted. ¿Cuánto tiempo hace que anda así?

Tranquila, respondió ella:

—Hace dos años. Desde que salí de mi casa.

Frank la interrogó y fue enterándose a trozos de toda su historia. Brindaba por ella y a cada momento le llenaba el vaso, vertiendo, sin que ella lo notara, coñac en el champaña.

Ella iba a cumplir veinte años. Su padre era un panadero honrado y trabajador, como su madre y sus seis hermanos. Pero ella… Acababa de salir de la escuela, pocos días después de la Confirmación, cuando se entregó a un hombre, uno de los oficiales de su padre. ¿Que si le había querido? Nada absolutamente. Es decir…, nada…, sólo cuando…

Y luego había sido otro. Y después otro. Su padre la había golpeado; y lo mismo su madre. Así ocurrió durante años, hasta que sus padres, un día, la echaron de casa. Había empeñado el reloj y se había venido a Berlín, donde vivía desde entonces. Frank Braun dijo:

—Sí, sí. Eso es.

Y prosiguió:

—Pero el día de tu suerte ha llegado hoy.

—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Y cómo es eso?

Su voz sonaba ronca y algo velada.

—Para mí lo mismo es un día que otro. No necesito más que un hombre. ¡Nada más!

Frank comprendía bien cómo tenía que manejarla.

—Pero Alma. ¡Así tiene usted que conformarse con todo el que la quiera! ¿No le gustaría que fuera al contrario, que pudiera usted elegir al que quisiera?

Sus ojos brillaron:

—¡Oh, sí! Eso querría yo.

Él se echó a reír.

—¿No ha encontrado usted a nadie en la calle con quien le hubiera gustado ir, y que no se ocupó lo más mínimo de usted y siguió su camino? ¿No sería estupendo que pudiera usted elegir?

Ella reía:

—A ti te escogería yo…

—A mí también —confirmó él—. Y a aquél y al otro de más allá. A quién tú quisieras. Pero esto no podrás conseguirlo más que cuando tengas dinero. Y por eso te digo que hoy, es tu día de suerte, porque hoy puedes ganar todo el dinero que quieras.

—¿Cuánto? —preguntó ella.

—El dinero bastante para comprarte las toilettes más hermosas que te franqueen las puertas de los bailes más distinguidos. ¿Cuánto? Pongamos diez o doce mil marcos.

—¿Eh? —gritó entonces el ayudante.

Y el profesor, que no había pensado ni con mucho en semejante suma, refunfuñó:

—Me parece que negocias muy generosamente con el dinero ajeno.

Frank Braun reía regocijado.

—Vea usted, Alma, cómo el señor consejero está fuera de sí a causa de la suma que debe dar. Te aseguro que no importa. Tú le ayudas y él debe ayudarte. ¿Te parece bien quince mil?

Ella se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—Sí. ¿Pero qué tengo yo que hacer para eso?

—Eso es precisamente lo más cómico: que tú no necesitas hacer nada. Estarte un poco quieta; nada más. Salud, bebamos.

Bebieron.

—¿Estarme quieta? No me gusta —gritó alegremente—. No me gusta; pero si es menester…, por quince mil marcos… Salud, chiquillo.

Y vació su vaso, que Frank volvió a llenar.

—Es una historia extraordinaria —declaró el—. Se trata de un conde o, mejor dicho, un príncipe, un chico guapísimo, ¿sabes?; te gustará. Por desgracia, no puedes verlo; lo tienen encerrado y pronto lo ejecutarán. ¡Y el pobre muchacho! En el fondo es tan inocente como tú y como yo. Sólo que es algo violento, y por eso ocurrió la desgracia. Tuvo una riña estando borracho, y mató, de un tiro, a su mejor amigo. Y ahora él tiene que morir.

—Y ¿qué tengo que hacer? —preguntó ella con presteza.

Las aletas de su nariz se dilataron. Su interés por el extraño príncipe se había despertado, absorbente.

—Para que veas —prosiguió él—. Tú tienes que ayudarle a cumplir su última voluntad.

—¡Sí —gritó ella con viveza—, sí, sí! Él querrá estar todavía una vez con una mujer. Lo haré con gusto y quedará contento de mí.

—¡Bravo, Alma! —dijo el joven—. Eres una buena muchacha; pero la cosa no es tan sencilla. Atiende para que lo comprendas. Cuando mató a su amigo, acudió a sus parientes para que le ocultaran y le ayudaran a huir; pero no lo hicieron. Sabían que era inmensamente rico; vieron allí una favorable ocasión de heredarlo, y llamaron a la policía.

—¡Que asco! —dijo Alma con convicción.

—¿Verdad? —prosiguió él—. Es terriblemente canallesco. Así es que le echaron mano. Y ¿qué crees tú que piensa ahora el príncipe?

—¡Vengarse! —respondió ella sin vacilar.

Él le dio una palmada en los hombros en señal de aprobación.

—Justo, Alma. Veo que has leído tus novelas con provecho. De manera que él ha resuelto vengarse de sus traidores parientes. Y sólo podía hacerlo jugándoles una trastada con lo de la herencia. Hasta ahora me comprendes, ¿verdad?

—Claro que comprendo. Esos bribones no deben heredar un marco. Les está bien empleado.

Él prosiguió:

—La cuestión era cómo hacerlo. Después de mucho meditar, ha encontrado el príncipe el único camino: sólo teniendo un hijo podría birlar a sus parientes sus muchos millones.

—¿No tiene ninguno el príncipe? —preguntó ella.

—No; por desgracia, ninguno. Pero él vive todavía y puede engendrarlo.

La respiración de Alma era jadeante y su pecho se levantaba agitado.

—Ya comprendo —gritó—. Yo debo concebir un hijo del príncipe.

—Eso es. ¿Quieres?

Y ella:

—Sí, quiero.

Y se recostó en el sillón, extendiendo las piernas y abriendo los brazos. Un pesado rizo rojo se le soltó y cayó sobre la nuca. Luego se levantó y bebió otra copa.

—¡Qué calor hace aquí —dijo—, qué calor!

Y se abrochó la blusa, abanicándose con el pañuelo. Luego tendió su copa:

—¿Queda algo todavía? Vamos a beber por el príncipe.

Las copas chocaron.

—Es bonita esa historia de bandidos que has contado —dijo el profesor a su sobrino—. Estoy impaciente por saber adónde vas a parar.

—No tengas miedo, tío Jakob. Aun queda un buen capítulo.

Y, volviéndose a la muchacha, dijo:

—Quedamos en que nos ayudarás, Alma. Pero todavía hay un punto que tengo que aclarar: el barón está en la cárcel.

Ella le interrumpió:

—¿El barón? Yo pensaba que era príncipe.

—Claro que es príncipe —se corrigió Braun—; pero cuando va de incógnito se hace llamar barón. Ésta es la moda entre los príncipes. De manera que Su Alteza el príncipe…

Ella murmuró:

—¿Es Alteza?

—Sí, señor —exclamó él—: Alteza Imperial y Real. Pero tú tienes que jurar no decir a nadie una palabra de esto. Pues el príncipe se pudre en la cárcel y es vigilado del modo más severo. Nadie puede llegar hasta él más que su abogado, así que es del todo imposible que él pueda estar con ninguna mujer antes de que llegue su última hora.

—¡Ah! —suspiró ella.

Su interés por el desventurado príncipe disminuyó visiblemente. Pero Frank no se ocupó de ello.

—Entonces… —declamó impertérrito y patéticamente—, entonces…, en medio de la terrible ansiedad de su espíritu, en medio de su desesperación espantosa, de su insaciable sed de venganza, pensó súbitamente en los extraños experimentos de Su Excelencia el consejero secreto efectivo, profesor doctor ten Brinken, ese radiante faro de la ciencia. El joven y hermoso príncipe, que, en la primavera de la vida, tenía que decir adiós al mundo, se acordaba todavía del anciano y bondadoso señor que, en su dorada infancia, le cuidó cuando tuvo la tosferina y le llevaba bombones. Ahí le tiene usted, Alma. Mírele usted. Éste es el instrumento de la venganza del príncipe.

Y señaló a su tío con gesto imponente.

—Ese digno señor —siguió diciendo— se ha adelantando en muchas leguas a su tiempo. Tú sabes muy bien cómo vienen los niños al mundo, Alma, y cómo se hacen; pero desconoces el secreto descubierto por ese bienhechor de la Humanidad: engendrar niños sin que el padre y la madre tengan que verse siquiera. El noble príncipe podrá seguir gimiendo en la cárcel o reposar tranquilamente en la tumba fría, mientras que tú, con la bondadosa ayuda de este anciano y la sabia asistencia del buen doctor Petersen, llegas a ser madre de tu hijo.

Alma se quedó mirando al consejero. Aquel súbito quid pro quo, aquel siniestro trueque de un bello y noble príncipe consagrado a la muerte por un feo y viejo profesor, no le gustaba.

Frank Braun lo notó bien y comenzó otra vez a persuadirla para ahogar sus recelos:

—El hijo del príncipe, Alma, tu hijo, debe venir al mundo con el mayor secreto, naturalmente, y debe quedar escondido hasta que se haga hombre, para protegerlo contra las intrigas de la familia. Naturalmente, será príncipe, como su padre.

—¡Mi hijo príncipe! —murmuró ella.

—¡Claro, claro! —murmuró Braun—. O, quizá, una princesa. Esto es imposible de saber por ahora. Tendrá castillos, grandes fincas y muchos millones. Pero, más tarde, no deberás poner obstáculos en el camino de tu hijo, no deberás acercarte a él y comprometerlo.

El golpe fue eficaz, y gruesas lágrimas corrieron por las mejillas de la prostituta.

¡Oh, ella se sentía ya en su papel! ¡Sentía ya aquella quieta y dolorosa renunciación por el hijo amado! ¡Ella era una ramera, pero su hijo sería un príncipe! ¿Cómo podría acercarse a él? ¡Oh, ella callaría, sufriría, soportaría todo, rezaría por su hijo! ¡Por su hijo, que nunca sabría quién había sido su madre!

Un violento sollozo la sobrecogió, sacudiendo su cuerpo. Se arrojó sobre la mesa, hundió la cabeza entre los brazos y lloró amargamente.

Cariñoso, casi con ternura, acarició Frank la nuca de la mujer, pasándole la mano por los revueltos rizos. Saboreaba el jarabe de la limonada sentimental que él mismo había preparado. En aquel momento la tomó en serio.

—¡Magdalena! —murmuró—. ¡Magdalena!

Ella se irguió y le tendió la mano:

—Le prometo a usted que nunca le he de importunar. Que nunca me dejaré ver ni oír; pero…, pero…

—¿Qué, muchacha? —preguntó él en voz baja.

Ella le agarró del brazo, se postró ante él y puso la cabeza sobre sus rodillas:

—¡Sólo una cosa! ¡Sólo una cosa! —gritó—. ¿Podré verlo alguna vez? ¡Sólo desde lejos! ¡Oh, sólo desde muy lejos!

—¿Has acabado ya por fin con tu comedia? —dijo el consejero interponiéndose.

Frank Braun le miró con ira. Precisamente por saber cuánta razón tenía el consejero se sublevaba su sangre. Le silbó un «¡Cállate, loco! ¿No ves qué hermoso es esto?», e inclinándose sobre la ramera:

—¡Claro que podrás ver a tu principito, muchacha! Yo mismo te llevaré conmigo cuando desfile con sus húsares. O, en el teatro, cuando esté en su palco.

Ella no respondió; pero le apretó las manos y mezclaba sobre ellas besos y lágrimas.

Luego la levantó con lentitud, la sentó con cuidado y le dio otra vez de beber. Una gran copa mediada de coñac.

—¿Estás dispuestas, pues?

—¡Sí! —dijo ella en voz baja—. ¿Qué debo hacer?

Él se quedó un momento pensando:

—Primeramente…, primero extenderemos un pequeño contrato. —Se volvió al ayudante—: ¿Tiene usted papel, doctor? ¿Y una estilográfica? Bueno, pues escriba usted. Haga el favor de escribir por duplicado.

Y dictó.

Dijo que la firmante se ponía voluntariamente a la disposición de Su Excelencia ten Brinken para el experimento. Que prometía cumplir puntualmente todo lo que este señor dispusiera. Que renunciaba, después del parto, a toda pretensión respecto al niño. Su Excelencia se comprometía, por otra parte, a abonar en el acto 15.000 marcos en una cartilla de la Caja de Ahorros, a nombre de la interesada, a quien se debería hacer entrega después del alumbramiento. Se comprometía además a correr con todos los gastos de manutención abonándole una mensualidad de 100 marcos.

Frank tomó el papel y lo leyó en alta voz.

—¿No se dice ahí nada del príncipe? —preguntó ella.

—Claro que no. Ni una palabra. Eso debe quedar en secreto.

Ella lo comprendió; pero todavía le inquietaba una cosa:

—¿Por qué me tomáis precisamente a mí? Todas las mujeres de seguro harían cuanto pudieran por el desgraciado príncipe.

Él vaciló. No esperaba tal pregunta. Pero pronto halló la respuesta:

—¿Sabes?… Es que el amor de juventud del príncipe fue una condesa hermosísima, a la que él amó con todo el fuego de que es capaz un príncipe legítimo. Y ella amaba otro tanto al noble y hermoso joven. Pero la condesa murió.

—¿De qué? —preguntó Alma.

—Murió de sarampión. Y la hermosa amada del príncipe tenía precisamente tus rizos rojos. En general se parecía a ti. Y el último deseo del príncipe es que la madre de su hijo se asemeje a la amada de su juventud. Nos dio su retrato y nos la describió detalladamente. Nosotros hemos andado por toda Europa sin encontrar nada hasta esta noche que te hemos visto.

Ella sonrió halagada.

—¿Tanto me parezco a la hermosa condesa?

—Os parecéis como dos estrellas gemelas. Hubierais podido ser hermanas. Tenemos que hacerte retratar. ¡Cómo se alegrará el príncipe al ver tu retrato! ¡Bueno, hija mía! Ahora firma —dijo, tendiéndole la pluma.

Ella cogió el papel y comenzó a escribir:

«Al…»; y se interrumpió:

—Hay un pelo en la pluma —dijo limpiándola con la servilleta.

—¡Maldita sea! —murmuró Frank Braun—. Ahora se me ocurre que no eres mayor de edad. En realidad deberíamos conseguir también la firma de su padre. Bueno, para el contrato basta con esto. ¡Escribe! —dijo en voz alta—. ¿Cómo es el apellido de tu padre?

—Mi padre es el panadero Raune de Halberstadt.

Y escribió con picudos y torpes rasgos el apellido de su padre.

Frank Braun le quitó el pliego de la mano, lo leyó, apartó de él la vista y volvió a contemplarlo.

—¡Por todos los santos! —exclamó—. Esto…, esto es…

—¿Qué pasa, doctor? —preguntó el ayudante.

El joven le alargó el contrato.

—Ahí. Vea usted la firma.

El doctor Petersen miró el pliego:

—¿Y bien? —preguntó admirado—. No encuentro nada de particular.

—No, no. Naturalmente. Usted no —dijo Frank Braun—. Déjele usted el contrato a mi tío. Lee, tío Jakob.

El profesor miró la firma. Había olvidado la muchacha terminar de escribir su nombre de pila y en la hoja se leía «Al Raune».[3]

—Cierto que es una curiosa casualidad —dijo el profesor.

Dobló el pliego con cuidado y se lo metió en el bolsillo del pecho. Pero su sobrino gritó:

—¿Una casualidad? ¡Bueno! ¡De acuerdo! Todo lo inaudito y misterioso es casualidad para vosotros.

Y llamó al camarero:

—Vino. Vino. Dadme de beber. ¡Alma Raune: Al Raune! ¡A tu salud!

Se sentó sobre la mesa inclinándose hacia su tío.

—¿Te acuerdas, tío Jakob, del viejo Brunner, el consejero de Comercio de Colonia, y de su hijo a quien llamaba Marco? Los dos estuvimos juntos en la escuela, aunque él era algunos años mayor. Fue un chiste de su padre llamarle Marco, haciéndole andar toda su vida como Marco Brunner. Y ahora viene la casualidad: el viejo consejero es el hombre más sobrio de la tierra, como su mujer, como todos sus hijos. Creo que en su casa del Mercado Nuevo no se tomaba más que agua, leche, té y café. Pero Marco bebía. Ya bebía cuando estaba en la escuela; y muchas veces le llevamos borracho a casa. Le hicieron alférez y teniente, y aquí terminó su carrera. Porque bebía y bebía cada vez más. Hizo locuras y fue expulsado. Tres veces le llevó el viejo a un correccional; y cada vez, a las pocas semanas de salir, era más borracho que antes. Y ahora viene la segunda casualidad: él, Marco Brunner, bebía Marcobrunner[4]. Tal era su idea fija. Recorría todas las tabernas de la ciudad buscando su marca; viajó por el Rin bebiéndose cuanto encontraba. Podía permitirse esto por haber heredado la fortuna de su abuela. «¡Hola!» —gritaba en su delirio—. Marco Brunner acabará con el Marcobrunner. ¿Por qué? Porque Marcobrunner ha acabado con Marco Brunner. Y la gente se reía de su chiste. Todo es chiste. Todo es casualidad. De la misma manera que la vida es casualidad y chiste. Pero sé que el viejo consejero hubiera dado una fortuna por no haber tenido aquella concurrencia. Y sé también que nunca se pudo perdonar el haber llamado Marco a su pobre hijo y no Juan o Pedro. A pesar de todo, no es más que una casualidad, una grotesca casualidad, como la de esta firma de la novia del principito.

La muchacha se había levantado ebria, apoyándose en las sillas:

—La novia del príncipe —balbucía—. Traedme al príncipe a la cama.

Tomó la botella de coñac y se llenó la copa.

—¡Quiero al príncipe! ¿No oís? ¡A tu salud, príncipe, rico!

—Por desgracia, no está aquí —dijo el doctor Petersen.

—¿No está ahí? —reía ella—. ¡Ah! ¿No está ahí? Entonces, otro. ¡Que venga otro! Tú, o tú, o si no tú, vejete. Lo mismo me da; cualquier hombre.

—Se abrió la blusa, se quitó la falda, se soltó el corsé y lo arrojó contra el espejo.

—¡Quiero un hombre! ¡Venid los tres! ¡Traed de la calle a quien os parezca!

La camisa se escurrió y ella quedó desnuda, de pie ante el espejo, sosteniéndose los pechos con las manos.

—¿Quién me quiere? Entrada libre. ¡Entrad todos juntos! No cuesta un céntimo; hoy gratis por ser día de fiesta. Para niños y soldados, la mitad.

Abrió las manos abrazando al aire.

—¡Soldados! —gritaba—. ¡Soldados! ¡Quiero un regimiento entero!

—¡Qué vergüenza! ¿Está bien esto en la novia de un príncipe? —decía el doctor Petersen, aunque sus miradas, deseosas, estaban colgadas de los senos de la ramera.

Pero ella reía.

—¡Vamos! ¡Quita! Príncipe o no príncipe, el que me quiera que me tome. Mis hijos serán hijos de puta, y ésos puede hacerlos cualquiera: príncipe o mendigo.

Su cuerpo se irguió. Sus senos se tendieron hacia donde estaban los hombres. Una ardiente lujuria exultaba en su nítida carne. Un lascivo apetito precipitaba su sangre por las venas azules. Y sus miradas, y sus labios trémulos, y sus brazos anhelantes, y sus piernas, y sus caderas, y sus senos, gritaban con ansia salvaje: «¡Concebir! ¡Concebir!»

Ya no parecía una prostituta: era, libre de toda envoltura, de toda traba, el último poderoso prototipo de la hembra: sólo sexo de pies a cabeza.

—¡Oh, ésta es la verdadera! —murmuró Frank Braun—. ¡Madre Tierra! ¡La Madre Tierra!

Un rápido temblor la sobrecogió. Por su piel pasó un escalofrío. Arrastrando difícilmente los pies, se tambaleó hacia el sofá.

—¡No sé qué me pasa! —murmuró—. Todo me da vueltas.

—Es que estás mareada —le dijo el joven—. Toma, bebe y duérmete.

Y le llevó a los labios otra copa llena de coñac.

—Sí. ¡Quisiera dormir! —tartamudeó Alma—. ¿Duermes conmigo chico?

Se arrojó en el sofá, levantó las piernas por el aire, prorrumpió en una clara risotada y luego sollozó. Por último lloró en silencio, se echó de lado y cerró los ojos.

Frank Braun puso a la durmiente un almohadón bajo la cabeza y la tapó. Pidió café y abrió la ventana de par en par. Pero la volvió a cerrar al irrumpir en el cuarto la claridad de la mañana. Entonces se volvió:

—¿Y bien, señores? ¿Están ustedes contentos de ese conejillo?

El doctor Petersen contemplaba admirado a la prostituta.

—Creo que se prestará muy bien —opinó—. ¿Quiere Su Excelencia examinar las caderas? Parece predestinada para un parto intachable.

El camarero entró con el café. Y Frank Braun ordenó:

—Telefonee usted a la Casa de Socorro más próxima. Que traigan una camilla. La señora se ha puesto muy mala.

El profesor le miró con asombro.

—¿Qué significa eso?

—Significa —dijo el sobrino echándose a reír— que yo hago clavos con cabeza. Significa que pienso por ti, y, al parecer, con más habilidad que tú. ¿Te figuras que cuando esa muchacha se espabile va a dar un paso más contigo? Mientras yo la emborrache, de palabras y vino, una y otra vez, el asunto irá bien. Pero a vosotros dos se os escapará en la primera esquina de la calle, a pesar de todo el dinero y de todos los príncipes del mundo. Y por eso hay que agarrarla bien. En cuanto venga la camilla, usted, doctor Petersen, llevará a la muchacha a la estación. Si no me equivoco, el primer tren sale a las seis. Debe usted tomarlo. Reserve usted un departamento entero y acueste usted en él a la paciente. No creo que se despierte; pero si lo hace, le da usted un poco de coñac, en el que bien puede usted echar un par de gotas de morfina. De esta manera, por la tarde estará usted cómodamente en Bonn con su botín. Telegrafíe usted que le espere en la estación el coche del profesor. Mete usted en él a la muchacha y la lleva a la clínica. Una vez allí ya no es fácil que se escape. Ya tienen ustedes medios de evitarlo.

—Pero perdone usted, doctor —objetó el ayudante—. Todo eso parece un secuestro.

—Y lo es —confirmó el joven—. Por otra parte, la conciencia burguesa está salvada. Ustedes tienen el contrato. Y ni una palabra más sobre esto. Haga usted lo que le digo.

El doctor Petersen se volvió a su jefe, que estaba de pie en medio del cuarto, en silencio y meditación. ¿Debía tomar billete de primera clase? ¿Qué habitación debía darse a la muchacha? ¿No sería conveniente tomar un enfermero especial? ¿No sería…?

Entretanto, Frank Braun se acercó a la durmiente.

—¡Hermosa muchacha! —murmuró—. Tus rizos se deslizan como llameantes serpientes de oro.

Y quitándose del dedo un estrecho cintillo de oro con una perla, tomó su mano y se lo puso.

—Toma: Emmy Steenhop me dio esta sortija cuando me envenenó con su floral encanto. Era bella y fuerte y, como tú, una ramera extraña. Duerme, niña, y sueña con el príncipe y con tu hijo-príncipe.

E inclinándose, puso un suave beso sobre su frente.

Llegaron los camilleros con la camilla, en la que acostaron a la durmiente, poniéndole antes las ropas más precisas. La taparon con una manta de lana y se la llevaron.

—¡Como un cadáver! —pensó Frank Braun.

Y despidiéndose, el doctor Petersen salió detrás.

* * *

Entonces quedaron los dos a solas.

Pasaron algunos minutos sin que ninguno de los dos hablara. Luego el profesor se dirigió hacia su sobrino.

—Muchas gracias —dijo secamente.

—No hay de qué —replicó el sobrino—. Lo he hecho porque me divertía y porque suponía una variación. Si dijera que lo había hecho por ti, mentiría.

El profesor quedó de pie junto a él, haciendo girar sus pulgares.

—Ya me lo suponía. Por lo demás, tengo que comunicarte algo que quizá te interese. Cuando estabas charlando ahí sobre el príncipe, se me ocurrió una idea. Cuando el niño nazca, le adoptaré.

Y mostró una babosa sonrisa.

—Ya ves, querido sobrino, que tu teoría no era tan inexacta. Antes de ser engendrado, el pequeño ser te arrebata una bonita fortuna. Le declararé mi heredero. Te lo digo para prevenirte contra inútiles ilusiones.

Frank Braun sintió el golpe y miró frente a frente a su tío.

—Está bien, tío Jakob —dijo con tranquilidad—. De todos modos, más tarde o más temprano, me hubieras desheredado, ¿verdad?

Pero el consejero ni sostuvo su mirada ni respondió.

—No estaría mal —prosiguió Frank— aprovechar esta hora para ajustar nuestras cuentas. Muchas veces te he molestado y lastimado. Y tú me desheredas. Estamos en paz. Pero reconoce que este pensamiento te lo he inspirado yo. Y el que ahora puedas realizarlo, también me lo debes a mí. Pues sí; debes reconocérmelo. Yo tengo deudas…

El profesor escuchaba; y una momentánea mueca se extendió por su rostro:

—¿Cuánto? —preguntó:

Frank Braun respondió.

—¡Pss! Bastante. Podrán ser unos veinte mil.

Y aguardó. Pero el consejero le dejó aguardar.

—Bueno, ¿qué? —preguntó, al cabo, impaciente.

Y el viejo:

—¿Cómo que qué? ¿Has pensado en serio que yo pagaría tus deudas?

Frank Braun le miró de hito en hito y la sangre le golpeó ardiente en las sienes. Pero se dominó.

—Tío —dijo, y su voz temblaba—. No te lo rogaría si no debiera. Algunas de mis deudas son urgentes. Incluso muy urgentes. Hay entre ellas deudas de juego, deudas de honor.

El profesor tuvo una sonrisa agridulce:

—No haber jugado.

—Ya lo sé —contestó su sobrino. Todavía se dominaba poniendo a contribución todos sus nervios—. Cierto que no debí jugar, pero jugué, perdí y ahora tengo que pagar. Otra cosa. Yo no puedo ir más a mi madre con estas cosas. Tú sabes muy bien que ya ha hecho ella por mí más de lo que podía. No hace mucho que puso en orden mis asuntos. Además está enferma. En fin, que no puedo hacerlo y no lo hago.

El profesor tuvo una sonrisa agridulce:

—Lo siento por tu pobre madre, pero eso no me puede obligar a cambiar de propósito.

—¡Tío! —gritó él fuera de sí, ante aquella máscara fría y burlona—. ¡Tío! ¡Mira lo que haces! En la ciudadela debo a los compañeros algunos miles de marcos y tengo que pagarlos a fin de semana. Además tengo una serie lamentable de deudas pequeñas con gentes pequeñas que me han prestado por mi linda cara y a las que no puedo engañar. Para venir hasta aquí, he tenido que pedir prestado al comandante.

—¿También al comandante? —interrumpió el profesor.

—Sí, también. Le he engañado diciéndole que estabas al borde de la muerte y que tenía que asistirte en tu última hora. Por eso me dio los pápiros.

El profesor movió la cabeza.

—¡Caramba! ¿Eso le has contado? Eres un verdadero genio en materia de sablazos y mentiras. Hay que poner fin a eso.

—¡Virgen Santa! —gritó el sobrino—. Sé razonable, tío Jakob. Necesito ese dinero. Si no me ayudas, estoy perdido.

Y el consejero:

—¡Bah! No es tanta la diferencia. De todos modos, perdido estás ya. De ti no saldrá nunca una persona decente.

Frank Braun se agarró la cabeza con las manos.

—¿Y esto me lo dices tú, tío, tú?

—Claro. ¿Por qué has tirado tu dinero? Y siempre de la manera más baja.

Y él entonces arrojó a la cara del viejo:

—Puede ser, pero nunca me he apoderado de dinero de la manera más baja, como tú.

Gritaba y le parecía blandir una fusta que hacía restallar en medio del rostro feo del viejo.

Sintió cómo hería el golpe, pero también cómo penetraba sin hallar resistencia, como si penetrara en espuma o en una baba pegajosa. Tranquilo, casi amable, el profesor repuso:

—Veo que sigues tan loco, hijo mío. Permite a tu viejo tío darte un buen consejo que quizá te ayude en la vida: cuando se quiere algo de uno, deben conocerse sus debilidades. Tenlo en cuenta. Hoy te necesito; y reconocerás que con ello recojo mucho de lo que tú me arrojaste. Pero ya ves que por esta vez ha salido bien y la situación es ya muy otra. Tú vienes ahora a pedirme y no piensas en recorrer el camino desde abajo. No es que yo crea que esto te hubiera servido conmigo. ¡Oh, no! Pero quizá otra vez te sirva con otros. Y entonces me darás las gracias por el buen consejo.

Y Frank Braun:

—Tío. Yo he echado por el camino de abajo y lo he hecho por primera vez en mi vida. Lo he hecho al rogarte. Así es: te he rogado. Y nunca más seguiré este camino. ¿Qué quieres? ¿Aún he de humillarme más ante ti? Vamos, basta ya. Dame el dinero.

El consejero dijo:

—Voy a hacerte una proposición, sobrino. ¿Me prometes oír tranquilo? ¿No sulfurarte por lo que te diga?

Y el joven, con firmeza:

—Sí, tío Jakob.

—Pues oye. Tú tendrás el dinero necesario para arreglar tus cuentas, tendrás mucho más. Sobre la suma, ya nos pondremos de acuerdo. Pero te necesito. Te necesito en casa. Ya arreglaré yo tus deudas en la fortaleza y conseguiré tu indulto.

—¿Por qué no? —respondió Frank Braun—. Lo mismo me da aquí que allí. ¿Cuánto ha de durar esto?

—Un año, poco más o menos. Quizá no tanto.

—De acuerdo —dijo el joven—. ¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Oh, no es gran cosa. Se trata de una ocupación a la que estás acostumbrado y que no te resultará difícil.

—¿Qué es? —instó el joven.

—Pues mira. Yo necesito un ayudante para esa muchacha que me has buscado. Tienes razón: Se nos escapará. Seguro que se aburrirá mucho en el período de espera y que tratará de acortarlo a su modo. Tú has exagerado sobre nuestros medios de retenerla. Muy seguros, naturalmente, en un manicomio particular, donde se puede guardar a una persona mucho mejor vigilada que en un correccional o en un presidio. Desgraciadamente, no nos hemos instalado como para eso. Yo no puedo meterla en el Terrarium como a las ranas, o en una jaula como a las monas, ¿no te parece?

—Claro que no, tío. Tienes que buscar otro medio.

El anciano asintió.

—He encontrado lo que necesitaba: algo que la retenga. El doctor Petersen no me parece persona apta para interesarla mucho tiempo. Creo que sólo le bastaría una noche… Necesitamos un hombre. Y yo he pensado en ti…

Frank Braun oprimió el respaldo de la silla como si fuera a quebrarlo. Su respiración se hizo fatigosa.

—¡En mí!… —repitió.

—Sí, en ti —prosiguió el consejero—. Me parece que es una de las pocas cosas en que puedes ser de provecho. Tú podrás retenérnosla. Le contarás nuevas locuras y así tendrá tu fantasía una finalidad razonable. Y a falta de príncipe se enamorará ella de ti y tú podrás también satisfacer las exigencias de sus sentidos. Si esto no le basta, tú tienes bastantes amigos y conocidos que aprovecharán con gusto la ocasión de pasar un par de horas con una criatura tan linda.

Frank Braun jadeaba. Su voz sonó ronca:

—Tío. ¿Sabes lo que pides? Yo debo ser el amante de esa ramera mientras está embarazada del hijo del asesino. Y debo ser su alcahuete. Y ayuntarla de nuevo cada día con alguien. Yo debo…

—Ciertamente —le interrumpió tranquilo el profesor—. Lo sé muy bien. Parece ser lo único en el mundo para lo que sirves, hijito.

Frank no respondió. Sintió aquel arañazo y cómo sus mejillas se enrojecían y ardían sus sienes. Era como si en su rostro llamease el verdugón que la fusta de su tío había levantado. Y sintió muy bien que el viejo se vengaba.

El consejero lo notó y una mueca satisfecha se distendió por los colgantes rasgos de su rostro.

—Piénsalo con toda tranquilidad —dijo lentamente—. Ni tú ni yo tenemos nada que fingirnos y podemos llamar a las cosas por sus nombres. Yo quiero contratarte como chulo de esa ramera.

Frank Braun sintió la sensación de estar en el suelo, indefenso, inerme, miserablemente desnudo, sin poder moverse, y que el viejo le pisoteaba con sus sucios pies y le escupía venenosa saliva en sus heridas.

No tuvo palabras. Vaciló, se tambaleó, no supo cómo bajaba la escalera y se encontró en la calle, con los ojos en el claro sol de la mañana.

Apenas tenía conciencia de que andaba. Se deslizó por las calles, se arrastró por ellas unos momentos que le parecieron siglos. Se detenía ante las columnas anunciadoras y leía los carteles de los teatros, pero sólo veía palabras sin comprender nada.

Luego se encontró en la estación. Fue a la taquilla y pidió un billete.

—¿A dónde? —preguntó el empleado.

—¿A dónde? Sí, ¿a dónde?

Y se asombró de su propia voz al oír: «Coblenza».

Buscó dinero en todos sus bolsillos.

—¡Tercera clase! —gritó.

Todavía alcanzaba.

Subió la escalera hasta el andén y entonces notó que estaba sin sombrero. Se sentó en un banco y esperó.

Vio cómo subían la camilla y cómo iba detrás el doctor Petersen. No se movió de su puesto, como si nada tuviera él que ver con aquello. Vio cómo entraba el tren, cómo hacía el médico abrir un departamento de primera y cómo los camilleros subían su carga con cuidado.

Él subió en el coche de cola. Su boca se crispaba en una carcajada.

—Así debe ser —pensó—. Tercera clase. Es lo que conviene al siervo… o al chulo.

Al sentarse olvidó de nuevo. Se metió en un rincón y fijó la vista en el suelo.

Aquella vaga opresión de su cabeza no desaparecía. Oía gritar los nombres de las estaciones y a veces le parecía como si vinieran tres o cuatro seguidas; como si el tren corriera vertiginoso, como una chispa por un alambre. Y luego una eternidad de una ciudad a otra.

En Colonia hubo de trasbordar y esperar el tren que remontaba el Rin. Pero esto no significaba para él una interrupción. Apenas notaba la diferencia entre estar sentado en el banco o en el tren.

Llegó a Coblenza; bajó y recorrió las calles. La noche caía y él pensó que debía subir a la ciudadela. Pasó el puente, trepó por la roca en la oscuridad, por el estrecho sendero de los cautivos, a través de la maleza.

Súbitamente se encontró arriba, en el patio del presidio; luego en su cuarto, sentado en la cama.

Alguien anduvo por el pasillo y entró en el cuarto con una bujía en la mano: era el fornido médico de Marina, doctor Klaverjahn.

—¡Hola! —gritó desde la puerta—. ¿De modo que el suboficial tenía razón? ¿Conque ya de vuelta, hermano? Vente para arriba. El comandante tiene la banca.

Frank Braun no se movió y apenas oía lo que el otro hablaba, el cual le sacudió enérgicamente por los hombros diciéndole:

—¿Te vas a echar a dormir, marmota? Déjate de tonterías y vente.

Frank Braun saltó; algo había allí que le sulfuraba. Levantó una silla y dio un paso:

—Vete —gritó—. Vete, bribón.

El doctor Klaverjahn le vio cerca de sí, miró aquellos rasgos pálidos y contraídos, aquellos ojos fijos y amenazadores. Algo del médico despertó de nuevo en él y le hizo reconocer la situación.

—De manera que… —dijo tranquilo—. Perdona. Y se marchó.

Frank Braun estuvo todavía un momento con la silla en la mano. Una risa fría colgaba de sus labios. Pero no pensaba en nada. Absolutamente en nada.

Oyó llamar a la puerta como si viniera el ruido de una lejanía infinita. Por fin, levantó los ojos. El pequeño alférez estaba ante él.

—¿Otra vez aquí? ¿Qué te pasa?

Se asustó, y como el otro no respondía, volvió con un vaso y una botella de burdeos.

—Bebe. Te hará bien.

Frank Braun bebió. Sintió cómo el vino batía en sus pulsos, cómo temblaban sus piernas, amenazando ceder bajo su peso; se dejó caer como un fardo sobre la cama.

El alférez le sostuvo:

—Bebe —instaba.

Pero Frank rechazó con un gesto.

—No, no —murmuró—. Me emborracha.

Y con una débil sonrisa:

—Creo que no he comido nada en todo el día.

Un ruido de risas y gritos penetró en el cuarto.

—¿Qué hacen? —dijo Frank con indiferencia.

El alférez respondió:

—Están jugando. Ayer vinieron dos nuevos.

Y echando mano al bolsillo:

—A propósito: ha llegado un telegrama para ti. Un giro telegráfico de cien marcos. Ha llegado esta tarde. Toma.

Frank Braun tomó el papel y tuvo que leerlo dos veces antes de comprender.

Su tío le enviaba cien marcos y le decía: «Considera esto como un anticipo».

Se levantó de un salto. La niebla se rasgó. Ante sus ojos caía como una lluvia de sangre.

¡Anticipo!… ¡Anticipo!… Por…, por esa ocupación que le ofrecía el viejo. ¡Ah, por eso!

El alférez le tendió el billete:

—Ahí tienes el dinero.

Él lo tomó. Sentía cómo le quemaba los dedos. Y esa sensación, que él experimentó como un dolor físico, casi le hizo bien. Cerró los ojos y dejó correr aquella llama voraz, a través de los dedos, por la mano y el brazo. Se dejó devorar hasta la médula de los huesos por el fuego de aquella última afrenta, la más infame.

—Dame, dame vino —gritó.

Y bebió. Bebió y le parecía que el vino apagaba una crepitante llamarada.

—¿Qué juegan? —preguntó—. ¿Bac?

—No —dijo el alférez—; juegan a los dados. Al siete alegre.

Frank Braun le tomó del brazo:

—Ven, vamos a subir.

Y entraron en el casino.

—Aquí estoy yo —gritó—. ¡Cien marcos al ocho! Y arrojó el dinero sobre la mesa.

El comandante agitó el cubilete. Salió el seis…