CAPÍTULO III

Que hace saber cómo Frank Braun convenció al profesor de que debía crear a Alraune

En el coche, el profesor ten Brinken y su sobrino permanecieron en silencio. Frank Braun, recostado, la mirada fija al frente, profundamente sumergido en sus pensamientos. El profesor le contemplaba, acechándole con su oblicua mirada.

El viaje duró apenas media hora. El coche rodó por la carretera, torció a la derecha, traqueteando sobre el desigual empedrado de Lendenich. Allí, en medio de la aldea, estaba la vasta casa solariega de los Brinken, una extensa finca casi cuadrangular, jardín, parque, y en medio, hacia la calle, una serie de pequeños e insignificantes edificios. Doblaron la esquina, pasando frente al patrón del pueblo, San Juan Nepomuceno, cuya imagen, adornada de flores y alumbrada por dos lámparas perpetuas, ocupaba su nicho, abierto en un esquinazo de la casa señorial. Un criado abrió el portón y acudió a franquear el estribo a los señores.

—Tráiganos vino, Aloys —ordenó el profesor—. Vamos a la biblioteca.

Y volviéndose a su sobrino:

—¿Quieres dormir aquí o hago esperar al cochero?

El estudiante sacudió la cabeza.

—Ni una cosa ni otra. Volveré a pie a la ciudad.

Atravesaron el patio y penetraron por la derecha en la casa, que consistía en una inmensa sala con una diminuta antecámara y unas cuantas pequeñas habitaciones accesorias. A lo largo de las paredes se levantaban inmensas estanterías atestadas de miles de volúmenes. Aquí y allá se veían vitrinas bajas de cristal, llenas de antigüedades romanas, procedentes de las excavaciones; en ellas se habían vaciado varias fosas, expoliadas de los tesoros avaramente guardados. Grandes alfombras cubrían el suelo; escritorios, sillones y sofás estaban desparramados, sin orden, por la sala.

Entraron; el profesor arrojó su mandrágora sobre el diván. Encendieron las bujías, aproximaron dos sillones y se sentaron. El criado descorchó una polvorienta botella.

—Puedes marcharte —le dijo su señor—. Pero no te acuestes. El joven se va pronto y tienes que cerrar la puerta.

—¿Y bien? —añadió, volviéndose hacia su sobrino.

Frank Braun bebía. Había tomado la raíz y jugaba con ella. Estaba un poco húmeda aún y parecía ahora casi flexible.

—Tiene bastante parecido —murmuraba—. Éstos son los ojos…, los dos. Aquí cuelga la nariz y aquí se abre la boca. Mira, tío Jakob, ¿no parece que hace una mueca? Los bracillos están algo desmedrados y las piernas han crecido juntas hasta la rodilla…

La alzó, mirándola por todas partes.

—Mira a tu alrededor, mandrágora —gritó—. Ésta es tu nueva patria; aquí, en casa del doctor Jakob ten Brinken, estás más en tu centro que entre los Gontrams.

—Eres ya vieja —prosiguió—; tienes cuatrocientos, seiscientos años, quizá más. A tu padre le ejecutaron porque era un asesino, o un cuatrero, o quizá porque hacía versos satíricos contra algún poderoso señor de coraza o casulla. Sea como quiera, en su tiempo pasaba por un criminal y le ejecutaron. Y derramó su última vida sobre la tierra y te engendraron a ti, extraña criatura. Y la madre Tierra recibió en su seno fecundo esa despedida del criminal y te concibió en el misterio. Y te parió… a ti; ella, gigantesca, todopoderosa…, a ti, un mezquino, feo homúnculo… Y te desenterraron a medianoche, en la cruz de los caminos, temblando de miedo, entre ululantes fórmulas de conjuro. Al salir por primera vez la luz de la luna, lo primero que viste fue a tu padre pendiente de la horca, huesos quebrantados y pútridas piltrafas. Y te llevaron consigo los que le habían colgado; te llevaron consigo a ti, porque tú debías procurarles dinero, placer: oro brillante y amor joven. Ya sabían que les acarrearía también dolores, miserable desesperación y por último, una muerte ruin. Lo sabían… y te desenterraron, y te llevaron consigo, y lo trocaron todo por un poco de amor y de oro.

El profesor dijo:

—Todo eso es muy bonito, muchacho. Eres un poco fantástico.

—Lo soy, sí —dijo el estudiante—. Lo soy… como tú.

—¿Como yo? —rió el profesor—. Creo que mi vida ha transcurrido bastante normalmente.

Pero su sobrino sacudió la cabeza.

—No, tío Jakob. No es así. Tú llamas muy real a lo que otras gentes llaman fantasías. Basta recordar tus experimentos. Para ti no son más que juegos, caminos que quizá conduzcan algún día a una meta. Nunca se le hubieran ocurrido esos pensamientos a un hombre normal. Sólo podrían ocurrírsele a un fantaseador. Sólo una cabeza desordenada, sólo un hombre por cuyas venas corre una sangre ardiente, como la de vosotros los Brinkens, podría atreverse a lo que tú debes hacer ahora, tío Jakob.

El viejo le interrumpió con cierta irritación, pero halagado:

—Deliras, muchacho, e ignoras si tendré o no ganas de hacer todas esas misteriosas cosas de que me hablas… y de las que yo no tengo todavía la menor idea.

Pero el estudiante no cedió. Su voz vibraba clara, confiada, rebosando convicción en cada sílaba.

—Sí, tío Jakob. Lo harás. Sé que lo harás. Lo harás porque no hay otro, porque tú eres el único hombre en el mundo capaz de llevarlo a cabo. Cierto que hay otros sabios que hacen análogos experimentos y que han llegado tan lejos como tú. Pero son hombres normales, secos, acartonados, hombres de ciencia que se reirían de mí y me tendrían por loco si acudiera a ellos con mis planes; o bien, me echarían a la calle por haberme atrevido a acercarme a ellos con semejantes ideas, que llamarían deshonestas, inmorales y despreciables: esas ideas que osan introducirse en la obra del Creador, que se burlan de toda la Naturaleza. Tú no, tío Jakob, tú no; ni te reirás de mí ni me arrojarás a la calle. A ti, como a mí, te incitará la idea. Por eso eres el único hombre capaz de realizarla.

—Pero ¿qué idea, por todos los dioses? ¿Qué es ello?

El estudiante se levantó y llenó las dos copas hasta el borde.

—Choca, viejo brujo —exclamó—; un vino nuevo debe manar de tus antiguos odres. Choca, tío Jakob: ¡viva… tu hijo!

Chocó su copa con la del anciano, la apuró de un trago y la arrojó contra el techo. Se oyó arriba un tintineo de vidrio y los añicos cayeron sin ruido sobre la muelle alfombra.

Aproximose aún más su sillón y dijo:

—Escucha. Estarás ya impaciente con tan largo preámbulo. No me lo tomes a mal. Me sirve para madurar, para amasar mis pensamientos, para hacerlos accesibles y tangibles.

»Yo los concibo así:

»Debes crear una mandrágora, tío Jakob. Debes hacer verdad la vieja leyenda. ¿Qué importa que sea superstición, fantasmagoría medieval, jerigonza mística de los viejos tiempos? Tú harás una verdad de la vieja mentira. La creas y la expones a la luz del día, accesible a todo el mundo… Ni el profesor más necio se atreverá a negarla.

»Fácil te será encontrar un criminal. Juzgo indiferente que haya muerto en la horca o en una encrucijada; hoy somos progresivos, y el patio de la cárcel y nuestra guillotina son mucho más cómodos. Cómodos también para ti, pues gracias a tus relaciones te será fácil conseguir ese difícil material y arrancar a la Muerte una nueva vida. ¿Y la Tierra? Descifra el símbolo, cuyo sentido es la fecundidad. La Tierra es la hembra que nutre la semilla confiada a su seno; la nutre, la hace germinar, crecer, florecer y dar fruto. Toma lo que es tan fecundo como la Tierra misma; toma la hembra.

»La Tierra es también la eterna ramera al servicio de todos. Es la eterna madre, la prostituta siempre venal, accesible a miles de millones. A nadie se niega su vientre lascivo; el que la quiere, puede poseerla; a través de milenios, cuanto tiene vida fecunda sus entrañas prolíferas.

»Por eso, tío Jakob, debes escoger una ramera. Escoge la más descarada, la más desvergonzada, una nacida para zorra; no la que ejerza su profesión por necesidad o la que haya caído víctima de una seducción. ¡Oh, no! Una así, no. Sino la que ya era puta cuando aprendió a andar, para quien su vergüenza es el único placer y la única vida. Ésa debes elegir. Su seno será como la Tierra. Tú eres rico, ¡oh, la encontrarás! No eres ningún niño de escuela en semejantes andanzas. Puedes darle mucho dinero, comprarla para tu experimento. Y si es la verdadera, se retorcerá de risa, y te estrechará contra su grasiento pecho, y te comerá a besos. Porque le ofreces algo que ningún hombre le ha ofrecido antes que tú. Lo que sigue lo sabes mejor que yo. Lo mismo que has hecho con los monos podrás hacer con seres humanos. Tienes que estar preparado para el momento en que la cabeza del asesino caiga, maldiciendo, en el saco.

Se había levantado y se apoyaba en la mesa, mirando al viejo con ojos fijos y penetrantes; y el profesor recogió aquella mirada, parándola con la suya oblicua. Era como si un roñoso y corvo sable turco se cruzara con un esbelto florete.

—¿Y luego, señor sobrino? —preguntó—. ¿Y luego? ¿Y cuando el niño venga al mundo? ¿Qué hacer entonces?

El estudiante vaciló. Sus palabras cayeron lentas, como gotas.

—Entonces… tendremos el ser mágico.

Su voz onduló ligera, flexible, como el sonido de una cuerda musical.

—Entonces… veremos lo que hay de verdad en la vieja leyenda. Podremos mirar las entrañas de la Naturaleza.

El profesor quiso hablar, pero Frank Braun le quitó la palabra:

—Entonces se demostrará si hay algo misterioso, superior a las leyes conocidas. Podrá saberse si la vida vale la pena de ser vivida, aun para nosotros.

—¿Aun para nosotros?

Frank Braun dijo:

—Sí, tío Jakob. Para ti y para mí, y para los pocos cientos de hombres que están sobre la vida y que, sin embargo, están obligados a seguir los caminos trillados por el rebaño.

Y, súbitamente, sin transición:

—Tío Jakob, ¿crees en Dios?

El profesor chasqueó la lengua, impaciente.

—¿Que si creo en Dios? ¿Y eso qué tiene que ver…?

Pero el sobrino le instaba, sin dejarle pensar:

—Contéstame, contesta. ¿Crees en Dios?

Se inclinó sobre el viejo, mirándole de hito en hito.

Y el profesor dijo:

—¿Qué te importa eso muchacho? Con la razón… después de todo lo que he conocido, seguramente que no creo en un Dios. Pero con el sentimiento, el sentimiento es una cosa tan incontrolable… tan…

—Sí, tío —gritó el estudiante—. Entonces con el sentimiento…

El profesor seguía defendiéndose. Se agitó en su sillón y dijo:

—Si he de decir verdad…, algunas veces…, muy raramente…, con largos intervalos…

Entonces gritó Frank Braun:

—Tú crees en un Dios. ¡Oh!, me lo figuraba. Todos los ten Brinken lo han hecho; todos hasta ti.

Levantó la cabeza y entreabrió los labios, mostrando los brillantes dientes. Y prosiguió, arrojando con dureza cada palabra:

—Entonces lo harás, tío Jacob. Entonces debes hacerlo; y nada podrá salvarte. Porque tú tienes la posibilidad que se ha negado a millones de hombres…: la posibilidad de tentar a Dios. Si Él vive, tu Dios debe dar una respuesta a tu cínica pregunta.

Calló y recorrió la sala a grandes pasos. Tomó su sombrero y se acercó al anciano:

—Buenas noches, tío Jakob. ¿Lo harás? —dijo, tendiéndole la mano.

Pero el viejo no reparó en ello. Tenía la mirada perdida y cavilaba.

—¡No sé!… —respondió por fin.

Frank Braun tomó de la mesa la mandrágora y se la puso al viejo en las manos. Su voz sonaba sarcástica y altiva:

—Consúltalo con ésta.

De repente cambió de tono, y dijo con tranquilidad:

—Sé que lo harás.

Fue hacia la puerta, se detuvo de nuevo y volvió sobre sus pasos.

—Todavía una cosa, tío Jakob. Si lo haces… Pero el profesor exclamó:

—No sé si lo haré.

—Bien —dijo el estudiante—; no pregunto eso. Sólo… en caso de que lo hicieras, ¿quieres prometerme una cosa?

—¿Qué? —inquirió el profesor.

Él respondió:

—No invites a verlo a la princesa.

—¿Por qué no?

Y Frank Braun dijo con suavidad y muy serio:

—Porque esto es algo… muy sagrado.

Y se marchó.

* * *

Salió de la casa y atravesó el patio. Un criado le abrió el portón, que volvió a cerrarse chirriando tras él. Frank Braun salió a la calle, se detuvo ante la imagen del santo y lo examinó inquisitivamente.

—¡Oh mi querido santo! —exclamó—. Los hombres te traen flores y aceite nuevo para tu lámpara; sólo la casa que te cobija no se cuida de ti. Se te estima en ella, a lo sumo, como una antigüedad. Bueno es para ti que el pueblo confíe aún en tu poder.

Y canturreó por lo bajo:

¡Juan Nepomuceno,

patrón de las aguas!

Contra las crecidas

protege mi casa.

Haz que en otra parte

revienten sus rabias,

¡Juan Nepomuceno,

protege mi casa!

—Ah, viejo ídolo —prosiguió—, para ti es fácil proteger de las inundaciones esta aldea, desde que está separada a tres cuartos de hora del Rin, que corre canalizado entre muros de piedra.

»Pero procura, bendito San Juan, salvar esta casa de las olas que sobre ella van a romperse. Yo te amo, imagen de piedra, porque eres el patrón de mi madre, que lleva tu nombre a más del de Hubertina, impuesto para librarla de las mordeduras de los perros rabiosos. ¿Te acuerdas de cuando vino al mundo en esta casa, en el día que te está consagrado? Por eso lleva tu nombre. Y porque la amo, santo mío, quiero tenerte prevenido… por ella.

«¿Sabes? Hoy ha entrado ahí dentro otro santo, o mejor dicho non sancto, un hombrecillo, no de piedra como tú, ni vestido de hermosa túnica plegada. De raíces está hecho y miserablemente desnudo. Pero es tan viejo como tú, quizá más viejo. Y se dice que tiene un extraño poder. Haz una prueba de tus fuerzas: uno de los dos tiene que caer, el hombrecillo o tú, y se decidirá quién ha de ser dueño de la casa de los Brinkens. Haz ver tu poder, santo mío».

Frank Braun saludó santiguándose.

Y con una risita irónica, atravesó las callejuelas con pasos rápidos. Salió al campo y aspiró a pulmón pleno el aire fresco de la noche. Se encaminó hacia la ciudad. En las avenidas, bajo los castaños en flor, sus pasos se aminoraron, y caminó, ensoñadoramente, tatareando por lo bajo. De pronto se detuvo, vaciló un momento y se volvió; torció a la izquierda y enfiló el ancho camino de Baumschuler. Otra vez se detuvo, mirando a todos lados. Saltó de un brinco una tapia baja y corrió por un quieto jardín hacia una villa roja. Allí se detuvo de nuevo, miró hacia arriba, y su agudo y breve silbido rompió el silencio de la noche dos, tres veces, con cortos intervalos.

Un perro ladró a lo lejos, mientras sobre su cabeza una ventana abierta con cuidado dejaba ver una rubia figura femenina, envuelta en un blanco salto de cama.

Su voz musitó en la oscuridad:

—¿Eres tú?

—Sí, sí —contestó Frank Braun.

Ella desapareció y volvió en seguida con algo envuelto en un pañuelo blanco, que echó abajo.

—Toma la llave. Pero cuidado, ten mucho cuidado, no se despierten mis padres.

Frank Braun recogió la llave, subió la pequeña escalinata de mármol, abrió la puerta y entró. Y mientras tanteaba en la oscuridad, callada y cuidadosamente, sus jóvenes labios musitaban:

¡Juan Nepomuceno!

¡Santo valedor

contra los naufragios,

líbrame del amor!

Priva de tu amparo al lascivo,

déjame a mí en tierra, tranquilo.

¡Juan Nepomuceno,

líbrame del amor!