Que refiere cómo se concibió el pensamiento Alraune
El sol había caído ya y las bujías ardían en las arañas del salón al llegar el consejero ten Brinken. Su aspecto era bastante solemne, de frac, con una gran estrella sobre la blanca pechera y una cadena de oro en el ojal, de la cual pendían veinte pequeñas condecoraciones. El consejero Gontram se levantó a saludarle, hizo las presentaciones y el anciano señor dio vuelta a la mesa con una sonrisa pálida, diciendo a cada uno una palabra agradable. Por fin se detuvo ante las muchachas en cuyo honor se daba la fiesta y les entregó lindos estuches de piel con sortijas: un zafiro para la rubia Frieda y un rubí para la morena Olga, pronunciando ante las dos una sabia arenga.
—¿Quiere usted acompañarme, señor consejero? —preguntó Sebastian Gontram—. Aquí estamos desde las cuatro… ¡Diecisiete platos! Ahí está el menú. Pida usted lo que quiera.
Pero el consejero dio las gracias. Había comido ya.
Entonces entró la señora Gontram, con traje de cola de seda azul, un poco pasado de moda, y con peinado alto.
—¡No podemos tomar helado! —gritó—. Billa ha metido en el horno el Fürstpückler.
Los invitados se echaron a reír. Algo así tenía que pasar. De otra manera, no se sentía uno a gusto en casa de Gontram. Y el abogado Manasse gritó que se debían entrar las fuentes, que aquello no se veía todos los días, un ¡Fürstpückler acabado de salir del horno! El consejero ten Brinken buscaba una silla. Era pequeño, afeitado, con los sacos lacrimales hinchados bajo los ojos. Era bastante feo, los labios abultados y colgantes y la nariz caída y carnosa. El párpado izquierdo se entornaba, hasta cubrir el ojo casi enteramente, mientras que el derecho miraba, muy abierto oblicuamente, como al acecho. Alguien dijo a su espalda: «Buenos días, tío Jakob».
Era Frank Braun. El consejero se volvió; le era un poco desagradable encontrar allí a su sobrino.
—¿Tú aquí? —preguntó—. Debía habérmelo figurado.
El estudiante se echó a reír.
—¡Naturalmente! ¡Eres tan sabio, tío!… Y has venido oficialmente, como consejero secreto efectivo y profesor ordinario de la Universidad, soberbiamente adornado con todas tus condecoraciones… En cambio, yo estoy aquí completamente de incógnito. Me he escondido en el bolsillo del chaleco la banda de la Corporación.
—Esto prueba que no tienes la conciencia tranquila —le dijo su tío—. Si tú…
—Sí, sí —le interrumpió Frank Braun—; cuando sea tan viejo como tú, etc. Era esto lo que querías decir, ¿verdad? Gracias a Dios, no tengo más que veinte años y me encuentro con ellos perfectamente bien.
El consejero se sentó:
—Perfectamente. Ya me lo figuro. Vas por el cuarto curso y no haces otra cosa que andar de camorras y borracheras, tirar a la esgrima, pasear a caballo, amar y hacer necias calaveradas. ¿Te ha mandado tu madre para eso a la Universidad? Di, muchacho: ¿has estado siquiera una vez en clase?
El estudiante llenó dos copas.
—Bebe, tío Jakob, y podrás oírme más tranquilo. Bueno. He estado en clase, sí, señor. Y no sólo en una, sino en todo un curso. Una vez para cada materia. Y no pienso ir más a menudo. Salud.
—Salud —dijo alzando también la copa el consejero—. ¿Y crees tú que esto basta?
—¿Si basta? —dijo riendo Frank Braun—. Yo creo que sobra. Ha sido completamente superfluo. ¿Qué tengo yo que hacer en clase? Es posible que otros estudiantes aprendan una pila de cosas con vosotros los profesores; pero siguiendo ese método tiene que paralizarse su cerebro. Y el mío no lo está. Yo os encuentro a todos y a cada uno en particular increíblemente tontos, necios y aburridos.
El profesor le miró con los ojos muy abiertos.
—Tienes una formidable petulancia, querido —respondió con tranquilidad.
—¿De verdad?
El estudiante se recostó cruzando una pierna sobre otra.
—¿De verdad? No lo creo, pero pienso que, aunque así fuera, nada importaría. Porque mira, tío: yo sé perfectamente por qué digo todo esto. Primeramente, para enfadarte un poco…, porque te pones tan cómico cuando te enfadas… Y después, para oírte decir que tengo razón. Tú, por ejemplo, tío Jakob, eres con toda seguridad un viejo zorro, muy ladino, muy hábil e inteligente, y sabes una porción de cosas; pero en clase eres tan intolerable como tus respetables señores colegas. Dime tú mismo si te gustaría disfrutar de sus cursos.
—¿Yo? De seguro que no —dijo el profesor—. Pero esto es cosa distinta. Cuando tú… Bueno, ya sabes. Y ahora dime qué diablos te trae por aquí. Me concederás que no es ésta una casa en la que tu madre te vería con gusto. En cuanto a mí…
—Bueno, bueno —gritó Frank—. Por lo que se refiere a ti lo sé todo perfectamente. Tú has alquilado esta casa a Gontram; y como él no es, seguramente, pagador puntual, es bueno dejarse ver de vez en cuando. Su mujer te interesa, claro está, como médico… Todos los médicos de la ciudad están entusiasmados con ese fenómeno sin pulmones. Además está ahí la princesa, a quien tu desearías vender tu castillo de Mehlem; y finalmente, tío, están las dos gatitas. Cosa rica, ¿eh? ¡Oh! Lo digo guardando todos los respetos. Ya sé que en ti todo es honorable, tío Jakob.
Calló, encendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo. El profesor, venenoso y en guardia, le lanzó la oblicua mirada de su ojo derecho.
—¿Qué quieres decir? —preguntó en voz baja.
El estudiante respondió con una breve risa.
—¡Oh, nada! Absolutamente nada.
Se levantó y tomó del velador una caja de cigarros, que presentó abierta al profesor.
—Fuma, querido tío. Es tu marca: Romeo y Julieta. Gontram ha tirado hoy la casa por la ventana. Y todo por ti, tío.
—Gracias —carraspeó el profesor—. Y otra vez te pregunto: ¿qué querías decir con eso?
Frank Braun aproximó su silla.
—Te diré. No puedo sufrir que me hagas reproches, ¿sabes? Sé muy bien que la vida que llevo es un poco disipada; pero deja, que eso no te importa. Yo no te pido que me pagues mis deudas. Lo que te pido es que no vuelvas a escribir a casa esas cartas que acostumbras. Escribirás que soy muy virtuoso, muy moral, que trabajo como es debido y que hago progresos. Y cosas así. ¿Comprendes?
—Tendría que mentir.
Sus palabras querían ser amables y festivas; pero tenían una viscosidad como la que un caracol deja en su camino.
El estudiante le miró frente a frente.
—Sí, tío. Se trata justamente de que mientas. No por mí, bien lo sabes, sino por mi madre.
Se detuvo un momento y apuró su copa:
—Y para apoyar esta petición de que te dignes escribir unas cuantas mentiras a mi madre, te contaré lo que quise decir hace un momento.
—Estoy impaciente —dijo el profesor, un poco expectante, inseguro.
—Tú conoces mi vida —prosiguió el estudiante, y en su voz vibraba una amarga gravedad—. Tú sabes que todavía hoy no soy más que un chico atolondrado. Porque eres un prudente anciano, muy sabio, rico, en todas partes conocido, cubierto de títulos y condecoraciones y, además, mi tío, único hermano de mi madre, crees tener derecho a educarme. Con derecho o sin él…, no lo harás nunca. Nadie lo hará nunca… Sólo la Vida.
El profesor se dio una palmada en la rodilla y soltó la risa.
—Sí, sí. La Vida. Aguarda, muchacho, que ya te educará. Ya tiene bastantes aristas, duras y ásperas esquinas y también lindas reglas y leyes, barreras y setos de espino.
Frank Braun respondió:
—No los tiene para mí, como tampoco para ti. Si tú has podido matar las aristas, cortar los espinos y reírte de las leyes, yo también podré hacerlo.
—Escucha, tío —prosiguió—. Conozco bastante bien tu vida. La conoce toda la ciudad y hasta los gorriones repiten tus bromas sobre los tejados. Pero los hombres no hacen sino musitarlas, las refieren detrás de las esquinas, porque tienen miedo de ti, de tu inteligencia y de tu dinero, de tu poder y de tu energía. Yo sé de qué murió la pequeña Anna Paulert; sé por qué tuvo que salir para América tan inopinadamente aquel lindo criadito de tu jardinero. Sé otras muchas historietas tuyas. ¡Oh! No me gustan, desde luego; pero tampoco te las tomo a mal, quizá hasta te admiro un poco, porque puedes hacer impunemente todas esas cosas como un reyezuelo. Lo único que no puedo comprender es tu éxito entre los niños… Tú, con esa traza tan fea…
El profesor jugueteaba con la cadena de su reloj. Miró tranquilo, casi halagado, a su sobrino, y dijo:
—No alcanzas a comprenderlo, ¿verdad?
Y el estudiante:
—Nada, en absoluto. Pero comprendo bien cómo has llegado hasta ello. Hace mucho tiempo que tienes cuanto has querido, dentro de los límites normales de la burguesía. Y quieres salir de ellos. El arroyo se aburre en su viejo lecho y acaba por desbordarse aquí y allá… Es la sangre.
El profesor tomó su copa vacía y la tendió hacia él.
—Llénala, muchacho —dijo. Su voz temblaba un poco y el tono tenía cierta solemnidad—. Tienes razón: es la sangre; tu sangre y la mía. —Bebió y tendió la mano a su sobrino.
—¿Escribirás a mi madre como yo deseo?
—Sí, lo haré —respondió el anciano.
Y el estudiante dijo:
—Gracias, tío Jakob —y tomó la mano que éste le tendía—. Y ahora, viejo Don Juan, llama a las dos festejadas. ¡Qué bonitas están las dos con sus trajes de primera comunión!, ¿eh?
—Hum… Parece que a ti tampoco te disgustan —dijo el tío.
Frank Braun se echó a reír.
—¿A mí? ¡Dios mío! No, yo no soy rival tuyo, tío Jakob…, hoy todavía no…, hoy tengo mayores ambiciones… Tal vez… cuando sea tan viejo como tú… Pero tampoco soy su director espiritual y estas dos rosas no desean otra cosa sino que las corten. Alguien tiene que hacerlo… y pronto; ¿por qué no tu? ¡Eh, Olga, Frieda, venid acá!…
Pero las muchachas no vinieron; atendían curiosamente al doctor Mohnen, que llenaba sus copas y les contaba historietas de doble sentido.
Vino en cambio la princesa, Frank Braun se levantó y le ofreció su asiento.
—¡Quédese usted, quédese usted! —instaba ella—. Todavía no he podido charlar un momento con usted.
—Un momento, Alteza… voy a buscar un cigarrillo —dijo el estudiante—. Y a mi tío le agradará muchísimo poder hacerle a usted los honores.
Al profesor no le agradaba nada semejante cosa; hubiese preferido tener a su lado a la princesita. Y ahora venía a hablarle la madre…
Cuando el consejero Gontram conducía a la señora Marion hasta el piano, se aproximó Frank Braun a la ventana. El señor Gontram se sentó, giró sobre el taburete del piano y dijo:
—Les ruego un momento de silencio. La señora Marion nos va a cantar una canción… —Y volviéndose hacia la dama dijo—: ¿Cuál va a ser? ¿Quizá otra vez Les papillons? ¿O Il baccio, de Arditi? Veamos…
El estudiante los contemplaba. La anciana señora, muy retocada, se conservaba hermosa todavía, y podían creerse las muchas aventuras que de ella se contaban. Antaño, cuando era la más festejada diva de Europa. Desde hacía un cuarto de siglo vivía en esta ciudad, tranquila, retirada en su pequeña villa. Todas las tardes daba un largo paseo por su jardín y lloraba media hora sobre la tumba florida de su perrito.
Ahora cantaba. Su voz estaba ya cascada, y sin embargo, su modo de cantar, a la antigua escuela, poseía un extraño encanto. En los labios pintados tenía la antigua sonrisa de la vencedora, y bajo la densa capa de polvos, sus rasgos trataban de conseguir la eterna pose de cautivante amabilidad. Su mano regordeta jugueteaba con el abanico de marfil, y sus ojos buscaban el aplauso en todos los rincones, como antaño.
¡Oh, sí, esta madame Marion Vère de Vère cuadraba perfectamente en esta casa, como todos los invitados! Frank Braun miró a su alrededor. Allí se sentaban su tío y la princesa, y detrás de ellos, apoyándose en la puerta, estaban el abogado Manasse y Su Reverencia el capellán Schröder, aquel seco, largo, negro capellán Schröder, el mejor catador de vinos del Mosela y del Saar, que sabía siempre de las más selectas bodegas y sin el cual una prueba de vino hubiera parecido imposible; Schröder había escrito un libro sobre la abstrusa filosofía de Plotino y al mismo tiempo las farsas para el guiñol de Anita, la de Colonia; era un ardiente particularista, odiaba a Prusia y se refería sólo a Napoleón I cuando hablaba del emperador; todos los años iba a Colonia el 5 de mayo para asistir a los solemnes oficios por los muertos de la Grande Armée en la iglesia de los Minoritas.
Allí estaba el corpulento Stanislaus Schacht, con sus gafas de oro, estudiante de Filosofía, ya en su decimosexto semestre, comodón, perezoso hasta para levantarse de la silla. Desde hacía años estaba como huésped en casa de la viuda del profesor doctor von Dollinger…, donde hacía tiempo se le concedían honores de amo de casa. La viuda, pequeña, fea, sumamente delgada, estaba junto a él, llenándole a cada momento la copa, poniéndole a cada momento nuevos pasteles en el plato. Ella no comía, pero bebía no menos que él y su ternura aumentaba con cada copa; amorosamente acariciaba con sus dedos huesudos las carnosas manazas del estudiante.
Junto a ella estaba Karl Mohnen, doctor en Filosofía y en Derecho, compañero de estudios de Schacht, en los que había invertido casi tanto tiempo como su mejor amigo. Sólo que él tenía que hacer exámenes constantemente, siempre de algo distinto; por el momento era filósofo y se aproximaba el día de su tercer examen. Tenía la apariencia de un dependiente, rápido, siempre en movimiento; Frank Braun pensaba que todavía acabaría de comerciante. Entonces haría su fortuna, en la sección de confecciones, donde hubiera que servir a las señoras. Buscaba siempre…, por las calles, un buen partido; rondaba balcones y tenía una rara habilidad para hacer amistades. Especialmente atacaba a las viajeras inglesas que…, desgraciadamente, nunca tenían dinero. También estaba allí el pequeño teniente de húsares, con su bigotito negro, hablando con las muchachas: el joven conde Geroldingen pintaba lindamente, tocaba con habilidad el violín y era el mejor jinete del regimiento. Contaba a Frieda y a Olga algo de Beethoven que las aburría horriblemente y si le escuchaban era por tratarse de un tenientillo tan bello.
Oh, sí; todos, sin excepción, correspondían a este lugar, todos tenían algo de sangre gitana, a pesar de sus títulos, condecoraciones, tonsuras y uniformes; a pesar de los brillantes y de las gafas de oro; a pesar de su burguesía; sentían una extraña comezón: el deseo de dar rodeos, de abandonar en algo los estrechos senderos de la corrección burguesa. A la mitad de la canción de la señora de Vère sonó un rugido: eran los chicos de Gontram que se pegaban en las escaleras. La madre salió a calmarlos. Luego Wölfchen, en el cuarto inmediato, se puso a gimotear, y la niñera tuvo que subirlo a la buhardilla, y tomando consigo a Cyklop, los acostó a los dos en el estrecho cochecillo.
Y la señora de Vère comenzó una segunda canción: La danza de la sombra, de la Dinorah, de Meyerbeer.
La princesa preguntó al profesor por sus últimos experimentos: ¿Podría ella ir alguna vez a ver las extrañas ranas, todos aquellos batracios y los lindos monos? Naturalmente, cuando gustara. Y vería también la rosaleda nueva en el castillo de Mehlem y los grandes setos de camelias blancas que plantaba ahora allí su jardinero.
Pero a la princesa le interesaban más las ranas y los monos que las rosas y las camelias. Y el profesor habló entonces de sus experimentos sobre la transformación de esporas y sobre la fecundación artificial; le dijo que precisamente tenía una ranita muy mona con dos cabezas y otra con catorce ojos en el lomo; analizó cómo extraía al macho las células germinales, y cómo las trasladaba a otro individuo, y cómo las células se desarrollaban gozosamente en el otro cuerpo y producían después de su transformación cabezas y colas, ojos y patas. Le habló de sus experiencias con los monos; le contó que tenía dos micos jóvenes cuya madre virginal, que ahora los amamantaba, no había conocido nunca al macho.
Esto era lo que más interesaba a la princesa. Preguntó todos los detalles; se hizo explicar, hasta la última minucia, cómo se procedía; se hizo repetir en alemán todas las palabras griegas y latinas cuyo sentido no alcanzaba, y el profesor chorreaba gestos y frases inmundas. La saliva le goteaba por las comisuras de la boca y corría sobre el colgante labio inferior. Gozaba con aquel juego, con aquella charla coprolálica, y recogía voluptuosamente el sonido de sus propias palabras desvergonzadas. Y luego, inmediatamente después de un vocablo especialmente repugnante, dejaba caer un Alteza y se complacía con fruición en el cosquilleo que le proporcionaba aquel contraste.
La princesa escuchaba, el rostro encendido, sobreexcitada, casi temblando, aspirando por todos sus poros aquella atmósfera de burdel que se adornaba vanidosamente con unos sutiles hilillos científicos.
—¿No fecunda usted más que monas, señor profesor? —preguntó sin aliento.
—No; también ratas y micos. ¿Le gustaría a usted, Alteza, ver cuando yo…?
Bajó la voz hasta balbucear casi.
Y ella gritó:
—Sí, sí. Tengo que verlo. Con mucho gusto; con muchísimo gusto. Y… ¿cuándo?
Y añadió con dignidad mal aparentada:
—Porque sepa usted que nada me interesa tanto como los estudios de Medicina. Creo que hubiera llegado a ser un excelente médico.
El profesor la miró con una abierta y sarcástica sonrisa.
—Sin duda, Alteza.
Y pensaba que hubiera estado aún mejor de celestina. Pero ya tenía el pez en el anzuelo y comenzó a hablar de rosas y camelias y de su castillo junto al Rin, que a él le resultaba gravoso y que había adquirido sólo por filantropía. La situación era admirable… y las vistas… Si su Alteza se decidiera, quizá…
La princesa Wolkonski se decidió sin vacilar un momento.
—Sí; naturalmente. Me quedo con el castillo.
Vio que Frank Braun pasaba frente a ellos y le llamó.
—Venga usted, venga. Su tío acaba de prometerme que me enseñará algunos experimentos. ¿No es de una amabilidad encantadora? ¿Los ha visto usted ya alguna vez?
—No —contestó Frank Braun—. No me interesan absolutamente nada.
Él se volvió pero ella le retuvo asiéndole de la manga.
—Deme usted…, deme usted un cigarrillo. Y… sí, eso es: una copa de champaña.
Temblaba bajo un ardiente cosquilleo y las fofas masas de su carne estaban perladas de sudor. Sus groseros sentidos, azotados por el desvergonzado discurso del viejo, buscaban un fin, estrellándose como anchas olas contra el muchacho.
—Dígame usted…
Jadeantes, sus poderosos senos amenazaban saltar el corsé.
—¡Dígame usted!… ¿Cree usted… que el profesor podría aplicar a seres humanos… su ciencia, sus experimentos… de fecundación artificial?
Sabía que no, pero necesitaba proseguir la conversación; proseguir a cualquier precio con aquel estudiante joven, fresco y lindo. Frank Braun se echó a reír, comprendiendo instintivamente sus pensamientos.
—Naturalmente, Alteza —dijo ligeramente—. ¡No faltaba más! Precisamente se ocupa mi tío de ello… Ha inventado un nuevo procedimiento tan sutil, que la paciente no se entera de nada, de nada… Hasta que un día se siente embarazada… allá por el cuarto o quinto mes. ¡Tenga usted cuidado con el profesor, Alteza! ¿Quién sabe si ya…?
—¡Por Dios bendito! —gritó la princesa.
—¿Verdad que sería desagradable cuando no se ha tenido parte en ello?
¡Zas! Algo cayó de la pared precisamente sobre la cabeza de Sofía, la doncella. La muchacha dio un grito y, en su terror, dejó caer la bandeja de plata en que servía el café.
—¡Qué lástima de Sèvres! —dijo la señora Gontram indiferente—. ¿Qué ha pasado?
El doctor Mohnen llevó aparte a la llorosa criada, le cortó un mechón de cabellos, le lavó los entreabiertos labios de la herida y le atajó la sangre con algodones amarillos preparados con percloruro de hierro. No se olvidó de dar a la linda muchacha unas palmaditas en las mejillas, ni de agarrarla a hurtadillas por los turgentes senos. Le dio también vino a beber y le habló en voz baja al oído. El teniente de húsares se inclinó a coger del suelo el objeto que había causado el daño, lo levantó en alto y lo contempló por todos lados.
De la pared colgaban toda clase de extraños objetos. Un ídolo kanake, medio hombre medio mujer, pintado a rayas rojas y amarillas; un par de botas de montar, viejas, informes y pesadas, provistas de recias espuelas españolas; armas herrumbrosas de todas clases; y luego, impreso en seda gris, el diploma doctoral de un antiguo Gontram, de la Escuela Superior de los Jesuitas de Sevilla. De allí colgaba un maravilloso crucifijo de marfil, con incrustaciones de oro y un pesado rosario budista, hecho de grandes piedras de jade verde.
En lo más alto había estado colgado el objeto caído. Se veía muy bien una hendidura en el tapiz, rasgado por el clavo, al desprenderse de la desmoronada argamasa. Era un objeto oscuro, polvoriento, hecho de una raíz empedernida. Tenía el aspecto de un viejísimo y arrugado hombrecillo.
—¡Ah, es nuestra mandrágora! —dijo la de Gontram—. Suerte que ha sido precisamente Sofía la que pasaba, que es de Eifel y tiene la cabeza dura. Si llega a ser Wölfchen, ese asqueroso monigote es capaz de aplastarle la cabeza.
Y el consejero declaró:
—Hace ya unos cientos de años que la tenemos en la familia y ya ha hecho alguna vez otra tontería de éstas. Mi abuelo contaba que una noche le saltó a la cabeza. Pero es posible que estuviera borracho, pues siempre le gustaba beber una pinta de buen vino.
—Pero ¿qué es? ¿Qué se hace con eso? —preguntó el teniente.
—Pues trae dinero a casa —respondió el señor Gontram—. Es una vieja leyenda. Manasse se la contará a ustedes. Venga usted, señor colega; destápese usted, señor erudito. ¿Cómo es la leyenda de la mandrágora?
Pero el pequeño abogado no quería:
—Vamos, vamos. ¡Si todo el mundo lo sabe!…
—Nadie la sabe, señor Manasse —le dijo el teniente—. Exagera usted, en su estimación por la cultura moderna.
—Vamos, desembuche usted de una vez, Manasse —dijo la de Gontram—. Yo quisiera saber qué significa esa cosa tan fea.
Y él comenzó. Hablaba seca, ceñidamente, como si leyera un párrafo de un libro. No se precipitaba, apenas levantaba la voz, blandiendo en la mano derecha, como una batuta, el hombrecillo de raíces.
—Alraune, albraune, mandrágora, llamada también mandrágora (mandragora officinarum), planta de la familia de las solanáceas que se encuentra en la cuenca del Mediterráneo, en el SE de Europa y en Asia hasta la región del Himalaya. Las hojas y las flores contienen un narcótico y fueron usadas a menudo antiguamente como hipnótico y hasta empleadas en las operaciones por la célebre escuela médica de Salerno. También se fumaban las hojas y se administraban como afrodisíaco los frutos, que debían incitar a la lujuria para conseguir la fecundidad. Ya Jacob se valió de ese medio en su engaño con los ganados de Labán. El Pentateuco llama a esta planta dudaim. Pero en la leyenda corresponde a la raíz el principal papel. Pitágoras menciona ya su extraña semejanza con un viejecillo o con una mujeruca. Ya en su tiempo se creía que con su ayuda se podía llegar a ser invisible y se la empleaba en magia; y viceversa, como un talismán contra la brujería. La leyenda alemana de la mandrágora se desarrolló a principios de la Edad Media, a raíz de las Cruzadas. El criminal, ejecutado en completa desnudez en una encrucijada, pierde su último semen en el momento de quebrársele la cerviz. Ese semen se vierte sobre la tierra y la fecunda; y de él procede la mandrágora: un hombrecillo o una mujeruca. Por la noche se salía a arrancarla. Al dar las doce debía clavarse la pala debajo de la horca; pero era preciso taparse los oídos con lana o con cera, pues al ser arrancado, el hombrecillo gritaba tan horriblemente, que el espanto derribaba en tierra al que lo oía. Aún lo refiere Shakespeare. Se llevaba a casa la raíz, se conservaba cuidadosamente, se le daba un poco de cada comida y se la bañaba en vino todos los sábados. Llevaba la buena suerte en procesos y guerras. Era un amuleto contra la brujería y traía a casa mucho dinero. Hacía amable a quien lo poseyera. Servía para decir la buenaventura y prestaba a las mujeres atractivo y fecundidad y les daba fáciles partos. Pero en todas partes ocasionaba también dolores y tormentos. La desdicha perseguía a los demás habitantes de la casa y el poseedor se sentía impulsado a la avaricia, a la lascivia y a todos los crímenes, hasta arruinarse finalmente y hundirse en los infiernos. A pesar de todo, las mandrágoras eran muy populares y objeto de comercio, y llegaron a alcanzar muy altos precios. Se dice que Wallenstein llevó una consigo durante toda su vida; y lo mismo se cuenta de Enrique VIII, aquel rey de Inglaterra, tan mujeriego.
El abogado calló, arrojando la dura raíz sobre la mesa.
—¡Muy interesante! ¡Pero que muy interesante! —gritó el conde Geroldingen—. Le quedo a usted muy agradecido por esta corta disertación, señor Manasse.
Pero la señora Marion declaró que ella no toleraría en su casa ni un minuto semejante cosa. Y miraba con aterrados ojos supersticiosos la huesuda mascarilla de la señora Gontram.
Frank Braun se acercó rápidamente al profesor. Sus ojos brillaban. Sobreexcitado, puso la mano sobre el hombro del viejo:
—¡Tío Jakob! —murmuró—. ¡Tío Jakob!
—¿Qué pasa, muchacho? —preguntó el profesor.
Pero se levantó y siguió a su sobrino a la ventana.
—¡Tío Jakob! —repitió el estudiante—. Esto es… esto es lo que te falta. Esto es mejor que hacer tonterías con ranas, monos y niños pequeños. Aprovéchate y sigue el camino por donde nadie ha caminado antes que tú.
Su voz temblaba y despedía con nerviosa precipitación el humo de su cigarrillo.
—No comprendo ni una palabra —dijo el anciano.
—¡Oh, tienes que comprender, tío Jakob! ¿No has oído el relato? Crea una Alraune, una que viva, de carne y hueso. Tú puedes hacerlo, tío. Tú, o ningún otro en el mundo.
El profesor le contempló con mirada insegura e interrogante. Pero en la voz del joven había tal convicción, tal fuerza de fe, que se quedó cortado, contra su voluntad.
—Explícate más claro, Frank —dijo—. Verdaderamente no sé lo que quieres.
Su sobrino sacudió con vehemencia la cabeza.
—Ahora no, tío. Te acompañaré a tu casa, si me lo permites.
Se volvió con presteza hacia una criada que servía el café y apuró a grandes tragos una taza tras otra.
Sofía se había escapado de los consuelos del doctor Mohnen, que corría ahora de un lado para otro y estaba en todas partes, atareado como una cola de vaca en tiempo de moscas. Sentía siempre en los dedos la necesidad de agarrar algo, de frotar algo, y así tomó la mandrágora y la refregó con una gran servilleta, quitándole el polvo. Apenas lo consiguió; polvorienta desde hacía siglos, la mandrágora ensuciaba servilletas y servilletas, pero no adquiría brillo. El activo doctor la tomó por último y blandiéndola en alto la arrojó certeramente en medio del inmenso bol.
—¡Bebe, mandrágora! —gritó—. En esta casa te han tratado mal; de seguro tendrás sed.
Luego subió a una silla y pronunció un solemne discurso a las doncellitas. «Ojalá lo sigáis siendo eternamente —concluyó—; os lo deseo de todo corazón».
Mentía. No lo deseaba. Nadie lo deseaba. Las dos damitas menos que nadie. Pero ellas que charlaban con las otras, fueron hacia él, se inclinaron y le dieron las gracias.
El capellán Schröder estaba junto al consejero y ponía el grito en el cielo porque cada vez estaba más cercano el día de introducir el nuevo Código civil. Diez años más, y nada quedaría del Código napoleónico. Y entonces tendrían la misma legislación que arriba, en Prusia. No le cabía en la cabeza.
—Sí —suspiraba el consejero—. Y el trabajo que eso cuesta. Hay que aprendérselo todo de nuevo. Como si uno no tuviera ya bastante que hacer.
En el fondo le tenía todo sin cuidado y se ocuparía tanto de la lectura del Código civil como se había ocupado del estudio del derecho renano. Gracias a Dios, los exámenes quedaban ya lejos.
La princesa se despidió, llevándose en su coche a la señora Marion. Pero esta vez Olga se quedó también con su amiga. Todos los demás se fueron despidiendo.
—¿Te vas tú también, tío Jakob? —preguntó el estudiante.
—Tengo que aguardar —dijo el profesor—. Mi coche no ha llegado todavía. Vendrá de un momento a otro.
Frank Braun miró por la ventana. La pequeña señora von Dollinger corría escaleras abajo, ágil como una ardilla, a pesar de sus cuarenta años; cayó, se levantó de nuevo y se lanzó contra una recia haya, asiéndose al tronco con brazos y piernas. Y ya loca, ebria de vino y de lascivia, besaba el tronco con ardientes y deseosos labios, hasta que Stanislaus Schacht la soltó de allí como a un escarabajo adherido a una rama, sin rudeza, pero con fuerza; sereno, a pesar de la formidable cantidad de vino que había bebido. Y ella gritaba y se asía tenazmente, sin querer separarse del liso tronco. Él la levantó en vilo, tomándola en brazos; entonces ella le reconoció y, quitándole el sombrero, le dio un sonoro beso en medio de la calva.
El profesor se levantó y dijo unas breves palabras al consejero.
—Un ruego. ¿Quiere usted regalarme la mandrágora?
La señora Gontram ahorró a su marido la respuesta:
—No faltaba más. Llévesela usted. Estas cosas tienen más valor para un soltero.
Y sacó del bol al hombrecillo de raíces. Pero al sacarlo golpeó el borde y un claro tintineo llenó el salón, y el magnífico cristal se hizo añicos, derramándose su dulce contenido sobre la mesa y el suelo.
—¡María Santísima! —exclamó—. De seguro que lo mejor es que este maldito muñeco salga de una vez de la casa.