CAPÍTULO I

Que muestra cómo era la casa en que saltó al mundo el pensamiento Alraune

La casa blanca, donde se originó la idea Alraune ten Brinken —mucho tiempo antes de nacer ella, mucho tiempo antes de ser engendrada—, estaba junto al Rin. Un poco apartada de la ciudad, en la calle mayor de la villa que parte del antiguo palacio del arzobispado que hoy alberga la Universidad. Allí estaba. Y allá vivía entonces el consejero de justicia Sebastian Gontram.

Viniendo de la calle, se cruzaba un largo y feo jardín, que no conocía jardinero. Se llegaba a la casa, cuyas paredes se desconchaban; se buscaba la campanilla en vano, se gritaba, y nadie acudía. Por fin, se empujaba la puerta y se entraba, subiendo las sucias escaleras de madera, jamás lavadas. Tal vez un gato grande saltaba atravesando la oscuridad.

Otras veces el jardín se animaba con los hijos de Gontram: Frieda, Philipp, Paulche, Emilche, Jösefche y Wölfchen. Se les veía en todas partes, trepando por las ramas de los árboles, arrastrándose por cavas profundas en la tierra. Luego estaban los canes: dos descarados perros de lanas y un faldero, más el grifón enano del abogado Manasse, que parecía un membrillo, pardo, redondo como una bola, apenas mayor que un puño. Se llamaba Cyklop.

Y todos alborotaban y chillaban. Wölfchen, que apenas tenía un año, yacía en su cochecillo, berreando con terquedad horas enteras. Sólo Cyklop podía sostener este record y ladraba sin cesar, con ladridos roncos y entrecortados. Como Wölfchen, no se movía de su puesto; no hacía más que ladrar y aullar.

Los chicos de Gontram jugaban en el jardín hasta muy avanzada la tarde. Frieda, la mayor, tenía que vigilarlos y cuidar de que fueran buenos. Pero ella pensaba: ya son bastante juiciosos. Y se sentaba al fondo, junto al cenador de las lilas con su amiga, la pequeña princesa Wolkonski. Ambas charlaban y disputaban, pensando que pronto cumplirían catorce años y podrían casarse, o, por lo menos, tener novio. Pero ambas eran piadosas y estaban resueltas a esperar todavía catorce días, hasta después de la primera comunión.

Entonces se vestía una de largo. Entonces se era ya mujer y se podía tener novio.

Ellas se creían muy virtuosas con esta determinación. Y pensaron que era procedente ir a la iglesia en seguida, a los oficios de mayo. En estos días debía una recogerse y ser seria y razonable.

—Y quizá vaya también Schmitz —dijo Frieda Gontram.

Pero la pequeña princesa frunciendo el ceño dijo:

—¡Bah! ¡Schmitz!…

Frieda la cogió por el brazo.

—Y los bávaros, con sus gorras azules…

Olga Wolkonski se reía.

—¿Ésos?… Ésos son unos descamisados…, ¿sabes, Frieda? Los estudiantes distinguidos no van nunca a la iglesia.

Era verdad que los estudiantes distinguidos nunca hacían semejante cosa.

Frieda suspiró, dio un rápido empujón al coche del llorón Wölfchen y pisó a Cyklop, que quería morderla en el pie.

No, no. La princesa tenía razón. No había nada que buscar en la iglesia. «Quedémonos», decidió. Y las dos muchachas volvieron al cenador.

Todos los hijos de Gontram tenían un insaciable apetito de vida. No lo sabían, pero lo adivinaban. Sentían en la sangre que tenían que morir jóvenes y en la flor de la vida, que sólo gozarían de una pequeña parte del breve tiempo concedido al resto de los hombres. Y ellos triplicaban ese tiempo, alborotando y jugando, y devoraban y bebían la vida hasta hartarse. Wölfchen berreaba en su coche tanto como otros tres niños juntos. Sus hermanos, en cambio, correteaban por el jardín, multiplicándose, como si entre los cuatro hicieran cuatro docenas. Sucios, mocosos y en harapos, siempre sangrando por una cortadura en los dedos, un desollón en la rodilla o un respetable arañazo.

Cuando el sol se ponía, callaban los chicos de Gontram. Volvían a casa y se encaminaban a la cocina. Allí devoraban enormes montones de pan con mantequilla, cubiertos con una espesa capa de embutido, y bebían el agua que la enjuta criada teñía ligeramente con vino tinto. Luego los bañaban: los desnudaba, los metía en la tina y tomaba jabón negro y un áspero cepillo, con el que los frotaba como un par de botas. Ni siquiera con esto quedaban limpios. Y otra vez gritaban y alborotaban aquellos salvajes muchachos dentro de sus tinas de madera.

Luego, muertos de cansancio, pesados como sacos de patatas, se metían en la cama y no se movían más. Siempre se olvidaban de taparse, de lo que cuidaba la criada.

* * *

A esa hora, generalmente, llegaba el abogado Manasse a casa.

Subió la escalera, golpeó con el bastón un par de puertas; no recibió respuesta alguna, y pasó, finalmente, adentro.

La señora Gontram le salió al paso. Era alta, medía casi el doble que el señor Manasse, que era sólo un enano, redondo como una pelota, igual que Cyklop, su horrible perro. En las mejillas y mentón y sobre sus labios brotaban cortos cañones, y en medio destacaba la nariz, pequeña y redonda como una rabanilla. Cuando hablaba parecía como un perro que quisiera morder.

—Buenas tardes, señor abogado —dijo la señora—. ¿No ha venido aún mi señor colega?

—Buenas tardes, señor abogado —dijo la señora—. Póngase usted cómodo.

El pequeño Manasse gritó:

—Pero ¿no ha venido todavía mi señor colega? Haga usted el favor de mandar que metan al niño dentro; no entiende uno ni sus propias palabras.

—¿Qué? —preguntó la señora Gontram; destaponándose entonces los oídos.

—¡Ah!, sí —prosiguió—; es Wölfchen. Debería procurarse usted también unos tapones de algodón, señor abogado, y no oiría usted nada.

Fue hacia la puerta y gritó:

—¡Billa, Billa! ¡Frieda! ¿No oís? ¡Meted a Wölfchen en casa!

Estaba todavía en traje de mañana, de color melocotón; llevaba el abundante cabello castaño desordenadamente recogido, medio colgando. Sus ojos negros parecían infinitamente grandes, rasgados, dilatados, llenos de un fuego devorador y siniestro. Pero la frente se ahuecaba en las sienes, la delgada nariz se hundía y las pálidas mejillas se atirantaban, descarnadas, y sobre ellas ardían grandes manchas héticas.

—¿Tiene usted un buen cigarro, señor abogado? —preguntó.

Sacó su petaca irritado, casi furioso:

—¿Cuántos ha fumado usted hoy, señora?

—Unos veinte —dijo ella riendo—; pero ya sabe usted la basura que dan a cuatro céntimos la pieza. Un cambio me hará bien. Deme usted ese gordo de ahí —y tomó un fuerte cigarro mejicano, casi negro.

Manasse suspiraba.

—¿Qué le parece a usted? ¿Cuánto va a durar todavía esto?

—¡Bah! No se impaciente usted. El doctor opinaba anteayer que duraría todavía seis meses. Pero ¿sabe usted?, hace dos años dijo exactamente lo mismo. Yo pienso siempre que esta tisis galopante no galopa nada, sino que va bonitamente al paso.

—¡Si, por lo menos, no fumara usted tanto!… —gritó el pequeño abogado.

Ella se miró con ojos dilatados estirando los delgados labios azules sobre los dientes brillantes.

—¿Qué? ¿Qué, Manasse? ¿No fumar más? ¿Y qué hago entonces? Tener niños, cada año uno… Gobernar la casa con toda esta pandilla… Y, además, la galopante… ¿No fumar más? —y le soplaba en la cara una densa humareda, haciéndole toser.

Él la contemplaba, un poco avinagrado, pero con cariño y admiración. Aquel pequeño Manasse era descarado como ninguno cuando estaba ante la barra; nunca le desconcertaba un chiste o una palabra aguda y cortante. Gritaba, resollaba, mordía a su alrededor sin el menor respeto y sin el más mínimo temor. Pero allí, ante aquella mujer flaca, cuyo cuerpo era un esqueleto, cuya cabeza sonreía como una calavera, y que desde hacía años, tenía un pie en la sepultura y empleaba las restantes energías en desenterrarse…, ante ella tenía miedo. Aquellos rebeldes y brillantes rizos, que todavía crecían y se hacían más fuertes y espesos, como si la misma muerte los abonara; aquellos dientes, iguales y brillantes, que oprimían con fuerza la colilla negra del grueso cigarro; aquellos ojos enormes, sin esperanza, sin anhelo, sin conciencia de su propio ardor, le hacían enmudecer, le hacían parecer más pequeño, casi tan pequeño como su perro. ¡Oh, el abogado Manasse era muy culto! Se le llamaba la enciclopedia ambulante, y no existía nada de que él no supiera dar al momento noticia exacta. Y ahora pensaba: «Ésta jura por Epicuro. Piensa que la muerte nada le importa; en tanto que ella viva, la muerta queda ausente. Y cuando la muerte llegue, ella habrá desaparecido ya».

Pero Manasse sabía muy bien que la muerte estaba allí, aun cuando ella viviera todavía. Hacía mucho tiempo que estaba allí, que andaba de puntillas por aquella casa; jugaba a la gallina ciega con aquella mujer, marcada con su sello; dejaba gritar y loquear por el jardín a los niños, marcados como ella. Cierto que no galopaba, que iba bonitamente al trote: en eso tenía razón la señora, pero lo hacía así… por capricho, sólo porque le divertía jugar con aquella mujer y aquellos chicos hambrientos de vida, como un gato juega con los peces de una pecera.

«¡Bah, no viene todavía!», pensaba la señora Gontram, tendida en la otomana todo el santo día, fumando grandes cigarros negros, leyendo inacabables novelones y taponándose los oídos para no sentir el griterío infantil. «¡Hola! ¿Con que no estoy aquí?», decía la Muerte con una mueca, riéndose del abogado desde aquella máscara lamentable y le soplaba a la cara la densa humareda.

El pequeño Manasse la veía, la veía con bastante claridad; se quedaba mirándola y meditaba qué clase de Muerte sería en el gremio de las Muertes. ¿La Muerte de Dürer o la de Böcklin? ¿O, quizá, la alocada Muerte arlequinesca del Bosco o de Breughel? ¿O, quizá, la demente e irresponsable Muerte de Hogarth, de Goya, de Rowlandson, de Rops o de Callot?

No era ninguna de ésas. La que tenía ante sí era una Muerte tratable, una Muerte burguesa y, sin embargo, romántica; era una Muerte renana, de Rethel; una Muerte con la que se podía hablar, chistosa, que fumaba, bebía vino y sabía reír.

«Bien está que fume —pensaba Manasse—; bien está; así no hiede».

* * *

Entonces llegó el consejero Gontram.

—Buenas tardes, colega —dijo—. ¿Ya estamos aquí? Bien está.

Y comenzó una larga historia, refiriendo minuciosamente lo que le había sucedido durante el día, en el despacho y en el tribunal.

Cosas maravillosas. Lo que a los juristas no suele pasarles en una larga vida, le ocurría al señor Gontram diariamente. Rarísimas ocurrencias, a veces bastante cómicas y divertidas, a veces sangrientas y, en gran manera, trágicas.

Sólo que… ni una palabra era verdad. El consejero sentía el mismo invencible horror a la verdad que al baño, y aun a la palangana. Al abrir la boca, mentía, y hasta dormido soñaba con mentiras. Todo el mundo lo sabía. Pero todo el mundo le escuchaba con gusto, pues sus mentirosas historias eran buenas y graciosas, y si alguna vez dejaban de serlo, lo era el modo de presentarlas.

Gontram era un buen cuarentón, de barba rizada, corta, gris y de cabellos ralos. Llevaba unos quevedos de oro pendientes de una larga cinta negra, que siempre estaban ladeados sobre la nariz y dejaban ver los miopes ojos azules. Era desordenado, sucio, y llevaba los dedos perpetuamente manchados de tinta.

Como jurista era bastante malo, enemigo de todo trabajo, abandonado siempre a sus pasantes, los cuales tampoco hacían nada más que estar con él, y, a menudo, pasaban semanas enteras sin que pudiera vérseles en la oficina; o lo abandonaba todo al jefe de la oficina y a los escribientes, los cuales sólo dormían. Y cuando despertaban, escribían una sola línea, del siguiente tenor: Protesto. Y ponían debajo la estampilla del consejero.

Éste, sin embargo, tenía un buen bufete; mucho mejor que el del agudo y mucho más sabio Manasse. Gontram entendía la lengua del pueblo y sabía charlar con la gente. Era muy popular entre todos los jueces y abogados porque nunca les ponía dificultades y dejaba que todo siguiera su curso. Se sabía que en la Sala de lo criminal y entre los Jurados su influencia era valiosísima. Una vez dijo un fiscal: «Solicito que se reconozca al acusado circunstancias atenuantes: lo defiende el señor Gontram».

Siempre conseguía para sus clientes el reconocimiento de circunstancias atenuantes, no así Manasse, que a pesar de su sabiduría y de sus incisivos discursos, muy rara vez lo conseguía. Todavía más: el consejero Gontram había tenido un par de asuntos, grandes procesos, que llamaron la atención en todo el país. Largos años había combatido por ellos en todas las instancias, ganándolos al fin.

Entonces despertó en él, de repente, una extraña y latente energía. Aquello logró interesarle: un caso intrincadísimo, un proceso perdido seis veces, que había andado rodando de abogado en abogado, un asunto complicado con enredosos problemas internacionales, de los que no tenía la menor idea. Había conseguido, en cuarta revisión, la libertad de los hermanos Koschen, de Lennep, condenados tres veces a muerte; y la había conseguido a pesar de los aplastantes indicios. Y en el gran pleito de las minas de calamina de Neutral-Moresnet, en el que se ventilaban millones y en el que los juristas de tres naciones no habían conseguido ver claro —y Gontram, seguramente, menos que ninguno—, había obtenido, finalmente, un fallo victorioso. Desde hacía tres años llevaba ahora el proceso sobre la validez del matrimonio de la princesa Wolkonski.

Y, cosa notable, aquel hombre nunca hablaba de lo que realmente había llevado a cabo. A todo el que encontraba le llenaba los oídos con sus mentirosas hazañas jurídicas, inventadas con todo descaro, y nunca se oía de sus labios una palabra sobre lo que realmente había conseguido. Así era: sentía verdadero horror a la verdad.

—En seguida viene la cena —dijo la señora Gontram—; he preparado también un ponche… ¿Debo ir a mudarme?

—Quédate como estás, mujer —decidió el consejero—; Manasse no tiene nada que oponer.

Y se interrumpía:

—¡Santo Dios, cómo grita ese niño! ¿No puedes hacerle callar?

La mujer, a largos y lentos pasos, pasó ante él y abrió la puerta de la antesala, adonde la sirvienta había llevado el cochecito. Tomó a Wölfchen, lo entró a la sala y lo sentó en su alto silloncillo cuadrangular.

—No es un milagro que grite tanto —dijo tranquilamente—: está chorreando.

Pero no se le ocurría mudarlo.

—Cállate, diablillo —seguía diciendo—. ¿No ves que tenemos visita?

Pero Wölfchen no se contenía lo más mínimo por la visita. El señor Manasse se ponía de pie, le daba palmaditas y le acercaba el muñeco para que jugase; pero el niño lo dejaba a un lado y lloraba y berreaba sin cesar. Y Cyklop, debajo de la mesa, le acompañaba.

—Espera un poco, terroncito de azúcar, que tengo una cosa para ti —dijo la mamá.

Y sacándose de entre los dientes la negra y mascada colilla del cigarro, se la metió al chico en la boca.

—Toma, Wölfchen, que esto está muy bueno. ¿Eh?

Y el chico calló por un momento; chupeteaba, y sus grandes y sonrientes ojos resplandecían de inmensa satisfacción.

—Ahí tiene usted, señor Manase, cómo debe tratarse a los niños.

Hablaba segura y tranquila, con perfecta seriedad.

—Los hombres no entienden nada de niños.

La criada vino a anunciar que la cena estaba servida. Mientras los señores se trasladaban al comedor, fue ella, con callados pasos, hacia el niño, y le quitó de la boca la colilla.

Wölfchen comenzó a aullar de nuevo y la criada lo tomó en brazos y le meció, entonando una canción melancólica de su tierra valona; pero sin tener más fortuna que el señor Manasse. El niño lloraba y lloraba; y ella tuvo que tomar la colilla de nuevo, escupir en ella, frotarla con su áspero delantal de cocina para apagarla, y volverla a introducir en la roja boca del niño.

Luego le desnudó, le lavó, le puso ropa limpia y le acostó muellemente en su camita. Wölfchen no se movía, y parecía estar tranquilo y contento. Y se durmió radiante de felicidad, con la horrible colilla negra siempre entre los labios.

¡Oh, sí! Aquella señora tenía razón. Ella entendía a los niños. Por lo menos a los niños de Gontram. Dentro, cenaban las personas mayores y el consejero hablaba. Bebieron un vinillo ligero del Ruwer y sólo al final presentó la señora de la casa el bol.

El esposo hizo la crítica con un resoplido.

—Haz que suban un poco de champán —dijo.

Pero ella colocó el bol sobre la mesa:

—No nos queda más champán para el ponche… Y en la bodega no hay más que una botella de Pommery.

Él se quedó mirándola por encima de los quevedos, con los ojos muy abiertos y sacudiendo la cabeza.

—¿Sabes que eres una mujer de tu casa? ¡Conque no tenemos champán, y no me dices una palabra! ¡Caramba! ¿Que no hay champán? Haz que suban la botella de Pommery. ¡Lástima de ponche!

Y movía la cabeza de un lado a otro.

—¡Sin champán! ¡Caramba! —repetía—. Tenemos que procurarnos en seguida un poco. Ven. Tráeme pluma y papel. Voy a escribir a la princesa.

Pero cuando tuvo el pliego ante sí, lo puso otra vez a un lado.

—¡Ah! —suspiró—. ¡He trabajado tanto durante todo el día!… Escribe tú lo que yo te dicte.

La señora Gontram permaneció impasible. ¿Escribir? Era lo único que faltaba…

—No pienso hacer tal cosa —respondió.

El consejero miró a Manasse.

—¿Qué tal, señor colega, si me hiciera usted este pequeño favor? Yo estoy tan cansado…

El pequeño abogado le miró furioso.

—¿Cansado? —dijo sarcásticamente—. ¿De qué? ¿De contar historias? Quisiera saber de qué tiene usted siempre los dedos llenos de tinta. Seguramente no es de escribir.

La señora Gontram se echó a reír.

¡Pero, Manasse! Si eso es de las últimas Navidades, cuando tuvo que firmar las malas notas de los chicos. Pero ¿por qué ponerse a reñir ahora? Dejad que Frieda escriba.

Y desde la ventana llamó a voces a Frieda.

Frieda vino, y con ella Olga Wolkonski.

—Me alegro de que tú también estés aquí —dijo el consejero saludándola—. ¿Habéis cenado ya?

Sí; las muchachas habían cenado abajo, en la cocina.

—Siéntate, Frieda —mandó el padre.

Frieda obedeció.

—Eso es. Ahora toma papel y escribe lo que yo te diga.

Pero Frieda era una Gontram legítima, y odiaba la escritura. Al momento saltó de la silla.

—No, no —gritó—. Que escriba Olga, que lo hace mejor que yo.

La princesa, que estaba junto al sofá, tampoco quería; pero su amiga sabía un medio para convencerla.

—Si no escribes —le dijo al oído—, no te presto pecados para pasado mañana.

Y el remedio obró. Pasado mañana era día de confesión, y la papeleta con los pecados resultaba aún muy poco nutrida. Si no se debía pecar en aquel tiempo de confesión, era, con todo, necesario confesar pecados, escudriñar severamente la conciencia, meditar y buscar por si quedaban todavía algunas faltas. Y, en este punto, la princesa era muy torpe, mientras que Frieda lo entendía a las mil maravillas. Su cédula de confesión era la envidia de toda la clase. Especialmente inventaba admirables pecados de pensamiento; algunas veces por docenas. Tenía esta habilidad de su padre. Podía presentar montones de pecados; sólo que, si alguna vez cometía alguno, nunca se enteraba de ello el confesor.

—Escribe, Olga —murmuró—, y te presto ocho pecados gordos.

—¡Diez! —exigió la princesa.

Y Frieda Gontram asintió. No importaba nada. Con tal de no escribir, hubiera dado veinte pecados.

Olga Wolkonski se sentó a la mesa, tomó la pluma y se quedó mirando interrogativa.

—Entonces, escribe —dijo el consejero—. «Respetada señora princesa».

—¿Es para mamá? —preguntó la princesita.

—Naturalmente. ¿Para quién, si no? Escribe: «Respetada señora princesa».

Pero la princesita no escribía.

—Si es para mamá, es mejor poner: «Querida mamá».

El consejero se impacientaba.

—Escribe lo que quieras, niña; pero escribe.

Y ella escribió: «Querida mamá». Y luego, según el dictado del consejero:

«Siento tener que participarle que nuestro asunto nada adelanta. Me da mucho que meditar, y no se puede meditar cuando no se tiene qué beber. No tenemos ya ni una gota de champán en casa. Haga, pues, el favor de enviarme, en interés de su proceso, una caja de botellas de champán para ponche, otra de Pommery y seis botellas…»

—¡De St. Marceaux! —gritó el pequeño abogado.

—«… de St. Marceaux!» —prosiguió el consejero.

«Ésta es la marca preferida por el colega Manasse, que también nos ayuda muchas veces».

«Con los mejores saludos, vuestro…»

—Vea usted, colega —dijo—, qué injusticia me hacen ustedes. No sólo dicto la carta, sino que la firmo con mi propia mano.

Y puso su nombre al pie.

Frieda se volvió desde la ventana a la que estaba asomada.

—¿Habéis acabado? ¿Sí? Pues entonces tengo que deciros que todo eso era innecesario. Acaba de parar el coche de la mamá de Olga y ahora cruza ella el jardín.

Hacía rato que había visto a la princesa; pero se había callado para no interrumpirlos. Si Olga recibía diez hermosos pecados, debía trabajarlos. Así eran todos los Gontram: padre, madre e hijos. Trabajaban de muy mala gana, pero les gustaba ver trabajar a los demás.

La princesa entró, gorda, de carnes fofas, con grandes brillantes en los dedos y en las orejas, en el cuello y en los cabellos; de una ordinariez sin límites. Era una condesa o baronesa húngara que había conocido al príncipe allá en Oriente. Era seguro que se había consumado el matrimonio. Pero también era seguro que, desde el principio, las dos partes habían procurado engañarse mutuamente. Ella quería hacer reconocer la legalidad de aquel connubio, que, de antemano, sabía que era imposible por ciertos motivos. Y él, el príncipe, quería invalidarlo, basándose en pequeños defectos de forma, a pesar de tenerlo por posible. Una red de mentiras y supercherías: un verdadero festín para el señor Sebastian Gontram. Todo vacilaba. Nada estaba seguro. La más pequeña afirmación era rebatida por la parte contraria. Cada sombra de legalidad quedaba anulada por la legislación de otro estado. Sólo un hecho quedaba en pie: la princesita. Tanto el príncipe como la princesa se reconocían sus padres y pretendían para sí el fruto de aquel extraño matrimonio, sobre el que recaían tantos millones. Por de pronto, la madre llevaba ventaja: tenía el derecho de posesión.

—Siéntese usted, señora princesa.

El consejero se hubiera mordido la lengua antes de llamar Alteza a aquella mujer. Era su cliente, y no la trataba mejor que a cualquier aldeana.

—Quítese el abrigo.

Pero él no acudió a ayudarla.

—Precisamente acabábamos de escribirle —continuó, leyéndole la linda carta.

—¡Pues no faltaba más! —gritó la princesa Wolkonski—. Mañana por la mañana se enviará.

Abrió su cartera y extrajo de ella una abultada carta.

—Vea usted, querido consejero. Precisamente venía a causa de nuestro asunto. ¿Sabe usted? Éste es el escrito del conde palatino Ormos, de Gross-Becskerekgyartelep.

El señor Gontram arrugó el entrecejo. ¡Era lo único que faltaba! ¡Ni al rey le hubiera dejado hablar de negocios cuando estaba en su casa! Se levantó, y, tomando la carta, dijo:

—¡Bien, bien! Mañana lo arreglaremos en mi despacho.

Ella se defendía:

—Pero es que es muy urgente, muy importante…

El consejero la interrumpió:

—¿Urgente? ¿Importante? ¿Qué sabe usted lo que es importante o urgente? Absolutamente nada. Sólo en mi despacho se puede juzgar.

Y luego, en tono de benévolo reproche:

—¡Señora princesa, usted es una mujer educada! ¿Ha disfrutado usted también de una educación de este carácter? Entonces debe usted saber que no se va por las noches a molestar a nadie con negocios.

Pero ella insistía:

—Pero, querido consejero, ¡en su despacho nunca consigo encontrarle! Sólo esta semana he estado cuatro veces…

—Venga usted la semana próxima. ¿Cree usted que no tenemos que ocuparnos más que de sus cosas? ¿Usted sabe lo que uno tiene que hacer además? El tiempo que me cuesta sólo el asesino Houten… Y ahí se trata de una cabeza, no de un puñado de milloncejos.

Y comenzó, carraspeando incesantemente, a contar una historia eterna con la vida de aquel notable capitán de bandidos, que sólo vivía en su imaginación, y las hazañas jurídicas que él realizaba en favor de aquel incomparable asesino.

La princesa suspiraba, pero oía. También se echaba a reír algunas veces, siempre inoportunamente. Era la única, entre todos los numerosos oyentes de Gontram, que no se enteraba de que éste mentía, y era también la única que no entendía sus chistes.

—¡Bonitas historias para niñas! —chillaba el abogado Manasse. Las dos muchachas escuchaban curiosamente, mirando al consejero con la boca y los ojos muy abiertos.

Pero éste no se dejaba interrumpir:

—¡Ah, bah! Nunca es demasiado pronto para acostumbrarse a esas cosas.

Era como si diera a entender que los asesinos eróticos eran la cosa más vulgar del mundo, como si cada uno se topara diariamente con una docena.

Por fin terminó, y miró al reloj.

—¡Las diez ya! Los niños deben acostarse. Bebeos aprisa otro vaso de ponche.

Las muchachas bebieron y la princesita declaró que no se iba a su casa de ninguna manera. Que tenía tanto miedo, que no podría dormir. Con su miss tampoco…, quizá resultara un asesino erótico disfrazado. Quería quedarse con su amiga. No se cuidó de pedir permiso a su mamá; sólo a Frieda y a la madre de ésta.

—Por mí… —dijo la señora Gontram—. Pero que no se os peguen las sábanas, que tenéis que ir a la iglesia temprano.

Las muchachas asintieron, y se marcharon muy cogidas del brazo.

—¿Tienes miedo tú también? —preguntó la princesita.

Frieda dijo: «Todo lo que papá refiere es mentira». Pero, a pesar de todo, tenía miedo. Miedo… y, al mismo tiempo, un sentimiento de curiosidad hacia aquellas cosas. No a vivirlas… ¡Oh, no, de seguro que no!; pero pensarlas, poderlas contar también…

—¡Qué pecados para la confesión! —suspiraba.

Arriba se apuró el bol y la señora Gontram fumó todavía un cigarro. El señor Manasse se había levantado y metido en el cuarto de al lado, y el consejero contaba una nueva historia a la princesa, que escondía sus bostezos tras el abanico, tratando a cada paso de tomar la palabra de nuevo.

—¡Ah, querido consejero! —dijo rápidamente—, ¡casi lo había olvidado! ¿Puedo venir mañana con el coche o recoger a su señora? Un pequeño paseo a Rolandseck…

—De acuerdo —respondió él—, de acuerdo… Si ella quiere…

Pero la señora Gontram dijo:

—No puedo salir.

—¿Por qué no? —preguntó la princesa—. Le sentaría a usted muy bien salir un poco a respirar este aire de primavera.

La señora Gontram se quitó, despacio, el cigarro de entre los dientes.

—No puedo salir: no tengo un sombrero decente que ponerme.

La princesa se echó a reír, como si lo tomara a broma. Mañana mismo, a primera hora, enviaría a la modista con las últimas modas de primavera y tendría dónde elegir…

—Por mí… —decía la de Gontram—. Pero entonces envíe usted a la Becker, la de la calleja de Quirino…, que tiene los mejores.

Y se levantó lentamente, contemplando, meditativa la apurada colilla:

—Y ahora me voy a dormir… ¡Buenas noches!

—¡Oh, sí; ya es tiempo!… Yo también me voy —dijo rápidamente la princesa. El consejero la acompañó hasta abajo y, a través del jardín, hasta la calle. La ayudó a subir al coche y cerró, con aire meditabundo, la puerta del jardín.

Cuando volvió, su mujer estaba a la puerta de la casa con una bujía encendida en la mano.

—No podemos acostarnos —dijo tranquilamente.

—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó él. Ella repitió:

—No podemos acostarnos… Manasse está tendido en la cama…

Subieron la escalera hasta el segundo piso y entraron en el dormitorio. En el inmenso tálamo yacía atravesado, durmiendo a pierna suelta, el pequeño jurista. Sus vestidos colgaban, cuidadosamente ordenados, de una silla, las botas al lado. Había tomado del armario una camisa de dormir limpia y se la había puesto. Junto a él, hecho una bola, como un puercoespín, dormía Cyklop.

El consejero Gontram tomó la bujía y alumbró.

—¡Y todavía me reprocha este hombre que soy vago! —dijo, con admirativos meneos de cabeza—. ¡Y él es vago hasta para ir a casa!

—¡Pst —dijo la mujer—, pst…!; vas a despertar a los dos.

Sacaron ropa de un armario y salieron con mucho tiento. La señora Gontram preparó abajo, sobre los sofás, dos camas.

Y se durmieron.

* * *

Todos dormían en la vasta casa. Abajo, junto a la cocina, Billa, la recia cocinera, y, junto a ella, los tres perros. En el cuarto de al lado, los cuatro chicos traviesos: Philipp, Paulche, Emilche y Jösefche. Arriba dormían las dos amigas, en el dormitorio de Frieda, que tenía un gran balcón, y Wölfchen, pared por medio, con su negra colilla; en el salón, los esposos Gontram. En el segundo piso roncaban a porfía Manasse y su Cyklop, y en lo más alto, en la buhardilla, descansaba Söfche, el cuerpo de casa, que había vuelto del baile y había trepado, a escondidas, escaleras arriba. Todos dormían, dormían. Cuatro seres humanos y cuatro inquietos perros.

Pero había algo que seguía insomne, que se deslizaba cautelosamente alrededor del vasto caserón.

Fuera, frente al huerto, fluía el Rin; levantaba su pecho, ceñido por los muros, y contemplaba las villas dormidas y se apretaba amorosamente contra la vieja Aduana. Gatas y gatos se escurrían entre los arbustos, bufaban, mordían, se arañaban, se lanzaban con ojos centelleantes de ardor unos contra otros y se poseían lascivos con una voluptuosidad dolorosa y atormentada. De más allá, de la ciudad, llegaba el cantar ebrio de los estudiantes.

Algo se arrastraba alrededor de la casa blanca junto al Rin. Se deslizaba por el huerto, ante los bancos rotos y las sillas cojas, y contemplaba complacido la danza sabática de los gatos en celo.

Subía a la casa, arañaba las paredes haciendo caer el estuco; batía las puertas, haciéndolas trepidar ligeramente, tan suavemente como si fuera una brisa.

Y ya estaba en la casa. Subía de puntillas todos los peldaños, se arrastraba cauteloso por todas las habitaciones, se detenía y miraba en torno suyo sonriendo quedo.

Sobre el aparador de caoba había maciza plata, ricos tesoros de los días del Imperio, pero los vidrios de las ventanas habían saltado y las grietas estaban recubiertas de papel. De las paredes colgaban buenos cuadros holandeses de Koekkoek, Verboekhoeven, Verwée y Jan Stobbaerts. Pero tenían rasgones y los antiguos marcos dorados estaban negros por las telarañas. La magnífica araña procedía del mejor salón arzobispal, pero las moscas habían ennegrecido sus rotos prismas.

Algo se deslizaba por la casa silenciosa y dondequiera que llegaba se quebraba algo. Una insignificancia indigna de nombrarse. Pero así una y otra vez.

Dondequiera que llegaba, un ligero murmullo brotaba de la noche: el claro crujir de un entarimado, o un clavo que se desprendía, o un viejo mueble que se combaba. Algo crujía en los cajones vacíos o tintineaba extrañamente entre las copas.

Todos dormían en la vasta casa junto al Rin. Pero algo se deslizaba cautelosamente por todos sus rincones.