PRELUDIO

¿Cómo quieres negar, querida amiga, que hay seres —ni hombres ni animales—, extraños seres, que surgen del placer malvado de absurdos pensamientos?

Bien sabes tú, mi dulce amiga, que la ley es buena, buenas todas las reglas y todas las normas severas. Bueno es el gran Dios que creó estas normas, estas reglas y leyes. Y bueno es el hombre que las respeta, que sigue sus caminos con humildad y paciencia y en fiel seguimiento de su buen Dios.

Muy otro es el príncipe que odia al Bueno. Destruye las leyes y las normas y crea… contra Natura.

Éste es malo, perverso. Y perverso es el hombre que obra como él: un hijo de Satán.

Perverso, muy perverso es entremeterse en las leyes eternas, desencajándolas con mano atrevida de sus quicios de hierro.

Quizá esto beneficie al malo, porque le ayuda Satán, que es un señor poderoso; podrá crear según sus propios deseos, según su orgullosa voluntad; podrá hacer cosas que arruinen todas las reglas e inviertan la Naturaleza. Pero que tenga cuidado: lo que cree será mentira y delirante espejismo. Su obra podrá levantarse y crecer en los cielos, para derrumbarse al final y sepultar en su caída al loco orgulloso que la imaginara.

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Su Excelencia Jakob ten Brinken, doctor en Medicina, profesor numerario y consejero secreto efectivo, creó la extraña mujer, la creó… contra Natura. La creó él solo, aun cuando el pensamiento perteneciera a otro. Y aquella criatura, que hicieron bautizar y llamaron Alraune,[1] creció y vivió como un ser humano. Cuanto tocaba se convertía en oro; donde quiera que miraba reían los sentidos sobreexcitados. Pero donde su aliento alcanzaba, rugían todos los pecados capitales, y las pálidas flores de la Muerte brotaban de las huellas de sus pies ligeros. Y la mató el mismo que antes la imaginara: Frank Braun, el que marchaba al margen de la vida.

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No es para ti, hermanita rubia, para quien escribo este libro. Tus ojos son azules y buenos, y nada saben del pecado. Tus días son como los opulentos racimos de las glicinas azules, que gotean sus florecillas hasta formar una muelle alfombra, por la que discurre mi pie ligero, bajo las bóvedas de follaje, relucientes del sol de tus días plácidos. No escribo este libro para ti, niña rubia, linda hermanita de mis días de tranquila ensoñación.

Para ti lo escribo, salvaje pecadora, hermana de mis noches ardientes. Cuando las sombras caen, cuando el mar cruel devora el sol de oro, palpita sobre las olas un rápido rayo de un verde venenoso. Es la primera y pálida sonrisa del pecado ante la angustia mortal del Día temeroso. Y el pecado se engalana con incendiados rojos y amarillos, con intensos tonos violeta, y respira en la noche profunda y exhala su pestífero aliento sobre todos los pueblos.

Y tú sientes ese hálito ardoroso. Entonces tus ojos se dilatan y se hincha tu pecho joven y tiemblan ansiosas las aletas de tu nariz y se distienden tus manos, húmedas por la fiebre. Caen los velos de los suaves días burgueses y la Serpiente nace de la negra noche. Y entonces se despereza tu alma salvaje, hermana, alegre de todas las vergüenzas, embriagada de todos los venenos; y del tormento y de la sangre y de los besos y de los placeres se levanta exultante, desciende ululando… por todos los cielos y los infiernos.

Hermana de mis pecados, para ti escribo yo este libro.