INTERMEZZO

Y quizá, rubia hermanita, también gotean en tus tranquilos días los blandos sonidos de las campanillas de plata de los pecados dormidos.

Los citisos derraman su venenoso amarillo donde yace la nieve pálida de las acacias, las ardientes clemátides muestran su azul profundo donde los piadosos racimos de las glicinas cantan de toda paz. Dulce es el juego fácil de los anhelos concupiscentes; más dulce me parece la lucha cruel de todas las pasiones nocturnas. Pero más dulce que nada me parece el pecado dormido en una tórrida tarde de verano.

Mi dulce amiga dormita ligeramente, y no se la debe despertar, pues nunca está tan hermosa como en ese sueño.

En el espejo reposa mi querido pecado, muy cerca, en su cándida y fina camisa de seda. Tu mano, hermanita, cae sobre el borde de la cama y los finos dedos que llevan mi cintillo de oro se crispan ligeramente. Tus uñas rosadas relucen transparentes como el primer albor. Fanny, tu morena doncella, las pulió e hizo un pequeño milagro. Y en el espejo de tus uñas rosadas beso yo milagros transparentes.

Sólo en el espejo: en el espejo sólo. Sólo con acariciadoras miradas y el ligero hálito de mis labios. Porque crecen, crecen cuando el pecado se despierta y se convierten en agudas garras de tigre que desgarran mis carnes.

Tu cabeza se destaca del almohadón de encaje circundada de rubios rizos, como un tremular de llamas de oro, como el suave ondular del primer viento al despertar el día. Tus dientecillos se descubren sonrientes entre los delgados labios, como ópalos lechosos en la luminosa pulsera de la diosa Luna. Y beso tus cabellos de oro, hermanita, y tus dientes brillantes.

Sólo en el espejo: en el espejo sólo. Con el ligero hálito de mis labios, y con miradas acariciadoras; porque sé que cuando despierta el ardiente pecado, los dentezuelos se convierten en poderosos colmillos y tus rizos de oro en víboras de fuego. Y las garras de la tigresa desgarran mis carnes, y los agudos dientes abren hondas heridas, y las víboras silban en torno a mi cabeza; se deslizan en mi oído, salpican mi cerebro con su veneno y cuchichean los cuentos maravillosos de las más desatadas concupiscencias.

Si la camisa de seda resbala de tu hombro, ríen ante mí tus senos de niña, que reposan como dos gatitos blancos, que alargan los dulces y rosados hociquitos y miran hacia tus ojos suaves, azules ojos pétreos que rompen la luz; que lucen como los zafiros en la quieta cabeza de mi Buda dorado.

¿Ves tú, hermanita, cómo los beso… allí, en el espejo? No es más ligero el hálito de un hada. Porque sé bien que si el eterno pecado se despierta, éstos lanzarán rayos azules que herirán mi pobre corazón, que harán hervir mi sangre en oleadas y fundirán en llamas las fuertes cadenas para que toda locura se libere y corra desbocada.

Y libre de sus cadenas, la bestia indómita se precipita sobre ti, hermana, cual tormenta furiosa, y en los dulces pechos de niña que se convirtieron en formidables ubres de ramera —ahora que despertó el pecado— hinca sus zarpas y su contraída dentadura, y los dolores gozan en torrentes de sangre.

Pero mis miradas son aún más silenciosas, como los pasos de una monja junto al Santo Sepulcro. Y más ligero, más ligero aún, mi beso vuela, como en la catedral, el beso del espíritu hacia la hostia, convirtiendo el pan en el cuerpo del Señor.

No debe despertarse. Que repose y dormite el hermoso pecado.

Porque nada, querida amiga, me parece tan dulce como el casto pecado en su sueño ligero.