El ardiente viento del sur, querida amiga, trajo todos los pecados del desierto. Allí donde el Sol arde a través de milenios innumerables, flota sobre la arena dormida una sutil madeja blanca. Y la niebla se redondea en blandas nubes que el torbellino dispersa alrededor, formando como extraños huevos redondos que contienen todo el ardor del Sol.
En la noche sombría merodea el basilisco. Aquel que la Luna, la eterna infecunda, engendró de extraño modo en la arena igualmente estéril. Éste es el secreto de los desiertos.
Muchos dicen que el basilisco es una bestia. Pero no es verdad. Es un pensamiento que creció allí, donde no había suelo ni semillas, surgido de la eterna esterilidad, y que adoptó formas abigarradas, que la vida desconoce. Por eso, nadie puede describir ese ser, porque es indescriptible, como la nada misma.
Pero es cierto, como la gente dice, que es muy venenoso; se come los huevos de fuego del Sol que el torbellino arrastra por las arenas del desierto. Por eso, sus ojos despiden llamas purpúreas y su aliento ardiente exhala grises vapores.
Pero el basilisco, el hijo de la Luna pálida, no devora todos los huevos de la Niebla. Cuando está harto, lleno de ardientes venenos, escupe su saliva verde sobre los que aún yacen en las arenas; rasga con aguda garra la blanda envoltura, para que la asquerosa baba los penetre. Y cuando en la mañana se levanta la brisa, ve entre las delgadas cáscaras un bullir y crecer como de velos violeta o de un verde húmedo.
Y cuando en los países del mediodía revientan los huevos empollados por el Sol, los de los cocodrilos, los de los sapos, los de las serpientes, los de todos los feos saurios y salamandras, entonces, con un ligero chasquido, saltan también los huevos venenosos del desierto. En ellos no hay núcleo, no surge de ellos ninguna serpiente ni ningún saurio; sólo una aérea y extraña forma multicolor, como los velos de la danzarina en la danza de la Llama; multiaromática, como las pálidas flores de Lahore; polifónica, como el sonoro corazón del ángel Israfel. Pero también multiponzoñosa, como el horrible cuerpo del basilisco.
Entonces corre el viento del mediodía, que se arrastra desde los pantanos del tórrido país de las selvas y danza sobre los arenosos desiertos. Él levanta los ardientes velos de los huevos solares, los lleva más allá del mar azul, los arrastra consigo como ligeras nubes, como sueltas túnicas de nocturnas sacerdotisas. Así vuela hacia el rubio norte la peste ponzoñosa de todas las voluptuosidades.
Fríos como tu norte, hermanita, son nuestros quietos días. Tus ojos son azules y buenos, y nada saben de voluptuosidades ardientes. Las horas de tus días son como los pesados racimos de las glaucas glicinas que gotean sus flores hasta formar una muelle alfombra por la que se desliza, bajo las frondas soleadas, mi pie ligero.
Pero cuando las sombras caen, rubia hermanita, un ardor se desliza sobre tu piel fresca; madejas de niebla vuelan desde el desierto, madejas de niebla que aspira tu alma deseosa. Y tus labios ofrecen en besos sangrientos la ponzoña abrasadora de todos los desiertos.
* * *
No entonces, rubia hermanita, niña dormida de mis días tranquilos de ensueño… Cuando el mistral riza ligeramente las olas azules, cuando las dulces voces de los pájaros resuenan en la copa de mi laurel de rosas, es cuando yo hojeo el pesado infolio del profesor Jakob ten Brinken. Lenta como el mar corre la sangre por mis venas y yo leo, con tus quietos ojos en calma infinita, la Historia de Alraune. La reproduzco como la encontré, simple y sencillamente, como quien está libre de todas las pasiones.
Pero yo bebí la sangre de tu herida que fluía en las noches, y la mezclé con mi sangre; aquella sangre envenenada con la ponzoña pecaminosa de los tórridos yermos. Y cuando se enfebrezca mi cerebro con tus besos, que son dolores, y con tus voluptuosidades que significan tormentos…, entonces es posible que yo me hurte a tus brazos, salvaje hermana mía.
Tal vez estoy sentado, lleno de ensoñaciones, en mi ventana, cara al mar, en la que el siroco arroja sus brasas. Tal vez tomo de nuevo el infolio del consejero y leo en él la Historia de Alraune… con tus ojos de venenoso ardor. El mar grita a las rígidas rocas… como grita mi sangre por mis venas.
Muy de otra manera me imagino ahora lo que leo. Y lo reproduzco tal como lo hallo, salvaje, ardiente, como quien está lleno de todas las pasiones.