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24 horas

«Los años nos enseñan muchas cosas que los días no saben nunca».

R. W. Emerson

5 DE AGOSTO DE 1945,

BASE TINIAN

Aquella tarde se acercó hasta la playa. Era la primera vez que lo hacía desde que estaba allí. No había tenido ni tiempo ni ganas para ir, pero aquella mañana decidió enfrentarse al océano infinito. Caminó por la playa con la Orden de Operaciones número 35 en la mano, en la que se describía básicamente un horario de actividades para aquel último día.

Tibbets se sentía emocionado y nervioso. De todos los hombres que había en el ejército le habían elegido a él para hacer la misión. Tibbets miró el cielo despejado y rezó para que se mantuviese así las próximas veinticuatro horas. Era domingo y algunos de sus hombres se encontraban en ese momento en la pequeña capilla del campamento. Él no era muy religioso. La verdad es que Dios y él hacía tiempo que no hablaban, pero decidió pedirle ayuda.

Después se levantó de la arena y se marchó hasta los hangares. Quería que uno de los pintores hiciera un trabajo en su avión. El pintor subió enfadado a una escalera, el coronel le había sacado del partido en el que jugaba, y se dispuso a escribir dos palabras en grande Enola Gay, el nombre de la madre del coronel.

Tibbets quiso hacer ese homenaje a su madre porque en el fondo tenía temor de que las cosas no saliesen bien y quería llevar a Japón la seguridad que le proporcionaba el recuerdo de su madre.

Por la tarde, trajeron la bomba cubierta con una lona y la subieron al B-29. Aquel monstruo gigante sobresalía de la barriga del avión. Media hora más tarde, a las cuatro y cuarto de la tarde, el coronel posó para una fotografía con el resto de la tripulación del avión. Quedaban algo más de doce horas para que se llevara a cabo la misión.

5 DE AGOSTO DE 1945,

BERNA

Después de caminar más de una hora se sintió agotado. No había comido nada, no se había cambiado de ropa ni había vuelto a la pensión. Debajo de su ropa, algo húmeda, escondía el sobre amarillento del informe y, en uno de los bolsillos de la chaqueta llevaba su pistola reglamentaria, el único objeto que conservaba del ejército. John miró el nombre de la calle y comprobó que era el mismo que el del papel. Echó un vistazo alrededor y entró en el edificio. En las últimas horas no podía dejar de pensar en Ana y en su hijo. Él le había prometido que volvería, pero ahora que las cosas se habían complicado de verdad, su mujer y su hijo le parecían fruto de algún sueño.

Subió las escaleras hasta la primera planta. Miró la letra del piso y esperó unos instantes antes de llamar. Lo que iba a hacer constituía alta traición. Desvelar un secreto militar de aquella envergadura a una nación enemiga, era el hecho más execrable que se podía cometer en una guerra. Su nombre y el de su familia quedarían expuestos a la vergüenza pública. En cambio, él se sentía tranquilo y confiado. Su conciencia, por primera vez en los últimos meses, le dictaba que estaba haciendo lo correcto.

John llamó a la puerta y esperó contestación. Había meditado lo que le diría a Hack; no quería contarle todos los detalles del proyecto, pero sí informarle del inminente bombardeo y las consecuencias de la bomba atómica.

Un hombre relativamente joven, de facciones atractivas, le abrió la puerta. Sin saber porqué, en ese momento John recordó a los hombres del 393. Si él le contaba a aquel hombre los pormenores de la misión, sus antiguos compañeros morirían. ¿Cómo era capaz de traicionarles? Aquella idea torturó la mente de John, pero la voz del hombre le sacó de sus pensamientos.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó Hack, mirando de arriba a bajo las ropas sucias de John.

—Disculpe que le moleste, pero llevo casi dos días buscándole. Tenemos que darnos prisa, todavía podemos impedir la destrucción de Japón.

Hack miró al extraño con ojos desorbitados y le dejó pasar a su apartamento.