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Traición

«La traición la emplean únicamente todos aquellos que no han llegado a comprender el gran tesoro que se posee siendo dueño de una conciencia honrada y pura».

Espinel

4 DE AGOSTO DE 1945,

TINIAN

Aquella noche el coronel Tibbets había tenido una pesadilla. Una serpiente se enroscaba en su brazo cuando intentaba tomar los mandos de su B-29 para lanzar la bomba sobre Hiroshima. En el sueño, él intentaba deshacerse de la serpiente sin soltar los mandos pero ésta se disponía a morderle, cuando se despertó bañado en sudor.

Tomó un vaso de agua y miró la hora. Era muy temprano, pero estaba seguro de que ya no volvería a conciliar el sueño. Quedaban cuarenta y ocho horas para lanzar la bomba y su cabeza estaba a punto de estallar. En un par de ocasiones había pensado en los habitantes de Hiroshima, pero se había dicho que era inútil darle más vueltas, él no podía hacer nada para salvarlos. Si él no lanzaba la bomba, otro piloto lo haría en su lugar.

Después de desayunar se dirigió al barracón de reuniones. Dos guardias esperaban a la puerta. Entró en la sala en penumbra, porque, por medidas de seguridad, ahora cerraban todo con cortinas negras. Una de las paredes estaba repleta de mapas y fotos de Hiroshima. Un proyector de cine era la única novedad de aquella mañana.

Después del mediodía, comenzó la reunión prevista. Aquel mismo día habían llegado varios científicos para dar algunas explicaciones a los técnicos militares. Entre ellos estaban Norman Ramsey y Ed Doll, También asistieron a la reunión el capitán Parsons y el subteniente Jeppson.

Parsons preparó el proyector y puso una de las películas filmadas en Alamogordo.

Un cuarto de hora más tarde, llegaron varios representantes británicos. Los ingleses estaban furiosos, se les había excluido del vuelo de la primera misión. Los oficiales se habían quejado, pero las órdenes venían de Washington y LeMay no podía desobedecerlas.

Al grupo se unió cada una de las tripulaciones por separado, para ser informadas de la misión que iban a emprender pasados unos días. La mayoría de los hombres tenía una fuerte resaca. Llevaban varias noches bebiendo hasta caer rendidos. Tibbets comprendía la tensión por la que estaban atravesando sus hombres y prefería que se desahogaran de esa manera y ninguno se echara a atrás.

—Caballeros —comenzó a decir Tibbets—, ha llegado el momento de que descubran a qué nos enfrentamos. Vamos a lanzar un arma altamente sofisticada, que nuestros científicos han creado. El arma ya ha sido probado con éxito anteriormente.

Tibbets hizo una señal y dos hombres apartaron dos telas negras de los encerados. Aparecieron varios mapas de Japón y una gran cantidad de fotos de una ciudad. Hiroshima.

—Los objetivos principales son los siguientes: Hiroshima. Kokura y Nagasaki. Enviaremos tres aviones meteorológicos, uno a cada ciudad. Estos aviones explorarán las ciudades; si el primer objetivo falla, el B-29 que lleva la bomba irá al segundo o tercer objetivo. Otro de los B-29 llevará todo el equipo fotográfico, y un quinto B-29 irá a una corta distancia del avión que transporte la bomba. En Iwo Jima, permanecerá un sexto avión de reserva y yo pilotaré el avión que transporte el arma secreta. Ahora les hablará el capitán Parsons.

El capitán se adelantó dos pasos y mirando fijamente al grupo le dijo:

—La bomba que van a lanzar es algo nuevo en la historia de la guerra. Se trata del arma más terrible y destructora que se haya creado nunca. Creemos que eliminará todo lo que encuentre a su paso en un radio de cinco kilómetros.

Un silencio grave recorrió la sala. Los soldados sabían que estaban metidos en algo muy gordo, pero aquello les superaba. Después Parsons les relató brevemente la historia del Proyecto Manhattan. Parsons se dirigió al proyector y con una seña pidió que el técnico lo pusiera en marcha. Hubo algunos problemas técnicos, pero al final pudieron ver la prueba atómica de Alamogordo. Tras la película, Parsons volvió a tomar la palabra.

—Nadie sabe qué ocurrirá cuando la bomba sea lanzada sobre el objetivo. Esto no se ha hecho nunca, pero esperamos que una gigantesca nube se eleve sobre dieciocho mil metros, precedida por un relámpago de luz más brillante que el sol.

Parsons sacó unas gafas de una caja y comenzó a repartirlas.

—Tendrán que llevar esto cuando se produzca la explosión.

El capitán dejó paso a Tibbets que se aproximó a sus hombres.

—Ahora son ustedes los tripulantes mejor preparados de la historia. No hablen de lo que han escuchado aquí con nadie. Ni siquiera entre ustedes. Nada de cartas a casa. Y, por supuesto, ni una mención a que está próxima una misión importante, ¿entendido? Cualquier desliz en este sentido será considerado alta traición y tendrán que comparecer ante un consejo de guerra. Les aseguro que si llega el caso, yo mismo les ahorcaré —dijo Tibbets muy serio.

Después, el coronel se alargó en algunas instrucciones técnicas como el día y la hora del bombardeo, la ruta a seguir y las horas de vuelo necesarias para llegar al objetivo. Después concluyó con uras palabras de ánimo:

—Caballeros, esta misión es lo más importante que les ha sucedido en la vida. Me siento orgulloso de haber trabajado con ustedes en esta misión. Su moral ha sido siempre alta a pesar de la incertidumbre y la prolongada espera. Me siento muy honrado por haber sido elegido por el gobierno de mi país para esta misión. Ustedes también han de sentirse así, con su esfuerzo van a salvar vidas americanas. Esta acción acortará la guerra un mínimo de seis meses y cuando regresen a casa, cuando vean a sus mujeres, hijos o padres, podrán mirarles con orgullo, como héroes que han dado todo lo que tenían por su país.

4 DE AGOSTO DE 1945,

BERNA, SUIZA

No se podía acostumbrar a mirar todo el rato para atrás. Hasta el punto de que apenas caminaba dos pasos y tenía que girar para comprobar que nadie le seguía. Se giró una vez más y observó la calle vacía por la tormenta. Su ropa estaba empapada, pero no se había parado a comprar un paraguas o un chubasquero. Durante las últimas doce horas había buscado a un hombre sin descanso: el señor Hack del que hablaba el informe de Dulles. Primero fue a la embajada alemana, pero el consulado estaba patas arriba. Desde hacía poco más de cuatro meses, no había ningún país que representar: Alemania había dejado de existir. Los funcionarios habían huido y tan sólo quedaba a cargo del edificio el antiguo conserje. Le había dejado pasar y revisar los archivos de los residentes alemanes en Suiza, pero los archivos habían sido arrasados. La embajada había sido un hervidero de espías durante la guerra y los funcionarios habían destruido casi todos los documentos antes de huir. Después intentó buscar a Hack por medio de la comunidad alemana en Berna, representada por algunos banqueros y comerciantes, la mayoría de Baviera, pero tampoco dio resultado. Ahora se dirigía a la embajada japonesa, por lo que había leído en el informe. Hack era uno de los agregados comerciales de Japón en Suiza.

Antes de acercarse a la fachada del consulado, miró para un lado y para el otro. Temía que los hombres de Dulles le hubieran seguido o estuvieran esperándole en la puerta de la embajada. La calle estaba desierta. John entró en la embajada totalmente empapado. No le recibieron muy bien, a pesar de su aspecto oriental su acento era claramente norteamericano.

—Señor Smith, el embajador está muy ocupado y la información que me pide es confidencial —dijo el funcionario japonés con un espantoso acento inglés.

—Pero debo verle lo antes posible, es muy urgente —dijo John casi suplicando.

—Rellene las solicitudes, ponga la razón por la que desea una entrevista y en unos días recibirá una carta —dijo el funcionario pasándole varios formularios en japonés.

—No hay tiempo, le he dicho que es muy urgente.

Un hombre vestido con un elegante traje blanco entró en la embajada sacudiendo un paraguas. El funcionario se inclinó levemente y saludó al caballero.

—Señor secretario —dijo el funcionario.

El caballero observó la desencajada cara de aquel joven de aspecto oriental y le dijo:

—¿Qué sucede?

John contestó en japonés y el hostil funcionario le miró complacido, al comprobar que era japonés como él.

—Necesito hablar urgentemente con el señor Hack, es un asunto de vital importancia —dijo John dirigiéndose al secretario.

—Pero el señor Hack no suele pasarse por aquí muy a menudo. Últimamente no hay muchos países que quieran comerciar con Japón —dijo el caballero con una ligera sonrisa.

—No le voy a hablar de negocios, pero es un asunto muy importante.

—Buruma, busque la dirección del señor Hack y désela a este hombre, rápido —ordenó el secretario.

El funcionario refunfuñó y se dirigió al archivo.

—Discúlpele, todos estamos algo nerviosos, la guerra no va muy bien.

—Entiendo —dijo John.

—¿De que parte de Japón es usted? —preguntó el caballero.

—Yo no he nacido en Japón, pero mi madre es de Kioto.

—Kioto, el corazón del Japón. Está empapado, mandaré que sequen sus ropas y que le preparen algo caliente.

El joven aceptó la oferta. Tenía la ropa pegada al cuerpo y la humedad le calaba los huesos. Entraron en un despacho amplio, que estaba casi a oscuras por la tormenta. El caballero encendió la estancia y John pudo contemplar un elegante despacho de caoba, con una amplia mesa y varias sillas y unas sencillas estanterías con volúmenes antiguos. Presidía el despacho el retrato del Emperador.

—¿Qué hace un joven japonés como usted en Suiza? Es la primera vez que lo veo y no somos muchos en la ciudad.

—Es una historia muy larga. Necesito ver al señor Hack —dijo John sin querer entrar en detalles.

—Me ha dicho que no se trata de negocios, pero el señor Hack es un asesor comercial. ¿De qué otra cosa querría hablar con él?

—Es un asunto personal, vengo de Alemania y traigo noticias —contestó John intentando hablar con vaguedades.

—Asuntos personales —concluyó el hombre.

—Me temo que sí.

El funcionario entró con una nota y se la alcanzó al secretario. Éste la observó unos segundos y se la entregó al joven.

—Tenga.

John miró la nota. Estaba escrita en japonés. A pesar de que lo hablaba perfectamente, lo leía con dificultad.

—¿No entiende nuestro idioma? —preguntó el caballero al observar el rostro confuso de John.

—Leo un poco, pero no me crié en Japón.

El joven sabía cual sería la próxima pregunta, pero el caballero se levantó y escribió la nota en inglés.

—Así está mejor.

—Sí, señor. Muchas gracias —dijo John levantándose y recogiendo la chaqueta algo más seca—. Será mejor que no les moleste más.

John se inclinó ante el secretario y salió del despacho.

—¡Joven! —escuchó desde la puerta.

El joven se dio temeroso la vuelta.

—Llévese un paraguas o cogerá una pulmonía.

John respiró aliviado y salió a la calle. Apenas llovía. Por unos momentos, sintió que lo peor de la tormenta había pasado.

En el interior de la embajada, el secretario descolgó el teléfono e hizo una llamada. Aquel joven portaba algún secreto que él quería saber y conocía al hombre que podía sacárselo, por las buenas o por las malas.