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Una nueva vida

«Los que viven verdaderamente son los que luchan».

Víctor Hugo

3 DE AGOSTO DE 1945,

BASE DE TINIAN

El trabajo no hacía sino aumentar a medida que los días pasaban. Tibbets pensó en su madre. Le hubiera gustado que le viera allí sentado, con su uniforme de coronel y a punto de realizar una de las misiones militares más importantes de la historia.

Tibbets se ponía más histérico a medida que pasaban las horas, tenía en la cabeza la idea de que algo podía salir mal, que alguien intentara hacer un sabotaje o un ataque suicida. Había reforzado la seguridad en todo el perímetro, en especial en la zanja vallada del Campo Norte.

El general LeMay llegó aquel día con la orden destinada a la Misión de Bombardeo Especial número 13. Prácticamente el mismo documento que Tibbets había redactado el 1 de agosto, pero con algunos detalles añadidos. La orden ya tenía fecha oficial de ataque: el 6 de agosto de 1945.

Aquella mañana la conversación había sido breve. El coronel había sido el primero en hablar.

—¿Quiere beber algo? —preguntó Tibbets al general.

—No, gracias. Tengo el estómago cerrado últimamente. Me imagino que es la tensión de la misión.

—Yo, en cambio, no paro de comer —bromeó Tibbets.

—¿Le parece bien la fecha elegida? —preguntó el general.

—Sí, nos deja tiempo de sobra para ultimar los detalles. Todavía quedan más de cuarenta y ocho horas —dijo Tibbets sentándose con un café en la mano.

—¿Ya ha seleccionado a todos sus hombres?

—Sí, general. No ha sido fácil, todos ellos son muy buenos.

—Ya conoce que Hiroshima es el objetivo primario, pero en la orden he incluido otros dos objetivos, por si surgieran problemas.

—¿Cuáles son? —preguntó Tibbets después de saborear la taza humeante.

—El segundo es el arsenal de Kokura y la ciudad. El tercero es la ciudad de Nagasaki —dijo LeMay de memoria.

—Estupendo.

—Ese día despejaremos la zona en un área de ochenta kilómetros, durante las cuatro horas previas al ataque y las seis horas posteriores —dijo el general.

—¿Quiere que vayamos a verla, señor?

El general asintió con la cabeza y los dos hombres marcharon al silo donde estaba la bomba. Aquel gran artefacto, como una especie de ballena de hierro, tenía un aspecto impresionante e inquietante. Tibbets, que había sido testigo de la explosión, aún tenía sus dudas con respecto a la bomba. Temía que en el último momento fallase y no terminara la guerra.

—Es hermosa a su manera —dijo el general LeMay.

—¿Usted cree que es hermosa la muerte? —preguntó Tibbets.

—No sé, no pienso mucho en ella.

—Pues éste es el ángel exterminados como el que mató a los primogénitos de Egipto —dijo Tibbets, recordando la liberación del Pueblo de Israel de Egipto.

—No leo mucho la Biblia —dijo LeMay.

—Aquella noche murieron inocentes por culpa de faraón, dentro de unos días morirán inocentes por culpa del Emperador del Japón.

3 DE AGOSTO DE 1945,

BERNA, SUIZA

La noche llegó muy rápido, como si quisiera avisar a John de los peligros que corría. Después de hablar con Dulles y de que éste le recomendara descansar en una pensión cercana, a John comenzaron a surgirle dudas. El director del OSS le había prometido que se verían muy temprano al día siguiente. Al principio, John se enfadó. No había recorrido media Europa para quedarse sentado esperando; aquel hombre le había metido en aquel embrollo, lo menos que podía hacer por él era atenderle y ayudarle. Pero al final, el cansancio y el hambre le hicieron recapacitar. Unas horas, más o menos, no cambiarían mucho su situación.

Despertó con un ligero dolor de cabeza pero plenamente restablecido. Tenía la sensación de no haber dormido durante días. Aquel sueño le reconfortó y le ayudó a pensar con claridad. Si Dulles no le ofrecía una salida razonable, pasaría a Francia y desde allí, intentaría llegar a España y buscar un barco que le llevase a México o Costa Rica. Una vez a salvo, intentaría ponerse en contacto con Ana.

Aquella mañana se sentía más optimista y decidido. En el peor de los casos, podía amenazar a Dulles. Todavía tenía en su poder el informe que le había dado, en el que se revelaban importantes detalles de la misión y, lo que era más importante, la información que se había ocultado al Presidente para que no interfiriera en su decisión de arrojar la bomba sobre Japón.

John se miró frente al espejo roto de la habitación. Su cara estaba pálida, tenía la barba sin afeitar y los ojos enrojecidos.

Se lavó la cara con agua fría y su contacto le revitalizó. El olor del jabón y su frescor le hizo sentirse más relajado. Los pequeños abrazos de la cotidianidad muchas veces eran el secreto para una vida larga y feliz, pensó mientras cogía la ropa.

Se vistió con el único traje que tenía, pero procuró mejorar el nudo de la corbata y en la calle, compró un sombrero de fieltro, fresco y elegante. Después caminó hasta el café donde había quedado con Dulles. El pequeño establecimiento estaba casi vacío tan temprano. Por la calle, tan sólo se veía algún pequeño camión repartiendo comida por los restaurantes, o panaderos, con sus bicicletas, que llevaban el pan del día por las casas.

John se sentó en la terraza. A esa hora, el frescor de la noche anterior seguía prevaleciendo frente al sol ligero de la mañana. John pidió un café muy cargado y disfrutó de esas primeras horas de tranquilidad. Por unos momentos se olvidó de que era un fugitivo, un espía y un desertor, se sentía como un simple turista, que disfrutaba de un alto en el camino antes de continuar su viaje. Entonces vio acercarse la inconfundible figura de Dulles. Ya no vestía el uniforme raído con el que le había visto la primera vez. Su traje de corte inglés, con raya diplomática y cruzado a un lado, le daba un porte distinguido y aristocrático. Llevaba un sombrero oscuro y la piel brillante de su rostro parecía recién afeitada.

El joven hizo amago de levantarse, pero Dulles le hizo un gesto con la mano. Después miró dentro del local y pidió otro café. Se acercó a la mesa y se sentó sin saludarle.

—Veo que las cosas no han salido como las teníamos previstas —dijo Dulles sin molestarse en preguntarle cómo se encontraba.

—No, todo ha salido al revés.

—Ya me enteré de su escena en plena conferencia. ¿Por qué se puso a pegar tiros a unos metros del Presidente? —le recriminó Dulles.

—Yo no empecé a pegar tiros, los guardias dispararon y tuve que salir corriendo para salvar la vida.

El camarero trajo el café y lo dejó sobre la mesa de mármol.

—Si no hubiera huido todo habría sido más fácil. Yo hubiera conseguido con facilidad que el Secretario de Guerra le concediera un indulto y que regresara a casa, pero ahora las cosas se han complicado de verdad.

—¿Por qué? —preguntó John con un nudo en la garganta.

—El sargento Wolf ha muerto —dijo Dulles con total indiferencia.

—¿Qué? ¿No creerá que yo le he matado? —dijo John nervioso.

—No importa lo que yo crea, pero hay una orden de búsqueda y captura contra usted. Se le acusa de asesinato, deserción, espionaje e intento de magnicidio.

—Pero eso es ridículo, yo no quería matar al Presidente —dijo John asustado.

—Eso lo sabemos usted y yo, pero lo que saben los militares es que usted estuvo a cinco o seis metros del Presidente con una pistola en la mano y pegando tiros —señaló Dulles.

John respiró hondo e intentó calmarse un poco. El corazón le latía a toda máquina. Las cosas estaban peor de lo que él había imaginado y Dulles no se mostraba muy dispuesto a ayudarle.

—¿Qué puedo hacer ahora? Usted me metió en este embrollo —dijo John señalando a Dulles con el dedo.

El hombre frunció el ceño, se inclinó hacia delante y en tono bajo le dijo:

—Disculpe señor Smith, pero yo no le obligué. Usted decidió prestar este servicio de forma voluntaria.

John intentó recuperar el sosiego. Poner a Dulles en su contra era un lujo que no se podía permitir.

—Disculpe señor, pero tengo a medio ejército pisándome los talones, no puedo volver a casa y no sé dónde ir —se lamentó John.

Por primera vez Dulles mostró pena por él joven. Le sonrió ligeramente e intentó serenarle.

—No se preocupe, encontraré una solución, pero tiene que tener paciencia.

—¿Paciencia? No sé si me persiguen, no tengo dinero ni papeles —dijo John perdiendo los nervios.

Dulles le cogió de la mano y le dijo:

—Te entiendo hijo, pero tengo que hacer tu salida extraoficialmente, sin usar los canales del OSS. Hay gente en la agencia que informa de mis movimientos al Ministro de Guerra y a la inteligencia militar. Si descubren que te ayudo se lanzarán sobre mí y entonces sí que no podré ayudarte.

John intentó tragar saliva, aquello le dejaba en una posición muy delicada. ¿No le quedaba más remedio que esperar y confiar en la palabra de Dulles?, se preguntó.

—Esperaré —dijo con la voz entrecortada.

—Bueno, hijo. Entonces dame los papeles que te entregué, será mejor que los destruyamos —dijo Dulles.

—No puedo hacer eso, señor. No le devolveré los papeles hasta que esté en algún lugar seguro, con una nueva identidad —contestó John con el ceño fruncido.

El rostro de Dulles se endureció de repente, su rostro paternal se transformó en una mueca de disgusto. El joven le miró temeroso. Por primera vez, era consciente del juego en el que se había metido. Las medias verdades y las medias mentiras del mundo de los espías, donde nadie confía en nadie y todos tienen trapos sucios que esconder. Por fin había visto la situación con nitidez: aquellos papeles eran lo único que impedía que Dulles se deshiciera de él.

—Esos papeles, en malas manos, pueden ser peligrosos —dijo Dulles.

—Los guardaré a buen recaudo. ¿Ya no le importa que lancen la bomba? Únicamente era una cuestión de orgullo, quería terminar usted solito la guerra. Señor Dulles, si no quiere salvar mi pellejo por haber sido el que me ha metido en todo este lío, por lo menos, sálveme para salvarse usted mismo —dijo John, recuperando la compostura. Ya no tenía nada que perder y tenía el valor de los sentenciados a muerte.

—Hijo, está jugando con fuego. Será mejor que me entregue esos documentos en cuanto le dé su nueva identidad. Si no, puede que no llegue a ver a su mujer y su hijo nunca más —dijo Dulles con la mirada encendida.

John se puso en pie. Estaba muy enfadado. Dejó unas monedas en la mesa y se dispuso a marcharse.

—¡John Smith, espero que sepa lo que está haciendo! —dijo Dulles poniéndose en pie.

—Mi nombre completo, señor Dulles, es John Smith Okada.

Un escalofrío recorrió la espalda del director del OSS, al pensar que podía entregar esa información a los japoneses.

—¡Le espero aquí mañana por la mañana! Traiga los documentos y yo le daré sus papeles y dinero —dijo Dulles amenazante.

John siguió caminando, como si ignorara las palabras de Dulles. Acababa de tomar la decisión más importante de su vida.