La decisión
«Largo y arduo es el camino que conduce del infierno a la luz».
Milton
2 DE AGOSTO DE 1945,
BERNA, SUIZA
Aquel viaje sólo había tenido un propósito, salvar el pellejo. Si se hubiera quedado en Potsdam habría sufrido un consejo de guerra por traidor y, unas semanas más tarde, como mucho unos meses, habría sido ahorcado. Tenía miedo a morir. De adolescente había coqueteado con la extraña belleza y fascinación que tiene la muerte sobre las almas jóvenes, pero ahora quería vivir con todas sus fuerzas. Vivir para seguir sintiendo, aunque fuera sobrellevando el rencor por su padre ausente e inalcanzable, la angustia por su madre, egoísta y distante, sobre todo porque quería pasar los años junto a Ana y su hijo. Le quedaban tantas cosas por hacer, tantos sueños por conseguir, que se conformaba con empezar en cualquier sitio y de cualquier manera. Eso es lo que le había ido a pedir a Dulles. Una segunda oportunidad para vivir.
John miró la tarjeta, medio sucia, que le había dado Dulles una semana antes. El nombre que aparecía no era el suyo, era un nombre falso, y la dirección de las oficinas de una falsa empresa importadora-exportadora de productos alimenticios, en especial chocolate.
El joven no sabía por dónde comenzar. Tenía miedo de que alguien le hubiera seguido hasta allí y sólo esperara que se pusiera en comunicación con su contacto para apresarle o matarle. Eso también se le había pasado por la cabeza. Había accedido a información al más alto nivel y estaba al tanto de la misión más importante de la guerra. Se había convertido en alguien terriblemente molesto, que sabía demasiado.
Intentó apartar esa idea de la cabeza y caminar más deprisa. Necesitaba a toda costa encontrar la oficina antes de que fuera más tarde. Sin duda, localizarían su pista y le atraparían, no había tiempo que perder.
John evitaba encontrarse con los policías. Caminó desorientado por las calles y preguntó a un par de transeúntes por la dirección, pero nadie parecía conocerla. Cansado se sentó en uno de los bancos de una plaza. Llevaba sin comer desde la noche anterior, apenas había dormido y la angustia le reconcomía por dentro.
Un anciano se sentó a su lado y comenzó a dar de comer a las palomas. Después miró a John y le dijo:
—¿De dónde es?
El joven le observó más detenidamente. Su aspecto era el de un vagabundo. Una barba larga gris y enredada, la piel muy arrugada y oscurecida por el sol, su traje elegante pero algo raído. Pero aquel tipo hablaba un inglés correcto.
—¿Cómo dice? —preguntó John extrañado.
—Le preguntaba qué de dónde es. Los suizos son en gran parte de aquí y de todas partes, pero sus ojos no son muy comunes en estos lares. ¿Es chino, japonés…?
—No, soy norteamericano.
—Los norteamericanos no tenemos rasgos raciales definidos, somos un pueblo sin raza, eso es lo que nos salva, ¿no cree? —dijo el viejo sonriendo con sus dientes amarillentos.
—Puede que sí —dijo John sin mucha gana de seguir la charla.
—Llevo veinte años aquí, pero me siguen considerando extranjero. Los suizos son muy racistas, ¿lo sabía?
—Es la primera vez que visito Suiza —contestó John.
—Se enorgullecen de ser neutrales, de haber fundado la Cruz Roja, de vivir sin ejército, pero en el fondo, la hermosa fachada que ve oculta una terrible realidad —dijo el anciano mientras señalaba con las manos las suntuosas casas de la plaza.
John apenas seguía la conversación, continuaba preocupado con sus cosas. La noche no tardaría en llegar y desconocía dónde estaba Dulles.
—Todos esos bancos encierran los robos y expolios de decenas de países. Los suizos no son racistas con sus clientes, guardan tan celosamente el dinero a nazis como a judíos.
—Lo lamento, pero tengo que marcharme —se disculpó John.
—¿Adónde se dirige?
John le enseñó la tarjeta y el hombre le sonrió.
—Está muy cerca de aquí, si lo desea puedo acompañarle dando un paseo.
—¿Sería tan amable? —dijo John prestando atención por primera vez al viejo.
Los dos caminaron unos diez minutos hasta que se pararon enfrente de un edificio con el cartel de la empresa que buscaba. El anciano se detuvo y le señaló con el bastón. John le dio la mano y le volvió a agradecer su ayuda. Pensó en entrar sin más, pero luego se dio cuenta que era mejor llamar a Dulles, quedar con él en un lugar próximo, para no comprometerle más.
En una pequeña plaza próxima John encontró un teléfono público, marcó el teléfono de la tarjeta y esperó. A los tres toques, cuando John comenzaba a ponerse nervioso, una voz masculina habló en inglés.
—Blyton, exportaciones e importaciones, dígame.
—Necesito hablar con Stephen Greene.
—¿De parte de quién? —preguntó la voz anodina.
El joven dudó unos momentos. Si daba su verdadero nombre podía poner a aquel hombre tras su pista. A esa hora, los servicios secretos de medio mundo debían estar buscándole.
—Mi nombres es John Silver Plate —dijo sin pararse a pensar mucho. Aquélla era la clave de la operación en la que él había participado. Creyó que de esta manera Dulles le identificaría de inmediato.
—Un momento, no se retire, señor Plate.
Un pequeño zumbido llegó hasta sus oídos; sin duda alguien estaba gravando la conversación. Pensó en colgar e intentar escapar por su cuenta, pero ¿cómo hacerlo? Media Europa estaba ocupada por los norteamericanos y la otra por los rusos. Podía llegar a España después de atravesar toda Francia, pero su buena suerte podía terminar y ser detenido en algún control.
—Señor Plate —contestó una voz que le sonaba familiar.
John estuvo a punto de llorar como un niño. El hombre al otro lado del teléfono era Dulles, no cabía la menor duda.
2 DE AGOSTO DE 1945,
ISLA DE GUAM
El viaje a Guam se había convertido en casi un ritual semanal. Tibbets prefería ver a LeMay cara a cara, ante el temor de que los cables pudieran ser interceptados por los japoneses y descifrados. Aquella vez también iba acompañado, en este caso por el capitán Ferebee. Necesitaban ultimar más detalles, por si la orden del lanzamiento llegaba desde Washington.
—Caballeros, ¡qué placer volver a verles! —dijo un exultante LeMay. Acababan de ascenderle hacía unas horas a jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas Estratégicas.
—Felicidades por su ascenso, señor —contestó Tibbets.
—Gracias.
Los dos hombres se acomodaron en las sillas y comenzó la reunión.
—General, ¿cuál es el objetivo de preferencia? —peguntó Tibbets.
—Hasta ayer mismo estuve hablando de este tema con el general Groves. No sé si conocen que hay varios prisioneros americanos en Hiroshima y un campamento de prisioneros en Nagasaki. La segunda ciudad no nos preocupa, ya que se trata de un objetivo de tercer orden, pero Hiroshima es nuestro objetivo preferencial —dijo LeMay.
—Entonces, seño… —dijo Tibbets inquieto. No le gustaba lanzar su bomba sobre inocentes soldados norteamericanos.
—Groves insistió con la idea de que se bombardease Kioto, pero sale de nuestro campo de acción. Los aviones no pueden arriesgarse tanto. Además Kioto es una ciudad llena de altares y templos, no hay ningún objetivo militar reseñable. Yo creo que Hiroshima es la mejor opción. Tibbets, la primicia la tiene Hiroshima.
—Siempre pensé en esa ciudad como objetivo —contestó Tibbets sin pestañear. A él le daba igual una ciudad u otra, todas estaban llenas de japos enemigos, que venderían a su propia madre por salvar a ese Emperador de pacotilla. Si alguien tenía que morir, prefería que fueran ellos y no más soldados norteamericanos.
—Miren este mapa —dijo LeMay dejando las sillas y dirigiéndose a un enorme mapa. El mural aparecía en parte cubierto por varias imágenes recientes de Hiroshima—. El objetivo es perfecto, pero debo advertirles de algo.
LeMay fue hasta su escritorio y pidió a su secretario que dejara pasar al oficial de Operaciones, Blanchard. El oficial entró en la sala y se acercó al grupo.
—Si se bombardea a la altura propuesta, los aviones pueden sufrir un intenso viento de costado —dijo Blanchard.
—No hay problemas con vientos de veinticinco o treinta grados —dijo el capitán Ferebee.
—Pero, en esta zona —señaló Blanchard—, los vientos pueden alcanzar hasta los cuarenta y cinco nudos.
—Y, ¿cuál es la solución? —preguntó Ferebee encogiéndose de brazos.
—La solución es que vuelen con viento de cola. Eso les ayudará a aumentar la velocidad, lo que les hará menos vulnerables y eliminará el asunto de los vientos de costado.
—Estoy en desacuerdo, es mejor introducirse directamente en el viento, eso elimina los efectos de corriente de través y nos permitirá bombardear con seguridad —dijo Tibbets.
—Pero eso reducirá la velocidad y aumentará las posibilidades de que el avión sea derribado —dijo LeMay.
—Discúlpeme, señor, pero nuestra misión es dar en el blanco, no buscamos nuestra seguridad —dijo Ferebee, y después miró a Tibbets para buscar su apoyo.
—Si es lo que desean, la navegación será contra el viento, pero tengan cuidado. Si se les acaba el combustible al regreso, caerán en el océano —dijo LeMay.
—El otro asunto, señor. Es sobre el Punto de Bombardeo —dijo Tibbets.
—Estamos abiertos a sus sugerencias —indicó LeMay.
—¿Importa que la bomba caiga en la ciudad o el objetivo es el puerto? —preguntó Ferebee.
—El objetivo es causar el mayor daño posible para provocar la rendición del Japón. Nosotros asumimos las consecuencias, capitán —dijo el general LeMay.
Ferebee observó el plano de la ciudad y señaló un punto con el dedo.
—Aquí señor, sobre el puente Aioi —dijo por fin.
El puente formaba una especie de T justo en el corazón de Hiroshima.
—Un buen Punto de Bombardeo —señaló LeMay.
El resto del grupo asintió con la cabeza.
—Es el mejor blanco que he visto durante toda esta guerra —dijo Tibbets sonriendo.
2 DE AGOSTO DE 1945,
HIROSHIMA
El puente Aioi estaba muy animado a esa hora de la tarde. La ciudad llevaba varios meses sin recibir la visita de los B-29 americanos y la gente prefería olvidarse de las medidas de seguridad y caminar al raso en mitad del día, disfrutando de los brillantes atardeceres desde el puente. Un grupo de escolares con sus uniformes cruzó el puente en formación entonando canciones infantiles. Algunos carros tirados con alimentos atravesaban el puente de hierro a toda velocidad. El combustible era tan escaso, que el mundo había vuelto de repente al siglo anterior con sus carencias lentas y armoniosas.
Un par de ancianos cuidaban de sus cañas de pescar, mientras una ligera brisa movía los árboles de un parque cercano.
Un joven llamado Oshima Nagisa se detuvo en medio del puente y miró hacia el cielo. El sol rojo caía sobre Hiroshima bañando con los últimos rayos las cristalinas aguas del río. El joven contempló cómo el sol se ocultaba tras las montañas. Al día siguiente debía presentarse en la oficina de reclutamiento. Le aterraba la idea de morir. Allí, en medio de aquella inmensa paz se sentía seguro, pero en un par de días partiría para un campo de entrenamiento y desde allí, dos semanas más tarde, directamente al frente. Ninguno de sus amigos había regresado y la gente murmuraba que los soldados morían por millares. Él tampoco regresaría, pero al menos podría guardar en su memoria el recuerdo de su ciudad y la hermosura de sus calles. Casi nadie deseaba ya la guerra, pero los temerosos japoneses no se atrevían a decirlo en alto. Nagisa se puso las manos detrás de la cabeza y notó la humedad que ascendía desde el río. Después se giró, la ciudad se movía despacio, como un oso panda adormecido. Hiroshima era su ciudad, el lugar más bello del mundo. Allí seguiría cuando él hubiera muerto.