Huida
«Ni en la guerra resulta glorioso ese tipo de engaño que lleva a romper la fe dada y los pactos suscritos».
Maquiavelo
2 DE AGOSTO DE 1945,
BERLÍN
Al final John entró en la tienda y se compró un traje gris. Era de segunda mano, todo era de segunda mano aquellos días en Berlín, pero no le sentaba del todo mal y, sobre todo, le hacía pasar desapercibido de la marea de soldados americanos de Berlín oeste. No tenía papeles, pero el caos reinaba en la mayoría de zonas de control. Alquiló una habitación en un edificio medio en ruinas y se puso a rebuscar entre sus pertenencias. Dulles le había dado una dirección en Suiza, pero ¿cómo podía llegar hasta allí? Los trenes y transportes públicos estaban vigilados, la gasolina racionada y la mayoría de los vehículos requisados.
Tumbado sobre la cama, con el informe desparramado, John comió algo de pan con mantequilla. No había podido conseguir mucho más. Llevaba veinte horas huyendo, pero hasta que no encontró un lugar donde esconderse no había notado el hambre que tenía.
Ahora era un traidor, un posible espía y, tras quitarse el uniforme y esconderse del ejército, un desertor. Las cosas no podían ir peor. Había fracasado en su intento de hablar con el presidente Truman y su única esperanza era contactar con Dulles para que al menos le facilitara las cosas. No es que tuviera mucha fe en que lo hiciera, pero esperaba que por lo menos le diera un salvoconducto para huir a Sudamérica. Una vez allí, ya se las apañaría para llevar a Ana y el niño. Si no se metía con el ejército, éste se cansaría de buscarle y podría vivir tranquilo. No era la vida que había planeado, pero por lo menos dormiría con la conciencia tranquila. Había hecho todo lo posible para impedir el lanzamiento de la bomba.
Durmió un par de horas y cuando se despertó, no recordaba dónde se encontraba ni qué hora era.
Tenía que salir para Suiza lo antes posible. Se arriesgaría a coger algún tren nocturno. Los soldados americanos tenían controles en las estaciones, pero esperaba que por la noche fueran más fáciles de sortear.
En cuanto oscureció, recogió sus cosas, pagó la habitación y se dirigió a la estación. Allí preguntó a varias personas, pero nadie entendía inglés, hasta que una chica muy joven le dijo en un correcto inglés que en dos horas salía un tren para Zúrich, y desde allí tendría que viajar a Berna.
Afortunadamente la estación en ruinas estaba repleta de gente y por la noche sus rasgos asiáticos no eran tan evidentes. A la entrada del andén, dos soldados aburridos pedían la documentación a todos los viajeros. Los Aliados buscaban por todas partes nazis fugitivos y, en secreto, científicos que les ayudaran en sus planes armamentísticos.
John pensó que al presentarse como un empresario norteamericano que había perdido el pasaporte y se dirigía a la zona norteamericana, concretamente a Nuremberg, los soldados le dejarían pasar.
—¿Adónde se dirige?
—A Nuremberg, ayer estuve de juerga con una prostituta de Berlín y me robó el dinero y el pasaporte —dijo John.
—¿No sería mejor que fuera a la embajada? Los rusos le van a poner muchas trabas si intenta atravesar su zona sin documentación —dijo uno de los soldados.
—Tiene usted razón, pero si pierdo el tren no llegaré a la reunión de negocios y mis jefes me pondrán de patitas en la calle. Prefiero tener que enfrentarme a los rusos antes que a mi mujer, como vuelva a casa sin blanca y con un despido en la mano.
Los dos jóvenes soldados se rieron, no hicieron más preguntas y le desearon suerte. Tenía que atravesar casi de norte a sur la zona rusa y después la americana. Pero por lo menos, ya había logrado sortear el primer obstáculo.
John se acomodó en un asiento. Afortunadamente, había podido comprar uno de primera clase. En el resto del tren la gente se hacinaba de cualquier manera, compartiendo olor y calor corporal. A los veinte minutos, el tren se detuvo, pero los rusos dejaron pasar el con voy sin revisarlo. Por lo menos podría descansar algo hasta el próximo control. A su lado, una mujer alemana rica jugueteaba con un pequeño pequinés. John intentó recostarse hacia el otro lado y dormir un poco. Dos horas después, el tren se detuvo en la zona americana. Los soldados pasaron de largo por primera clase para no molestar a los viajeros. John miró de reojo a los soldados y aguantó el aliento hasta que salieron del vagón.
Cuando el sol comenzó a surgir por el horizonte, el tren entraba en Suiza. La prueba más dura estaba aún por salvar, ¿cómo podría pasar la frontera suiza sin papeles? El tren paró junto a la frontera y varios agentes de aduanas empezaron a recorrer los vagones. John se levantó del asiento y fue a su encuentro antes de que los aduaneros llegaran hasta él.
—Señores —dijo John en inglés—: agente del OSS.
Los dos hombres le miraron extrañados. John les enseñó el pasaporte americano y los dos hombres sonrieron.
—Americano —dijeron en un mal inglés.
—Sí —dijo él sonriendo—. Viaje de negocios.
Los dos hombres le devolvieron el pasaporte y le saludaron antes de continuar por el pasillo. John resopló y temblando volvió a su puesto. La anciana le miró de reojo y le dijo en un atropellado inglés.
—Joven, ¿se encuentra bien?
John hizo un gesto afirmativo. Tenía la boca seca y el corazón acelerado, pero ya se encontraba a salvo en Suiza.
El tren se detuvo en Zúrich y John compró un nuevo billete para Berna. En apenas dos horas habría alcanzado su objetivo. Eran las doce del mediodía del 3 de agosto de 1945.
1 DE AGOSTO DE 1945,
BASE DE TINIAN
Tibbets se levantó temprano esa mañana, tenía un trabajo importante que hacer. Después de casi un año de ensayos, redactó la orden secreta del primer ataque atómico de la historia. Guardó la orden en un sobre y se la envió a su superior inmediato, el general LeMay.
En la orden. Tibbets explicaba algunos detalles técnicos de la misión, como que emplearían siete B-29 o las mejores horas para el despegue. Tres volarían a distancia del aparato que llevaba la bomba, para averiguar in situ el tiempo de los tres objetivos principales, el otro estaría de reserva en Iwo Jima, y por último, estaba el avión principal cargado con la bomba, acompañado de dos aviones exploradores.
Ahora Tibbets se veía en la tarea de escoger a sus hombres para las distintas misiones. Sabía que eso podía levantar ampollas, pero tenía claro que el avión principal estaría comandado por él mismo.
El coronel Tibbets pasó el resto del día dando instrucciones a sus hombres: la mayoría de ellos seguían desconociendo el objetivo de la misión.
1 DE AGOSTO DE 1945,
WASHINGTON, D. C.
El general Groves decidió dar un paseo aquella tarde. Llevaba días sin salir del despacho y necesitaba tomar algo de aire fresco y ver las cosas con algo de perspectiva. Aquel mismo día le había llegado un cable informándole que la bomba estaría preparada para el día siguiente. En cualquier momento podría haber una llamada y un B-29 surcaría el cielo azul del Pacífico y lanzaría la última bomba de la guerra. Su misión habría acabado, después de cuatro años, y los soldados podrían volver a casa.
Contempló el monumento a Lincoln desde lejos y después se acercó hasta la colosal estatua sentada. Apenas había turistas aquel día en la capital; el calor era infernal y la mayoría de la gente prefería pasar esos días junto al mar o en el campo. Una vez en la base del monumento, el general Groves miró la cara cansada del Lincoln.
—Ahora entiendo por lo que tuviste que pasar al sacrificar todo en pro de un ideal. Dentro de unos días, la mitad de la humanidad me considerará un monstruo y la otra mitad un héroe. En el fondo no deseo ser ninguna de las dos cosas. Teníamos que hacer un trabajo y lo hemos hecho. Eso es todo.
El general caminó despacio por la inmensa avenida. La ciudad parecía adormecida por el calor. Se quitó la gorra y pasó un pañuelo por su frente sudorosa. Hombres como él habían construido aquel país, pensó mientras regresaba a su despacho por la larga avenida rodeada de árboles.