29

La última orden

«El buen pastor esquila las ovejas pero no las devora».

Esquilo

30 DE JULIO DE 1945,

ISLA DE GUAM

La isla bullía de agitación y actividad. En las últimas semanas decenas de miles de soldados habían sido trasladados de Europa para participar en la inminente invasión de Japón. En el despacho del general LeMay el trabajo se había multiplicado. La sala de reuniones estaba repleta de oficiales reunidos para escuchar al general Cari Spaatz, comandante general de las Fuerzas Aéreas Estratégicas, que traía órdenes desde Washington.

—Caballeros, permítanme que abra el sobre delante suyo —dijo el general Spaatz tomando el abrecartas y rajando el lacrado rojo.

El resto de oficiales le miraba con expectación contenida. Algunos llevaban meses esperando la invasión de Japón. Estaban cansados de la guerra y la inactividad era el peor antídoto contra el desánimo.

Spaatz había recibido instrucciones del general Groves sobre la bomba atómica. No estaba de acuerdo con su uso, opinión que compartía con el general Eisenhower.

El general Spaatz había pedido a Groves que le diera las órdenes por escrito. No quería transmitir una orden como aquélla de forma verbal. Groves al principio se había opuesto, pero al final había mandado un borrador a Potsdam y se lo habían devuelto unos días después, aprobado por el Presidente.

Todos le miraban ansiosos. El general LeMay tenía miedo de que el documento le desplazara del mando de la misión a favor del general Spaatz, Tibbets creía que el documento contenía las últimas órdenes e incluía una fecha de ejecución de la misión; junto a ellos dos novatos en el proyecto. Parsons y Blanchard, miraban impacientes el papel que sujetaba el general.

Entonces la voz ronca del general Spaatz comenzó a leer el informe y el resto contuvo la respiración:

Al general Cari Spaatz, comandante en jefe de las Fuerzas Aéreas Estratégicas de Estados Unidos:

1. El Grupo Mixto 509, de la 20.ª Fuerza Aérea, lanzará su primer bomba especial tan pronto como el tiempo permita el bombardeo visual a partir del 3 de agosto de 1945 y sobre uno de los siguientes objetivos: Hiroshima. Kokura. Niigata y Nagasaki. Un avión adicional acompañará al aparato encargado de la misión con el objetivo de transportar al personal científico y militar del Departamento de Guerra que ha de observar y registrar los efectos de la explosión de la bomba. Los aviones de observación permanecerán a varios kilómetros de distancia del lugar del impacto de la bomba.

2. Se lanzarán bombas adicionales sobre los objetivos anteriormente mencionados tan pronto como lo disponga el personal del proyecto. Se ampliarán las instrucciones concernientes a los objetivos diferentes a los anteriormente mencionados.

3. La difusión de parte o de toda información relacionada con el empleo de la bomba contra Japón queda reservada al Secretario de Guerra y al Presidente de Estados Unidos. Los comandantes sobre el terreno no emitirán comunicados de ninguna clase sobre el tema sin contar con la autorización de sus superiores. Toda noticia que pudiera surgir sobre el tema, se enviará al Departamento de Guerra para obtener una autorización particular.

4. Todas las normas mencionadas aquí se han redactado con la aprobación del Secretario de Guerra y del Jefe de Estado Mayor de Estados Unidos. Es conveniente que envíe usted una copia de estas normas al general McArthur y otra al almirante Nimitz, para su información.

Firmado: THOS. T. HANDY

General Jefe de Estado Mayor

Jefe interino de Estado Mayor

Después de la lectura se produjo un silencio. El general Spaatz guardó la carta y comenzó a hablar:

—Caballeros, ¿cómo van sus preparativos? Ya han visto que la carta nos emplaza a lanzar la bomba después del día 3 de agosto. Eso nos deja un margen de cuatro días.

—Si me lo permiten, les leeré yo ahora el informe del señor Oppenheimer —dijo Parsons.

Parsons leyó una escueta carta donde el científico les informaba de algunas de las características de la bomba que tenían que arrojar sobre Japón. La bomba estaría entre las once mil y las dieciocho mil toneladas y su explosión equivaldría a la de trece mil toneladas de TNT. Tibbets calculó en su cabeza las bombas convencionales que se necesitarían para causar el mismo efecto. Se necesitarían dos mil B-29 cargados hasta los topes de bombas de alta potencia, para igualar los efectos de una sola bomba atómica.

«… No se espera que la contaminación radiactiva alcance la tierra. La bola de fuego debe poseer un brillo que persistirá más tiempo que en Trinity, ya que ninguna clase de polvo interferirá en la proyección. En general, la luz visible emitida por la unidad debe de ser aún más espectacular. La radiación letal, por supuesto, llegará a tierra desde la misma bomba… Buena suerte».

La potencia de la bomba que estaban a punto de lanzar era tan descomunal, que les costaba pensar en su verdadero poder de destrucción.

Después de la reunión. Tibbets regresó con Parsons a Tinian para ultimar los preparativos para el lanzamiento de la bomba.

El día anterior, los miembros del 393 habían realizado sus últimos vuelos de prueba sobre objetivos reales en Japón. Todos los aviones habían regresado intactos a la base.

Tibbets todavía no había decidido cuál sería la tripulación definitiva que llevaría a cabo la misión. Lewis había cambiado tanto de actitud en las últimas semanas, que casi estaba convencido que Tibbets le elegiría a él para que comandara la misión, pero el coronel ya había decidido que él mismos pilotaría el avión.

Los hombres del 509 presentían que se acercaba el fin de la misión. La actividad en las últimas semanas había sido frenética. La bomba se encontraba desde hacía unos días en una zona de máxima seguridad.

En la base reinaba una mezcla de euforia y nerviosismo contenido. El hecho de desconocer el objetivo final de la misión, pero ser conscientes de la importancia estratégica de ésta y la posibilidad de que la guerra terminara tras realizar el bombardeo, despertaba esperanzas que eran muy difíciles de controlar.

31 DE JULIO DE 1945,

WASHINGTON, D. C.

Ahora que quedaban tan pocos días para que llegara el momento clave del lanzamiento, las cosas no hacían sino complicarse, pensó Groves al leer la carta. El general Spaatz le había mandado un informe en el que le hablaba de los prisioneros americanos en los objetivos propuestos, especialmente en Hiroshima y Nagasaki.

El general Groves ya sabía de la existencia de prisioneros americanos en algunos de los objetivos. En el caso de Hiroshima los prisioneros de guerra ascendían a veintitrés, pero en el caso de Nagasaki el número era mayor.

Los servicios secretos habían situado el campamento de prisioneros de Nagasaki a un kilómetro y medio del centro de la ciudad. El general Spaatz estaba preocupado por la suerte de estos hombres, ya que fuera el que fuera el punto central de lanzamiento, la bomba los barrería de todas maneras.

El general Groves sabía los efectos de la bomba atómica y las esperanzas de aquellos hombres no eran buenas. Lo mínimo que podía pasarles era que se quedaran ciegos, aunque lo más probable es que murieran en la explosión. ¿Debían cambiar los objetivos donde supieran a ciencia cierta que había prisioneros de guerra?

Lo más razonable, pensó el general Groves, era que la decisión última la tomara el Secretario de Guerra, aunque el general dudaba que, apenas a tres días del final del plazo. Stimson cambiara los objetivos que había costado meses estudiar y elegir.

El Secretario de Guerra acababa de regresar de Potsdam. El Presidente todavía estaba en Alemania y el Secretario quería preparar su regreso. Después de casi quince días fuera de los Estados Unidos, el trabajo se había acumulado notablemente.

Antes de visitar a Stimson. Groves preparó una nueva orden para el general Spaatz; en ella se pedía que los puntos finales de lanzamiento estuvieran lo más alejados posibles de los campamentos de prisioneros. Groves sabía que eso era una acción inútil, ya que la onda expansiva y la radiación afectarían con casi total seguridad a los prisioneros.

Cuando Groves llegó al despacho del Secretario de Guerra traía una vieja propuesta bajo el brazo que pensaba que Stimson podía reconsiderar de nuevo.

—General Groves, me alegra verle. Quería felicitarle personalmente. Cuando su información llegó a Alemania, insufló en todos nosotros esperanzas renovadas, además de darnos ventaja sobre los rusos —dijo Stimson levantándose y dando la mano al general.

—Muchas gracias, señor Secretario —contestó Groves entusiasmado con el optimismo de Stimson.

—Sé que le preocupan los prisioneros de guerra. He leído la petición del general Spaatz. Que difícil es tomar algunas decisiones, ¿no es cierto? —dijo Stimson, apesadumbrado de repente.

Era la primera vez que el Secretario se mostraba vulnerable, ya no era corriente que expresara ningún sentimiento en público.

—He pensado que podríamos cambiar de objetivos, señor —dijo Groves.

—Yo también lo he pensado, pero las órdenes ya están dadas, y el Presidente aprobó la lista de los seleccionados. Una nueva elección de objetivos podría retrasar la misión, la guerra se prolongaría y las bajas aumentarían. Por querer salvar a un puñado de soldados, podemos perder mil o dos mil diarios en los próximos meses —dijo en tono grave el Secretario

—Lo sé, señor, pero no quiero proponer nuevos objetivos, simplemente podríamos utilizar uno de los anteriormente rechazados. El objetivo que tengo en mente es Kioto, allí no hay prisioneros de guerra norteamericanos —dijo Groves.

—Kioto fue descartado hace meses por razones que usted conoce perfectamente, pero además, el coronel Smith, el meteorólogo del 393, descartó un objetivo tan al norte —dijo Stimson molesto por la insistencia de Groves sobre Kioto.

—Kioto no está tan al norte, señor.

—Gracias, general, por enseñarme la orden que va a enviar al general Spaatz, me parece correcta su respuesta —dijo Stimson poniéndose en pie y caminando hasta la puerta—. Perdóneme, pero tengo mucho trabajo acumulado y en unos días el Presidente estará de vuelta.

Groves se dirigió a la puerta echando chispas. La arrogancia del Secretario no tenía límites. Aquella maldita operación era militar y los militares deberían ser los que tuvieran la última palabra, pero las decisiones políticas se mezclaban con las estratégicas.

—A propósito, general Groves. Hiroshima es la ciudad con menos prisioneros de guerra, no se puede hablar ni de un campamento. Quiero que sea el objetivo primario.

—Como usted diga, señor Secretario —dijo Groves después de saludar.

—De nuevo, gracias y felicidades —dijo el Secretario esbozando una sonrisa.

El general caminó por el pasillo hasta salir a la calurosa mañana de Washington. Llevaba tres años sin descansar un solo día, ya fuera domingo, fiesta o vacaciones. Debido a la tensión que debía soportar tenía sus nervios destrozados, pero ya veía que el final se acercaba. Sus sentimientos eran contradictorios. Alegría por el cercano desenlace, angustia por los resultados y pena por el final de una de las mejores etapas de su vida. El Proyecto Manhattan se había convertido en el eje central de su existencia, cuando la bomba cayera dentro de unos días, todo habría terminado y no sabía si estaba preparado para eso.

30 DE JULIO DE 1945,

POTSDAM

En los dos últimos días las animadas calles de la ciudad habían vuelto a su tranquilidad habitual. Las delegaciones se reducían día tras día, sobre todo la británica y la rusa, que comenzaba a ser puramente testimonial en la mayoría de los departamentos. Los rusos habían salido fortalecidos en Europa, no habían cedido en ninguna de sus reivindicaciones y, por si esto fuera poco, habían conseguido el aval para entrar en la guerra contra Japón, para repartir con Estados Unidos y el Reino Unido los despojos de su imperio.

Los ciudadanos de Potsdam sabían que cuando los miembros de la conferencia se marcharan, sus privilegios se terminarían de repente. Los rusos habían querido hacer de la ciudad un escaparate de cómo iba a ser su política en los territorios ocupados, pero la verdad era que no les importaba mucho la situación de la población civil y cuáles serían sus condiciones de vida cuando llegara el invierno. El falso escenario de la conferencia comenzaba a caerse a pedazos.

El joven coronel John Smith tenía otras razones para sentirse angustiado aquellos últimos días en Potsdam. En contra de lo que pensaba, el Presidente había restringido sus presentaciones públicas hasta el mínimo y no había un segundo en el que no estuviera rodeado de consejeros o generales del ejército.

El sargento Wolf continuaba siendo su sombra. Apenas podía hacer nada sin que el sargento le siguiera a todas partes. Su misión prácticamente había acabado, sólo tenía que tomar un avión que le llevara en unos días a Estados Unidos y esperar allí nuevas órdenes.

Su estado de ansiedad crecía de día en día, por la cabeza le rondaba todo el rato la idea de descubrir a sus superiores los planes de Dulles. Pero las palabras del director del OSS no dejaban de darle vueltas, el objetivo primario de la bomba era Hiroshima, pero no su puerto y base militar, tal y como creía el Presidente, el objetivo era toda la ciudad. Él había escogido Hiroshima para su destrucción, lo mínimo que podía hacer era intentar salvarla.

El joven coronel recorrió los pasillos del palacio y se decidió a pedir una nueva entrevista con el Presidente. En la puerta del despacho del Presidente había varios militares y civiles. Una secretaria algo rechoncha atendía el teléfono y recibía a las visitas. En la puerta principal que daba a la sala de espera dos soldados hacían guardia.

Cuando la mujer vio llegar a John, agachó la cabeza e intentó ignorarle. El joven se dirigió directamente hasta la mesa de la secretaria.

—Buenos días, señora Perry.

—Buenos días, coronel Smith. ¿De nuevo por aquí?

—Sí, señora Perry. Llevo días intentando entrevistarme con el Presidente, pero es del todo imposible —dijo John con tono angustiado.

—El Presidente está muy ocupado; el día 2 regresa para Washington, mañana es la última reunión con los jefes de Estado y después quiere leer un alegato final.

—Entiendo que esté muy ocupado, pero tengo que transmitirle un mensaje urgente —le apremió John.

—Ya le he dicho que le escriba una nota, o me deje lo que quiera que el Presidente lea. Yo se lo haré llegar sin falta —dijo la secretaria con cara de pocos amigos.

John respiró hondo antes de contestar. Notaba cómo su ira crecía por momentos. Después intentó sonreír a la mujer.

—Es algo altamente confidencial que tengo que dar en persona al Presidente.

—Pues me temo que tendrá que esperar a que regrese a Washington —dijo la secretaria con una sonrisa forzada.

—No puedo esperar tanto tiempo —dijo John comenzando a enfurecerse—. Inténtelo con el Secretario de Estado.

—No, tiene que ser el Presidente.

La secretaria hizo un gesto con las manos y John le lanzó una mirada furiosa. Se dio media vuelta y se dirigió a la salida. Estaba claro que tendría que usar otra estrategia para hablar con el Presidente. El tiempo se acababa. Dentro de cuarenta y ocho horas, no podría hacer nada por evitar el lanzamiento de la bomba.