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Suiza

«La mejor forma de destruir a su enemigo es convertirle en su amigo».

Abraham Lincoln

29 DE JULIO DE 1945,

BERNA, SUIZA

Las luces de la ciudad acababan de encenderse y Hack caminaba con las manos en los bolsillos, fumando uno de sus cigarrillos americanos y comenzando a añorar el otoño. En verano, algunos días podían ser muy calurosos, sobre todo para gente como él acostumbrada al frío durante toda su vida. Contempló el reloj de la plaza, dio una fuerte calada al pitillo y retomó su camino. El hombre de la chaqueta gris le seguía. Ahora estaba completamente seguro. Intentó disimular y no aceleró el paso. ¿Quién podía ser? Uno de los hombres del OSS. Tal vez los americanos se estaban comenzando a poner nerviosos. En aquellos últimos días, varias semanas de negociación se habían echado a perder. La maldita Declaración de Potsdam y la estúpida respuesta de Suzuki estaban abocando al mundo a una guerra de destrucción total. Fujimura le había hablado de la ruina de Alemania. Dos terceras partes de lo que en otro tiempo fuera su hogar, ya no era más que un montón de ruinas y cenizas. Millones de personas sin hogar, cientos de miles sin zapatos, ropa o alimentos básicos. El invierno se acercaba lentamente. El frío y las enfermedades podían diezmar aun más una población famélica y malnutrida.

Hack miró a un lado y a otro antes de cruzar la calle y después decidió dar un rodeo antes de ir a ver a su contacto. No quería llevar al hombre que le seguía hasta él. Al final se decidió a entrar en un gran almacén; a aquella hora cientos de turistas y suizos se aglomeraban allí para celebrar la fiesta de la abundancia, mientras que casi toda Europa se moría de hambre.

Cuando Hack miró para detrás pudo ver el rostro del hombre que le buscaba por todos lados. Subió dos plantas más y salió por la otra calle. Salió corriendo calle arriba. Después de diez minutos, notó el corazón a punto de estallar. Definitivamente, había perdido su anterior agilidad y buena forma. Miró un par de veces para comprobar que nadie le seguía y se introdujo en un humilde portal de la zona sur de la ciudad.

La escalera oscura olía a humedad. Ascendió las cuatro plantas y, una vez frente a la puerta, descansó unos segundos para tomar aire. Estaba empapado en sudor. El esfuerzo de sus pulmones le había levantado un fuerte dolor en la sien. Ahora que comenzaba a recuperar el aliento, escuchó a través de la delgada puerta unas voces. Llamó con los nudillos y esperó impaciente a que le abriesen.

Un tipo alto y delgado, de aspecto cadavérico, entornó la puerta y le miró con sus saltones ojos azules.

—Sé que vengo un poco tarde, pero alguien me seguía.

El hombre no le respondió. Simplemente le abrió la puerta y Hack entró rápidamente. Los dos caminaron por el piso. En claro contraste con su aspecto exterior, el interior del edificio era agradable y las habitaciones estaban amuebladas con gusto.

—Bueno, no tengo mucho tiempo —dijo Hack sin aceptar la invitación a que se sentara.

—Como quiera. Lo único que puedo decirle es que los norteamericanos preparan algo gordo —dijo el hombre con un cargado acento ruso.

—Pero ¿qué es lo que traman? —preguntó Hack impaciente.

—Sólo sabemos que es un arma secreta y que van a emplearla en breve contra Japón —dijo el ruso.

—¡Maldita sea! ¿No puede darme más detalles?

El hombre se encogió de hombros. Hack sacó de uno de sus bolsillos interiores un fajo de billetes y los puso sobre la mesa.

—Son dólares, como me pidió.

—Está bien —dijo el ruso después de manosear los billetes.

El ruso se puso en pie y le acompañó hasta la entrada. Justo cuando el alemán cruzó el umbral le dijo.

—A propósito, sabemos que su «amigo americano» ha estado en Potsdam.

—¿Quién? —preguntó Hack.

—Dulles, el jefe del OSS.

Hack se dio media vuelta y sin despedirse, descendió las escaleras meditabundo. Un arma secreta contra el Japón. ¿De qué podía tratarse? Fuera lo que fuera, suponía un nuevo obstáculo para alcanzar la paz. Al menos Dulles había estado en Potsdam y sólo una cosa podía llevarle allí: hablar con el Presidente sobre su oferta de negociación. Hack sabía que el tiempo se acababa. Como un reloj suizo con la maquinaria afinada, nada podría detener el desastre a no ser que se dieran prisa. Pero ¿qué más podía hacer él?