27

Ni una palabra más

«Una gran parte de los males que atormentan al mundo derivan de las palabras».

Burke

28 DE JULIO DE 1945,

POTSDAM

El regreso de Churchill a Londres le hacía sentirse más inseguro. De alguna manera. Churchill había sido su mentor en la conferencia, pero ahora el aristócrata inglés estaba lejos y el nuevo Primer ministro británico no le inspiraba mucha confianza. Truman dejó los informes de inteligencia sobre la mesa e intentó concentrarse. Estaba a punto de tomar una decisión trascendental: como comandante en jefe del ejército de Estados Unidos le correspondía a él dar luz verde al lanzamiento de la bomba.

El secretario Stimson entró en ese momento en el despacho y observó al meditabundo Presidente. Parecía abrumado por la decisión que iba tomar, pero el Secretario de Guerra sabía que terminaría por hacerlo. Con respecto a la decisión que habría tomado el presidente Roosevelt en el momento clave tenía sus dudas, pero el carácter de Truman era muy diferente. Truman siempre quería complacer, tenía una necesidad infantil de ser aceptado y admitido por los demás.

—Stimson —saludó Truman al percatarse de que el Secretario había entrado en el despacho.

—¿Tiene ganas de volver a casa. Presidente? —preguntó Stimson para distraer la torturada mente de Truman.

—Lo cierto es que sí. Cada día que pasa, siento que es absurdo permanecer aquí por más tiempo. Es como esas comisiones mixtas que se han creado para la invasión de Japón, son sólo una pantomima, ya no necesitamos a los rusos para ganar esta guerra —dijo el Presidente, con tono asqueado.

—Pero el proceso debe seguir su curso. En mi reunión con Stalin de ayer las cosas no fueron mucho mejor, continuó pidiendo concesiones. Un día de estos exigirá que le entreguemos la propia Casa Blanca. Cuando lancemos la bomba, los rusos se lo pensarán dos veces antes de cuestionar nuestro liderazgo mundial.

—¿Ha leído la respuesta del gobierno japonés?

—Es justo la respuesta que esperábamos, señor Presidente —contestó aséptico Stimson.

—Pues si le digo la verdad, yo aún albergaba alguna esperanza. Tal vez nos equivocamos al no incluir algún tipo de cláusula en la que se garantizara la inviolabilidad del Emperador.

—Señor Presidente, ya sabe que casi todo su gabinete es contrario a que se mantenga a Hiro-Hito en el poder. Su consejero, el señor Harry Hopkins, el secretario Dean Acheson o el propio Secretario de Estado, Byrnes, no ven con buenos ojos que el Emperador no pague por sus crímenes de guerra.

—Pero el Emperador es el símbolo del Japón y, además, no estamos seguros de papel que ha desempeñado en la guerra. Puede que tan sólo haya sido una marioneta en las manos del ejército.

—Para la opinión pública americana el Emperador es un asesino. Si le absolvemos antes de condenarle, nadie creerá que hemos hecho esta guerra para defender la paz y la justicia.

—Bonitas palabras, pero me preocupa si el mundo entenderá nuestra decisión —dijo Truman apesadumbrado.

Stimson comenzó a preocuparse. Se acercó al Presidente y le dijo:

—El primer ministro japonés Suzuki ha despreciado una propuesta de paz justa y equilibrada. Ya le he comentado que la traducción literal de mokusatsu es «no hacer caso» o «tratar con silencio despectivo algo».

—¿Están seguros de la traducción? ¿Por qué no consultan al coronel Smith? Él conoce el japonés, ¿verdad?

—No creo que un simple mestizo pueda entender el significado de una palabra tan compleja. La respuesta de Suzuki ha sido examinada por varios especialistas y todos han coincidido en que el significado es despreciativo.

Truman intentó animarse y cogió una de las botellas del mueble bar. Un bourbon podía levantarle el ánimo y despejar todas sus dudas.

—¿Quiere una copa. Secretario? —preguntó el Presidente sirviéndose un whisky doble.

—No, gracias.

Truman se sentó en el sillón y cruzó las piernas.

—A nosotros sólo nos queda demostrar que el ultimátum significa exactamente lo que dice al pie de la letra. La bomba atómica es un arma eminentemente apropiada para terminar con la guerra —dijo Stimson intentando disimular su preocupación y queriendo transmitir seguridad.

—Creo que es lo mejor. Redacte usted mismo la carta y envíela al general LeMay. Mi deseo es que tiren la bomba sobre el objetivo primero, en cuanto sea técnicamente posible —zanjó el Presidente y, tras dar la orden, notó como la tensión de los últimos días se disipaba.

El mundo podía ser mejor si los norteamericanos extendían la libertad y la democracia, se dijo. Tal vez algunos mueran para conseguirla, pero muchos otros se salvarán.

El comedor estaba repleto y el sargento Wolf tuvo que buscar un sitio para los dos durante un buen rato. El sargento había aparecido tal y como se había esfumado, de repente y sin avisar. La única excusa que había dado era que, siguiendo órdenes, había llevado a un general al otro lado de Alemania, a la zona bajo protección inglesa.

John no le hizo muchas preguntas. Él ya se movía con total libertad por Potsdam y en los últimos días había conocido a casi todos los altos cargos de la comisión norteamericana.

—Parece que esto está llegando a su fin. Gran parte de la delegación británica se fue con Churchill, los rusos están desapareciendo a cuentagotas y nosotros también nos iremos pronto —dijo el sargento mientras engullía un inmenso muslo de pavo.

—Espero que sea cierto; con esa forma de comer que tienes, dejarás morir de hambre a dos o tres alemanes por lo menos.

—¿Qué piensa hacer cuando vuelva a casa? —preguntó el sargento.

—Terminar mi tesis e intentar conseguir una plaza como profesor auxiliar —dijo John después de beber algo de Coca Cola.

—Pues yo regresaré a mi pueblo en Kansas y me imagino que algún día me ocuparé de la granja de mi viejo. No suena muy divertido, ¿verdad?

—No sé, nunca he vivido en una granja.

—Aunque, si uno es un poco listo y se queda uno o dos años aquí, puede hacer mucho dinero. ¿Quiere saber a qué se dedicaba el general al que llevé a la otra zona? —preguntó el sargento Wolf bajando el tono de voz.

—No, ya tengo suficiente con mis problemas —dijo John.

—Un hombre con sus contactos podría hacer mucho dinero. Hay gente que está vendiendo parte de la comida de los soldados en el mercado negro. Esa pobre gente tiene derecho a comer. ¿No le parece?

—No sea cínico, sargento. Ya le he dicho que no me interesa —dijo John frunciendo el ceño.

El sargento continuó la comida en silencio. Ahora que había descubierto el coronel Smith a qué se dedicaba cuando no estaba con él, podía denunciarle y eso le haría pasar un montón de tiempo en un calabozo.

—Usted no dirá nada de lo que hemos hablado… —dijo Wolf preocupado.

—Debería hacerlo, pero en dos o tres días regreso a casa. No quiero meterme en más líos.

—Seguro que termina en Washington como asesor del presidente. Si yo tuviera su suerte no me dedicaría a dar tantas vueltas a las cosas.

Alguien observaba a los dos hombres desde el otro extremo del comedor. Un hombre de mediana edad, delgado, con gafas y vestido con un uniforme raído del Ejército. John pensó al principio que le conocía de algo, pero no sabía dónde le había visto.

Después de la comida, el sargento Wolf y John se dirigieron a la parte más animada de la ciudad. La conferencia estaba casi terminada y el ritmo frenético de los primeros días había dado paso a sesiones matutinas cortas y tardes largas en las que no había nada que hacer. El sargento había insistido al coronel para que fueran a ver un cabaret. A John no le seducía la idea, pero estar encerrado en su habitación los próximos dos o tres días no le hacía mucha gracia, por lo que decidió acompañar a Wolf aquella tarde, beber un poco y dejar que los días pasaran lo más rápido posible.

Cuando entraron en el oscuro local. John pensó que había sido una mala idea. No quería hacer el tipo de cosas que había visto en los hombres del 393. Vivir una vida dentro del ejército y otra fuera. No quería engañar a Ana, ni tener que volver con la cabeza gacha y arrepentido por haber atravesado el límite de lo aceptable.

Comenzó la música y los focos de colores inundaron el escenario. Las bailarinas, vestidas con ropa interior, se contorsionaban al son de la música. El sargento Wolf estaba extasiado, con los ojos fijos en las chicas de largas piernas. John comenzaba a sentirse mareado en aquel ambiente cargado de humo y música.

—¿Qué rayos echan a esto? —preguntó John mirando el vaso de whisky.

Su compañero estaba tan absorto en el espectáculo que ni se molestó en contestarle.

—Voy a ir al baño —gritó John al oído del sargento; éste le contestó con un gesto.

El coronel salió con dificultad del salón a oscuras, apenas iluminado por velas rojas en las mesas y los chispazos de color de los focos. Cuando logró llegar al hall y encontrar los baños, notó que su borrachera comenzaba a ser alarmante. Entró en el baño y se acercó a uno de los urinarios. El mugriento servicio estaba completamente solitario y semioscuro. Un fuerte olor a orines le inundó la nariz. Se bajó la cremallera y comenzó a evacuar.

—¿Coronel Smith?

Escuchó desde uno de los ángulos oscuros del baño. La voz parecía serena, con un ligero acento británico.

John miró hacia la oscuridad, pero no vio nada excepto sombras. Escuchó unos pasos, hasta que advirtió al hombre delgado que había descubierto vigilándole en el comedor de oficiales.

—Disculpe que me ponga en contacto con usted en un sitio como éste, pero prefiero que no nos vean juntos.

John se subió la cremallera y se dirigió al lavabo sin hacer caso a aquel tipo.

—Déjeme que me presente; mi nombre es Dulles, director del OSS —dijo el hombre aproximándose aun más a John.

—No le conozco de nada y no me interesa lo que tenga que contarme.

—Es lógico que no me crea. Normalmente no me presento en lugares como éste —dijo el hombre levantando los brazos—. Pero a veces hay que hacer la guerra en terrenos insospechados.

—Ni que lo diga, señor…

—Dulles.

—Señor Dulles, soy coronel de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos…

—Y un mercenario contratado por los Tigres Voladores —dijo Dulles.

John se quedó sin habla. Hacía tanto tiempo que nadie mencionaba a los Tigres.

—No se preocupe, coronel Smith, no es ningún delito ser un mercenario. Nuestro gobierno hace mucho tiempo que contrata a cierto tipo de hombres para misiones especiales. El presidente Roosevelt creó su grupo para combatir a los japoneses en la guerra entre Japón y China. Usted también trabaja en lo mismo, luchar contra Japón hasta que se rinda.

El joven coronel abrió la boca para decir algo, pero al final optó por permanecer callado.

—No me he acercado a usted porque trabaje con los Tigres Voladores. Tampoco porque sea medio japonés; me he acercado a usted porque puede acercarse al Presidente y hablar con él. Por lo que tengo entendido, sus últimos servicios han impresionado a Truman.

John se encogió de hombros y esperó a que el hombre le contara por fin que quería de él.

—También sé que usted es un hombre razonable. Su padre es un reconocido pacifista.

—¿Dónde quiere llegar, señor Dulles? —preguntó John con el corazón acelerado.

—Me gusta la gente directa. Hace unos días me reuní con el Secretario de Estado y con el Secretario de Guerra; tenía que informarles de unas negociaciones que hemos realizado con los japoneses vía Berna, en Suiza.

—¿Y?

—Bueno, después de comprobar la fiabilidad de nuestros negociadores japoneses y sondear sus peticiones, nos pusimos en contacto, como ya le he dicho, con los secretarios de Estado y Guerra. Para mi sorpresa, los dos me dijeron lo mismo: que cesara en las negociaciones. No creían que los negociadores fueran válidos —comentó Dulles casi sin respirar.

—No entiendo por qué me cuenta todo esto. Yo sólo soy un meteorólogo —se excusó John.

—No, usted es ahora mismo el meteorólogo del Presidente y tiene acceso directo a él. Dentro de unos días el gobierno lanzará la bomba sobre Japón y Truman le necesita para que le asesore.

—Cualquiera podría hacerlo por mí.

—Usted puede impedir que se lance la bomba —dijo Dulles con tono angustiado.

—¿Qué dice? Usted es un traidor. ¿Quiere que pare la misión que conseguirá terminar con la guerra y ahorrará miles de vidas? —dijo John apretando los puños.

—¿Traidor? ¿Me llama traidor? Sólo pretendo que entregue este informe al Presidente y puede leerlo usted mismo. Tengo razones para sospechar que los altos mando del ejército y algunos miembros del gobierno están ocultando información vital —lanzó Dulles.

—¿Cómo? No le creo. ¿Por qué iban a hacer algo así? —preguntó John.

—En ese informe demuestro que el ejército ha exagerado las cifras de muertos y heridos en el caso de realizar un desembarco en Japón.

—Eso es un asunto muy relativo. Ni los propios expertos se ponen de acuerdo —dijo John.

—No, en este caso las diferencias son abrumadoras.

—Si usted lo dice —contestó molesto John.

—Además, también se ha ocultado al Presidente que la bomba fue creada para lanzarse sobre Alemania en el caso de que ésta llegara a estar cerca de la construcción de su propia bomba atómica. Nunca se pensó en Japón como un objetivo —dijo Dulles comenzando a desesperarse.

—Las circunstancias han cambiado, ahora nuestro enemigo es Japón. Es normal que se emplee contra ellos.

—Pero eso no es todo, los «Halcones» del Alto Mando quieren ocultar al Presidente la posibilidad de llegar a una paz negociada. Japón está dispuesta a rendirse sin condiciones, si se garantiza la continuación de la casa imperial.

—De verdad, admiro su tesón, pero no puedo ayudarle. Si me disculpa… —dijo John apartando al hombre.

—¿Tan poco le importa que se lance la bomba en la ciudad que usted ha elegido?

John se paró en seco. ¿Qué decía aquel hombre? Al final se había desestimado el usar objetivos civiles, la bomba se iba a lanzar sólo sobre sitios estratégicos.

—Está mintiendo —dijo John desafiante.

—¿Usted cree? Hiroshima no es un objetivo militar. Es una ciudad repleta de gente inocente. Además, su sacrificio será inútil, porque los japoneses se quieren rendir. Por el amor de Dios… —dijo Dulles cogiendo a John por el brazo.

—Pues que se rindan. Sólo tienen que enviar un telegrama y decírselo al Presidente.

—Entonces, ¿va a permitir que muera toda esa gente? —preguntó Dulles utilizando su último cartucho.

—¿Qué puedo hacer yo para impedirlo? Cumplo órdenes; seguramente habrá civiles que mueran por la honda expansiva o por la radiación, pero no será una ciudad entera. La bomba se lanzará sobre el mar, frente a Hiroshima, para destruir una importante base de submarinos y buques de guerra. Allí se encuentra uno de los grupos de refuerzo que actuarán en el caso de que se invada la isla.

—¿Eso es lo que le han dicho? ¿Qué es una misión puramente militar?

—Estaba presente cuando los asesores de Truman le dijeron que el objetivo era la base de Hiroshima.

—Pues otra de sus mentiras. En este informe hay un detallado análisis acerca de dónde esta previsto lanzar la bomba y los efectos que producirá.

John comenzó a sentirse más angustiado. ¿Qué sucedería si aquel hombre tenía razón? ¿Era posible qué algunos generales estuvieran intentando manipular al Presidente?

—Sin esa información, el Presidente no puede tomar una decisión ecuánime. Después, cuando tenga todo esto sobre la mesa, que decida, pero no antes.

La puerta del baño se abrió de improviso y los dos hombres se sobresaltaron. Un soldado les miró arqueando una ceja y se dirigió a una de las cabinas. Los dos hombres dejaron el baño y continuaron la conversación en el pasillo.

—¿Y tan sólo hay que pasarle la información? —preguntó John con el ceño fruncido.

—Es lo único que le pido. Si el Presidente continúa con su idea de arrojar la bomba después de leer esto, no interferiré de ninguna manera.

—Pero ¿qué sucederá sin nos descubren? —preguntó John con un nudo en la garganta.

—No lo sé. Yo intentaré protegerle de todas las maneras.

El sonido de la música atravesaba las puertas y llegaba hasta ellos. Pero John tenía el corazón tan acelerado, que apenas escuchaba la música. Dulles le pasó un sobre grande.

—Únicamente entréguele esto. Si le descubren, diga que fue un encargo mío, que usted no tenía nada que ver.

John recogió el paquete y lo ocultó debajo de su uniforme. Notó el tacto áspero del sobre y el calor que empezaba a formar una pequeña mancha de sudor.

—Tiene tres días para entregarle el sobre, después será demasiado tarde. Si necesita localizarme estoy en esta dirección en Suiza. Aunque le cueste creerlo, está usted sirviendo a su país.

Dulles se dio media vuelta, pero antes de dar dos pasos se giró y le advirtió.

—Tenga cuidado. John. Le tienen vigilado. Si quiere llegar al Presidente tendrá que saltar muchos obstáculos. El sargento que le acompaña. Wolf, es un mercenario como usted.

—¿El sargento Wolf es un mercenario? —dijo boquiabierto John.

—Sí, dele esquinazo. Los partidarios de que la bomba se tire le siguen los pasos. No se fían de usted.

—Gracias.

—Si tiene un problema acuda a nosotros. Haremos lo que podamos por usted.

La gente comenzó a salir de la sala y el pasillo se inundó de uniformes de varios ejércitos y países.

Dulles desapareció entre la multitud, justo antes de que el sargento Wolf llegara hasta él.

—¿Dónde se ha metido, coronel? —preguntó Wolf algo achispado por la bebida.

—Creo que me sentó mal el whisky. Llevo una hora en el baño.

El sargento comenzó a reírse a carcajadas. Después los dos hombres se dirigieron a sus alojamientos. Cuando John se tumbó en la cama, notó como el sobre pegado a su cuerpo se le hincaba en la espalda. Pensó en ir a ver a Stimson y entregárselo, pero no pudo. Durante semanas había deseado tener la oportunidad de poder hacer algo para evitar lanzar la bomba sobre Japón, ahora la tenía, pero dudaba de sus agallas para llegar hasta el final.