Ultimátum
«Ningún hombre es tan tonto como para desear la guerra y no la paz; pues en la paz los hijos llevan a sus padres a la tumba, en la guerra son los padres quienes llevan a los hijos a la tumba».
Herodoto
26 DE JULIO DE 1945,
POTSDAM
Aún quedaban unas horas para que los Aliados lanzaran su ultimátum al gobierno japonés, cuando Truman convocó a su grupo de consejeros a una última reunión antes de tomar su decisión definitiva sobre el lanzamiento de la bomba atómica. John se dirigió muy temprano hasta «la pequeña Casa Blanca». Desconocía por completo el objetivo de la reunión y qué se esperaba exactamente de él, pero sabía que el Presidente le requería para algo muy importante.
Cuando llegó al edificio comprobó que ya había varios coches oficiales aparcados en uno de los lados del palacio, junto a un edificio en ruinas. Presentó sus credenciales a los soldados de la entrada y un hombre vestido de civil le llevó hasta una sala amplia en la planta inferior. La sala era una antigua biblioteca repleta de libros. Algunos de los volúmenes tenían más de cien años. Saludó a los asistentes, otras cuatro personas, y se sentó en una de las butacas.
John era el hombre más joven de la sala. El secretario de Guerra Stimson, con diferencia, era el más anciano. Entre sus dos edades estaba el secretario de Estado Byrnes y los otros dos asesores militares.
El Presidente entró en la sala con paso rápido y tras saludar brevemente a todos los asistentes se sentó. Todos permanecieron en silencio, hasta que Truman comenzó a hablar:
—Señores, quiero agradecerles su asistencia a esta reunión. Están al corriente de que en una hora enviaremos el ultimátum a Japón. Sabe Dios que mi deseo es terminar la guerra de una forma pacífica, pero no podemos aceptar una paz a cualquier precio. Si conociera una reacción positiva a nuestra propuesta de rendición, aunque fuera débil, pospondría el plan de lanzamiento de la bomba —la voz del Presidente sonó firme y sincera.
El resto del grupo se agitó inquieto en sus sillas.
—El día 21 llegó aquí un informe detallado sobre la bomba y la prueba en Alamogordo. Tenemos la bomba adecuada y capacidad para utilizarla en menos de una semana. El general LeMay me ha informado que en la primera semana de agosto estará todo preparado.
—Es una muy buena noticia —comentó el secretario Stimson.
—Sí, lo es. El gobierno de Estados Unidos lleva años trabajando en el proyecto armamentístico más importante de la historia del hombre. Ahora tenemos la llave para terminar con esta guerra. La cuestión es: ¿debemos lanzar la bomba?
—Señor, el lanzamiento de la bomba es una decisión que le compete a usted, pero por los informes enviados por el Comité Combinado de Inteligencia no dejan lugar a dudas —dijo el secretario de Estado Byrnes.
—¿El informe del Comité Combinado? —preguntó Truman dirigiendo una mirada a Stimson.
—Ese informe llegó aquí el 20 de julio, se lo dejé sobre su mesa el día 21, pero la verdad es que el trabajo de la conferencia no nos ha dado ni un respiro para que le echáramos un vistazo.
—¿Puede leerlo ahora, señor Stimson? —dijo el Presidente recostándose en el respaldo y cerrando levemente los ojos.
El secretario Stimson buscó entre los papeles de su maletín. Después de un rato encontró el informe, se colocó sus lentes y comenzó a leer.
«El Comité Combinado de Inteligencia.
Estudio sobre la situación actual de Japón: Japón vive en la actualidad una grave crisis institucional y política. El Comité, gracias a los servicios secretos que operan en territorio japonés y a los mensajes descifrados entre el embajador Sato de Moscú y el Ministro de Asuntos Exteriores. Togo, puede afirmar, que Japón hará uso de todos los medios a su alcance para esquivar la derrota total o la rendición incondicional.
a) Continuará y hasta incrementará sus intentos de asegurar la unidad política completa dentro del Imperio,
b) Intentará fomentar la creencia entre los enemigos de Japón de que la guerra será costosa y larga.
c) Hace esfuerzos desesperados por persuadir a la U. R. S. S. de que continúe en su neutralidad… mientras al mismo tiempo realiza todos los esfuerzos posibles para sembrar la discordia entre americanos y británicos, por un lado, y los rusos por el otro. Cuando la situación empeore aún más. Japón puede llegar hasta hacer un intento serio de utilizar a la U. R. S. S. como mediadora para terminar la guerra.
d) Hará tentativas periódicas por la paz en un esfuerzo por llevar la guerra a un final aceptable, por debilitar la determinación de los Aliados de luchar hasta un final amargo, o crear una disensión interaliada.
Los líderes japoneses están jugando ahora con el factor tiempo, en la esperanza de que el cansancio de la guerra por parte de los Aliados, la desunión entre ellos, o algún “milagro”, presente la oportunidad de llegar a una paz de compromiso. Los japoneses creen que una rendición incondicional será equivalente a extinción nacional. Todavía no hay ninguna señal de que los japoneses estén preparados para aceptar tales términos.»
El Presidente miró al resto de los hombres y esperó a que hicieran algún comentario. Después de unos segundos, fue Stimson el que habló de nuevo:
—El informe es claro y tajante, nuestro grupo de inteligencia no cree que los japoneses estén dispuestos a rendirse. No aceptarán el acuerdo en los términos que lo vamos a lanzar.
—Entonces, ¿deberíamos cambiarlo? —preguntó el Presidente.
—Con el debido respeto, señor Presidente —dijo uno de los generales—. Hemos consensuado el ultimátum con rusos e ingleses, no podemos rebajar su tono o conceder prerrogativas sin parecer débiles.
El secretario de Estado Byrnes afirmó con la cabeza.
—Sin duda, como dice ese informe, los japoneses intentarán jugar con nosotros para prolongar su agonía y conseguir algún tipo de concesiones.
—Estarán informados de que el día 24 me reuní con el primer ministro Churchill y con Stalin, con la intención de hablarles de la bomba atómica. No entré en detalles, pero informé a Stalin de que poseíamos un arma muy potente y destructiva. Apenas reaccionó, simplemente me felicitó y cambió de tema —dijo el Presidente.
—Stalin sabe que no le conviene ponerse a malas con nosotros —dijo uno de los generales.
—Pero también me dijo algo extraño. Algo que menciona ese informe que han leído, pero de lo que nadie me había hablado hasta ahora —dijo el Presidente.
—¿De qué se trata, señor Presidente? —preguntó el secretario Stimson.
—Stalin me comunicó que hace casi un mes el embajador del Japón en Moscú, en nombre del gobierno japonés, está pidiendo a los rusos que intercedan para llegar a una paz negociada.
—Mentiras, señor. Ya ha leído el informe del que habla, los japoneses pretenden ganar tiempo. No quieren que los rusos entren en guerra contra ellos. Incluso hemos interceptado informes que hablan de una alianza ruso-japonesa para atacarnos a nosotros —dijo Byrnes.
—¿Una alianza ruso-japonesa? —preguntó el Presidente—. Eso es disparatado. Stalin hará todo lo posible por extender su influencia por Asia, pero sabe mejor que nosotros que Japón está hundido.
—Sí, señor. Pero la pretensión japonesa es dividir fuerzas y retrasar lo inevitable. Los japoneses no quieren una paz negociada, por lo menos una paz en la que tengan que rendirse sin condiciones —dijo Stimson.
—Entonces, ¿el ultimátum será inútil? —preguntó el Presidente.
Nadie supo qué contestar. La reacción de Japón era imprevisible. Aunque en el fondo ninguno de los presentes tenía mucha esperanza en un final negociado de la guerra.
—Señor Presidente, el ultimátum puede reforzar a los partidarios de la paz que aún quedan dentro del Japón, pero sobre todo nos dará una justificación ante la historia. Todo el mundo sabrá que nuestras intenciones eran buenas y que deseábamos la paz.
John, que hasta ese momento había guardado silencio, levantó la cara y con la voz temblorosa dijo:
—Señor Presidente. Japón nunca se rendirá ni aceptará las condiciones de paz tal y como están redactadas en el ultimátum. Para los japoneses las palabras son muy importantes. El idioma japonés es muy preciso y huye de las ambigüedades. Por otro lado, el honor japonés no puede admitir la rendición incondicional, para ellos es como arrancarles la misma alma.
Un japonés prefiere morir a perder su honor. Además, el texto no garantiza la pervivencia de la figura del Emperador. Sin una modificación de esos dos puntos, Japón no aceptará el ultimátum.
Todos miraron a John. Él se sintió atravesado por los ojos del grupo de asesores y agachó la cabeza.
—Usted es de origen japonés, ¿no es cierto? —le preguntó el Presidente.
—Sí, señor. Mi madre es japonesa —contestó John avergonzado.
—Entonces conocerá bien la mentalidad japonesa.
—En parte, señor Presidente.
—Y dice que este ultimátum es inaceptable, pero cree que los japoneses aceptarían otro más suavizado.
—Si le soy sincero, lo desconozco por completo. No sé cómo piensan los líderes del Japón. Me he criado y he nacido en Estados Unidos.
—Entiendo. Los japoneses son un pueblo orgulloso, comprendo ese tipo de orgullo porque nosotros también somos un pueblo orgulloso, pero no podemos ceder y parecer débiles. ¿Hasta qué fecha podemos retrasar el lanzamiento de la bomba sin correr el peligro de que empeore el tiempo? —preguntó el Presidente a John.
El joven coronel meditó la respuesta antes de lanzar una fecha.
—Sin duda, como ya señalé en mi informe, el mejor momento para lanzar una bomba sobre Japón es durante las dos primeras semanas de agosto. Después, el tiempo empeorará notablemente y será muy difícil encontrar un día con cielos despejados.
—Pues no se hable más, los chicos de la prensa nos esperan. Lanzaremos nuestro mensaje al mundo y que Dios nos ayude —dijo el Presidente levantándose con agilidad.
Los seis hombres salieron del edificio y se dirigieron al palacio Cecilienhof. Allí, casi un centenar de periodistas, oficiales del Estado Mayor y algunos observadores, esperaban impacientes el mensaje del presidente Truman.
El Presidente entró en la sala donde se había preparado la rueda de prensa y se sentó en la mesa. Después, uno de sus asistentes le pasó el ultimátum. Truman carraspeó antes de ponerse a leer. Sabía que en unos minutos los oídos del mundo estarían atentos a sus palabras.
—Señores, el Presidente de Estados Unidos de América, el honorable Harry Truman —dijo el Secretario de Estado en tono rimbombante.
El Presidente se ajustó las gafas y leyó el ultimátum. Los norteamericanos estaban arrojado el último salvavidas a Japón, aun a sabiendas que no lo iba a coger.
27 DE JULIO DE 1945,
TOKIO
Aquella mañana las cosas parecían ir demasiado deprisa. El comandante general Arisue había salido corriendo de casa, con el estómago vacío y la cabeza dando vueltas al mismo asunto, la maldita Declaración de Potsdam. El Alto Mando esperaba algún tipo de comunicado de aquel tipo, los norteamericanos siempre se preocupaban de caer bien al mundo. Podían ser realmente duros o despiadados, pero se negaban a parecerlo. En la prensa del día el comunicado había sido tan recortado y censurado, que el texto original parecía un simple insulto al pueblo japonés. En Japón los periodistas eran patriotas que contribuían a la victoria, la verdad no era algo importante.
Arisue llegó a su despacho y se acomodó en su sillón preferido. En unos minutos, el teniente coronel Oya le presentaría el plan para resistir el previsible desembarco aliado en Kyushu. Hacía semanas que sospechaban que los norteamericanos iban a utilizar esa vía para comenzar la invasión de Japón y el ejército estaba preparando las defensas para resistir el ataque. Ellos no se dejarían engañar como los alemanes, no menospreciaban la fuerza de su enemigo, aunque Arisue y todo el Estado Mayor estaban seguros de que era posible retrasar el final de la guerra y conseguir una vez más quedar en tablas, como había pasado años antes en la guerra con China o con Rusia.
El teniente coronel Oya se presentó puntual y llamó a la puerta. El teniente coronel había hecho un largo viaje para estar a primera hora en el despacho de Arisue. En su cartera de cuero llevaba los planes del mariscal de campo Hata para resistir la invasión del Japón.
El teniente coronel comenzó a describir las inmejorables fortificaciones de Kyushu y el general Arisue pudo relajarse y empezar a ver el día con más optimismo. Las defensas de Tokio eran mucho más precarias. En los últimos meses, los bombardeos americanos se habían cebado con la capital, apenas quedaban edificios en pie y la mayor parte de la industria armamentística estaba arrasada. Podían resistir algunos meses frente a los norteamericanos, pero después no habría manera de reemplazar el material destruido o agotado.
—Señor, no importa que no tengamos balas, los japoneses tenemos coraje —dijo Oya ante las incómodas preguntas del general.
—No dudo del coraje de nuestro ejército y de nuestro pueblo, pero los americanos tienen muchas armas y aviones.
—El ejército luchará hasta el final por su Majestad el Emperador.
—¿Ve esto? —contestó Arisue—. Es el ultimátum de los norteamericanos. Hay algo que no entiendo en él: tal y como se esperaba es amenazante, pero además habla de destrucción total y rápida.
—¿Qué es lo que le extraña? —preguntó inquieto Oya.
—Entiendo que los norteamericanos nos amenacen con la destrucción total, pero lo que no comprendo es que digan que será rápida.
—Una fanfarronada norteamericana, se creen un cowboy matando indios.
—Además no dicen nada del Emperador, ni siquiera aseguran su inmunidad personal.
—Ya le dije, que los norteamericanos sólo nos están provocando —comentó Oya.
—Japón no puede subsistir sin Emperador, el mikado[9] es imprescindible —dijo Arisue.
—Además amenazan con perseguir los crímenes de guerra, quieren tratarnos como criminales y no como soldados. Ellos bombardean nuestras ciudades de día y de noche, matando a cientos de miles de mujeres, ancianos y niños, pero nosotros somos los criminales —dijo indignado Oya.
Arisue se puso en pie y apoyó los brazos sobre la mesa.
—Nos amenazan con la aniquilación, pero si aceptamos estas condiciones, tendríamos que abandonar todo lo que consideramos sagrado, lo que produciría la verdadera aniquilación de nuestro pueblo.
El Ministro de Asuntos Exteriores. Togo, caminaba de un lado al otro de su despacho sin parar. ¿Cómo era posible que los norteamericanos no hicieran ni una sola mención al Emperador? ¿Qué se suponía que debían hacer ellos ahora? ¿Capitular sin más? Las condiciones eran inadmisibles. En los pequeños acercamientos que habían realizado desde Moscú y Suiza, los norteamericanos se habían mostrado más comprensivos, pero ahora qué debía creer, ¿lo que decía el comunicado o lo que decían sus hombres en el extranjero?
Lo único que se le ocurría a Togo es que los norteamericanos quisieran mostrarse duros e inflexibles frente a su opinión pública, pero que en privado estuvieran dispuestos a hacer más concesiones, pero ¿cómo podía estar seguro?
Al final. Togo recogió la declaración y pidió una audiencia con el Emperador. Después de una hora fue recibido en el despacho del palacio y esperó impaciente a que el Emperador leyera el documento con su habitual tranquilidad. Togo miró el gran salón de la Gobunko, donde se encontraba la biblioteca imperial, uno de los pocos edificios que se había salvado de los bombardeos incendiarios norteamericanos. La noche anterior, las bombas habían vuelto a caer sobre la capital y habían arrasado otros dos distritos más. Pero, por primera vez, las bombas habían dado al palacio imperial de lleno, devorando con sus llamas el antiguo palacio de madera que había construido el abuelo del Emperador.
Hiro-Hito no parecía muy afectado por la pérdida de uno de los símbolos de Japón. Aquella mañana, tras salir de su refugio y evaluar los daños, se había contentado con sufrir los mismos avatares que su pueblo. Ahora estaba leyendo su propia declaración de muerte, el ultimátum norteamericano no lo mencionaba y eso sólo podía significar una cosa: los estadounidenses querían su cabeza.
Togo miró el rostro pálido del Emperador y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Los americanos habían lanzado su mensaje al mundo sin intentar hablar primero con ellos, saltándose todas las leyes de la diplomacia y el protocolo. Esa obsesión de los norteamericanos por la transparencia obstaculizaba cualquier tipo de acuerdo.
—¿Qué piensa de esto, ministro Togo? —preguntó el Emperador sin más ceremonia.
Togo estaba acostumbrado a ver al Emperador casi todos los días, conocía su forma de actuar y casi podía prever sus reacciones, pero se quedó sorprendido ante la pregunta directa que acababa de recibir.
—Majestad imperial, el comunicado se ha hecho fuera de forma y usando un medio inadecuado…
—No me diga lo que ya sé. Togo. Quiero una respuesta franca, directa y rápida. No necesito que me adorne la realidad. ¿Ve eso? —preguntó el Emperador señalando el palacio humeante—. Eso es la realidad.
—Lo sé. Majestad —dijo Togo con la cabeza inclinada.
—¿Cree qué éstos son los términos más razonables para una paz negociada, dada las circunstancias? —preguntó Hiro-Hito impaciente.
—Yo creo que son aceptables dadas las actuales circunstancias. Majestad.
Togo se levantó y saludó al Emperador. Ya no había nada más que decir. El Emperador se levantó y se retiró de la sala sin mediar palabra. El Ministro no se había atrevido a comunicar al Emperador la oposición radical del Alto Mando a la Declaración de Potsdam. El gobierno también se oponía a la declaración. Alegaba que al no haber recibido la proposición directamente, no podían considerar el documento como una propuesta real de paz.
Unas horas después, una parte considerable del gobierno japonés rodeaba al primer ministro Suzuki en una improvisada rueda de prensa. El Primer ministro levantó la mano para que los periodistas tomaran asiento y guardaran silencio. El anciano Suzuki tomó su discurso con manos temblorosas y dijo:
—Consideramos la Declaración de Potsdam como una nueva maniobra del gobierno norteamericano y sus aliados para confundir a la opinión pública y al pueblo de Japón. La declaración no aporta nada nuevo, repite el mismo mensaje amenazante que la Declaración del Cairo, alejando, más que acercando, las posibilidades de una paz negociada. El gobierno de Japón ha decidido «no hacer caso[10] a la Declaración de Potsdam».
Los periodistas tomaron nota de las palabras del Primer ministro y la interpretaron literalmente como un desprecio a la propuesta de paz aliada.
—Seguiremos adelante, decididamente, hasta lograr el éxito en la guerra.
El Primer ministro se levantó y abandonó la sala rápidamente, sin aceptar más preguntas. Unos minutos más tarde, la declaración de Suzuki fue radiada por la agencia nacional de noticias japonesas. Truman ya tenía su respuesta.