Tras la pista del dragón
«Aquel que más posee, más miedo tiene de perderlo».
Leonardo Da Vinci
25 DE JULIO DE 1945,
POTSDAM
Todavía era muy temprano cuando la alargada sombra de un hombre se acercó a la puerta de la residencia del primer ministro Winston Churchill. Los guardas de la entrada blandieron sus fusiles y apuntaron al desconocido. La figura se acercó a la luz y levantó las manos.
—Señores, les aseguro que vengo en son de paz —dijo el hombre burlonamente—. ¿Pueden entregar mi tarjeta al Primer ministro? Sé que está despierto y no dudo que me recibirá en cuanto sepa que estoy aquí.
Los dos hombres se miraron dubitativos, pero al final el sargento entró en el edificio y regresó unos minutos más tarde.
—Pase —dijo secamente.
El hombre fue directamente a la segunda planta, a las habitaciones privadas de Churchill y entró sin llamar.
—Estimado amigo, veo que tenemos el mismo problema de insomnio. Aunque espero que no sea por el mismo motivo. Las cenas de Estado me están matando y la acidez no me deja descansar. Mi médico ya se ha cansado de recomendarme que vigile mi peso, pero ¿qué le queda a un hombre de cierta edad, además del placer de la comida?
—¿Tal vez la música, el arte, la contemplación de la naturaleza. Dios, la amistad, los logros conseguidos? —enumeró el hombre.
—Querido Dulles, es usted incorregible. Siempre tan optimista y positivo, sería capaz de encontrar la aguja en el maldito granero.
—En eso consiste mi oficio. Primer ministro. Lo lamentable es que alguien arroje la aguja de nuevo al granero, después de que otro se la entregue.
—En la vida unos encuentran y otros pierden. Si no hubiera pérdida, no habría búsqueda.
—Necesito su ayuda —dijo Dulles intentando entrar en materia.
—Me temo, querido amigo, que se encuentra usted ante un cadáver político. Muchos creyeron que moriría mucho antes, pero ahora, en mi vejez, he de sufrir la humillación de la derrota —dijo Churchill entre suspiros.
—Sus derrotas las tiene tan calculadas como sus victorias. Sé que no puso mucho empeño en ganar estas elecciones —dijo Dulles jugando con sus gafas.
—Había olvidado que los hombres del Servicio Secreto lo saben todo. ¿Por qué no toma asiento? ¿Desea que le pida un té?
—No, gracias, a esta hora no puedo tomar nada.
—Pues usted dirá, querido amigo —dijo Churchill volviendo a acomodarse en el sofá.
—Mis hombres llevan meses negociando con dos contactos en Suiza para llegar a un acuerdo pacífico con los japoneses. Hemos confirmado sus credenciales y creemos que están en condiciones de influir en el gobierno japonés.
—Intuyo que la noche le ha confundido. Yo no soy el presidente Truman ni el secretario Stimson —bromeó Churchill.
—Digamos que la Secretaría de Guerra de mi país no es muy proclive a llegar a un acuerdo negociado —insinuó Dulles.
—No puedo creerlo. ¿Quién no podría desear la paz? ¿Está usted seguro? —dijo Churchill con su media sonrisa.
—A los hechos me remito. He tenido que acudir a usted para que interceda —contestó Dulles, frunciendo el ceño.
—No entiendo nada. ¿Por qué no va a ver a su Presidente?
—Oficialmente el secretario de Guerra Stimson me ha ordenado que deje el asunto, pero me preguntaba si usted, de una manera extraoficial, podría entregar este informe al Presidente —dijo Dulles sacando de su gabardina un sobre cerrado.
Churchill no hizo ningún intento por coger el sobre. Miró de arriba abajo al agente y le dijo:
—Amigo, me temo que no puedo serle de mucha ayuda. Dentro de unas horas parto para Londres.
—Pero ¿se despedirá del presidente Truman antes de emprender el viaje? —preguntó inquieto Dulles.
—¿Acaso duda de mis buenos modales? Pero esos buenos modales me impiden inmiscuirme en los asuntos internos de una nación amiga. Acuda al Secretario de Estado, al Senado, pero no a un pobre viejo a punto de recibir su golpe mortal —dijo solemnemente Churchill.
Dulles miró decepcionado al Primer ministro, a aquel gigante que se desmoronaba antes sus ojos.
Después de medio siglo al frente del gobierno, el viejo y cansado Churchill se había resignado, como el resto del Imperio británico, a ser un mero observador de la marcha del mundo.
—¿Por qué no deja el asunto? Usted ha cumplido con su deber, sus superiores son los que tienen que tomar las decisiones —le aconsejó Churchill en un tono cordial.
El jefe del OSS pensó en replicarle, pero prefirió cerrar la boca y llamar a otras puertas antes de dar el tema por zanjado. El Secretario de Estado le había dicho lo mismo que el señor Stimson, sus peticiones de reunirse con el Presidente habían sido denegadas, pero él era un hombre de recursos.
—No se preocupe por mi discreción, yo soy un hombre celoso de mis amigos. No les diré nada a sus superiores. Su celo es admirable. Dulles, pero a veces hay que saber mirar para otro lado. La supervivencia consiste en eso, en saber mirar para otro lado.
—Gracias por su tiempo. Primer ministro. Espero que su descanso sea prolongado.
—No será muy largo, estoy cansado, pero no creo que renuncie a un escaño en la Cámara de los Lores. Soy incapaz de encerrarme en una casa esperando la muerte.
Dulles dejó la habitación y salió del edificio. Instintivamente levantó la vista y contempló la ventana iluminada. El rostro del Primer ministro apareció desfigurado por las sombras del cristal. Sabía que Churchill hablaría de su visita con Stimson. El inglés odiaba la indisciplina, aunque ésta estuviera motivada por una buena causa. No tenía mucho tiempo, había que encontrar cuanto antes el medio de llegar hasta el Presidente.