Sin descanso
«Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera».
François de la Rochefoucauld
22 DE JULIO DE 1945,
POTSDAM
Las campanas repicaron en la ciudad y John decidió acercase a la iglesia semiderruida que estaba junto a su residencia. El sargento Wolf, que no se había separado de él ni un instante desde su llegada a Potsdam, había desaparecido. Aquello no le preocupaba mucho; después de varios días en la conferencia, comenzaba a moverse como pez en el agua.
La capilla estaba casi desierta. El agua que había caído en los últimos días había penetrado por el tejado agujereado y había grandes charcos en el suelo de piedra. John se acercó a un banco y se sentó. El altar estaba desnudo. Los rusos debían haberse quedado con todo lo de valor que había en la iglesia y aquel edificio, desierto y sin ornamentos, reflejaba, en cierto sentido, el estado del corazón de Europa. El tiempo de los despilfarros, los desfiles y la parafernalia nazi había terminado. Ahora todo parecía vacío y hueco.
John se sentía exactamente así, vacío y hueco. En la guerrera llevaba sus nuevos galones, dentro de su torturada cabeza lucía el reconocimiento de sus superiores y su meteórico ascenso. En medio de toda aquella espuma, de aquella fiesta de vencedores, él se sentía tan perdedor como siempre.
Intentó rezar, pero sus labios y su mente permanecían cerrados a cal y canto. Se levantó despacio, decepcionado por no sentir nada y por no querer sentir nada.
Cuando salió del edificio, el sol comenzaba a aparecer por el horizonte. Era un leve murmullo de vida en medio de la desolación que le rodeaba. En cuanto entró en el jardín del palacio, su soledad se vio rodeada por decenas de tipos como él, que corrían de un lado para el otro con la esperanza de medrar un poco y comer del mismo plato que los vencedores.
El Presidente quería que asistiera a la reunión de aquella mañana.
Cuando John entró en la sala de conferencias. Churchill y Stalin conversaban por medio de un intérprete en uno de los rincones. El Presidente se encontraba solo, sentado en la mesa leyendo unos informes. Era la primera vez que le veía sin un montón de moscones a su alrededor; el Presidente parecía serio y su cara reflejaba el cansancio de los últimos días.
Lo que John desconocía era que el Presidente estaba leyendo el informe que le había llegado el día anterior sobre la prueba en Alamogordo. En el informe, el general Groves le explicaba los detalles de la prueba. Groves le decía que la energía liberada por la bomba era la misma que la de 20 000 toneladas de dinamita. Aquello era un verdadero monstruo, pensó el Presidente, que cada vez tenía más dudas. Sus generales le animaban a que usara la bomba, la Comisión Provisional también, su aliado. Churchill, estaba encantado de lanzarla lo antes posible, pero la decisión era suya y eso no le dejaba descansar.
El Presidente miró la figura de Stalin al otro lado de la sala. No había que ser adivino para reconocer que el ruso era un hombre sin corazón, pero tenía agallas. En cambio a él, a veces le sobraba corazón y le faltaban agallas. Era consciente de que todo el mundo pensaba que era un mal sustituto del otro gran presidente, un parche en la rueda política. Necesitaba afianzar su liderazgo y oponer una fuerza lo suficientemente poderosa, para detener las ambiciones rusas. En los últimos días, había podido comprobar por sí mismo la insaciable ambición de poder de Stalin. La mancha del comunismo se extendía por Europa y únicamente él podía hacer algo para detenerla.
John se aproximó al Presidente y se sentó justo detrás. Intentó no pensar en la larga jornada que acababa de comenzar. Las conferencias eran interminables, cada ponente podía estar una hora u hora y media hablando sin parar. Aquel día, el tema principal era Japón y el Presidente le había dicho que era posible que necesitara su ayuda.
El Presidente se quitó las gafas y se frotó los ojos. El informe de Groves parecía más un relato detallado del experimento, que un informe oficial repleto de datos y números. El secretario de Guerra Stimson se lo había leído en alto la noche anterior y ahora, en su relectura, tuvo la misma sensación: el general estaba deseando ver cómo se arrojaba la bomba sobre Japón.
Las palabras del informe de Groves eran abrumadoras y apremiantes. Según él, la bomba debía usarse de inmediato, era muy complicado guardar un artefacto tan peligroso durante más tiempo. El general parecía tan convencido, que el Presidente, dejando a un lado sus dudas, comenzaba a ver como algo inevitable el uso de la bomba.
Aquella misma mañana, a primera hora. Stimson había llegado con nuevas noticias. Harrison había escrito desde Washington informando de que la bomba de uranio ya estaba terminada y que recomendaba su empleo en la primera oportunidad que tuvieran en agosto. Además, comentaba que si la bomba iba a lanzarse en agosto, las órdenes pertinentes para que la compleja maquinaria militar se iniciase no debían mandarse más tarde del 25 de julio.
El margen de maniobra era muy corto. En tres días el plazo habría expirado y, según los informes de su meteorólogo, el coronel John Smith, la primera quincena de agosto era el mejor momento para lanzar la bomba, justo antes de que los monzones empezaran a azotar las costas de Japón.
El secretario Stimson había estado muy activo aquella mañana. Después de dejar al Presidente, se había reunido con el primer ministro Churchill. Le leyó el mismo informe que a Truman. El entusiasmo del Primer ministro contrastaba con las dudas del Presidente.
—Stimson, ¿qué era la pólvora? Cosa trivial. ¿Qué era la electricidad? Cosa sin sentido alguno. La bomba atómica es el segundo advenimiento de Cristo con su cólera —dijo Churchill exultante.
A Stimson no le gustaban las blasfemias, pero por unos instantes el Secretario envidió a Gran Bretaña por tener a su frente a un hombre tan implacable y gallardo.
Después Stimson informó a Churchill de que el Presidente quería hablar de la bomba con Stalin lo antes posible, aunque lo haría sin entrar en detalles. Churchill argumentó que el arma podía ser un excelente aval para suavizar las peticiones soviéticas. Hacía tiempo que el Primer ministro veía la bomba más como un arma diplomática contra Rusia, que como el medio para terminar la guerra con los japoneses.
La última reunión que el Secretario había tenido aquella mañana había sido con el general Arnold, el jefe de las Fuerzas Aéreas. El Secretario le había preguntado cuánto tiempo era necesario para poner en marcha la operación; el general le había respondido que al menos una semana. Cuando el secretario Stimson le pidió que eligiera entre las ciudades que estaban seleccionadas como objetivo, el general le sugirió que suprimiera a Kioto de la lista e incluyera a Nagasaki. De todas formas, le comentó que el general Spaatz, que se había hecho cargo de las Fuerza Aérea Estratégica, podía efectuar la elección definitiva junto al general LeMay, pero el Secretario no aceptó la última sugerencia. Sería él y sólo él, el que decidiera el objetivo final.
Churchill dejó de hablar con Stalin y se dirigió hasta el presidente Truman. Se le notaba feliz y de muy buen humor. La noticia de la bomba le había revitalizado.
—Señor Presidente, le veo algo abatido esta mañana —dijo el Primer ministro.
A Truman le preocupó que se exteriorizaran tanto sus pensamientos, por lo que procuró sonreír y cambiar de actitud.
—No, la verdad es que estoy contento. ¿Ya le ha informado Stimson de la prueba de la bomba?
—Esta misma mañana —dijo Churchill recostándose sobre la mesa.
—Espero que todo el esfuerzo y el dinero empleado no haya sido inútil —dijo el Presidente escéptico.
—¿Inútil? Ahora tenemos la llave para mandar al infierno a ese maldito cerdo —dijo en voz baja Churchill, mientras saludaba a Stalin que les miraba a lo lejos sonriente.
—Tenga cuidado con lo que dice —dijo Truman, asustado.
—No se preocupe, el maldito curita comunista no entiende ni una palabra de inglés.
—Pero está rodeado de intérpretes.
Churchill acercó su cara a la del Presidente y casi en un susurro le dijo:
—Ya no hace falta que Rusia entre en la guerra contra Japón. Con los problemas de Asia resueltos, podemos centrarnos en parar los pies a esos bolcheviques; si les dejamos, terminarán por someter a toda Europa bajo el comunismo.
—Será mejor que comencemos la reunión —concluyó Truman.
El grupo de congresistas fue ocupando sus sillas y Truman dio por iniciada la sesión. Su plan era seguir hablando de la guerra con Japón como si el arma no existiera.
—Hoy es un día de vital importancia. Debemos redactar y enviar un comunicado a Japón en el que le instemos a la rendición total. Aunque el envío se hará el 26 de julio, debemos ponernos de acuerdo con respecto a su contenido. Como sabrán, nuestro amigo y aliado, el primer ministro Winston Churchill, partirá en un par de días para el Reino Unido para el recuento de votos de las últimas elecciones. Te echaremos de menos. Winston —dijo Truman dirigiéndose a Churchill.
El Primer ministro sonrió y apretando el puro entre sus dientes hizo una ligera inclinación.
—Me gustaría que también dejáramos otro asunto claro antes de que yo me marche. Disculpe la intromisión —dijo Churchill dirigiéndose a Truman.
—Usted dirá, estimado amigo —contestó el Presidente.
—No quiero dejar esta mesa sin llevar a la Reina una respuesta clara sobre Polonia. El pueblo británico ama y respeta a nuestros hermanos polacos. Lo demostramos al enfrentarnos contra el monstruo fascista, en las horas bajas, cuando Varsovia era atacada por todos sus enemigos —dijo Churchill en una clara alusión a rusos y alemanes que se habían repartido el país en un acuerdo secreto.
El intérprete de Stalin se puso rojo, no sabía como traducir las palabras del Primer ministro británico sin que su jefe estallara en cólera.
—En Yalta, nuestro amigo Stalin había aceptado unas fronteras definitivas para Polonia. Los soviéticos han aprobado la Línea Curzon, aunque con algunas modificaciones, pero lo que realmente tengo mucho interés en resolver es el futuro del pueblo polaco.
Un gran silencio se hizo en la sala. El ambiente parecía cortarse con un cuchillo. Entonces Stalin se movió ligeramente en su silla y comenzó a hablar con los ojos cerrados.
—El pueblo polaco ha sido liberado de la opresión nazi por el Ejército Rojo, es un pueblo hermano del ruso y será Rusia quien le ayude a caminar por el sendero de la paz.
Churchill puso una media sonrisa y mirando a los ojos a Stalin le dijo:
—El pueblo polaco ya sabe cuál es el tierno abrazo de su pueblo hermano, la cuestión es si los polacos prefieren vivir sin tantos arrumacos.
Algunos de los miembros de la mesa sonrieron, pero el gesto serio de Stalin terminó por enfriar el ambiente. Entonces, de repente. Stalin comenzó a reír a carcajadas.
—Es gracioso eso del abrazo ruso, lo emplearemos para ganarnos la confianza de nuestros amigos polacos.
La discusión continuó durante más de una hora, para la desesperación de todos. Al final. Rusia no se comprometió a nada y Churchill terminó tirando la toalla.
—Me gustaría que ahora entráramos en la declaración que queremos lanzar a Japón —insistió de nuevo el Presidente norteamericano Truman presentó un documento elaborado en parte por algunos de sus generales, sobre todo por el general McArthur. En la declaración la ambigüedad era casi total. A pesar de que algunos miembros de la Comisión Provisional habían recomendado que, por lo menos en parte, se señalara el peligro que corría Japón en caso de negarse a rendirse, el borrador de los generales era muy ambiguo. Además, después de una breve discusión, se había rechazado la posibilidad de quitar la palabra rendición «incondicional» y sustituirla por total o inminente, pero los generales pensaban que el texto no debía dejar lugar a dudas con respecto a lo incondicional de la rendición. El último punto conflictivo había sido mencionar o no mencionar la inviolabilidad de la figura del Emperador. En esto tampoco habían cedido los generales; según la mayoría de ellos, era mejor llegar a un acuerdo a ese respecto tras la rendición de japón.
Uno de los secretarios leyó los trece puntos de la declaración tal y como había sido redactada por los norteamericanos. Churchill y su grupo ya habían leído el texto y estaban de acuerdo en todo, excepto en un par de detalles sin importancia que ya habían sido corregidos. Truman temía la reacción de los soviéticos.
En el primer punto había una alusión a los firmantes y su deseo de terminar con la guerra. En los puntos 2 y 3 se hablaba de la superioridad Aliada y del trágico final de la Alemania nazi por su negativa a llegar en un acuerdo. El punto 4 era en el primero en el que se hacía mención directa a las condiciones de la paz.
El Secretario comenzó a leer el punto cuatro.
4) Para Japón ha llegado el momento de decidir si continuará siendo dominada por obstinados consejeros militares, cuyos cálculos tan poco inteligentes han llevado al Imperio japonés hasta el umbral de la aniquilación, o si seguirá el sendero de la razón.
Todos los miembros apoyaron el punto cuatro levantando la mano y el Secretario leyó el siguiente:
6) Debe eliminarse para siempre la autoridad e influencia de aquellos que han engañado y desorientado al pueblo de Japón alegando la conquista del mundo…
Uno de los miembros de la delegación británica levantó la mano y lanzó una pregunta.
—¿Esto incluye a la figura del Emperador?
Truman no supo qué responder y miró para detrás, para que uno de sus asesores respondiera. Al final, el secretario de Guerra Stimson se levantó y dijo:
—Todo depende de la respuesta del gobierno japonés. En principio no pensamos que sea una buena idea terminar con la monarquía, aunque se podría estudiar la posibilidad de la sustitución del Emperador por otro miembro de la familia real.
El Secretario siguió con la declaración y leyó los puntos 6 al 9, después continuó con el 10:
10) No intentamos que los japoneses queden esclavizados como raza o destruidos como nación, pero se juzgará severamente a todos los criminales de guerra… El Gobierno japonés eliminará todo obstáculo para que entre su pueblo renazca y se refuercen las tendencias democráticas…
Uno de los miembros de la delegación rusa preguntó:
—¿No se considera al emperador Hiro-Hito, jefe del Estado, como inductor de los crímenes de guerra cometidos por Japón? ¿Será juzgado por ellos?
Stimson se levantó rápidamente esta vez y pronunció un rápido y conciso NO.
El Secretario leyó el punto 11 sobre condiciones económicas. Después comenzó con el 12, sobre la devolución de la soberanía al Japón tras su vuelta a la democracia y llegó al escabroso punto 13.
13) Emplazamos al gobierno de Japón para que proclame ahora la rendición incondicional de todas las Fuerzas Armadas y proporcione absoluta seguridad de su buena fe en tal acción. La alternativa para Japón es una destrucción rápida y total.
Un murmullo recorrió la sala. Stalin comenzó a hablar y el murmullo cesó de repente.
—Estoy de acuerdo con la declaración, es justa y sincera. Los soviéticos queremos continuar la lucha junto a nuestros hermanos norteamericanos y británicos. Japón sucumbirá a nuestra fuerza, ya sea antes o después.
Aquel compromiso público dejo boquiabierto a Truman. Llevaba días intentando que Stalin se comprometiera a atacar a Japón. Con dos frentes abiertos, los japoneses no podrían resistir mucho. Ahora, de repente. Stalin se había comprometido a hacerlo.
La discusión duró todavía una hora más, pero antes de que terminara, las tres potencias habían aprobado el borrador. El día 26, la declaración sería difundida a todo el mundo y esperarían la reacción d e japón.
John observó cómo todos los conferenciantes se levantaban, pero él se quedó sentado unos momentos meditando las palabras de la declaración. Él conocía los rígidos valores y principios por los que se regían los japoneses; nunca aceptarían una declaración pública y amenazante que pusiera en cuestión su honor. Tampoco admitirían ambigüedades con respecto a la figura del Emperador. Aquella declaración le olía muy mal. Estaba claro que su intención era que Japón no se rindiera, por lo menos que no lo hiciera todavía.
Uno de los signos de que la declaración era una mera excusa para continuar la guerra, había sido la aceptación, casi sin comentarios, de la delegación rusa. John sabía lo que eso significaba: aquella mañana se había puesto la primera piedra para lanzar la bomba, ya tan sólo era cuestión de esperar el momento.