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Guárdeme el secreto

«Guárdate bien de decir todo lo que sabes».

Solón

20 DE JUNIO DE 1945,

POTSDAM

Después de la animada comida, el secretario de Guerra Stimson se disculpó y subió a su despacho para dar una cabezadita. A su edad era casi un milagro que tuviera la vitalidad y lucidez de un hombre de cuarenta años. Ascendió la escalera con pasos rápidos y precisos, entró en el despacho y se sentó en uno de los sofás. Quince o veinte minutos eran más que suficientes para que recuperara toda su forma.

Apenas acababa de tumbarse cuando alguien llamó insistentemente a la puerta. Se levantó refunfuñando, había dado aviso de que no se le molestara en media hora pero, en aquella caótica conferencia, cada cual hacía lo que le venía en gana. Antes de abrir la puerta preguntó quién era.

—Señor, es muy urgente, le está esperando el señor Alien Welsh Dulles.

—¿Quién? —preguntó el Secretario sorprendido.

—El señor Dulles —confirmó la voz desde el otro lado de la puerta.

Stimson se ajustó el traje y abrió el pestillo. En el umbral apareció un hombre de pelo gris y frente despejada, llevaba unas gafas de montura ligera y un bigote corto canoso. Su famosa pajarita brillaba sobre su cuello y una larga pipa colgaba de sus labios. Su aspecto parecía británico y tenía cierto aire de obispo anglicano.

—Señor Dulles, no esperaba verle por aquí. Le hacía en Suiza.

—Ya sabe, señor Stimson, que me gusta estar donde hay espías, defecto profesional —dijo Dulles entrando en el despacho y escudriñando cada rincón con su mirada.

—Pues ha encontrado el coto de caza perfecto —bromeó Stimson al invitar a Dulles a que se sentara.

—¿Qué estaba haciendo? Si no es indiscreción…

—Uno a cierta edad sólo puede hacer una cosa después de una opípara comida: dormir una reconfortante siesta. Ya ve, podría haberle mentido y haber dicho que leía informes, pero no le puedo ocultar nada a un sabueso como usted —dijo Stimson.

La verdad es que en los pocos minutos que había estado tumbado no había dejado de dar vueltas a cuál era la mejor forma de informar a Stalin de la existencia de la bomba atómica. Por el momento. Truman se había negado a hablar del tema hasta que tuviera más información y encontrara la ocasión más propicia, a pesar de que Churchill estaba impaciente por que lo hiciera.

—Me temo que usted es lo suficientemente listo como para que no le pillen. ¿Cuántos años lleva en la política? ¿Cuarenta?

—Aproximadamente llevo cincuenta años. Aunque eso también puede significar que siempre sigo la normas.

—Nadie que siga las normas está tanto tiempo como invitado especial de la Casa Blanca —señaló Dulles.

El director de la OSS era puro hielo, pero estaba deseoso de entrar en el tema que realmente le interesaba, aunque sabía que Stimson le gustaban más los juegos de sutilezas que enfrentar directamente las cuestiones.

Dulles llevaba cinco días de vértigo. Cinco días atrás se había reunido con el banquero Per Jacobsson para examinar la información facilitada por sus hombres de Berna sobre los negociadores Hack y Fujimura. Dulles le había dicho a Jacobsson que los Estados Unidos dejarían en paz a Hiro-Hito si se comprometía públicamente a colaborar con el fin de la guerra.

Jacobsson preguntó si eso significaba que el Emperador tendría libertad de acción o sería un preso en su palacio. Dulles la había contestado que hasta el momento era lo único que podía prometerle.

Stimson intentó leer los pensamientos de Dulles, pero aquel hombre era todo un enigma. Dulles pertenecía a una familia de diplomáticos y servidores del Estado. Había recibido una educación exquisita y había sido entrenado por el MI6 británico para formar un grupo parecido en Estados Unidos; tras el comienzo de la guerra. Dulles había extendido su red de espías del OSS por toda Europa.

—Tenemos a dos negociadores, señor Secretario —dijo Dulles esperando la reacción del Secretario.

—¿A dos negociadores? —preguntó Stimson apretando el mentón.

—Tras la caída de Berlín, dos hombres, un japonés y un alemán, se pusieron en contacto con nosotros para llegar a un acuerdo para la rendición del Japón.

—Interesante —dijo Stimson sin mucho apasionamiento.

—Naturalmente hemos comprobado los contactos y sus identidades. Son correctas, mantienen informado al Ministerio de Marina japonés y tienen acceso indirecto al emperador Hiro-Hito —explicó Dulles como una ametralladora. Después comenzó a hablar más despacio—: Eso supondría el final de la guerra.

—Seamos cautos. Dulles. Ya sabe lo que sucedió con la Operación Crossword de hace cinco meses.

Dulles recordaba perfectamente el incidente. Había conseguido entrar en negociaciones secretas en marzo de 1945 con varios jerarcas nazis. Un grupo de alemanes y norteamericanos se había reunido en Suiza para negociar la entrega de las fuerzas alemanas en Italia. El encuentro era de altísimo nivel: altos mandos de las Waffen-SS y el general Karl Wolff, por parte alemana, y por parte norteamericana, Dulles. El 8 de marzo de 1945, comenzaron las negociaciones secretas en Luzern. Wolff proponía que el Grupo C del Ejército norteamericano entrara en Alemania, mientras el comandante de las fuerzas Aliadas. Harold Alexander, avanzaba en dirección meridional. Posteriormente, el 15 de marzo y el 19 de marzo. Wolff condujo otras negociaciones secretas en la entrega de Lyman, en las que participaban el general americano Lyman Lemnitzer y el británico Terence Airey. El plan consistía en favorecer el avance norteamericano y retrasar lo más posible el ruso.

La Unión Soviética no fue informada de las negociaciones, pero varios espías rusos lo descubrieron y acusaron a los norteamericanos de intentar alcanzar una paz separada con Alemania. Entre los oficiales soviéticos de la inteligencia que destaparon la operación estaba Kim Philby, uno de los mayores enemigos de Dulles.

El 12 de marzo el embajador de Estados Unidos en la Unión Soviética, W. Averell Harriman, comunicó a Vyacheslav Molotov la posibilidad de negociar con Wolff en Lugano la entrega de las fuerzas alemanas en Italia. Molotov contestó aquel mismo día que el gobierno soviético no se opondría a las negociaciones entre los oficiales americanos y británicos con el general Wolff, con la condición de que los representantes del mando militar soviético pudieran también participar en ellas. Sin embargo, el 16 de marzo, los soviéticos cambiaron de opinión: no se permitiría a sus representantes participar en negociaciones con el general Wolff.

El 22 de marzo, Molotov, en su carta al embajador americano, escribió: «durante dos semanas, en Berna, de espaldas a la Unión Soviética, se han llevado negociaciones entre los representantes del mando militar alemán por un lado y los representantes del mando americano y británico por el otro lado, El gobierno soviético considera esto absolutamente inadmisible».

La carta provocó una respuesta directa de Roosevelt a Stalin el 25 de marzo y la contestación de Stalin el 29 de marzo. Al final, la entrega real en Italia ocurrió el 29 de abril de 1945.

—No tenemos que repetir los errores de la Operación Crossword, señor Secretario, pero tampoco podemos quedarnos con los brazos cruzados. Los japoneses quieren rendirse —dijo Dulles. Después, encendió su pipa.

—Pero ¿quién quiere rendirse? Hay varias facciones dentro del gobierno japonés y, según nuestros informadores, algunos proponen la guerra total —dijo Stimson mirando directamente a los ojos de Dulles.

—El Ministro de Asuntos Exteriores. Shigenori Togo, está buscando canales para una paz negociada —se quejó Dulles.

—¿Una paz negociada? El Presidente ha dicho que la rendición del Japón ha de ser total y sin condiciones —contestó molesto Stimson.

—Cuando digo negociada, me refiero a eso, negociada, pero no significa que en la negociación haya que hacer concesiones. De todas formas, ¿qué perdemos por hablar con ellos, señor Secretario?

—Perdemos tiempo y fuerzas. No quiero dar falsas esperanzas de paz al Presidente, demasiado tiene con lidiar con Stalin y planificar el futuro de Europa. Sabe que confío en usted, Dulles, pero no veo que esos negociadores en Suiza puedan representar o incluso influir en las decisiones de su gobierno —dijo Stimson zanjando el tema.

El director del OSS sabía que había sido derrotado. El Secretario de Estado era el único hombre que podía informar de algo así al Presidente. Si Stimson no quería negociar no habría negociación.

—Amigo Dulles, quiero agradecerle su trabajo y animarle a que siga adelante. A veces hay que perder para ganar —dijo el Secretario levantándose del sofá.

Dulles se puso en pie e intentó lanzar su último torpedo antes de dejar al Secretario.

—Hasta ahora, lo único que nos han pedido es que se respete la figura del Emperador. Si les dijéramos algo a ese respecto…

El Secretario frunció el ceño. No le gustaba que intentaran presionarle. Al final, volvió a relajar los músculos de la cara y puso sus manos sobre el hombro del director del OSS.

—Entiendo su postura, pero nosotros tenemos que lidiar con la opinión pública. El que el Emperador siguiera en su puesto después de las atrocidades que ha permitido o ha ordenado, no tendría buena prensa en Estados Unidos. No podemos condenar a los nazis y absolver a los japoneses. Y ésta no es mi postura: el secretario de Estado Byrnes y la mayor parte del gabinete, incluido el Presidente, se oponen a la continuidad de Hiro-Hito.

Los dos hombres se dirigieron a la puerta. Dulles se giró antes de salir.

—Sabe perfectamente que usted puede influir en la decisión del Presidente; en cambio, el Secretario de Estado no goza de mucho crédito en la Casa Blanca.

El señor Dulles había colmado la paciencia del Secretario de Guerra. Cuestionar sus intenciones y acusarle abiertamente de impedir una negociación era más de lo que estaba dispuesto a soportar.

—Querido Dulles —dijo el Secretario mordiéndose la lengua—, la Comisión de Información Mixta ha presentado un informe a mi secretaría, en el que afirma que Japón usará todo tipo de artimañas para impedir la rendición incondicional, entre ellas dividir a los Aliados para que terminen por aceptar sus condiciones. El gobierno de Estados Unidos no cede a ese tipo de chantajes. Queremos la paz, pero no a cualquier precio. Ésa es nuestra postura, tráigame la cabeza de Hiro-Hito en una bandeja de plata y volveremos a hablar del tema.

Dulles salió bufando de la sala. Caminaba deprisa como si quisiera alejarse lo antes posible de ese maldito burócrata, que sólo pensaba en su reputación política y en mantener sus esferas de influencia. Pensó que lo mejor era regresar a Wiesbaden y dejar que las cosas siguieran como estaban, pero su mente no le dejaba en paz. Su sentido de la justicia y del bien le decían que debía intentarlo de nuevo. Algunos decían que era demasiado ético para ser espía, pero Dulles, criado en una familia piadosa de presbiterianos y habiendo sido él mismo reverendo auxiliar, pensaba que Dios y el servicio secreto no eran incompatibles. Él podía poner fin a aquella guerra. Lo intentaría con el Secretario de Estado y si éste no le hacía caso, buscaría la forma de llegar hasta el Presidente. Sabía que en Berna, el embajador japonés Seigo Okamoto estaba lanzando una oleada de telegramas al Ministerio de Asuntos Exteriores para que el gobierno de Tokio entrara en razón. Si Dulles aparecía con una carta firmada por un alto cargo del gobierno o por el mismo Emperador. Stimson no podría continuar con la guerra.

20 DE JULIO DE 1945,

MOSCÚ

A muchos kilómetros de allí, otro hombre estaba intentando llegar a comunicarse con el gobierno norteamericano: Naotake Sato, el embajador japonés en Rusia.

Sato había recibido un decepcionante telegrama de Togo, el Ministro de Asuntos Exteriores, en el que le informaba de que gran parte del gobierno japonés seguía aferrándose a la posibilidad de una victoria milagrosa. Sato, preocupado, volvió a tomar el telegrama de encima de la mesa y lo releyó por cuarta vez:

«Usted es sumamente hábil en temas como éste, y no necesito advertírselo, pero, en sus reuniones con los soviéticos sobre este asunto procure no darles la impresión de que deseamos la intervención de la Unión Soviética para terminar la guerra.

Consideramos el mantenimiento de la paz en Asia como uno de los aspectos para mantener la paz en todo el mundo. No tenemos intención de anexionar ni tomar posesión de las zonas que hemos ocupado como resultado de la guerra; esperamos terminar la guerra con vistas a establecer y mantener una duradera paz mundial».

Sato pensaba que el ministro Togo no era consciente de que el tiempo de los remilgos había terminado. Si querían que Stalin dijera algo a Truman en su reunión de Potsdam, el mensaje debía ser claro e inequívoco: la rendición de todos los ejércitos y, como única condición, el respeto a la figura del Emperador.

Los intentos del embajador no habían dado resultado y aquel mismo día había recibido un mensaje más esperanzador. Sato dejó el telegrama y tomó el cable que acababan de descifrar sus hombres.

—No sólo nuestro Alto Mando, sino también nuestro Gobierno, creen firmemente que, incluso ahora, nuestro potencial bélico todavía es suficiente para aplicar al enemigo un golpe mortal… si el enemigo insiste hasta el fin en una rendición incondicional, entonces nuestro país y Su Majestad unánimemente se decidirán a librar una guerra de resistencia hasta el fin. Por tanto, el hecho de invitar a la Unión Soviética como mediador noble y justo no implica que aceptemos la rendición incondicional; por favor, haga que entiendan sobre todo esto último.

El embajador Sato se encontraba en una situación desesperada. Los rusos comenzaban a impacientarse; Stalin no tenía mucho interés en una paz negociada, sabía que la guerra contra Japón podía darle réditos más provechosos.

Sato tomó uno de los papeles de su escritorio y redactó un duro telegrama al ministro Togo.

«Japón no debe y no puede poner condiciones para rendirse. Las únicas condiciones aceptables son el respeto a la figura del Emperador y a la soberanía de Japón. Me doy cuenta de que es un gran crimen atreverse a hacer tales declaraciones, sabiendo que son absolutamente contrarias a la opinión del gobierno. Sin embargo, la razón de hacerlo así es porque creo que la única política para la salvación nacional debe coincidir con estas ideas».

Aquel mensaje era claro y directo, el tiempo de los discursos patrióticos había terminado. Sato sabía que con aquella carta ponía en juego su carrera y hasta su cuello, pero prefería morir por negociar la salvación de su país, que vivir con la vergüenza de no haberlo intentado.

20 DE JULIO DE 1945,

POTSDAM

El grupo de hombres le miraba con curiosidad e ironía. Que la persona encargada de describirles una explosión nuclear fuera un medio japonés mestizo, parecía un sarcasmo de la historia. ¿Pero acaso no había sido siempre de esa manera? ¿Quienes habían apoyado al Imperio Español para colonizar casi todo un continente no habían sido los propios indígenas americanos? Lo mismo se podía decir de la colonización de África o del uso de hombres negros para cazar a esclavos negros para su explotación en América.

John narró brevemente las sensaciones que le había producido la bomba. El gran resplandor, el viento caliente, el terrible estruendo y, sobre todo, el gigantesco hongo de cenizas y fuego. Todos escucharon fascinados la narración. Un Secretario tomaba nota de vez en cuando y el resto le observaba sin perder detalle.

—Entonces, todos los científicos comenzaron a bailar de alegría. El trabajo de años había llegado a su fin. La bomba ya era una realidad —terminó John.

El Presidente le miró a los ojos, se puso en pie y le colocó el brazo sobre el hombro.

—¿No es fantástico, señores? La posesión de esa bomba nos dará una superioridad militar sin discusiones. Los soviéticos tendrán un motivo más para pensárselo antes de instigar al mundo libre.

Los demás asintieron, después rompieron el silencio y comenzaron a charlar entre sí.

—Coronel Smith, ha realizado un excelente trabajo. Tiene un gran futuro en el ejército, pero si prefiere la vida civil, podría ofrecerle un interesante puesto de consejero en mi gobierno.

John no supo que responder, eso era mucho más de lo que esperaba y de lo que nunca había soñado. Churchill se acercó a ellos y les dijo:

—Señor Presidente, coronel, ese arma es fantástica, ya no necesitamos a los soviéticos para vencer a Japón. Con una simple amenaza, Japón terminará por arrojar la toalla —dijo Churchill exultante.

—Querido amigo, una advertencia clara y directa a los japoneses podría ser contraproducente. La prueba ha sido un éxito, pero imagine que si algo sale mal y la bomba no estalla, los japoneses se crecerían.

El secretario de Guerra Stimson, que hasta ese momento había estado rodeando el grupo pero sin llegar a entrar en él, se aproximó al primer ministro Churchill y comentó.

—Nuestros enemigos tienen que saber sólo lo justo.

—Señor Secretario, me temo que lo «justo» para usted no es nada. La información sobre la bomba ha llegado tan a cuentagotas a mi gobierno, que hoy he aprendido más con lo que nos ha narrado el coronel, que en todos sus memorandos.

—Los británicos siempre tan exigentes —bromeó Stimson.

John se disculpó y se alejó sigilosamente del grupo. No podía soportar tanta presión. Nadie le creería cuando les contara sus conversaciones con el presidente Truman o con el primer ministro Churchill.

El sargento Wolf esperaba aburrido en la entrada del despacho. John le miró y con un gesto el hombre se incorporó. Los nuevos galones de coronel lucían en la chaqueta del oficial.

—¿Nos vamos, señor? —preguntó el sargento.

—Sí, necesito dar un paseo. Creo que me va a estallar la cabeza.

—No me extraña, señor. Está usted siempre con los gerifaltes.

—No seas chusco. Wolf.

Los dos hombres salieron del edificio y caminaron por el jardín hasta el sendero. El cielo se encapotó de repente y unas negras nubes en el horizonte prometían acabar con el bochorno de los últimos días. Los dos soldados aceleraron el paso y se adentraron en la ciudad. La noche se había anticipado aquella tarde. John necesitaba oxígeno. No sabía por cuanto tiempo más podría aguantar tanta presión.