22

El reparto del mundo

«Todo hombre es mentiroso».

Salmo 116

19 DE JULIO DE 1945,

POTSDAM

Intentó dormir un poco más. Era muy temprano y los dos últimos días habían sido agotadores. Se sentía satisfecho. Después de tantas dudas y nervios, las reuniones estaban siendo bastante distendidas y amistosas. Cambió de postura en la cama y observó el otro lado vacío. Echaba de menos a Bess. Durante su largo matrimonio, se habían separado muy pocas veces. Ella siempre estaba dispuesta a hacer las maletas y acompañarle a todos sitios, pero su trabajo como primera dama se lo impedía.

La suite del número 2 de Kaiserstrasse en Babelsberg no estaba mal. A un tiro de piedra de la residencia del Primer ministro británico y a unos dos kilómetros de la residencia de Stalin. Algunos de sus colaboradores ya habían bautizado a la residencia «La Pequeña Casa Blanca». Él había notado enseguida que su alojamiento era inferior al de Churchill y Stalin, como si fuera un crío pagando una novatada, pero sus gustos eran sencillos y no le molestaba, aunque supusiera una ofensa para su cargo.

Su primera reunión con Churchill, el día 16 de julio, había sido todo un éxito. El Primer ministro se había mostrado extremadamente amistoso. Churchill parecía relajado, como alguien que está a punto de abandonar la fiesta y se permite ciertas libertades antes de marcharse. Su tema principal fue Stalin y su desmedida ambición por Europa del Este. Aquel día no había podido conocer al mandatario ruso por encontrarse éste indispuesto.

Truman aprovechó la tarde para visitar Berlín. Primero viajó en coche con un nutrido grupo de escoltas del Servicio Secreto y el Ejército. Pasó con el vehículo por alguna de las avenidas principales. Apenas quedaban edificios en pie. Los escombros de las casas ocupaban la calle, excepto el pequeño pasillo por donde transitaban los peatones, carros tirados por caballos y algún que otro transporte militar. Se veía a mucha gente por la calle. Sobre todo mujeres y ancianos. La mayoría vestía ropa sucia y vieja. La gente caminaba cabizbaja y cargando todo tipo de objetos. Apenas prestaban atención a la comitiva, como si estuvieran cansados de los interminables desfiles que habían visto en los últimos diez años.

El Presidente pidió al chofer que parara y se apeó del coche. Dos agentes se pusieron a cada lado y los soldados se desplegaron por la zona. No estaba previsto que caminara, pero aquella mañana no había podido hacer su caminata matutina y era una manera excelente de estirar las piernas y ver la situación sobre el terreno.

Algunos niños transitaban solos y descalzos entre las ruinas. Llevaban ya algunos meses de paz, pero la situación de la población era desesperada. Los generales le habían dicho que no daban abasto para atender a toda la población. El ejército había conseguido una victoria pírrica, pero mantener la paz era otra cosa.

Truman se preocupó, el invierno llegaría en cinco meses y con él, el frío y el hambre que, si no se atajaba antes, diezmarían a la población. Se dirigió a uno de los secretarios que le seguían a todas partes y le indicó que apuntara la orden de envío urgente de ropa y calzado a Berlín.

Apenas había vehículos a motor, si se exceptuaban los camiones del ejército: la ciudad parecía haber vuelto a la Edad Media. Truman decidió dar por concluida la visita y mientras regresaba a la comodidad y seguridad del coche, pensó en las consecuencias del endiosamiento de un hombre como Hitler.

Cuando el Presidente llegó a su habitación notó que la tensión de los últimos días se le venía encima. Se quitó los zapatos y caminó en calcetines por el suelo enmoquetado. En una bandeja de plata había un telegrama. Le echó un vistazo y reconoció el nombre del Secretario de Guerra, que acababa de llegar a Potsdam aquel mismo día. Se desató la corbata con el telegrama en la mano y se sentó en un cómodo sofá, para poder leerlo

ALTO SECRETO

DEPARTAMENTO DE GUERRA

CENTRO DE MENSAJES CLASIFICADOS

MENSAJE DE SALIDA

SECRETARÍA. ESTADO MAYOR

CORONEL PASCO 3542

16 DE JULIO DE 1945

TERMINAL

NÚMERO WAR 32887

A Humelsine para coronel Kyle EXCLUSIVAMENTE

de Harrison para Stimson.

OPERADO ESTA MAÑANA. DIAGNÓSTICO

TODAVÍA NO COMPLETO. PERO LOS

RESULTADOS PARECEN SATISFACTORIOS

Y YA SUPERIORES A TODA ANTERIOR ESPERANZA.

NECESARIO COMUNICADO DE PRENSA LOCAL. YA

QUE EL INTERÉS ABARCA GRAN DISTANCIA.

DR. GROVES SATISFECHO. REGRESA MAÑANA.

LE MANTENDRE INFORMADO.

ORIGEN. SECRETARIA. ESTADO MAYOR

CM-SALIDA-32887 (Julio 45)

DTG 161524Z hjm

FIN DE MENSAJE.

En la confusa terminología militar todo se decía en clave y con eufemismos. Era algo a lo que Truman no estaba acostumbrado, pero que en los últimos meses había tenido que aprender deprisa. Aun así el Presidente había entendido lo principal. El ayudante de Stimson. Harrison, le informaba de que la prueba en Alamogordo había sido un éxito. Harrison había enviado una noticia a la prensa avisando del hecho. La explosión había sido tan poderosa que imaginaban que mucha gente podía haberla visto; por eso habían despachado la falsa noticia de la explosión de un depósito de municiones del ejército.

Truman hizo un gesto con la mano y envío una respuesta cifrada en la que felicitaba «al doctor» y a su «asesor».

Aquella pequeña victoria constituía el principio del fin de la guerra. Además le proporcionaba un as debajo de la manga para negociar con el zorro de Stalin. Ya se habían encontrado un par de días antes, cuando Stalin sin previo aviso apareció por su residencia. El ruso se presentó muy cordialmente, estaba en zona de influencia soviética y se quería mostrar como un buen anfitrión, pero la realidad era muy distinta. Las tensiones en los últimos meses no habían hecho sino crecer. La negativa de Stalin a respetar los acuerdos de Yalta y el reparto de algunas zonas de Europa, sobre todo el enfrentamiento por el control de Polonia, habían llevado a las dos potencias a una tensión máxima. Truman había ordenado el regreso de las ayudas prometidas a Stalin y éste había reaccionado de formar airada ante Harry Hopkins, el representante del gobierno norteamericano en Moscú.

El presidente Truman también se había mostrado muy cordial. Solía conectar muy bien con la gente por su carácter campechano y su sentido del humor.

Stalin le había caído bien, pensó mientras se daba la vuelta de nuevo en la cama. Tal vez se imaginaba a un monstruo y un genocida, pero Stalin parecía más un abuelo severo que un dictador. Su pequeña estatura y su sonrisa perruna no le daban un aspecto muy temible. También le gustó de Stalin su franqueza y que le mirara siempre directamente a los ojos.

Churchill le había advertido que había que renegociar todos los acuerdos de reparto de influencia en Europa. El Ejército Rojo había ocupado mucho de los países afectados y ahora se negaba a soltarlos.

Truman miró el reloj de la mesilla y suspiró. Los problemas surgían por todas partes. Primero el malentendido con Churchill antes de la llegada a Potsdam, cuando Truman propuso una entrevista en solitario con Stalin y el Primer ministro británico se sintió desplazado por el nuevo presidente. Truman tuvo que retirar la propuesta. Luego estaba el problema con De Gaulle, el líder francés, al que le habían negado la asistencia a la conferencia a petición de Stalin, pero también por sus continuos desaires a británicos y norteamericanos. La situación en el resto de Europa no era mucho mejor. El continente parecía una casa revuelta justo después de un robo. Tito avanzaba con sus tropas comunistas en Yugoslavia. Grecia estaba al borde de la guerra civil y la mayoría de los países liberados se estaban acercando peligrosamente a la órbita soviética.

El Presidente se incorporó en la cama y tomó un vaso de agua de la mesilla. Tenía la boca seca, aquella noche el calor era insoportable, se dirigió hasta la ventana y la abrió de par en par. La noche alemana comenzaba a declinar y los primeros rayos de sol apuntaban un nuevo día de trabajo y tensión, pero también de logros y de retos.

19 DE JULIO DE 1945,

ISLA DE GUAM

El amanecer no traía buenos presagios. Tibbets estaba dispuesto a enfrentarse a quién hiciese falta para llevar a término su misión. Después de meses de entrenamiento, no iba a quedarse de brazos cruzados y que otros se llevaran el mérito.

El coronel llamó a la puerta de LeMay pero la abrió sin esperar contestación. El general ya debía saber a qué venía. Llevaban días discutiendo sobre el mismo tema.

—General, ¿se puede? —preguntó Tibbets con la puerta entreabierta.

—Pase. Tibbets —contestó el general.

—Vengo para zanjar el asunto del 509. Con los debidos respetos señor, tengo la intención de que mi grupo y yo lancemos la bomba cuando lo ordene el Presidente.

—Comprendo —dijo el general mientras ojeaba unos papeles.

Groves le había llamado muy enfurecido días atrás. El general Groves le dejó claro que si ponía obstáculos a la consecución de la misión tal y como había sido planificada, no le quedaría más remedio que pedir su renuncia al secretario de Guerra Stimson. LeMay se había justificado diciendo que el 509 no tenía experiencia de bombardeos sobre Japón, a lo que Groves había respondido enigmático que algunos miembros del 509 eran antiguos voluntarios de la Guerra Chino-japonesa y sí habían volado sobre Japón. Aquello le había sorprendido al general LeMay; creía que el antiguo grupo de voluntarios había sido disuelto después de comenzar la guerra y que, divididos en diferentes unidades, seguían actuando en la zona de Birmania.

—Coronel Tibbets, estoy dispuesto a ceder a sus demandas, pero con una condición.

—Usted dirá, señor —contestó intrigado el coronel.

—Quiero que lleve a uno de mis hombres con usted, al coronel William Blanchard —dijo LeMay mientras observaba la reacción de Tibbets, como si intentara leer sus pensamientos.

—¿Por qué debemos llevar a Butch? —preguntó Tibbets frunciendo el ceño.

—Él conoce bien los cielos del Japón, seguro que le será de gran utilidad —mintió LeMay, que lo único que quería era tener a alguien de confianza que le informase puntualmente de todo lo que pasaba en vuelo.

—Si eso le parece necesario… —contestó Tibbets.

—Las bombas vienen de camino. Nos ha llegado un telegrama informándonos que el Indianápolis ha atracado sin problemas en Pearl Harbor.

—Espero que no haya problemas en la entrega —dijo Tibbets, que veía que el reloj imparable comenzaba su cuenta atrás.

20 DE JULIO DE 1945,

POTSDAM

La mañana bochornosa no invitaba a caminar, pero John logró convencer al sargento Wolf para que dieran un paseo por los alrededores de Potsdam. No es que tuviera deseos de hacer algo de turismo por la vieja Europa, ahora más vieja y arruinada que nunca, pero quería despejar la mente antes de acercarse a la sede de la conferencia.

El sargento Wolf le había entregado un pase de nivel 1, lo que le permitía acceder a todas partes, incluida las reuniones públicas de los líderes políticos. Al parecer, el Presidente quería tenerle cerca por si le surgía alguna duda.

Era temprano. John no había logrado descansar nada, había estado toda la noche intentando liberarse del calor y el cansancio del largo viaje, pero no había conseguido vencer ni a lo uno ni a lo otro.

Potsdam era una ciudad muy agradable. Los emperadores prusianos habían embellecido la ciudad durante siglos para convertirla en su residencia veraniega, construyendo todo tipo de jardines y palacios, que junto a sus lagos y ríos, proporcionaban a la ciudad un aspecto rural sofisticado. Algunos de sus edificios habían sido destruidos por las bombas, pero sus casi 100 000 habitantes habían escapado de los rigores de sus conciudadanos de Berlín. Los soviéticos habían tomado la ciudad y no se podía caminar más de cien pasos sin encontrar un control o a un grupo de soldados rusos vigilando la zona. John y el sargento Wolf dejaron la avenida principal y se aproximaron al río.

—¿Qué tal es el Presidente? —preguntó John al sargento.

—Me temo que sólo le he visto de lejos, pero siempre está sonriente y de buen humor. Un amigo me ha contado que se pasa las veladas tocando el piano para Churchill y Stalin.

—Dicen que la música amansa a las fieras —bromeó John.

—No estoy seguro de que en este caso funcione con Stalin.

—¿Cuándo empezaron las reuniones?

—Oficialmente el 17 de julio, pero Truman y Churchill llegaron el 15.

—Ya es la hora —dijo John mirando el reloj—, será mejor que vayamos al edificio de la conferencia.

Los dos hombres ascendieron hasta el camino y marcharon con paso rápido hasta el palacio Cecilienhof. Aquél no era el edificio más imponente de la ciudad, pero sin duda era el más acogedor. Su casi vertical tejado recordaba a una gigantesca cabaña de madera. La combinación de piedra y madera parecía invitar al observador a que se sintiese como en casa. Ana hubiera precisado que en una casa de cuento de hadas, pensó John al contemplar el edificio.

En el amplio jardín de la entrada había algunos vehículos militares, casi medio centenar de soldados rusos y un buen número de oficiales de diferentes ejércitos, que caminaban de un lado para otro con su maletín en la mano. Los periodistas estaban excluidos de Potsdam, tan sólo podían acudir al palacio de congresos cuando los rusos les daban permiso. Únicamente se les permitía hacer unas fotos de los mandatarios y tenían que marcharse a Berlín antes de que oscureciera.

John se ajustó la corbata antes de cruzar las arcadas de la entrada principal. Unos antipáticos soldados soviéticos les pidieron las identificaciones y entraron en el edificio.

El palacio estaba ocupado por decenas de funcionarios militares. Toda la burocracia militar de las tres grandes potencias se movía con una actividad frenética.

—Primero debemos ver al secretario de Guerra Stimson —señaló el sargento Wolf después de mirar su carpeta—. Nos espera a las 8:30 horas en su despacho de la segunda planta. Por aquí, señor.

John aferró con fuerza el maletín para rebajar algo de tensión y siguió al sargento por la escalinata. Subieron unos cincuenta escalones y caminaron por la despejada segunda planta. En los pasillos enmoquetados apenas se veía a algunos oficiales que entraban y salían de las puertas a ambos costados. Al fondo del pasillo se abría una gran sala que daba a otra serie de puertas. El sargento se dirigió a la que estaba justo en el centro. Llamó y esperó. Unos segundos más tarde, un capitán abrió la puerta. Los dos hombres se pusieron firmes.

—Traigo al teniente Smith, señor —dijo el sargento.

—Que pase el teniente, usted espérele ahí —dijo indicando unos asientos.

John respiró hondo y cruzó el umbral. En el inmenso despacho había tres personas más. Un hombre casi anciano vestido con un sobrio traje negro y dos generales a los que John no conocía.

—Adelante, teniente —dijo el hombre mayor.

John cruzó la sala y saludó a los tres hombres.

—Me ahorraré las presentaciones. El Presidente me espera abajo en cinco minutos. Tan sólo quería verle para indicarle un par de cosas —dijo el hombre tomando unos papeles de la mesa principal.

El joven teniente notó cómo le comenzaban a sudar las manos y las frotó contra el pantalón.

—¿Qué tal el viaje? El nuevo Primer ministro es un tipo curioso. Como yo digo, rojo por fuera, azul por dentro —dijo el Secretario. Los dos generales se rieron de la broma. El sucesor de Churchill era un líder laborista, pero pertenecía a una de las familias más ricas del Reino Unido.

John no sabía qué hacer, pero se limitó a mirar al Secretario con gesto serio.

—Al grano —dijo el Secretario—. En primer lugar, quería felicitarle por su ascenso a coronel. Sabe que este procedimiento es inusual, pero debido a su servicio al gobierno de los Estados Unidos y al ejército, se convierte usted en el coronel más joven de las fuerzas armadas —el Secretario hizo un gesto y uno de los generales sacó los galones de coronel de una pequeña bolsa de terciopelo azul.

El Secretario extendió la mano y recogió los galones. Después se los entregó al joven y le estrechó la mano con fuerza.

—Felicidades, coronel Smith —dijo sonriendo Stimson.

John tomó los galones y se puso firme. El Secretario le miró detenidamente. Aquel hombre rezumaba seguridad en sí mismo. La clase de personas a las que es peligroso oponerse.

—La segunda cosa que quería mencionarle —comentó pasando el brazo por su hombro y alejándole del resto del grupo—, está relacionada con su asesoramiento. El Presidente es un hombre sencillo, no le gustan los tecnicismos ni la ambigüedad. Sea preciso en sus respuestas y guarde sus dudas o comentarios para usted mismo. Ya me entiende. Está haciendo un gran servicio a su país. En este año ha demostrado su audacia y determinación, pero en el ejército no hay lugar para las preguntas inoportunas.

—Entiendo, señor Secretario.

—Usted bajará conmigo a la sala de conferencias. No tengo que advertirle que todo lo que se diga allí es información confidencial. En Potsdam hay más espías por kilómetro cuadrado que en todo el globo terráqueo —dijo Stimson mirando de reojo a John.

Sin quitarle la mano del hombro. John y el secretario Stimson bajaron por una escalera que llevaba directo a la sala de conferencias. Parecían un padre y un hijo que no se habían visto en mucho tiempo y quisieran recuperar el tiempo perdido.

La sala era amplia, forrada hasta media pared por una madera oscura, que empezaba a mostrar señales de desgaste. En muchos lugares, el barniz se había perdido por completo. En el centro de la sala había una enorme mesa redonda. En ella estaban sentados los tres mandatarios, Churchill, Truman y Stalin, con once de sus colaboradores más directos, pero en segunda fila había más secretarios y asesores. Una de las sillas estaba vacía. En la gran mesa redonda había tres banderitas en el centro, la británica, la soviética y la estadounidense.

Stimson hizo un gesto a John para que se sentara justo detrás del presidente Truman y él ocupó la silla vacía de la mesa.

—Señores, quiero felicitarles, ya hemos avanzado en algunos asuntos muy importantes, pero todavía quedan muchas cuestiones por tratar. Por ejemplo, hemos decidido las fechas para la próxima reunión de ministros de Asuntos Exteriores, pero no hemos determinado el lugar; tampoco hemos avanzado mucho en el punto relativo a los principios que deberían regir en la nueva administración alemana —dijo Truman como presidente de la mesa.

Las charlas con los rusos eran tremendamente agotadoras, se aferraban a cada punto hasta sacar la posición más ventajosa.

El rostro de Stalin sonrió y dijo en ruso:

—Por lo menos, estamos tratando los puntos que usted ha propuesto, pero los que hemos propuesto nosotros ni se han mencionado.

La intérprete tradujo las palabras del dictador ruso y Truman le miró directamente.

—Decidimos este orden en la primera reunión, ¿recuerda?

—Sí, pero ¿cuándo hablaremos de las indemnizaciones, el reparto de la flota alemana o las fronteras de Polonia? A mí me importa muy poco si Italia entra o no en la ONU o cómo va a funcionar el gobierno en Alemania.

—Hay que ordenar la casa antes de sentarse a la mesa. El invierno se acerca y los alemanes no tendrán qué comer en unos meses.

—Bueno, los alemanes no se preocuparon mucho por mi pueblo en el invierno del 42 —dijo Stalin lanzando humo de su cigarrillo.

—Estábamos en guerra, pero ahora es el momento de construir la paz —dijo Truman.

—Pues que compren el trigo que les falta. Alemania siempre ha importado el trigo desde el exterior.

—Y. ¿cómo lo pagarán? —preguntó Churchill arqueando una ceja—. No creo que tengan mucho líquido en caja.

—Alemania produce carbón, que lo vendan por trigo —dijo Stalin.

—Bueno señores, no podemos entrar en detalles. Lo importante es que se cree una administración sólida. ¿Les parece que una Comisión de Control supervise las diferentes zonas desmilitarizadas y que los alemanes conserven al menos el poder local? —dijo Truman para poder avanzar.

Churchill y Stalin hicieron un gesto de aprobación. Los miembros de la reunión miraron impacientes el reloj, hacía media hora que tenían que haber parado para comer.

—Creo que será mejor que cerremos la sesión hasta la tarde —dijo Truman.

Se escuchó un murmullo cerrado de aprobación y la gente comenzó a ponerse en pie. Las voces comenzaron a ascender de volumen y los grupos se dividieron rápidamente en dos, por una lado los soviéticos y por el otro lado los norteamericanos y los británicos.

El Secretario de Guerra llamó a John con un gesto y el joven se acercó tímidamente. En el círculo se encontraban Churchill, Attlee, el secretario de Estado Byrnes y el propio Truman.

—Permítanme que les presente al coronel Smith —dijo el Secretario cogiéndole por el brazo.

Todos los miembros del grupo le saludaron.

—Les propongo que después del almuerzo nos reunamos en la sala de la planta superior. Este joven, si me permite que le llame joven, es el único testigo que hay en Europa de una explosión… —titubeó el secretario Stimson antes de seguir—… de una gran explosión. Presidente, ¿quería más detalles sobre la misión? Éste es su hombre.

El grupo aprobó la reunión de la tarde y se disolvió para comenzar a pasar al comedor. John lo siguió, pero el Secretario le detuvo.

—No querido, el comedor de oficiales está en la otra ala. El sargento Wolf le indicará el camino. Nos vemos dentro de dos horas arriba —dijo señalando con el dedo al techo.

—Señor, yo no soy especialista en física.

—No queremos un experto esta tarde, queremos escuchar a un testigo. Usted estuvo allí, ¿verdad?

—Sí, señor Secretario.

—Pues sea puntual. Buenas tardes —dijo el Secretario mientras se alejaba.

John buscó a su asistente y juntos se dirigieron al comedor. Estaba hambriento, los nervios le mantenían famélico y sólo la comida le relajaba un poco.

—¿Qué tal ha ido la reunión? —le preguntó el sargento mientras hacían una fila para servirse la comida.

—Imagino que bien —John sacó sus nuevos galones del bolsillo y se los pasó al sargento—. Por favor, haga que me coloquen los galones en toda mi ropa.

—¿Coronel? Dejé hace dos horas a un teniente en esa puerta y ahora viene todo un coronel.

—Bueno, los galones no son algo que me importe demasiado, pero creo que el Secretario se enfadaría si no me los viese puestos.

Los dos hombres se sirvieron el rancho y se sentaron a una de la mesas. John comenzó a comer deprisa. Esperaba tener un poco de tiempo para prepararse lo que iba a decir a tan ilustre oratorio. No era fácil expresar lo que se sentía al ver y experimentar una explosión nuclear, pero pondría todo su empeño en explicarse.