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El primer ministro

«No dejéis el pasado como pasado, porque pondréis en riesgo vuestro futuro».

Winston Churchill

19 DE JULIO DE 1914,

LONDRES

Las luces de la ciudad estaban apagadas. Ya no había bombardeos sobre Londres, pero la mayor parte del alumbrado público estaba deshecho por los años de guerra. En muchas casas llevaban meses sin suministro. Era la primera vez que John Smith viajaba a Europa, aunque temía que lo que iba a ver no se parecía en nada a la antigua capital del Imperio Británico.

No había hablado con nadie en todo el viaje. Salieron de noche de Carolina del Sur pero llegaron de día, a media tarde. Tibbets le había dicho que un enlace norteamericano le sacaría de ese avión y le llevaría al avión del candidato a primer ministro. Viajar con un futuro primer ministro le ponía un poco nervioso, aunque con casi toda certeza el futuro mandatario tendría algo mejor que hacer que hablar con un teniente del ejército de los Estados Unidos.

El avión aterrizó con cierta brusquedad sobre la agujereada pista del aeropuerto. Entraba en territorio de guerra, los alemanes habían machacado durante años al Reino Unido y sólo la intervención de los Estados Unidos le había librado de una ocupación casi segura.

John bajó del avión con su gran macuto a la espalda y la gorra ladeada. Un capitán de las fuerzas aéreas pulcramente vestido le esperaba al pie de la escalerilla.

—¿El teniente John Smith? —preguntó el hombre muy serio.

—Sí —dijo John cuando pisó tierra.

—El capitán Lev Grossmam. Soy su enlace. Llega con algo de adelanto. Debe tener hambre, ¿ha tomado algo en el avión?

—No, las azafatas no eran muy agradables —bromeó John señalando a los dos bigotudos pilotos de las Fuerzas Aéreas que descendían del aparato.

—Entiendo. Es algo tarde y la gente ya ha cenado, pero podrá conseguir un café y algún dulce en la cantina. Sígame.

El capitán comenzó a caminar a paso marcial y John le siguió a trompicones con el pesado saco al hombro.

—¿Ha estado alguna vez en Europa, teniente Smith? —preguntó el capitán varios pasos por delante de él.

—No, señor. Es mi primera vez.

—Yo llevo dos años aquí, en Inglaterra. Me hubiera gustado desembarcar en Normandía, pero desde que llegué trabajo en inteligencia militar.

—Alguien tiene que hacerlo.

El estirado oficial le miró de reojo y continuó su discurso. Su tono había tomado el atildado acento británico.

—Usted ha llegado con tantas recomendaciones, que me imagino que debe trabajar para inteligencia militar.

—Algo parecido, pero no me está permitido desvelar mi misión, capitán.

—Comprendo. Alto secreto —dijo el capitán silbando las palabras.

Los dos hombres entraron en una especie de pub inglés del ejército. Un grupo de soldados escoceses se encontraba justo delante de la puerta. Los dos estadounidenses tuvieron que abrirse paso.

—Mirar, un japo. ¿Qué hace aquí un japo? ¿Es que esos malditos amarillos se han rendido como los alemanes y no nos hemos enterado? —dijo un enorme escocés barbudo.

El grupo de soldados comenzó a reír a carcajadas.

—No le haga caso, teniente —dijo el capitán.

—En Birmania estos hijos de puta nos trituraron hasta lanzarnos hasta la India. Japo de mierda, no te quiero aquí. ¿Me has oído?

John se hizo el sordo y caminó hasta el otro lado de la barra. Pidió un café y un dulce. El capitán, de espaldas a los escoceses, comenzó a hablarle del candidato a primer ministro Clement Attlee.

—No hables con el señor Attlee. La política británica es más compleja que la nuestra. Un norteamericano nunca termina de entenderla por completo.

—No se preocupe, no tenía intención de charlar con el futuro Primer ministro. Pero tenía entendido que los resultados no se harán públicos hasta el 26 de julio.

—El nuevo Primer ministro quiere dejar un poco de gloria a Churchill antes de que se retire. Si se dirige a usted, y seguro que lo hará, le saluda cortésmente y ya está.

—Capitán, ¿me va a dar unas clases de protocolo?

—Como te he dicho antes, llevo dos años aquí. Conozco cómo funciona esta gente. Orgullosos, altivos e insultántemente cordiales.

—Son todo fachada —dijo John.

—Tú lo has dicho. El Primer ministro es un laborista, así denominan aquí a los comunistas. Churchill les ha salvado la vida y ahora que ha terminado la guerra le han dado una patada en el trasero —refunfuñó el capitán.

—Nuestro antiguo presidente Roosevelt estuvo a punto de perder las elecciones hace unos meses —apuntó John.

—Pero no las perdió. Hay comunistas por todas partes, por eso la segunda recomendación es que no hables con ningún soldado o diplomático británico o francés. El ejército británico está plagado de comunistas —dijo el capitán bajando la voz.

—Creía que eran nuestros aliados —dijo John después de dar un sorbo al café.

—Por ahora, teniente. Pero puede que nuestra alianza muera cuando termine la guerra.

—Espero que no empecemos otra guerra tan pronto.

—Nunca se sabe. Termine el café que su avión va a salir en cualquier momento.

John apuró el café y con un regusto dulce en la boca caminó apresurado detrás del capitán. Justo al pasar junto al escocés, éste le empujó y John rodó por el suelo. Todos los soldados rieron a carcajadas.

John se levantó apresuradamente y sin mediar palabra se lanzó hacia el escocés, que sorprendido rodó por el suelo junto al joven.

—¡Maldita sea! —dijo el capitán intentando separarles.

John dio un cabezazo al gigantón y le partió la nariz, que comenzó a sangrarle copiosamente.

—¡Japo cabrón! —dijo el escocés tocándose la cara.

El joven aprovechó la desventaja del hombre para darle una fortísima patada en la entrepierna. El escocés se dobló de dolor.

—¡Pare ya! —gritó el capitán—. No importa las recomendaciones que traiga. Si no para, yo mismo le llevaré al calabozo, teniente.

El resto de escoceses se dirigió hacia John, pero el capitán les amenazó con el puño.

—Maldita basura, ¿pretenden volver a Birmania para terminar la guerra en la jungla? No quiero más jaleo, este hombre va a volar con el Primer ministro.

Los hombres se detuvieron en seco al escuchar aquellas palabras. Dos de ellos se dirigieron a su amigo herido y le levantaron del suelo.

Los dos oficiales salieron de la cantina y caminaron deprisa hasta la pista. El capitán caminaba rápidamente, con los puños cerrados y sin mediar palabra con el teniente, hasta que malhumorado le dijo:

—Bonita forma de entrar en Europa.

—Él empezó, señor —se justificó John.

—No se puede caer en las provocaciones. Madure, teniente.

—Lo lamento —se disculpó John.

—Está bien, de todas formas fue un buen golpe —dijo el capitán medio sonriendo—. Pero no le hable a nadie de este incidente.

Un gran avión plateado esperaba en la pista con los motores encendidos. Había anochecido por fin y la famosa niebla británica comenzaba a reptar por el suelo.

—Tienen que volar antes que la niebla se espese —señaló el capitán.

En la base de la escalerilla había dos soldados británicos. El capitán mostró un salvoconducto y los dos soldados se pusieron en posición de firme.

—¿El señor Attlee ha embarcado en el avión? —preguntó el capitán.

—Sí, señor. Está todo preparado.

El oficial se volvió a John mientras se sujetaba la gorra y le hizo un gesto para que subiera.

—¡John! —gritó el capitán para hacerse oír—, ¡un último consejo!

El teniente se giró para escuchar mejor las palabras del capitán.

—Veo que tiene agallas, sólo espero que su lengua sea más cauta que sus puños —le amenazó el capitán.

John hizo un gesto con la cabeza y entró en el aparato.

El avión no se parecía en nada a todo lo que había visto hasta entonces. El suelo y las paredes estaban enmoquetados de color azul y burdeos. Los sillones eran muy amplios y cómodos, como pequeños sofás y las mesas no eran de metal, eran de madera pero clavadas en el suelo.

Dos hombres del Servicio Secreto le cachearon y registraron su petate. Después le indicaron dónde podía sentarse. Allí no había nadie más, pero el avión estaba dividido por una espesa cortina de terciopelo rojo. John se sentó. Una melodía comenzó a sonar por el interfono y una amable azafata le ofreció algo para beber.

John se recostó en el asiento. Aquél iba a ser un cómodo y placentero viaje, pensó mientras se quedaba dormido.

Un ruido le despertó de repente. No había tardado nada en dormirse. Llevaba más de un día volando desde la otra punta del mundo. Aquel increíble sofá no tenía nada que envidiar a una cama. Enfrente vio a un hombre de unos sesenta años, de cara pálida, con un pequeño bigote negro que intentaba dar algo de color a su gran calva. Vestía un traje azulado, pulcramente planchado, chaleco y camisa de cuello duro. Llevaba la corbata muy ajustada, como si fuera del tipo de hombres que nunca se toma un respiro.

—Disculpe que le haya despertado, teniente. Cuando entró en el avión, yo estaba atendiendo un despacho urgente y no pude saludarle. Disculpe que me presente yo mismo, soy Clement Attlee.

John se puso de pie de un salto y saludó al Primer ministro.

—Discúlpeme usted. Primer ministro. Vengo como invitado en su avión y me duermo.

El futuro Primer ministro le sonrió achinando los ojos. A pesar de su apariencia estirada y sus modales británicos, a John le parecía un buen tipo.

—Todavía no soy oficialmente el primer ministro —explicó el caballero—. Sé que ha hecho un largo viaje desde Estados Unidos. El secretario de Guerra Stimson me pidió que le llevara en mi transporte. Me contó que era un asesor del presidente Truman.

—Sí, señor.

—¿Me puedo sentar aquí? —dijo el futuro Primer ministro señalando un sillón.

—Es su avión, señor —dijo John permaneciendo en pie.

Clement Attlee miró con una sonrisa al oficial y después, dando unas palmaditas sobre el sofá, le invitó a que se sentase.

—Siéntese, el vuelo dura casi dos horas. ¿No pensará estar todo el tiempo de pie, verdad?

John tomó asiento. Aunque el hombre era muy agradable, se dijo que era mejor que le hablara lo menos posible. Ya se lo había advertido el capitán de enlace.

—El secretario Stimson me contó que usted es uno de los pocos hombres en el mundo que ha visto una explosión nuclear.

El joven oficial no sabía qué responder; no deseaba desairar al Primer ministro, pero no sabía hasta qué punto podía hablar con él de secretos militares.

—No se extrañe joven. Nosotros hemos estado al tanto del invento desde el principio. Antes de ser candidato a primer ministro, fui el ayudante directo de sir Winston Churchill.

—Perdone, señor.

—La seguridad es la seguridad —dijo el nuevo Primer ministro. Después extrajo de uno de los bolsillos de la chaqueta un telegrama firmado por el Secretario de Guerra de los Estados Unidos y se lo pasó al joven—. ¿Es suficiente la autorización para que hable conmigo del Secretario de Guerra de su país?

John enrojeció y musito un leve sí. Después se incorporó un poco en el sofá.

—Es difícil explicar una explosión como ésa, señor. No soy un científico, pero le puedo asegurar que una sola bomba puede arrasar de cinco a diez kilómetros a la redonda.

—Es increíble.

—Me imagino que el presidente Truman le dará más detalles técnicos cuando llegue.

—Sí, los dos somos novatos en este terreno. El zorro de Stalin tiene ventaja, aunque esperemos que por poco tiempo —dijo el futuro Primer ministro.

Se hizo un silencio incómodo que duró un par de minutos, hasta que el Primer ministro comenzó a hablar de nuevo.

—Ya están preparados los dos prototipos, ¿cómo los llaman?

—Lo desconozco, señor.

—Ah, sí. A uno le llaman Little Boy y al otro Fat man. Parecería divertido si no se tratara de bombas tan mortíferas. Tengo entendido que una es de uranio y la otra de plutonio.

—No tengo esa información, señor.

—¿La bomba está prevista ser arrojada en agosto?

—No sé si su lanzamiento está autorizado por el Presidente.

—Me refiero, en el caso de autorizarse.

—La fecha elegida no es segura. Depende de la climatología y de la decisión final del Presidente —dijo John con la espalda rígida.

—¿Cuándo terminará esta maldita guerra?

Los dos notaron como el avión viró bruscamente.

—Estamos llegando, el avión se está colocando para aterrizar. No volvía a Alemania desde la Gran Guerra. En aquel entonces creí que los alemanes habían aprendido la lección, pero es evidente que no lo habían hecho.

John se quedó mudo. Se encogió de hombros y deseó llegar cuanto antes a tierra.

—Aquella guerra fue terrible. Imaginamos que nunca veríamos una guerra más monstruosa, pero nosotros también estábamos equivocados. Contemplamos cómo caía Italia bajo el fascismo y no le dimos importancia. Después fue la República de España, tampoco les ayudamos; como en un castillo de naipes siguieron cayendo: los Sudetes de Checoslovaquia y Austria. Tan sólo cuando las zarpas nazis se aposentaron en Polonia reaccionamos, pero ya era demasiado tarde. El monstruo había crecido y estaba a punto de devorarnos. Espero que nosotros no nos convirtamos en otro monstruo —dijo el futuro Primer ministro mirando por la ventanilla.

El avión aterrizó con suavidad sobre la pista. Después de unos minutos rodando, se detuvo y el Primer ministro se puso en pie con mucha agilidad.

—Teniente Smith, encantado de haberle conocido. Informaré a sus superiores de su comportamiento intachable.

—Gracias, Primer ministro.

Dos hombres del Servicio Secreto se acercaron al candidato. Los tres salieron del avión a la vez. John esperó un minuto para seguirles. Cuando bajó la escalerilla, contempló las ruinas que constituían el antiguo aeropuerto de Berlín. El mundo está en ruinas, pensó mientras pisaba tierra. Un sargento de las Fuerzas Aéreas se acercó a él.

—¿Teniente Smith? —preguntó el sargento. Su pelo negro, la baja estatura y los rasgos toscos, le hacían parecer un hombre duro.

—Sí, soy yo.

—Se presenta el sargento Walter Wolf.

—Encantado —dijo John saludando.

—Seré su asistente mientras esté en Alemania.

—¿Qué día es, Walter?

—Es 19 de julio —dijo el hombre con una sonrisa.

—¿Hoy es 19 de julio? ¿Es que este maldito día no va a terminar nunca? —bromeó John mientras los dos hombres caminaban por la pista.

—Estará cansado.

—Muy cansado. ¿Dónde me alojaré? —preguntó John con el petate al hombro.

—Le han dejado una habitación preparada en Babelsberg —dijo el sargento.

—¿Eso es una base militar?

—No, señor. Es la zona residencial donde ha sido alojado el Presidente.

—¿Por fin voy a dormir en una cama decente? —dijo John con los ojos inflamados por el sueño.

La conferencia había empezado oficialmente el día 17 de julio, aunque la demora en la llegada de Stalin había atrasado las rondas de reuniones. John no sabía cuándo se entrevistaría con el Presidente, pero la sola idea de hablar con él le ponía muy nervioso. Respiró hondo y caminó junto al sargento Wolf, e intentó concentrarse en dormir un poco. El viaje le había dejado agotado.