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El viaje a Europa

«Jamás viene la fortuna a manos llenas, ni concede una gracia que haga expiar con un revés».

William Shakespeare

17 DE JULIO DE 1945,

BERKELEY

—Tienes que ir a verles. John —dijo el coronel Tibbets.

—Pero señor, ¿hoy mismo tengo que partir para Europa?

—Todo puede esperar unas horas, créeme —dijo Tibbets mientras ponía en marcha los últimos mandos del B-29.

John miró el cielo despejado de la mañana. Por un lado deseaba ir a ver a Ana y a su hijo Paul, pero por otro quería llegar a Potsdam, hacer su trabajo y que todo terminase de una vez. No quería regresar a casa por unas horas para luego tener que volver a la cárcel en la que se había convertido el ejército.

Y, ¿si le sucedía algo? Podía morir en el viaje, tener un accidente, pensó mientras que le hacía una seña a Tibbets para que despegase.

—Está bien, señor. Espero que por esto no me hagan un consejo de guerra —bromeó John.

—Bueno, si te lo hacen a ti, también me lo harán a mí —dijo Tibbets sonriendo.

El avión aceleró motores y comenzó a rodar por la pista. John estaba sentado junto a Tibbets contraviniendo las normas. Pero las normas no eran algo que le preocupara mucho al coronel. En unos minutos sobrevolaron el cielo encapotado de Nuevo México rumbo a California.

A la llegada a San Francisco. Tibbets le prometió a John que cinco horas más tarde le llevaría a Carolina del Sur, para justo alcanzar a tiempo su avión a Potsdam. El vuelo a Alemania que hacía escala en Londres tenía una duración aproximada de dieciséis horas.

John caminó algo mareado por las calles de San Francisco y al final cogió un tranvía para Berkeley. Ana había retomado sus estudios tras tener al niño, su madre se había ofrecido a cuidarlo con la esperanza de que ella terminara el doctorado.

A aquellas horas de la mañana, Ana sólo podía encontrarse en un sitio, en casa. Se apeó del tranvía y caminó el largo trecho que le llevaba al otro lado del campus. Se acercó al jardín de la vieja casa que tenían alquilada y entró. Algunos escalones del porche estaban rotos. Subió sin hacer mucho ruido y llamó a la puerta. Pasó algo más de un minuto hasta que escuchó pasos y una voz desde el otro lado.

—¿Quién es?

—Soy yo, Ana. Soy John.

John escuchó como su mujer abría la puerta apresuradamente. Por unos segundos se miraron a través de la mosquitera, como si necesitaran esos instantes para reconocerse. John abrió la mosquitera y Ana se lanzó a sus brazos. Su mujer quedó colgada de su cuello mientras se besaban. No hubo preguntas. Ana le arrastró hasta el salón y sin dejar de besarle, le hizo el amor allí mismo, en el suelo.

Cuando los dos se sosegaron. John sacó un cigarrillo y tumbado todavía en el suelo, desnudo junto al cuerpo templado de su mujer, lo encendió.

—Menuda sorpresa. John… No esperaba verte antes de Navidades. En tus cartas me advertías que la misión estaba a punto de concluir y que en cuanto terminara la guerra pedirías que te licenciasen.

—Esto es un regalo del coronel Tibbets —dijo John lanzando una bocanada de humo al techo.

—¿Tu superior? —preguntó Ana quitándole el cigarro a John y dándole una calada.

—Sí, es el jefe de la misión. Es rudo, exigente y muy mal hablado, pero es un gran tipo. De lo mejor que he conocido en el ejército.

—¿Cuándo tienes que irte? —preguntó Ana devolviéndole el cigarro y aferrándose a su brazo.

—Me temo que sólo nos quedan tres horas. No es mucho, pero tengo que volar a Carolina del Sur hoy mismo y después a Europa.

—¿A Europa? Creía que la guerra había terminado allí.

—Sí, pero tengo que cumplir una misión. No me informaron hasta ayer mismo, después de una prueba.

Ana apoyó la cabeza en el hombro y comenzó a notar un nudo en la garganta.

—¿Cuándo terminará todo esto. John?

—No lo sé. Ana. Pero creo que pronto. Los alemanes están vencidos y a los japoneses no les queda mucho tiempo. Tal vez, en dos o tres meses todo esto haya terminado.

—¿Tienes un puesto peligroso? —preguntó Ana a punto de llorar.

—No, mi trabajo consiste en hacer previsiones meteorológicas. Mi viaje a Potsdam es técnico. Todo el mundo quiere asegurarse de que se puede realizar la misión en una fecha determinada.

—¿No me engañas?

—No, Ana. En todo este tiempo no he cogido un fusil.

—La guerra es peligrosa, John. Quiero que vuelvas, me oyes. Quiero que conozcas a tu hijo y que le veas crecer. ¿Me lo prometes. John?

—Te lo prometo. Ana.

No le gustaba aquel juego infantil de promesas, pero entendía el miedo de Ana. Le hubiera gustado estar convencido de que volvería, más tarde o más temprano, pero de una pieza y con ganas de comenzar una nueva vida. Pero en la cabeza le seguía rondando lo que había visto en Alamogordo. Aquel terrible monstruo que su país había formado en su vientre.

—¿Quieres ver a tu hijo? —preguntó Ana incorporándose.

—Pero estará durmiendo…

—Que más da. Un hijo tiene que conocer a su padre.

Ana se puso la ropa rápidamente y cogió a John de la mano. Subieron al segundo piso deprisa, como si el niño fuera a escaparse corriendo. Ana abrió una de las puertas y en la semioscuridad, John percibió una cuna.

—Acércate —dijo Ana mientras corría una persiana.

John entró en el cuarto y se acercó a la cuna. Un niño rubio y regordete descansaba sobre unas sábanas muy blancas. «Dios mío, gracias», pensó al ver sus rasgos puros y su aspecto occidental. No quería que su hijo pasara por lo que él había pasado toda su vida. El niño no tenía ningún rasgo japonés.

—¿A que es una preciosidad? ¿Quieres cogerlo? —preguntó Ana acercándose a la cuna, pero antes que él pudiera contestar, ya lo tenía entre sus brazos.

Lo acunó en el regazo. Parecía muy ligero y blando. Observó la paz que transmitían sus ojos cerrados y sintió ganas de llorar.

—Te queda bien, John. Serás un buen padre.

John trago saliva y dejó al niño en brazos de Ana.

—Ana, es precioso. El niño más guapo que he visto nunca —dijo John con los ojos brillantes.

—Y es nuestro. John.

John ahogó las lágrimas e intentó cambiar de conversación.

—Salgamos. Tenemos mucho de que hablar y el tiempo corre.

Dejaron el cuarto en silencio y bajaron las escaleras abrazados. Se dirigieron a la cocina y Ana comenzó a preparar el desayuno.

—¿Sabes algo de mi padre? —preguntó John mientras ella calentaba algo de beicon.

—Viene cada dos o tres días a vernos. Bueno, sobre todo a ver al niño. Sube hasta la habitación y lo contempla un buen rato desde la puerta. Siempre le digo que lo coja, pero me contesta que prefiere verlo dormido.

—Me alegra que venga a veros.

—Creo que te echa de menos. John.

—¿Por qué lo dices? —preguntó el joven mientras mordisqueaba una rebanada de pan tostado.

—Ya no es lo que era. Siempre está cabizbajo y apenas habla. Me pregunta por ti cada día. ¿Por qué no le escribes?

—Es mejor así. Mi padre y yo sólo nos llevamos bien cuando no hablamos mucho.

—¿Vas a ir a verle? —preguntó Ana mientras vaciaba la sartén en un plato.

—No puedo —dijo mirando el reloj.

—Está mayor y parece enfermo. Puede que algún día te arrepientas de no haberle visto.

John frunció el ceño y evitó decir nada. Se sentó frente a la mesa y los dos comenzaron a comer en silencio. Después de unos minutos. John le preguntó por sus padres.

—Están muy bien. Les veo a diario. La mayoría de los días, cuando tengo que ir a la biblioteca o a clase, les dejo el niño. Nunca imaginé que fueran unos abuelos tan abnegados —dijo Ana recuperando la sonrisa.

—Creo que nuestro hijo es capaz de conquistar a cualquiera —bromeó John.

Ana miró con una sonrisa a su marido. Aquella inesperada sorpresa había llegado en el mejor momento. Comenzaba a tener dudas sobre su proyecto vital. Se encontraba agotada. Además de cuidar sola a un bebe, tenía que arreglar la casa y estudiar el doctorado. En casa de sus padres el servicio se encargaba de todo. Por lo menos no tenía problemas económicos. La paga de John llegaba puntualmente todos los meses, un sueldo muy alto para un soldado, aunque ella imaginaba que al tratarse de un oficial que trabajaba en una misión especial, cobraría más que un soldado raso.

Las últimas semanas habían sido especialmente duras. Su director de tesis puso plazo a la entrega del trabajo y llevaba varias noches sin dormir. John caía como agua del cielo. Su visita le daría la energía necesaria para seguir adelante con todo hasta que él regresara de la guerra.

—No puedes imaginar la falta que me hacías. Gracias por haber venido a casa, aunque sólo fuera por unas horas.

John besó la frente de Ana y se levantó de la mesa. Tenía que marcharse si quería llegar a la cita con el coronel Tibbets en la base.

—¿Ya te tienes que ir? —preguntó angustiada Ana.

—Sí, es la hora —dijo John acercándola y apretándola entres sus brazos.

—Ten cuidado con esas chicas europeas. Seguro que nunca han visto a un soldado tan guapo como tú.

El joven sonrió y volvió a besar a su mujer. Los dos caminaron de la mano hasta la entrada.

—¿Cuándo volverás?

—Pronto —mintió John—, en cuanto esto acabe.

—¿Cuándo acabe la guerra?

—Sí, espero que antes de que termine el año.

—Eso es mucho tiempo, John —se quejó Ana.

—Ya lo sé.

John le dio un último abrazo y comenzó a descender por las escaleras del porche. Ana no le soltó la mano hasta que él pisó las losas que formaban el sendero del jardín. Él se giró cuando atravesaba la cerca desportillada y desconchada. La puerta se rompió y quedó sujeta por una de las dos bisagras.

—Creo que tendré mucho trabajo cuando regrese —bromeó John.

La sonrisa del hombre desapareció uno segundos después. Caminó lento por la calle hasta que perdió de vista la casa. No marchaba deprisa. La angustia le atenazaba y, aunque se repetía que las cosas iban a salir bien y que antes de lo que pensaba estaría de vuelta, algo dentro le decía todo lo contrario.

Cuando llegó a la base. Tibbets ya estaba en el avión. John se acercó al flamante B-29. El sonido de sus motores parecía el rugido de mil leones hambrientos. Caminó hasta la cabina y vio la cara del coronel. Estaba fumando y el avión estaba lleno de humo.

—Por Dios. John. ¿Se puede saber dónde te habías metido? Cinco minutos más y me hubiera marchado solo. Tienes que llegar a Carolina del Sur en cinco horas. Allí no te van a esperar.

John se sentó en el asiento del avión del copiloto y Tibbets comenzó a mover el aparato. El despegue fue muy suave, a los pocos minutos volaban sobre la pista destino a la costa Este.

—¿Qué tal la familia? ¿Has podido ver a tu hijo? —preguntó Tibbets sonriente.

—Sí, señor. Gracias por traerme hasta casa. Nunca podré pagárselo. La familia está bien.

—Venga, John, no he atravesado medio país para que no me cuentes más cosas.

—No hay mucho que contar —dijo John ruborizándose.

—Eso significa que tu mujer te ha hecho muchos arrumacos. Demasiado tiempo fuera de casa.

John le retiró la mirada y agachó la cabeza.

—No te preocupes, es normal, nos pasa a todos. Muchos meses fuera de casa y una mujer bella esperando.

—Sí, señor.

—Sabes. John, eres un hombre afortunado. Cuando termine esta guerra te licenciarás y volverás a casa. Continuarás con tu vida y esto será sólo una anécdota que contar a los nietos, pero yo formo parte del ejército. Es toda mi vida, no sé hacer otra cosa —dijo Tibbets suspirando.

—Podría hacerse piloto civil después de la guerra.

—Lo he pensado, pero yo no sirvo para llevar gente de un lado a otro. Necesito la emoción de la guerra, el compañerismo de los hombres, el peligro —dijo Tibbets inclinado el timón.

—Entiendo.

—No sé si lo entiendes de verdad. Esto es una vocación, una forma de vida. Mi mujer está harta del ejército. Cambiar de casa y de estado cada dos o tres años no es fácil. No saber si tu hombre está vivo o muerto, pasar meses sola cuidando de los niños, no es sencillo.

John miró a Tibbets. Su cara parecía angustiada, como la de alguien que acababa de acordarse de un recado urgente del que se había olvidado.

—Pero la bomba hará que la guerra termine y estaré un tiempo con la familia, por lo menos hasta la próxima guerra.

—Pero ¿cree que después de lo sucedido en el mundo, alguien tendrá ganas de comenzar otra guerra? —preguntó John.

—Te puedo asegurar que sí. Esto es un trabajo, vivimos de la guerra. Cuando terminemos con los japoneses, los chinos o los soviéticos serán un problema y habrá que ponerlos en su sitio.

—Pero si son nuestros aliados.

—Un amigo se vuelve enemigo más rápidamente de lo que crees —dijo Tibbets echando algo de ceniza en el suelo.

—Entonces, ¿de qué sirve arrojar la bomba?

—La bomba es un arma. Un arma que nos ayudará a ganar la guerra sin más sacrificios inútiles.

—¿Y la gente que vive allí?

—Mala suerte, John, mala suerte.

—¿La bomba se lanzará en medio de Hiroshima? —preguntó John mientras jugaba nerviosamente con el apoyabrazos.

—Todavía no tengo órdenes concretas, pero si las tuviera no podría desvelarlas. De todas formas, todo depende de lo que pase en Potsdam. El Presidente pretende advertir a los japoneses en la declaración que lancen el día que termine la cumbre. El Presidente ya sabe que el ensayo ha sido un éxito. No creo que a estas alturas dude en arrojar la bomba.

John miró por la ventanilla. De vez en cuando, las llanuras se convertían en bosques y montañas. Las ciudades salpicaban el horizonte como pequeñas piedras en la arena.

—¿Puedes ver las ciudades? —preguntó Tibbets.

—Sí.

—Luchamos para que esa gente duerma tranquila en sus hogares, para que mañana cuando salgan de casa y vayan a sus trabajos, lo hagan sin temor, para que el estilo de vida americano continúe. Tú que eres un universitario debes entenderlo mejor que nadie. La fuerza de Roma no estaba en sus edificios suntuosos, en sus ceremonias, en sus leyes, su fuerza estaba en la punta de lanza de sus legiones. Así se construyen los imperios. Ésta es mi lanza —dijo Tibbets golpeando el timón del aparato.

—Pero los imperios también caen —dijo John volviendo a mirar a Tibbets.

—Es cierto. Los imperios terminan por derrumbarse algún día, pero nosotros ya no estaremos vivos para ver cómo se derrumba el nuestro.

—¿Por qué me manda a Alemania. Tibbets? —preguntó John con la mirada fija en el coronel.

—Yo no te envío a Alemania.

—No me tome el pelo —dijo John frunciendo el ceño.

Tibbets giró la cabeza. Ya estaban volando sobre las nubes y un colchón blanco les rodeaba por completo.

—Lo hago por qué creo que es mejor que estés lejos de Tinian cuando todo suceda. Entiendo tus dudas John, pero en el ejército sobran las dudas. Hay que cumplir las órdenes. El Presidente es nuestro comandante en jefe, si él quiere lanzar la bomba se hará.

—¿Tiene temor que les traicione? Al fin y al cabo, soy un maldito amarillo —dijo John enfadado.

—Por fuera puedes parecer un maldito amarillo, pero por dentro eres más estadounidense que yo. Lo que pasa es que le das demasiadas vueltas a las cosas. Los generales LeMay y Groves te han recomendado para un ascenso a comandante. Sabes que eso no es usual para un teniente —dijo Tibbets volviéndose hacia John—. Chico, mira a otro lado si no te gusta lo que ves. La guerra terminará pronto, podrás licenciarte y te quedará una bonita pensión para comenzar una nueva vida con tu mujer y tu hijo. No conoces a todos esos malditos japoneses y además, la mayoría te sacarían los ojos si cayeras en sus manos.

—Entiendo lo que dice, señor —dijo John agachando la mirada.

—Pero ésa no es la única razón por la que te mando a Potsdam. El Presidente quiere estar seguro de que hemos elegido la ciudad adecuada y que el tiempo nos acompañará. Tu misión es convencerle.

—¿Convencerle yo? Pero, si ni yo mismo lo estoy…

—Por eso, John. Truman no es tonto. Duda de todo el mundo, no dudará de un escéptico. Además son órdenes del coronel Gilman.

—¿El coronel Gilman? ¿El hombre que me reclutó?

—Sí, muchacho. El hombre que te reclutó.

—¿Usted lo sabía desde el principio? —preguntó John extrañado.

—Nadie me envía un hombre si no sé de quién se trata —contestó Tibbets con una sonrisa.

—¿Usted es un Tigre Volador?

—Basta de preguntas. John.

—¿Es uno de ellos? —insistió John.

—Eso es indiferente. Yo sirvo a mi país y a mi presidente.

Tibbets miró por la ventanilla. El Océano Atlántico apareció en el horizonte como un gran mantel azul.

—En media hora estaremos en tierra. Hay un vuelo de enlace que te llevará a Londres. Desde allí saldrás en un avión inglés que transporta al candidato a primer ministro británico, Clement Attlee. Ya ves que te he conseguido un billete de primera clase.

John intentó sonreír, pero llevaba meses sin pensar en los Tigres Voladores y en el coronel Gilman. No sabía qué diferencia había entre trabajar para aquel grupo y para el ejército de los Estados Unidos, pero temía que el coronel Gilman quisiera cobrarse todo lo que había hecho por él.

—Chico, te has puesto pálido. ¿Acaso has visto al demonio?

El joven miró el rostro de Tibbets y vio algo extraño en su expresión. De repente tuvo la sensación de que no le conocía de verdad, de que todo lo que había vivido hasta ese momento era una gran mentira.

¿Le habrían estado observando? ¿Quienes de los que le rodeaban eran Tigres Voladores?

El avión aterrizó en la base marítima de Carolina del Sur y los dos tripulantes descendieron rápidamente del aparato. Caminaron por la pista hasta un avión grande de pasajeros.

—En este aparato estarás más cómodo —dijo Tibbets al pararse frente a la escalerilla.

—Gracias por todo, señor —dijo John saludando al coronel.

Tibbets le dio la mano y le atrajo rodeándole en un abrazo. Cuando estaban abrazados le dijo al oído:

—No arriesgues tu futuro y tu familia por esto, John.

—Lo intentaré, señor.

—Ellos son más poderosos de lo que imaginas. Quieren que se lance la bomba y nada podrá impedirlo.

Tibbets se apartó del joven y le saludó militarmente. John subió por la escalerilla y entró en el avión. Una vez dentro buscó un sitio solitario donde descansar. Notaba que la cabeza le daba vueltas y parecía a punto de estallarle. Miró por la ventanilla y observó al coronel Tibbets. «Es un buen tipo», pensó de nuevo. Aquel hombre era capaz de desconcertarle. El coronel le sonrió y le hizo un gesto con la mano. El avión comenzó a moverse. John se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. Le esperaba un viaje largo. En veinticuatro horas estaría en Potsdam, julio se acababa y agosto traería sus calores bochornosos. Deseó por un momento que siempre fuera julio, pero sabía que sus oraciones no serían escuchadas.