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La prueba

«Un error es tanto más peligroso cuanto mayor sea la cantidad de verdad que contenga».

Amiel

6 DE JULIO DE 1945,

WASHINGTON, D. C.

El calor comenzaba a ser sofocante. Las últimas noches, la temperatura no había bajado apenas y el presidente Truman llevaba varios días sin dormir bien. Por la tarde, el concierto organizado en los jardines de la Casa Blanca le estaba sirviendo como tiempo de reflexión y descanso. La decisión final de lanzar o no lanzar la bomba sobre Japón, le inquietaba. Bess, su esposa, no dejaba de escrutar su mirada perdida. Si había alguien en el mundo que le conociera de verdad, era ella. Podía distinguir su preocupación por mucho que él intentara disimularla.

El gobierno en pleno, junto a algunos diplomáticos, escuchaba en silencio los acordes de la banda de las Fuerzas Aéreas. Estaban sentados junto al Presidente; aquéllos eran los hombres que él había escogido para que le ayudaran en la difícil tarea de dirigir el país y terminar la guerra. Muchos habían sido hombres de Roosevelt La situación mundial se encontraba demasiado convulsionada como para realizar cambios profundos en el ejecutivo, pero una vez terminada la guerra Truman introduciría nuevas personas en el gobierno y, sobre todo, una nueva forma de hacer política.

Truman consideraba que en los últimos años el anterior presidente había bajado la guardia en algunos temas. La política exterior se había centrado en América del Sur y Centroamérica. Se había descuidado Asia y sobre todo, no se había tomado en cuenta el papel de Rusia en el mundo. Todo eso iba a acabar. El mundo debía saber que Estados Unidos no estaba dispuesto a ceder su liderazgo a otras naciones. ¿No estaban realizando duros sacrificios para garantizar la democracia? Pues debían recibir alguna compensación en consecuencia.

Todas esas cosas rondaban la cabeza del Presidente, pero la decisión con respecto a la bomba era la que le quitaba el sueño. No le había contado nada a Bess sobre la bomba. Pensaba que ella no estaba preparada para entender un arma así. Era mejor que ella no supiera nada, al menos por ahora.

El Presidente tenía hecha la maleta para su viaje a Potsdam. En unas horas estaría en el tren y después en el barco que le llevaría hasta la conferencia.

Cuando el concierto concluyó y la gente abandonó la casa, Truman se despidió de su mujer y su hija, y tomó el coche oficial. Sus hombres del Servicio Secreto le llevaron hasta el tren privado del Presidente. En el tren se reunió con el resto de su pequeña corte de cincuenta y tres ayudantes, especialistas y miembros del Servicio Secreto que le acompañarían a Potsdam.

Truman se acomodó en el asiento y cerró por unos momentos los ojos con la cabeza apoyada sobre el respaldo. Oró brevemente en su mente y comenzó a notarse más relajado. Sus dos contendientes, Stalin y Churchill, eran dos viejos zorros que habían sobrevivido a miles de obstáculos a través de sus dilatadas carreras políticas. Los dos habían luchado en la guerra desde el principio, los dos se creían con más peso moral para dirigir la contienda y, sobre todo, la paz. Pero era él, Truman el pueblerino de Missouri, el que tenía la responsabilidad de velar por el mundo y finalizar la guerra.

Después de siete horas de tren, el séquito presidencial llegó al puerto de Newsport News en Virginia. Allí. Truman tomó el crucero Augusta y comenzó una larga travesía por el Océano Atlántico. No le gustaban demasiado los barcos, pero le gustaban aun menos los aviones. Al Estado Mayor le preocupaba que algún submarino japonés intentara atacarlo en una acción desesperada, pero era el único medio para llevar todo el material y todo el personal hasta la reunión en Alemania.

Las relaciones con la Unión Soviética seguían siendo cordiales, pero tensas. El general Eisenhower había visitado hacía tan sólo unas semanas el Kremlin, recibiendo un trato cordial y amistoso, pero Truman creía que la cosas iban a cambiar muy pronto. Él no estaba dispuesto a ceder más. Alemania había caído tras una larga y costosa guerra. En las anteriores reuniones de Teherán y Yalta, el objetivo principal era vencer a los nazis, pero ahora las reuniones se centraban en el reparto de Europa como un gran y apetecible pastel y no tardarían en ver los dientes al oso ruso.

Después de acomodarse en el barco, bajó a su camarote, abrió los ojos, se estiró ligeramente en la silla y tomó de una mesa el informe sobre Stalin. Llevaba semanas leyendo sobre los dos grandes líderes políticos, pero el que realmente le preocupaba era el dictador ruso. Truman se había quejado al Secretario de Estado de la escasez de información recopilada acerca de Stalin. El informe prácticamente no añadía mucho más de lo que la opinión pública ya conocía. Los diplomáticos que conocían al ruso, tan sólo le habían dicho que era un hueso duro de roer.

Dejó, frustrado, el fino dossier de Stalin y recogió la gruesa carpeta sobre Churchill, el Primer ministro británico. Truman consideraba al Reino Unido como un aliado, pero no quería conceder demasiados poderes a los ingleses; al fin y al cabo, si no hubiera sido por ellos, los ingleses nunca habrían ganado la guerra en Europa. En el informe se le advertía sobre la capacidad de manipulación del premier británico. Churchill tendía a barrer siempre para casa.

La estrategia que había diseñado Truman para la trascendental reunión era sencilla pero eficaz. Trataría a los dos hombres de la misma manera. Escucharía sus argumentos, les lanzaría preguntas de cada tema importante y después tomaría decisiones. Pretendía hablar muy poco y mostrarse firme, pero inescrutable. No se dejaría influir por ninguno de los dos y les manifestaría sus decisiones. Ése siempre había sido su estilo. Mantener a los demás fuera de su mente todo el tiempo posible, sorprenderles y no dejarles mucho margen para reaccionar. Aquella estrategia le había funcionado durante su larga vida política y esperaba que ahora siguiera funcionando.

Truman tomó la carta del secretario de Guerra Stimson y volvió a echarle un vistazo. En ella, el Secretario le hablaba de la prueba que se iba a realizar con una bomba en Alamogordo; si ésta tenía éxito, el Presidente tendría que tomar una decisión al respecto.

Llevaba semanas dando vueltas al asunto de lanzar la bomba sobre Japón. Cada vez estaba más convencido de la necesidad de advertir a los japoneses del dolor y sufrimiento al que tendrían que enfrentarse en el caso de que se empeñaran en continuar con la guerra. El Secretario le había incluido la fórmula de las condiciones de paz que podía doblegar la voluntad de los japoneses. La frase acordada decía: «nosotros no excluimos una monarquía constitucional bajo la actual dinastía». La frase dejaba claro el respeto de los Aliados por el Emperador, pero lo que Truman temía era que el ciudadano de a pie no entendiese porqué se dejaba en libertad al Emperador, uno de los instigadores e impulsores de aquella guerra.

Truman releyó la propuesta. Tenía que enseñársela a Churchill y Stalin, pero ni él mismo estaba convencido de que fuera la más apropiada.

El Presidente cerró de nuevo los ojos y se tocó la nuca. La tensión se acumulaba en su cuello y hombros. Todo el mundo pensaba que el líder de una gran nación tenía un poder ilimitado, pero no era así; más bien se sentía como un malabarista intentando mantener el mayor número de objetos en el aire, sabiendo que al más leve descuido todo terminaría rodando por el suelo.

Truman cada vez tenía más claro que si los japoneses no se rendían tras su advertencia, lanzaría la bomba sobre algún punto estratégico del país.

Por último tomó otro de los informes. En él, el general McArthur expresaba sus miedos a que el desembarco en Japón y su posterior invasión se vieran frenados por la resistencia civil. El general pensaba que la total pacificación del país podía costar un alto número de vidas y más de diez años. Si aquella previsión era cierta, al Presidente no le quedaba más remedio que lanzar la bomba para salvar al mundo de la guerra. Pero no había que adelantar acontecimientos, se dijo. Si la prueba era un fracaso, no tendría bomba que lanzar y la guerra debería seguir su curso.

13 DE JULIO DE 1945,

WASHINGTON, D. C.

Groves golpeó con su puño la mesa y maldijo a la corte de opositores a la bomba que estaban saliendo por todas partes. Muchos pedían su cabeza en una bandeja de plata. Otros atacaban directamente el Proyecto Manhattan. Gracias a Dios. Stimson había convencido al Presidente para crear la Comisión Provisional, que tenía que tomar las decisiones más importantes. Sus miembros no habían sido elegidos al azar. Stimson se había asegurado de que todos fueran proclives a la utilización de la bomba.

Lo que más preocupaba al general era que muchos de los disidentes se encontraban trabajando dentro del propio proyecto. No había sección que no tuviera algún alborotador desanimando al resto de científicos y alentándoles a que dejaran su trabajo e impidieran la utilización de la bomba. Pero ¿qué se creía esa gente? Estaban en guerra y en guerra las órdenes no se discutían. Gracias a Dios. Oppenheimer tenía todo bajo control en Los Álamos y los revoltosos no habían logrado retrasar el trabajo.

Los malditos comunistas estaban infiltrándose entre los científicos para alborotarlos. Leo Szilard era el cabecilla del movimiento. Un judío pacifista al que Groves conocía bien. Al principio. Leo Szilard había sido el mayor defensor de la creación de la bomba. Groves se había reunido con él antes de comenzar el proyecto y éste le había asesorado sobre la línea a investigar, pero ahora que Alemania estaba derrotada y también el enemigo de los judíos, para ellos la guerra ya había terminado.

Leo Szilard y otros dos «comunistas» habían viajado hasta Spartanburg, en Carolina del Sur, para entrevistarse con James Byrnes, el Secretario de Estado. El Secretario los había recibido y escuchado.

Al principio le habían pedido que advirtiera sobre las consecuencias de no rendirse. Byrnes había estado de acuerdo con ellos y les había informado que el Presidente también era partidario de advertir a los japoneses, pero cuando los tres hombres habían exigido que la advertencia consistiera en una demostración pública en la que participaran científicos y militares japoneses, el Secretario de Estado se había opuesto enérgicamente.

Los rebeldes no se habían conformado con la negativa del Secretario de Estado. El 12 de junio, seis científicos de Chicago habían enviado al Secretario de Guerra una carta, acompañada del Informe Franck, en el que se reiteraba la petición de una demostración en presencia de observadores internacionales, en una zona habitada. El informe fue entregado al ayudante de Stimson. George Harrison, que lo envió al grupo científico de la Comisión Provisional. El último intento desesperado había sido el 26 de junio, cuando un grupo de científicos se reunió para hablar con Oppenheimer.

Afortunadamente, pensó el general Groves mientras leía toda la serie de patochadas que los científicos habían escrito. Oppenheimer estaba a favor de lanzar la bomba contra los japoneses. La Comisión Provisional dictaminó que lamentaba no poder ofrecer otra alternativa, pero que el lanzamiento de la bomba en un objetivo japonés era imprescindible para convencer a Japón de la rendición sin condiciones. En menos de cuatro días la Comisión Provisional había examinado el Informe Franck y lo había desechado por completo.

Las pesadillas de Groves durante el mes de junio no habían terminado ahí. Cuando parecía que todo el asunto iba encauzarse, uno de los miembros de la Comisión Provisional comenzó a oponerse al lanzamiento de la bomba. En este caso, lo que más le sorprendió a Groves fue que el opositor no era un científico, sino el subsecretario de Marina James Bard, que había escrito una carta a Harrison en la que recomendaba el aviso previo a las autoridades japonesas del lanzamiento de la bomba, disintiendo de las conclusiones de la Comisión Provisional. Naturalmente el Secretario de Guerra y él habían evitado molestar con estos asuntos al Presidente, que bastante tenía ya con ponerse al día en su despacho y preparar la reunión en Potsdam.

La última información que acababa de llegar al despacho de Groves seguía siendo inquietante. Los informadores del ejército en el laboratorio de la Universidad de Chicago habían informado de una reunión el día anterior en la que los científicos querían votar varias propuestas, desde la negativa total al lanzamiento de la bomba, hasta un lanzamiento de demostración.

El general se levantó de su silla y caminó con varios informes bajo el brazo. Le esperaba un coche para llevarle hasta la estación de trenes. Se dirigía a Nuevo México, donde iba a realizarse la primera prueba atómica al cabo de tres días. En Alamogordo comenzaría la era atómica. No importaban las triquiñuelas que comunistas, científicos o cobardes intentaran: aquel proyecto era imparable. A veces pensaba que ni el mismo presidente Truman podía ya dar marcha atrás.

16 DE JULIO DE 1945,

ALAMOGORDO, NUEVO MÉXICO

El viaje había sido largo. La noche anterior Tibbets y él habían dormido en un cochambroso motel cerca de Santa Fe. John apenas había descansado. Los gritos y gemidos de las habitaciones cercanas le habían desvelado por completo. Estuvo toda la noche mirando al desconchado techo y pensando en su mujer, Ana, en el hijo que todavía no conocía y en cómo sería su vida después de la guerra. Imaginó una bonita casa cerca de la universidad, un puesto de profesor titular y un futuro tranquilo y asegurado. Le gustaría visitar Japón después de la guerra. Buscar a su madre e intentar reconciliarse con ella. ¿Estaría viva? Eso esperaba. Sólo tenía a sus padres y a Ana. Su padre era hijo único y la familia de su madre la había repudiado al casarse con un occidental.

Intentó mirar el reloj con el reflejo que entraba por la ventana. Eran las tres de la mañana y el coronel roncaba a su lado. De repente una idea cruzó por su cabeza. ¿Y si desertara? Podría huir a México. La frontera no estaba muy lejos, después se pondría en contacto con Ana, y ella y el niño se reunirían con él en cuestión de horas. California estaba muy cerca de México.

John intentó apartar los malos pensamientos de su cabeza. Su amigo Gordon le había contado sobre los efectos que podría tener una bomba atómica. Después de intentar evadir el tema varias veces, al final le había hablado de la bomba. Gordon le había contado que hasta el momento sólo se trabajaba con hipótesis. Nunca había realizado una explosión nuclear a gran escala, por lo que las consecuencias de una explosión nuclear eran, hasta cierto punto, imprevisibles. Su amigo le contó que las explosiones nucleares producen diversos tipos de efectos, todos ellos tremendamente destructivos. Al parecer los efectos secundarios podían ser peores que los primarios.

Según Gordon, el efecto inmediato era el producido por la onda expansiva. Esta onda expansiva afectaba primero a la temperatura, la radiación ionizante y el pulso electromagnético. La temperatura subía notablemente. Un efecto secundario no previsto podía ser una alteración sobre el clima, el medio ambiente en general o sobre infraestructuras básicas para la subsistencia del ser humano.

Los científicos esperaban que la explosión de la bomba fuera espectacular pero, según creían, el verdadero efecto destructor venía después. Además, los daños secundarios y primarios se complementaban en cierta manera. Por ejemplo, según algunos estudios realizados sobre personas que habían sufrido una fuerte exposición a la radiación, ésta disminuía las defensas del organismo y, a su vez, agudizaba la posibilidad de infección de las heridas causadas por una explosión como la de una bomba nuclear.

Los científicos pensaban que la emisión inicial de energía se iba a producir por lo menos en un ochenta por ciento en forma de rayos gamma, pero éstos son rápidamente absorbidos y dispersados en su mayoría por el aire en poco más de un microsegundo. Dichos rayos se convertirían rápidamente en radiación gamma, en radiación térmica y energía cinética. El efecto sobre la gente, según le explicó Gordon, sería el mismo que el que sufrirían si les echaran dentro de una gran estufa calentada a miles de grados. El resto de la energía se liberaría en forma de radiación retardada. Al parecer, los especialistas de Los Álamos habían propuesto que la explosión se hiciera a gran altitud, para permitir así un mayor flujo de radiación extrema debido a la menor densidad del aire que propiciaría una mayor onda expansiva.

Gordon le explicó que algunos científicos temían que la ignición de la atmósfera terrestre generase una reacción en cadena global, en la que los átomos de nitrógeno se unieran para formar carbono y oxígeno, lo que provocaría que la atmósfera quedara totalmente destruida.

Aunque nunca se había arrojado una bomba tan potente, los científicos calculaban que se podía producir un cráter de unos 100 metros de profundidad y 390 metros de ancho con un total de 12 millones de toneladas de tierra desplazadas. Eso era debido a que en un artefacto nuclear, todas las reacciones de fisión nuclear y fusión nuclear se completan estando la bomba aún intacta. Otro de los factores a tener en cuenta en una explosión nuclear era el calor. La bomba alcanzaría una temperatura en su interior de unos 300 millones de grados centígrados. Por lo que decía Gordon, en el centro del sol tan sólo se alcanzan los 20 millones de grados. La temperatura a la que se llegaría en cuestión de nanosegundos sería altísima, pero ni siquiera esto representaba la mayor parte de energía liberada. La mayor parte de esta energía se liberaría en forma de radiación.

John no entendía mucho de física, pero lo que Gordon le contaba era increíble: una bomba capaz de arrasar una ciudad entera.

Pasaron horas charlando. Cada cosa que le explicaba Gordon le horrorizaba y fascinaba al mismo tiempo. ¿Cómo era el hombre capaz de crear algo tan increíble? Y, lo que era más inquietante, ¿cómo podía llegar a utilizarlo contra sus semejantes?

Él no era quien iba a arrojar la bomba, se disculpaba una y otra vez. Tan sólo tenía que señalar un objetivo y hacer un pronóstico meteorológico para el bombardeo.

Intentó explicarle a Gordon que aquello no le interesaba. Que prefería no saber más, pero su amigo continuó con su explicación. Todavía recordaba lo que le había contestado su amigo.

—Todos nosotros somos cómplices, ¿no lo entiendes? ¿Quién es el asesino? ¿El que aprieta el gatillo? ¿El que indica a quién matar? ¿El que pudiendo hacer algo no lo evita?

—El asesino es el que mata. Tú sólo éstas ayudando a calibrar el momento de lanzamiento de la bomba, para que caiga en el objetivo. Mi trabajo es pronosticar el tiempo.

—¿Te parece poco? Nuestra colaboración hace posible el lanzamiento de la bomba. Tal vez no seamos asesinos, pero somos cómplices.

—Tan sólo cumplimos órdenes, nosotros no tenemos que tomar la decisión de lanzar la bomba. Además, lo hacemos por una buena causa.

—Pero no se puede usar el mal para combatir el mal. ¿Qué hay de los cientos de miles de inocentes que morirán?

—No serán los primeros, Gordon. Los japoneses empezaron esto, ¿recuerdas? Cada año que pasamos en guerra, más norteamericanos y japoneses morirán.

—No sabes lo que dices. Mira esto —Gordon cogió un palo y lo balanceó en el aire—: Ésta es la zona situada en la vertical de donde se produce la explosión y sus cercanías. Aquí la mortalidad alcanza el cien por cien y todos los efectos se reciben simultáneamente sin desfase alguno. El cien por cien de las personas que estén en esa zona morirán.

—En todas las reuniones en las que he estado se ha hablado de lanzar la bomba en algún objetivo militar. Puede que haya una ciudad cerca, pero no es el objetivo principal —le dijo John desesperado.

—¿Estás seguro de eso?

—Sí, el objetivo número uno es Hiroshima. El general Groves está empeñado en lanzar la bomba en Kioto, pero el Secretario de Guerra no se lo permitirá.

—Pero Hiroshima es una ciudad.

—Según rengo entendido, la bomba se arrojará sobre la base que está a dos o tres kilómetros de la ciudad.

—Es demasiado cerca. El efecto conjunto de la bomba se calcula tan brutal, que no puede quedar nada en pie. Se la conoce también como área de devastación o aniquilación total. De hecho, lo único que puede quedar tras la explosión en ese lugar es un enorme cráter. La zona cero sólo está presente para explosiones a muy baja altitud o a ras de suelo.

—No creo que la bomba que han construido sea tan potente —le dijo incrédulo John.

—Los efectos secundarios pueden llegar todavía más lejos. Aproximadamente el ochenta por ciento de la energía generada por las reacciones nucleares se emite en forma de radiaciones penetrantes de alta frecuencia. Estas radiaciones son extremas y peligrosas para el cuerpo, impacten donde impacten. Pueden distinguirse la radiación corpuscular y la radiación electromagnética. Las radiaciones electromagnéticas son las realmente peligrosas debido a su gran alcance y poder de penetración. En el laboratorio se ha calculado que su velocidad es la de la luz por lo que sus efectos se producen en el mismo instante que el flash luminoso. A pesar de eso, su alcance no es demasiado alto debido a la fuerte interacción de dicha radiación con la materia, lo que hace que pierda intensidad rápidamente con la distancia. Una bomba como la que se quiere lanzar la radiación mataría a todo ser vivo situado en cinco kilómetros a la redonda. Esto es debido a que su rango de efecto es menor que el del choque termocinético, lo que vulgarmente se conoce como la bola de fuego de la explosión.

—Entonces, ¿la mayoría de la gente no morirá justo en el momento? —preguntó John horrorizado.

—No. Sufrirán las consecuencias de la bomba. Los primeros síntomas son sed intensa, náuseas, fiebre y manchas en la piel producidas por hemorragias subcutáneas. Según algunos casos estudiados, estos síntomas parecen remitir pocas horas después. El paciente entra en un periodo de latencia durante el cual las defensas y la capacidad regeneradora del individuo menguan considerablemente dejándolo más expuesto a enfermedades e infecciones. Una o dos semanas más tarde, es cuando se entra en la fase más aguda y el cuadro se complica considerablemente: diarreas, pérdida de cabello y hemorragias intestinales. Durante estas semanas la víctima puede morir o recuperarse. Depende de su propia capacidad de regeneración.

—Es terrible. Pero puede que los cálculos no sean correctos, que la bomba no cause esos efectos.

—Me temo que sí, John. Los experimentos se realizaron a trabajadores que fueron afectados con radiaciones de plutonio y uranio más bajas que las que afectarán a las víctimas de la bomba.

—Pero la ciudad está alejada. La población estará a salvo.

—Hay otro efecto más que causa la bomba, el llamado pulso electromagnético, que no afecta directamente a los seres vivos pero sí se sabe que produce importantes daños en todas aquellas infraestructuras, vehículos y aparatos, que hagan uso de sistemas y equipos electrónicos. Todo se parará. No podrán hacerse operaciones, no habrá luz eléctrica ni llegará el agua potable.

John se movió inquieto en la cama y procuró olvidar la conversación de unas semanas antes con Gordon. Abrió los ojos y percibió la luz que comenzaba a colarse por la ventana. Ya estaba amaneciendo. En unas horas sabría si todo lo que le había contado su amigo era cierto.

Tibbets condujo el coche hasta la zona de detonación de la bomba. No hablaron mucho por el camino. John estaba cansado por la noche en vela y la angustia de ver cumplidas sus expectativas. Tibbets tenía ganas de que la fase científica terminara y comenzara la acción de verdad. Aunque lo que le preocupaba más en ese momento, era la amenaza del general LeMay de que ni él ni su grupo lanzarían la bomba sobre Japón. El general Groves debía saber lo que planeaba LeMay; el ejército no les había preparado durante casi un año para que ahora fueran otros los que lanzaran la bomba.

Pasaron varios controles antes de llegar a una gran explanada semidesértica. Hacía mucho frío. Se abotonaron la chaqueta y caminaron hasta el grupo de hombres.

John se había imaginado algo más íntimo, pero allí había más de cuatrocientas veinticinco personas.

El general Groves estaba cerca de Oppenheimer. Llevaba, como todos, unas gruesas gafas colgadas al cuello. Cuando llegaron hasta él se estaba embadurnando el rostro y las manos con una crema blanca muy espesa.

—Creí que no llegaban, coronel.

—Llegamos muy tarde anoche, general —contestó Tibbets después de saludar al general.

—Bueno, esto es el final de un largo proceso. Creí que nunca llegaría a ver este día, sobre todo después del mes que llevamos, con medio mundo científico intentando sabotear la bomba.

—Tan sólo expresan su opinión, general —dijo Oppenheimer chupando la pipa.

—¿Su opinión? ¡Son unos saboteadores! Después de dedicar años a crear este arma… Ahora que tenemos la llave para detener la guerra y terminar esta masacre, a todo el mundo le surgen remordimientos de conciencia.

—General, todo el mundo no tiene su sangre fría —dijo Oppenheimer molesto.

—Yo no tengo sangre fría. Lo que ocurre es que cumplo con mi deber y dejo a un lado mis sentimientos —dijo Groves comenzando a impacientarse.

—¿Dónde está la bomba? —preguntó Tibbets. Allí sólo había varios vehículos, una especie de muralla de sacos de tierra y un gran vacío.

—La bomba está allí —dijo el general señalando el vacío desierto. Después le alargó los prismáticos. Oppenheimer saludó a John con un leve movimiento de cabeza y le pasó otros prismáticos.

—Estamos a treinta y dos kilómetros de distancia de la fuente de energía. Pensamos que será una distancia suficiente, aunque nunca se sabe —bromeó Oppenheimer.

—Y. ¿qué pasará si no estamos lo suficientemente retirados? —preguntó inquieto John.

—Si el destello es más potente de lo que hemos calculado, podríamos sufrir quemaduras similares a la de los rayos solares. Por eso es mejor que se unten esto en cara y manos —dijo Oppenheimer acercándoles un tarro de crema.

Tibbets y John comenzaron a untarse la pegajosa loción mientras el científico continuaba con sus explicaciones.

—Aunque lo peor no es ponerse un poco moreno. Como sabrán, la radioactividad puede matarnos al instante. Si nos alcanza, no habrá crema o loción que nos salve —dijo de broma Oppenheimer, mientras miraba de reojo al general Groves.

—Si lo dice por mí, no se preocupe. Ya he hecho testamento. No me importaría morir como una salchicha asada; no, si es para salvar a mi país.

—Es que usted nunca se toma nada a broma —dijo el científico.

—No cuando estoy trabajando —dijo secamente Groves—. En eso nos diferenciamos los militares de los civiles.

El resto del grupo observó el gesto altivo del general y que Oppenheimer intentó no hacerle caso y continuar con sus explicaciones.

—No sabemos hasta dónde puede llegar la reacción en cadena. A la primera zona de seguridad, la zona semidesértica que nos rodea, la hemos denominado Lugar S, aunque los indios lo llaman Jornada del Muerto.

—Bonito nombre —señaló Tibbets.

—Lo que nos preocupa ahora es el tiempo. ¿Qué nos dice usted. John? ¿Cree que lloverá?

John miró al cielo. Las nubes comenzaban a encapotar el cielo azul y un fuerte viento del norte creaba sensación de frío.

—No sé cual es el pronóstico, señor. Tampoco tengo mis aparatos.

—Pero dígame lo que ven sus ojos.

—Creo que hay muchas probabilidades de que llueva.

Groves enfurecido se volvió hacia el científico.

—¿Le parece divertido? No podemos retrasar más la prueba. El Presidente está camino de Potsdam y necesita esa maldita bomba para acojonar a Stalin. Pretende introducir en la declaración final una amenaza indirecta a Japón, pero si no hay prueba no podrá hacer nada. ¿Sabe a quién destituirá de su cargo?

—Lo imagino, general. Pero «no mandé la Invencible a luchar contra los elementos» —dijo Oppenheimer burlonamente—. Estoy tan ansioso como usted; no olvide que yo he creado, junto a mis colaboradores, ese engendro. Pero la lluvia puede alterar todos nuestros cálculos.

—No me explique sus problemas, yo ya tengo los míos. ¿Sabe alguien qué pasa con el maldito B-29? ¿Por qué no está ya en su puesto? —preguntó Groves a uno de sus subordinados.

—El piloto dice que no es recomendable volar con este tiempo —contestó nervioso el oficial.

—¿Nos hemos vuelto todos locos? ¡Diga al piloto que vuele inmediatamente!

—Sí, señor.

Un hombre llegó con un informe en la mano. El cielo estaba tan oscuro, que el grupo se refugió en una de las improvisadas tiendas de campaña.

—¡Maldita sea! Lloverá todo el maldito día. Puede que mañana el tiempo se despeje en parte. Pueden descansar, pero en cuanto esté todo preparado espero que vengan inmediatamente.

El general salió de la tienda con Tibbets y otros oficiales. John se quedó al lado de Oppenheimer. Por unos momentos, John pudo observar la tensión en el rostro del científico. Debajo de su aparente seguridad, de sus bromas, se ocultaba un océano de miedos y dudas.

—¿Está bien, señor? —preguntó John.

—Sí, todo lo bien que se puede estar aguantando presiones de todos lados. Hay amigos que me han retirado el saludo y la palabra, en unos meses me habré convertido en un paria para el mundo científico, pero aparte de eso me encuentro perfectamente.

—¿Por qué sigue con todo esto?

—Si te digo la verdad, no lo sé. Curiosidad, vanidad, miedo a que otros encuentren esta tecnología antes que nosotros. No creo que nuestro gobierno sea puro y casto, pero es el mejor gobierno del mundo para poseer una bomba de este tipo, ¿no crees? —preguntó Oppenheimer.

La cara del científico estaba muy pálida, como si durante meses apenas hubiera visto la luz del sol.

—Puede que tenga razón, señor.

—¿Qué diría tu padre si nos viera aquí, diseñando una bomba mortífera?

—Me imagino que nos estrangularía, eso sí, muy pacíficamente —bromeó John.

—Y puede que hiciera un bien a la humanidad.

Oppenheimer se llevó las manos a la cabeza y comenzó a frotarse el cabello. Después se acercó a un gran arcón y sacó una botella de whisky.

—¿Una copa? —dijo el científico levantando la botella.

—No, gracias.

—¿Crees en la predestinación? —preguntó Oppenheimer después de beber el whisky de un solo trago.

—No, señor. Creo en la libertad de elección.

—¿Y nunca tienes la sensación de que alguien dirige todo desde allí arriba? No digo Dios, sino una fuerza.

—Es posible. Mi padre, como sabe, es muy religioso, pero yo me parezco a mi madre. Dicen que ser sintoísta es lo mismo que no creer en nada.

—Puede que tu padre sea el único cuerdo de todos nosotros.

John le acercó una silla a Oppenheimer y se sentaron. Tenía tantas dudas sobre el efecto de la bomba que se decidió a preguntarle.

—¿Sabe lo que va a pasar ahí fuera cuando explote la bomba?

—No estoy muy seguro, John. Una cosa es la teoría y otra la práctica. Hasta que Trinity[8] no explote, no estaré seguro a ciencia cierta.

—Pero lo sabrán aproximadamente, ¿no?

—Claro, llevamos meses haciendo cálculos y provocando pequeñas explosiones en el laboratorio. Lo que esperamos ver en unas horas es una gran explosión. Lo primero que se hará presente a simple vista será un potente destello de luz. Esa luz está producida por los fotones emitidos. La mayoría de ellos poseen longitudes de onda mucho más cortas que van desde los rayos X al rayo gamma extremo. Como habrás estudiado, el destello se propaga a velocidad «c» y cegará temporalmente a toda persona que se encuentre mirando en la dirección de la explosión en un radio de quinientos kilómetros.

—¿Quinientos kilómetros? —preguntó sorprendido John.

—Sí, pero para los que se encuentren a corta distancia, las lesiones oculares pueden llegar a ser permanentes. Por eso tenemos que utilizar estas gafas. En una bomba de 20 Mt, la que vamos a usar es muy inferior, no te preocupes, la emisión de luz intensa duraría en torno a 20 segundos. El flash lumínico se produce por los mismos mecanismos de absorción y reemisión por los que se produce el pulso térmico.

—¿Eso lanzará mucho calor?

—Muchísimo, como nunca se ha conseguido antes. Se puede decir que con la explosión aparecerá de repente un segundo sol mucho más luminoso que el que hoy se niega a salir. Este sol no sólo lucirá con mucha más intensidad durante unos milisegundos sino que también quemará con más fuerza. Si al final realizamos la detonación en plena noche, como está previsto, entre unos diez y veinte segundos la zona afectada estará más iluminada que a plena luz del día.

La voz de Oppenheimer comenzó a recuperar fuerza. Se notaba que su trabajo le apasionaba y consumía al mismo tiempo. Sus gestos se hicieron más expresivos y la sombra que proyectaba la lámpara de gas de la tienda se movía sin cesar.

—Creo que voy a volverme loco. Espero que el tiempo mejore y lancemos esa bomba de una maldita vez —dijo el científico frotándose la cara con las manos.

Los dos hombres se callaron y permanecieron inmóviles y en silencio durante un par de horas. Sus cabezas no dejaban de dar vueltas. Esperaban inquietos el desenlace final de aquella larga y angustiosa investigación.

En general Groves entró en la tienda sonriente. Su buen humor sólo podía significar una cosa, el tiempo había mejorado. John llevaba más de media hora sin escuchar el fuerte viento ni la lluvia, la tormenta se había alejado.

—Señores, creo que una dama nos espera y unos caballeros no hacen esperar a una dama, ¿verdad?

—¿Qué hora es, general? —preguntó nervioso Oppenheimer.

—Las cinco treinta de la madrugada. En breve saldrá el sol.

—Hoy habrá dos soles en la Tierra —dijo Oppenheimer con la mirada perdida.

—Eso espero —contestó el general.

Los tres hombres salieron de la tienda y se dirigieron al lugar de observación. Allí había ya medio centenar de personas tumbadas boca a bajo en el suelo, con los pies hacia la bomba.

—¿Vamos a estar de espaldas? —preguntó John.

—Sí. John. No podemos mirar directamente. Pero no te preocupes. Los efectos se dejarán notar.

John volvió a embadurnarse, se ajustó las gafas y se tumbó junto a Oppenheimer en el frío y húmedo suelo. Una sensación húmeda comenzó a subirle por los huesos, mientras que las manos, en cambio, le sudaban por los nervios. Miró a un lado y al otro. Algunos de los hombres tumbados rezaban en voz baja, otros se entretenían jugando con algún hierbajo o descansaban con la cabeza apoyada en el suelo.

—Preparados, señores —dijo una voz—. Son las 5:29. Quedan cuarenta y cinco segundos.

El bunker de cemento a sus espaldas paraba el viento, pero John estaba completamente congelado. Groves estaba a unos metros, en una trinchera de sacos de tierra, junto a otros oficiales.

A las 5:29.35 horas, desde un refugio alejado se dio la orden por un micrófono conectado con los cuatro puestos de observación que rodeaban el Campo Base.

—Diez segundos —dijo de nuevo la voz.

El corazón de John estaba desbocado. Ya no sentía ni frío ni calor, nada tenía importancia, lo único que deseaba era que la bomba estallara y poder contarlo. Empezó a respirar deprisa, agitadamente.

—Cero.

Una llamarada de color verde explotó en un fogonazo lumínico en el que unos segundos más tarde se pudo distinguir una gigantesca bola de fuego, que se formaba casi al instante. A partir de ese momento, la bola de fuego esférica se expandió lentamente hasta estabilizarse y más tarde comenzó a disgregarse. Los rayos gamma y el resto de radiación directa emitida por las reacciones nucleares ya estaban lejos del epicentro. John sólo veía una gran luminosidad en medio de la noche de Nuevo México. Recordó el texto bíblico que había aprendido en la iglesia presbiteriana a la que asistían sus padres, donde se hablaba de cómo Dios detuvo el sol para que Josué ganara una batalla. Ahora el hombre intentaba hacer algo parecido para detener una guerra. Mientras John pensaba en todo eso, las moléculas de aire se habían disociado por completo, los átomos libres resultantes se habían ionizado y sus orbitales más interiores se hallan sobreexcitados, lo que producía que una enorme energía contenida en los átomos estuviera a punto de liberarse en cuestión de microsegundos. Buena parte de la energía en forma de radiación ionizante se había transformado mediante ese proceso en radiación térmica. De repente, el frío desapareció y sintió un aire caliente que desde sus piernas atravesaba todo su cuerpo y calentaba el frío suelo del desierto. La radiación térmica se expandía en forma de onda de calor que abrasaba todo lo que encontraba a su paso, provocando en las regiones más próximas a la zona cero la combustión de todo lo inflamable, personas incluidas. Los metales se fundían en las zonas próximas y las rocas se evaporaban. En la zona cero todo se volatilizaba, a unos kilómetros del epicentro las cosas se seguían quemando y se originaban incendios que podían desembocar en una violenta tormenta ígnea.

John notó un fuerte viento. Una especie de tempestad atómica. El aire, en condiciones normales, era muy mal transmisor del calor, pero en esa situación extrema, como la que generaba la bomba, se alcanzaron temperaturas de decenas o hasta centenares de miles de grados en cosa de pocos metros.

La bola de fuego producida por la incandescencia y combustión del aire, comenzó a acercarse peligrosamente. Y todo esto ocurrió instantes antes de que llegara la brutal onda de choque. El aire circundante ya había incrementado su temperatura hasta alcanzar miles de grados debido a la radiación térmica, pero aún existía un volumen de aire calentándose hasta unos cien millones de grados centígrados. Ese aire sólo podía hacer una cosa y esa cosa era expandirse. El aire sobrecalentado en las cercanías de la zona de la explosión era impulsado hacia la periferia reforzando el efecto abrasador de la bola de fuego.

A cierta distancia de la zona en la que la temperatura era tan alta que todo se volatilizaba, los edificios, coches, plantas y cualquier cosa que pudiese encontrarse, todos los objetos, fueron triturados y sus restos arrojados a velocidades supersónicas formándose así un enorme cráter. El viento nuclear arrastró todo lo que encontró a su paso, debido a la intensidad del viento, podían ser empujados a varios metros de distancia. Una tormenta de escoria arrojada por la bomba actuó a modo de proyectiles afilados. Este bombardeo de todo tipo de objetos impactó en todas partes, hiriendo o mutilando, con un poder tan destructivo que podía derribar edificios enteros.

John respiró fatigosamente. Miró a los hombres que tenía alrededor: muchos de ellos tenían la cara hincada en tierra y las manos sobre la cabeza. Entonces, cuando creían que todo había terminado, llegó el reflujo. El aire frío cayó sobre el vacío dejado por una corriente ascendente a gran velocidad que se llevaba cenizas, escorias y polvo de la explosión. Un viento huracanado sacudió todo de repente, llevándose las tiendas, volcando varios vehículos y semienterrando a los observadores en polvo y ceniza. Entonces vieron el hongo. Una corriente convergente sobre el punto cero terminó ascendiendo verticalmente. La ceniza y el polvo en ascenso oscurecieron la zona próxima a la explosión quedando iluminada sólo por los incendios.

Algunos hombres comenzaron a levantarse para observar directamente el hongo. Oppenheimer se limpió el polvo de las gafas y miró atónito el colosal monstruo que había creado. Ni en sus más terribles pesadillas había imaginado el poder de la bomba.

Comenzó a llover.

Gran parte de las cenizas y polvo en ascensión procedentes de la explosión comenzaron a caer mezclado con agua, formando una espesa y sucia lluvia negra. La lluvia radiactiva comenzó a teñir de negro el suelo de la zona de explosión. Algunos corrieron a por mascarillas, muchos de los científicos temían que la radiación pudiera llegar en forma de lluvia hasta ellos. Las partículas del aire podían ser respiradas. Su acumulación en la piel ya era de por sí nociva y no hacía falta imaginar los daños que conllevaba respirar dicho polvo.

Esta lluvia de partículas no llegó hasta ellos. La zona donde se extendió la lluvia sería considerada muy contaminante.

Oppenheimer se quitó las gafas y recitó un texto del Bhagavad Gita, el texto sagrado de los hindúes. —«Me he convertido en la muerte, la destructora de mundos».

Entonces un nuevo y fuerte viento azotó el campamento. Tuvieron que hacer un esfuerzo por mantenerse en pie. Segundos más tarde, un terrible estruendo sacudió sus cabezas. Todos se taparon los oídos, pero el ruido les rompía los tímpanos. En unos segundos todo había pasado.

—¡El sol es un trozo de hielo comparado con esto! —dijo uno de los científicos, que comenzó a bailar eufórico.

Varios científicos comenzaron a bailar unos con otros, parecían borrachos de emoción y espanto.

Groves dejó que los hombres expresaran sus emociones contenidas, aunque él se mantuvo sereno e impasible.

Después dijo a su ayudante:

—La guerra ha terminado. Una o dos de estas cosas y Japón estará acabado.

John permanecía en silencio junto a Oppenheimer. Por fin había comprendido que aquella bomba terminaba con el mundo tal y como él lo había conocido hasta ahora. Si aquello era arrojado sobre una ciudad, ya no habría perdón para el hombre. La raza humana se habría perdido para siempre.