Mares de coral
«Balboa mandó entonces hacer alto. Y luego, ante la expectación ansiosa de sus hombres, continuó solo hacia la cumbre señalada. De improviso lo vieron clavar la vista en el espacio, quitarse el sombrero empenachado y caer de rodillas, en undoso recogimiento. Así, desde lejos, mientras el viento azotaba la cabellera rubia y el sol quebraba sus rayos como lampos de oro en las placas de la armadura, los españoles vieron a Vasco Núñez como un dios en el momento de la creación suprema. Cuando éste les hizo señas de que se acercaran, estaban ya seguros de que había descubierto, de que había creado con su sueño un océano. Aquí estaba, en efecto, el mar inmenso como una llanura de plata, confundido en la lejanía con el claro cristal del cielo. Las montañas descendían en escalas desnudas para ir a bañarse en sus playas o se hacían bosques de verduras para cubrir los brazos de sus esteros».
Octavio Méndez Pereira
28 DE JUNIO DE 1945,
TINIAN,
ISLAS MARIANAS
Desde el Monte Lasso. Tinian era una perla en un mar de turquesas. Un pedazo de tierra firme de apenas veinte kilómetros de norte a sur y una anchura de ocho kilómetros. Su leve ondulación la convertía en casi plana menos en su parte norte, donde una gran roca denominada Monte Lasso creaba una pequeña elevación. Tinian se encontraba al sur de las Islas Marianas, al norte la isla de Saipán, a seis kilómetros de distancia, y era el caladero habitual de los buques del ejército. La única población importante de Tinian la constituía un pequeño pueblo de casas de madera que los japoneses primero y los norteamericanos después habían convertido en un concurrido puerto militar. La jungla había sido prácticamente desbrozada para construir una gigantesca base aérea que sirviera como centro estratégico para los ataques sobre Japón. Una carretera comunicaba las pistas con los talleres, los almacenes y los depósitos de explosivos. Los norteamericanos habían construido varios hospitales en previsión de las bajas que una eventual invasión de Japón pudiera producir. Dentro de la base, un nuevo complejo rodeado de una alambrada estaba casi terminado. Tenía el aspecto de un rectángulo, comuna amplitud de cuatrocientos por ochocientos metros. Dentro del complejo, una zona rodeada de alambradas de espinos y otra alambrada alta. Una doble guardia protegía la entrada principal y la zona restringida.
Un hombre delgado, no muy alto, caminaba junto a otro oficial. El primero daba órdenes y el segundo apuntaba todo en una pequeña libreta. Al final, el primero se detuvo frente a uno de los barracones.
—Esto es una pocilga, Kirkpatrick. Mis hombres no se alojarán en un sitio así —dijo Tibbets, dirigiéndose al coronel Kirkpatrick, el representante del general Groves en la isla.
—Tibbets, como podrás ver, esto es todo lo que hay. No tenemos tiempo para hacer más, por Dios, que estamos a finales de junio. ¿Qué queda, un mes o dos?
—Me da exactamente igual lo que quede. Mis hombres necesitan estar cómodos y relajados. Llevan meses sufriendo una presión tremenda. Desconocen el objetivo de su misión, no ven a sus familias desde el verano pasado…
—Todo eso lo sé, pero no hay más que esto.
—Mis hombres han estado en tres alojamientos más. Éste debe ser el definitivo, lo entiendes.
—Hemos desalojado al cuerpo de ingenieros para meteros a vosotros aquí. Esta mañana casi me linchan.
—Que les den por saco a los ingenieros. Mis hombres van a jugarse el tipo para ganar esta maldita guerra —dijo Tibbets colocándose en jarras.
Tibbets estaba muy enfadado. Desde su llegada a la isla todo habían sido impedimentos. Los mandos de la base le hacían una oposición callada, no se quejaban, nunca decían que no, pero demoraban las órdenes para que todo fuera más lento. Por lo menos LeMay parecía mostrarse más colaborador.
Un día antes, en la isla de Guam. LeMay y Tibbets se habían visto para contrastar opiniones. Tibbets tenía esperanzas en que la bomba lograra desanimar a Japón. LeMay facilitó un objetivo de ensayo perfecto para el 509. Una pequeña isla llamada Rota, apenas a unos ochenta kilómetros de Tinian, donde una pequeña guarnición japonesa seguía resistiendo.
El momento más tenso de la reunión fue cuando el general LeMay le comunicó que ni sus hombres ni él volarían sobre Japón para realizar la misión. El coronel se quedó mudo al principio. Después de casi un año de preparativos, de tensión, aquel comentario le dejó sin palabras.
LeMay chupó su puro y añadió varias excusas. El general le dijo que no querían arriesgarse a perderle, porqué él conocía demasiado a fondo el proyecto de la bomba como para arriesgarse a prescindir de él. El coronel entendía las razones de LeMay. Si los japoneses le capturaban y le hacían hablar, más tarde o más temprano hablaría y todo el proyecto se pondría en peligro. Tibbets prefirió no contradecir al general. Al fin y al cabo. LeMay era ahora su superior directo, discutir con él le hubiera salido muy caro. Ya tendría tiempo de hablar con Groves para encauzar de nuevo las cosas.
Tibbets tenía claro que nada le iba a detener. Volaría a Japón y lanzaría la bomba aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Lo que el coronel no sabía era que las verdaderas razones de LeMay no tenían nada que ver con su seguridad. El general estaba empeñado en que fueran sus hombres los que realizaran la misión.
El coronel continuó con la inspección de cocinas, comedores y la zona técnica. Intentó apartar de su mente la conversación con el general y seguir adelante con su trabajo como si nada. Los pabellones donde se iban a colocar los talleres estaban a medio construir. Tibbets tenía apenas veinticuatro horas para poner todo en marcha y alojar a sus hombres. No le quedaba tiempo; tenía que regresar a toda prisa a Estados Unidos para observar la primera prueba de la bomba en Nuevo México.
Durante todo el día John Smith recorrió las instalaciones de un lado para el otro con sus pertrechos. Aquél parecía ser el último traslado. En unas semanas todo habría terminado y él podría regresar a casa. Ahora se sentía tranquilo. Durante la última reunión en el Pentágono, el general Groves había decido por fin elegir Hiroshima como el destino definitivo para realizar el ataque. El secretario Stimson tenía que dar el visto bueno, pero posiblemente lo haría sin problemas. Su madre estaría a salvo o, por lo menos, era eso lo que él creía.
Lanzó su saco sobre un camastro y se sentó en el borde. Después se acercó a los baños e intentó darse una ducha. Tinian tenía un clima muy húmedo y la ropa sudada se pegaba a la piel. Dejó su ropa sobre una silla y se introdujo bajo el agua fría.
Dos hombres entraron en los baños. Al principio John no reconoció sus voces pero, a medida que seguían hablando, identificó el acento del coronel Tibbets.
—Dentro de veinticuatro horas tengo que partir para Nuevo México, la prueba de la bomba atómica ya está preparada.
—Eso quiere decir que la misión está muy cerca.
—Sí, en cuanto se pruebe la bomba y el Presidente dé el visto bueno, iremos a Hiroshima y la lanzaremos.
—Llevo tantos meses sin dormir bien, que cuando lancemos la maldita bomba recuperaré de nuevo el sueño.
—¿Crees qué será tan potente como dicen?
—Bueno, de eso no están seguro ni los científicos. Nunca se ha creado algo así.
—Pero, según los informes, una sola bomba puede destruir una ciudad entera.
—Teóricamente sí. Se ha calculado que las víctimas pueden ascender de cuarenta a ochenta mil.
—Eso es una locura, ¿no crees?
—Pero si eso hace que la guerra termine antes, el general Groves dice que las vidas que se ahorrarán serán muchas más.
—Tibbets, eso significa que miles de inocentes morirán.
—Esto es una guerra. En las guerras muere gente inocente. Según los informes de inteligencia, vencer a los japoneses y recuperar isla a isla costará decenas de miles de vidas Aliadas. Iwo Jima y Okinawa, dos islas menores, han supuesto decenas de miles de muertos y heridos. Los japoneses venderán caras las islas más grandes. Esos jodidos amarillos están locos. No tienen cerebro, su única cabeza es el Emperador.
—Aún así, ¿no tienes dudas? Nadie ha hecho lo que vamos a hacer.
—Claro que no, nadie ha ganado una guerra con una sola bomba —contestó Tibbets molesto.
—No me refiero a eso, y lo sabes. Nadie ha lanzado una bomba a sabiendas que exterminará a todos los habitantes de una ciudad.
—La bomba se lanzará en la base del puerto, sobre el mar. Los bombardeos incendiarios de LeMay han causado más víctimas de las que causará la bomba. ¿Qué más da que mueran quemados por napalm o por radiación?
—No estoy seguro, pero pienso que no es lo mismo.
John golpeó la banqueta de la ducha. Las dos voces se callaron de repente. El sonido del agua y de la respiración entrecortada del joven ocuparon el silencio. Después de unos segundos, John terminó de ducharse y salió al barracón con una toalla rodeándole la cintura. Comenzó a sacar su ropa arrugada del saco y a vestirse.
El joven sintió que alguien le observaba y cuando se giró, contempló el rostro del coronel.
—Hola John —dijo Tibbets con su media sonrisa.
John le miró cabizbajo. No sabía cómo iba a reaccionar el coronel. Seguramente se había dado cuenta de que él había escuchado toda la conversación en los baños.
—Creo que estabas escuchándonos en el baño.
El joven afirmó con la cabeza.
—No me importa que tú sepas lo de la bomba. El resto de mis hombres son tipos sencillos con estudios básicos. No saben de sutilezas, son del tipo de gente que cumple su deber sin hacer muchas preguntas. Sé que tú eres diferente, estás aquí por qué crees en lo que haces. Quieres ser uno de nosotros, pero hay algo en ti que no encaja con todo esto, ¿verdad?
John le miró a los ojos y se sintió desnudo. El coronel parecía un hombre rudo y salvaje, aunque John sabía cuantas veces había puesto su cargo en peligro por acercar a uno de sus hombres hasta casa para que conociera a su hijo recién nacido o viera a su padre a punto de morir. Tibbets podía ser muchas cosas, pero no era un asesino ni un sádico.
—Coronel, no puedo evitar que me asalten muchas dudas.
—Y a quién no, hijo. ¿Tú crees qué el general Groves o LeMay quieren lanzar esa bomba?
—No lo sé, señor.
—Pues yo creo que no. Ellos quieren lo mismo que nosotros. Terminar el trabajo y volver a casa.
—Pero la bomba es terrible.
—Eso es la guerra. John. Hacer cosas terribles para volver a la paz. Japón ha hecho cosas terribles, ha causado un tremendo daño a la humanidad. Ahora tiene que sufrir un poco de su propia medicina.
—Los niños y mujeres no han causado daño a nadie.
—Ante el altar del dios de la guerra hay que poner a veces sacrificios inocentes. Pero ¿imaginas los millones que morirán de hambre y por el fuego cruzado si invadimos Japón?
—Pero al menos podrán defenderse.
—Mira John, los japoneses ya no pueden defenderse, pero se aferrarán hasta el último hombre en una defensa suicida de su país. ¿No has oído hablar de los kamikazes?
—Todos hemos oído hablar de ellos.
—Pues Japón prepara a miles para lanzarse contra nuestras tropas en cuanto pisen suelo japonés. ¿Ésa es una manera honorable de luchar?
—Imagino que ellos sí la consideran honorable, señor.
—Lanzar una sola bomba y sacrificar a unos miles, también es honorable.
John se quedó pensativo. Nunca lo había visto desde ese punto de vista. Un gran sufrimiento podía sustituir a una larga agonía en la que al final millones de personas se verían involucradas. ¿Qué pasaría en Japón cuando el invierno llegara y se agotaran las últimas reservas de comida? ¿Cuántos morirían por el hambre o por el frío?
—Quiero que me acompañes. John. El general Groves me ha pedido que vengas conmigo. Tu misión no ha terminado todavía.
—¿Acompañarle? ¿A dónde tengo que acompañarle?
—Primero a Estados Unidos, después se te informará.
—Pero ¿por qué?
—Oppenheimer ha pedido que seas tú el que analice los valores de temperatura y los cambios que se produzcan en la zona de prueba cuando se explote la bomba.
—¿Por qué yo? —preguntó John, confuso.
—Tú has elegido el objetivo, tú nos has dado la información meteorológica y has determinado la fecha mejor para arrojar la bomba. Es normal, que ahora seas tú el que realice esas mediciones.
John meditó por unos momentos.
—Creo que me va a estallar la cabeza, señor —dijo John frotándose los ojos.
—Entiendo perfectamente cómo te sientes.
—Iré donde me ordene, señor.
—Prepárate para salir mañana a primera hora.
El coronel colocó su mano sobre el hombro de John y le lanzó una mirada angustiada. El joven no supo cómo interpretar el mensaje de los ojos de Tibbets: agotamiento, preocupación, culpa. La guerra no era fácil para nadie. Algunos parecían disfrutar haciendo su trabajo, pero en el fondo, cada acción permanecía indeleble en el corazón de todos ellos. Sabían que tendrían que vivir el resto de su existencia con todo aquello, pero ninguno dudaba de que tuvieran que llegar hasta el final.
El comandante Ham se dirigió con dos de sus hombres a uno de los barracones. Si había cosas en su trabajo que le desagradaban, aquélla era una de ellas. Había recibido órdenes de arrestar a uno de los jóvenes científicos que acompañaban a la 509, un tal Stephen Gordon.
Los tres hombres entraron en el barracón. Estaba solitario, el laboratorio se encontraba a medio montar y las cajas se acumulaban por todas partes. El silencio era total. A esa hora del mediodía los hombres solían estar comiendo o descansando en sus barracones. El comandante Ham observó el alargado habitáculo hasta que divisó a lo lejos al joven. Se encontraba inclinado hacia delante montando uno de los aparatos de medición.
—¿Señor Stephen Gordon? —preguntó el comandante.
—Sí, soy yo, ¿qué desean? —contestó el joven extrañado del uniforme de los tres hombres.
—Me temo que tendrá que acompañarnos —dijo el comandante. Los otros dos hombres rodearon al joven y le cogieron de los brazos.
—¿Adónde me llevan? ¿Qué pasa? —preguntó inquieto.
—Por favor, será mejor que nos acompañe por las buenas. Ya será informado a su debido tiempo.
—¿Estoy arrestado? Yo no pertenezco al ejército.
El comandante sonrió con una temible mueca. Hizo otro gesto y los fornidos hombres comenzaron a arrastrar al joven. Al principio se resistió un poco pero al final pensó que era mejor colaborar.
—No importa que no sea militar, señor. En tiempos de guerra todos pertenecemos al ejército y usted ha puesto en peligro la seguridad nacional —contestó secamente el comandante.
—¿La seguridad nacional? —preguntó Gordon con los ojos muy abiertos.
No se encontraron con nadie durante todo el camino. El comandante lo prefería así, sin dar explicaciones y sin testigos molestos. Los cuatro hombres entraron en un vehículo cerrado y se alejaron de los barracones del 509. Colocaron un capuchón negro sobre la cabeza del joven y éste comenzó a temblar. Después de atravesar sin problema cuatro controles pararon el coche frente a un edificio de ladrillos. Le sacaron del vehículo y lo condujeron hasta una sala húmeda y fría. Lo dejaron allí y se marcharon.
El joven intentó afinar el oído para escuchar algo, pero tan sólo se oía el goteo de un grifo. Después de una hora alguien entró en la sala y sin quitarle la capucha se dirigió hacia él, con un marcado acento texano.
—Señor Gordon, cuando usted fue alistado prometió servir y defender a nuestro país. ¿No es cierto?
—Le pido que me quite la capucha, por favor.
—No puede ser, pero no se preocupe. Si usted responde a todas mis preguntas le liberaremos inmediatamente. Como comprenderá no podrá regresar a Estados Unidos hasta que termine la guerra, pero pasará una temporada en Alaska.
—¿De qué me acusan? Yo no he hecho nada.
—Usted y yo sabemos que eso no es cierto, ¿verdad, señor Gordon?
—Tengo derecho a un abogado —dijo el joven con voz tímida.
El hombre se inclinó hacia él y le propinó un puñetazo en pleno estómago. Gordon resopló y se inclinó hacia delante.
—Ya le he dicho que no tengo mucho tiempo. Esto no es una jodida comisaría. Aquí yo soy el juez, el fiscal y, si quiere, su abogado. Y como su abogado le aconsejo que responda a todas las preguntas.
El joven comenzó a temblar. Comenzó a suplicar y lloriquear, pero el hombre no le hizo el menor caso y le golpeó en la cabeza.
—No llore como una mujer —dijo con desprecio el desconocido.
—Por favor, no sé de qué me habla.
—Se ha ido de la lengua con varios soldados. Les ha hablado del proyecto de la bomba y ha intentado sabotear esta misión. Eso se considera alta traición y la traición en tiempos de guerra se paga con la muerte.
Gordon comenzó a moverse inquieto. Aquel tipo iba en serio, ¿qué podía hacer para convencerle de que no sabía nada?
—Señor, no sé de qué me habla.
Antes de que pudiera continuar hablando, el joven recibió una fuerte patada en la cabeza que casi le derrumbó de la silla. Aturdido, se enderezó de nuevo.
—El juego ha terminado. Aquí, a mi lado, aunque no lo puedes ver, tengo unas herramientas que me serán muy útiles para sacarte la verdad. Si no lo logro, por lo menos podré arrancarte los ojos —amenazó el hombre.
Gordon escuchó un sonido metálico. Después, unos pasos que se aproximaban y el murmullo de una respiración próxima.
—¿A quién has informado de nuestras actividades?
El joven se echó instintivamente hacia atrás, pero el hombre le cogió una de las manos. Unos segundos más tarde, un terrible dolor en el dedo gordo le hizo dar un grito. Aquel animal le estaba arrancando las uñas, logró razonar.
—No continúe, por el amor de Dios —dijo el joven entre sollozos.
—Depende de ti, no de mí.
—Pertenezco al Partido Comunista de Estados Unidos —dijo por fin el joven.
—Y. ¿qué más tienes que contarme?
—Mando información sobre el proyecto con los informes oficiales.
—¿Cuál es tu enlace?
—No lo sé —dijo el joven cubierto en sudor y con el corazón cada vez más acelerado.
—Dime su nombre —dijo el hombre a medida que arrancaba con unas tenazas la segunda uña.
El joven se revolvió de dolor, pero sus brazos estaban fuertemente atados a los apoyabrazos de la silla.
—No sé su nombre. Es el joven que se encarga de repartir el correo en la zona oeste del Pentágono. Él pasa la información del edificio y no sé qué hace después con ella.
—¡Yo te diré que hace, maldito cabrón! —gritó el hombre—. Se la da a tus amigos rusos.
El hombre partió uno de los dedos del joven y éste volvió a gritar.
—¿Quién más te ayuda? ¿Has contactado con alguien?
—No.
—No me obligues a hacerte daño. Disfruto demasiado haciendo esto a un apestoso comunista.
—La información no va a Rusia. No somos espías. La información se distribuye entre los hombres que componen el Comité antibomba. Científicos que estamos en desacuerdo con que se arroje la bomba. Cuando el informe esté completo, lo presentaremos al Presidente.
El desconocido le arrancó la capucha y Gordon notó como las cuerdas que la sujetaban le arañaban todo el cuello. Cuando se miró la mano derecha, se sintió mareado. Dos de los dedos no tenían uña y la sangre manaba de ellos hasta escurrirse por el reposabrazos.
—¡Ah, cielo santo! —balbuceó el joven al contemplar la mano.
—Te he dejado la derecha bien para que apuntes los nombres en esta lista. ¿Me has entendido?
El hombre le pasó un papel y un bolígrafo y Gordon garabateó una docena de nombres. El hombre le arrancó la lista de la mano y se la guardó en el bolsillo.
—Eres un traidor —dijo el hombre y le escupió en la cara.
El joven apartó el rostro y agachó la cabeza. Escuchó el chasquido del seguro de una pistola y cuando levantó la vista, tan sólo pudo contemplar un resplandor. Después se hizo la oscuridad.