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Juego de espías

«Un héroe acaba por convertirse en un ser molesto».

Emerson

27 DE MAYO DE 1945,

BERNA, SUIZA

Hack ya no esperaba noticias, pero el mundo siempre es más complicado de lo que se cree. Los estadounidenses por fin se habían puesto en contacto con él para hablar. No era mucho, pero después de un mes en dique seco, a nadie le haría mal una charla amigable.

El alemán tomó su coche y cruzó la ciudad con el corazón en un puño. A veces pensaba qué hacía él, un exnazi, intentando salvar a Japón del desastre, pero siempre había preguntas que no tenían respuesta.

No era la primera vez que Hack se dirigía a aquella dirección. A principios de mayo había sido invitado a visitar la sede secreta de la Oficina de Servicios Estratégicos Estadounidenses. Aquella vez llevaba un mensaje de Fujimura para el señor Blum. La escueta carta tan sólo decía: «¿Cuál sería la posición de Estados Unidos ante una negociación directa con Japón?».

Blum le había dicho a Hack aquel día que la negociación era posible, pero que debería estar avalada por las instituciones japonesas.

El alemán sabía que Fujimura había actuado hasta ese momento por su cuenta, que ni siquiera había coordinado sus esfuerzos con su superior inmediato en el Ministerio de Marina. Para enredar aun más la cosa. Fujimura había telegrafiado al jefe del Estado Mayor tirándose un farol. Le había dicho que las negociaciones habían empezado a petición de la Oficina del Servicio Estratégico de Tokio. El jefe del Estado Mayor. Toyoda, sólo tenía que levantar el teléfono y contrastar la información para saber que Fujimura mentía, pero afortunadamente todavía no lo había hecho.

Toyoda había contestado que entendía la aproximación a Estados Unidos, pero había pedido a Fujimura que actuara con sumo cuidado. De esta manera indirecta el Alto Mando le daba luz verde para la negociación.

Fujimura y Hack temían que los agentes norteamericanos hubieran descifrado el mensaje de Toyoda y conocieran su escaso margen de maniobra, pero no era así. Los americanos creían que ellos eran un canal fiable.

Los dos hombres se sentían confusos. ¿Cómo debían actuar? Fujimura pensaba que lo mejor era que él viajara a Japón e intentara convencer al Estado Mayor para que negociara la paz. Hack no creía que fuera buena idea si hasta ese momento habían jugado con fuego; debían continuar haciéndolo. Informarían a los norteamericanos que las comunicaciones con Tokio no durarían mucho y que convenía acelerar el proceso.

Ahora Hack tenía que volver a jugar fuerte, aunque aquello supusiera arriesgarlo todo.

Bajó del coche deprisa. La lluvia caía con fuerza y en el corto trayecto hasta el edificio su gabardina se empapó. Le dejaron entrar de inmediato y le llevaron a una sala de estar oscura, con unos viejos sofás ajados y unas lámparas mortecinas cuya luz apenas arañaba la oscuridad.

El agente Blum llegó poco después. Su aspecto era relajado. El final de la guerra en Europa suponía su regreso a Estados Unidos y a casa.

—Señor Hack, me alegro de tener noticias suyas, empezábamos a creer que se le había tragado la tierra.

—Hemos estado recogiendo los avales que nos pedían —se disculpó el alemán—. Y esperando que ustedes se pusieran en contacto con nosotros.

El agente se sentó en una silla y cruzó las piernas.

—El jefe del Estado Mayor piensa que estas negociaciones son tan sólo una trampa —dijo Hack.

—¿Una trampa? Por Dios, fueron ustedes los que se pusieron en contacto con nosotros —dijo el agente.

—Es cierto, pero no hemos visto que su gobierno coopere mucho para acercar posturas.

—Todavía no nos han propuesto nada —dijo Blum.

—Hay cosas innegociables, me imagino que lo entenderá —contestó Hack intentando medir las reacciones del agente.

—Ya ha oído la postura de nuestro Presidente. Rendición sin condiciones.

—Lo escuché en la radio. Pero una cosa es lo que la opinión pública tenga que saber y otra lo que su gobierno decida.

—Seré franco con usted. No nos hace gracia que la Unión Soviética entre en guerra con el Japón. Me imagino que a sus amigos tampoco les gustará mucho la idea.

—Imagina usted bien —dijo Hack.

—Lo que queremos es muy sencillo. Ríndanse y les garantizamos un trato justo. Únicamente serán condenados por crímenes de guerra los mandos directos. Ayudaremos a levantar Japón, pero crearemos un país diferente, con una nueva constitución, un ejército defensivo y una actitud de amistad hacia los Estados Unidos.

—Creo que todo eso lo aceptaría el Estado Mayor, pero ¿qué sucederá con el Emperador?

—En ese asunto no podemos prometerle nada definitivo —dijo Blum.

—Veo que juegan fuerte —dijo Hack mirando directamente a los ojos del agente.

—El gobierno está enterado de la situación de Tokio. La única manera de que las negociaciones continúen y lleguen a buen puerto, es que el gobierno de Japón mande a un representante importante, ya sea un estadista de categoría, un general o un almirante. Estoy autorizado para garantizar su seguridad hasta su llegada a Suiza.

Se hizo un silencio largo y confuso. Blum esperaba que el alemán aceptara sin pensárselo dos veces, pero Hack parecía preocupado.

—Haremos lo que podamos —dijo por fin el alemán.

Hack esperó a estar fuera de la delegación norteamericana para expresar su alegría. Las negociaciones comenzaban en serio. Caminó bajo la lluvia sin prisa, dejando que las gotas de lluvia inundaran su rostro. Imaginó la cara de Fujimura cuando le comunicara la noticia.

Cuando llegó al apartamento de Fujimura, éste le miró inquieto.

—Lo hemos conseguido, los norteamericanos quieren negociar.

El japonés se levantó de un salto y abrazó a Hack. Por unos instantes la sombra de la destrucción de Berlín en llamas le enturbió la mirada. ¿Podrían salvar ellos a Japón?

Los dos hombres mandaron un telegrama a Tokio aquella misma tarde.

El texto era contundente:

«Los norteamericanos piden un negociador de alto nivel. Desean llegar a un acuerdo antes de agosto. Considerando el apuro en el que nos encontramos, ¿puede el Ministro de Marina contemplar otro camino a seguir que no sea negociar la paz con Estados Unidos?».

Habían conseguido lo impensable, abrir un canal de comunicación con el enemigo y establecer las bases de un acuerdo.

Los dos hombres se quedaron pegados al aparato. No sabían cuánto tiempo tendrían que esperar la respuesta, pero merecía la pena la espera.

—¿Qué piensas que contestarán? —preguntó Hack.

Fujimura meditó la contestación. Lo cierto era que cualquier reacción era posible. Desde una negativa en redondo hasta una respuesta afirmativa inmediata. Llevaba demasiado tiempo fuera de Japón para estar al tanto de cómo marchaban las cosas por allí.

—No lo sé, Hack. Espero que el Emperador se entere y apoye una negociación. Hay hombres que nacen para matar, ellos lo llaman honor, pero es un simple instinto animal.

—Entiendo perfectamente lo que dices. Yo he matado a hombres cegado por el ansia de matar y el fanatismo.

—Espero que el mundo haya aprendido la lección —dijo Fujimura mientras observaba el telégrafo.

1 DE JUNIO DE 1945,

WASHINGTON, D. C.

Los deseos del presidente Truman no tardaron mucho en ponerse en marcha. La capital federal se encontraba en aquellos días repleta de científicos y militares para la reunión de la Comisión Provisional que tenía que decidir si los Estados Unidos utilizaba o no la bomba atómica.

El secretario de Guerra Stimson se había encargado de elegir a los científicos y militares más afines a la utilización de la bomba contra Japón. Después de cuatro sesiones, la Comisión tenía que comenzar a tomar decisiones. Por la parte científica se encontraban Robert Oppenheimer, padre de la bomba y partidario de su utilización; Enrico Fermi, otro importante colaborador de Oppenheimer; Ernest O. Lawrence y Arthur Compton, todos ellos miembros del Proyecto Manhattan. Astutamente Stimson había excluido de la Comisión a elementos molestos como Leo Szilard, que había sido el primero en recomendar la investigación atómica, pero que ahora veía inmoral lanzarla contra un país que no tenía tecnología para hacer una bomba propia y al que se le podía vencer en una guerra convencional. Tampoco se había incluido a Niels Bohr, otro de los científicos en desacuerdo.

Oppenheimer había explicado en las reuniones anteriores en qué consistía la bomba. Groves, por su parte, había señalado los objetivos prefijados desde hacía meses y en las últimas horas la discusión se centraba no tanto en si lanzar o no la bomba, como en la manera de hacerlo.

—Pero, profesor Oppenheimer, ¿contra quién lanzaríamos la bomba? —preguntó uno de los miembros de la Comisión.

—Creamos que debe hacerse contra una concentración de tropas o factorías de guerra —dijo a sabiendas que los militares pensaban más bien arrojar la bomba sobre una ciudad habitada.

—¿Sobre tropas? —preguntó extrañado Lawrence.

—Siempre que se pueda —apuntó el general Marshall.

—Caballeros, si les parece bien, almorzaremos y después continuaremos con la discusión —propuso Groves.

—Me parece una buena idea —señaló Stimson, el presidente de la Comisión.

El grupo se dirigió al comedor cercano. Había varías mesas preparadas y los científicos y militares se mezclaron en ellas. Compton se sentó junto al Secretario de Guerra. Stimson sabía que Compton era uno de los miembros de la Comisión que más dudaba sobre la utilización directa de la bomba y proponía un lanzamiento de advertencia en una zona deshabitada.

—Señor Compton, la energía nuclear no es tan mala como alguno de sus colegas nos quiere hacer creer. Estamos en guerra y, por desgracia, su utilización es en parte destructiva, pero no olvidemos que la energía nuclear es la fuente de energía del futuro. Esto abre una era trascendental de nuevas relaciones entre el hombre y el universo.

—Tiene razón, señor Secretario. Sus utilidades son muy variadas. Pero lo que me preocupa es que el lanzamiento de la bomba no sea entendido por el mundo civilizado. ¿Es posible arrojarla en un lugar desierto o sobre el mar? De esta manera el ejército japonés verá su fuerza y se rendirá con casi total seguridad.

—Pero ¿usted cree qué una demostración de ese tipo podría servir a nuestros propósitos? —preguntó Stimson.

—Creo que sí.

—Imagine —dijo Stimson cogiendo su plato—, que hacemos una demostración, invitamos a militares y científicos japoneses, pero la bomba no explota.

—Eso es improbable —afirmó Compton.

—Improbable pero posible. ¿Cuál cree que sería la reacción del Japón? Yo creo que Japón se cerraría aun más en banda, negándose a rendirse y eso alargaría más la guerra y el sufrimiento. Si lanzamos la bomba, morirá gente inocente, pero salvaremos a muchos más.

Byrnes, uno de los representantes enviados por el propio Truman preguntó a Lawrence:

—Y. ¿qué opina usted, señor Lawrence?

—No creo que una prueba atómica funcione. Se gastaría plutonio, lo que nos impediría construir otra bomba y no sé hasta qué punto los japoneses entenderían la trascendencia de la bomba.

Oppenheimer asintió con la cabeza. Se sentía molesto por el tono de la discusión, en las últimas semanas varios científicos de Los Álamos habían mantenido aquel mismo debate y el «padre de la bomba» estaba comenzando a ponerse nervioso.

—Imagínense que los japoneses llevan a los prisioneros estadounidenses a la zona de la prueba en venganza —señaló Byrnes—. Esos diablos amarillos son capaces de cualquier cosa.

El almuerzo concluyó y el grupo caminó hasta la sala de reuniones. La última posibilidad de lanzar la bomba en un lugar deshabitado había sido desechada de nuevo.

Stimson sabía que le tocaría a él informar al Presidente. La pantomima de las reuniones ya había terminado. Los generales y los altos cargos de la Secretaría de Guerra estaban decididos a lanzar la bomba y disipar, de la manera que fuera, todas las dudas del Presidente.

El argumento era muy simple. La bomba evitaría una invasión sangrienta del Japón, lo que salvaría miles de vidas norteamericanas y japonesas. Stimson sabía que era un poco cínico por su parte hablar de salvar de vidas japonesas, pero su postura parecería más razonable si mencionaba también a los japoneses.

15 DE JUNIO DE 1945,

BERNA, SUIZA

Después de varios días sin respuesta. Fujimura y su amigo Hack estaban desesperados. No entendían porqué el Ministerio podía tardar tanto en dar una respuesta tan urgente.

Los dos hombres se dirigieron como cada mañana a la oficina de telégrafos con pocas esperanzas de tener noticias de Tokio, pero aquel soleado día de junio, el Ministro de Marina se había decidido a contestar.

—Por favor, lee eso rápido —dijo Hack tirando del brazo de Fujimura.

—Espera Hack, prefiero que lo examinemos fuera.

Los dos hombres salieron y cruzaron la calle hasta una pequeña plaza y se sentaron allí. Hack miraba por encima del hombro pero no entendía nada. El lenguaje retórico japonés se escapaba a sus conocimientos prácticos.

—El Ministro dice que el representante del Japón en las negociaciones debe ser el embajador en Suiza.

—¿El embajador en Suiza? Los americanos nos pidieron un representante de primer nivel. No lo aceptarán.

—El Ministro se está lavando las manos. Está lanzando la responsabilidad sobre el Ministerio de Asuntos Exteriores —dijo Fujimura agachando la cabeza.

—Pero ¿por qué? No lo entiendo.

El japonés meditó un momento. Levantó la vista y contempló a los grupos de turistas que por primera vez en años volvían a recorrer las calles de Berna.

—Hay problemas. El grupo proclive a la guerra no quiere negociar y el Ministro no desea enfrentarse a ellos.

—¡Maldita sea! —dijo Hack poniéndose en pie.

—Buscaremos otra manera —anunció Fujimura.

Una bandada de palomas levantó el vuelo y los dos hombres las observaron. Imaginaron cuántos mensajes tendrían que lanzar antes de llegar a dar con el hombre en el gobierno de Japón capaz de arriesgarse por la paz. Después comenzaron a caminar entre la multitud.

18 DE JUNIO DE 1945,

LA CASA BLANCA,

WASHINGTON, D. C.

Aquella mañana Truman se sentía especialmente optimista. Los trabajos de la Comisión habían terminado y era hora de tomar la iniciativa. Su carácter pragmático era especialmente sensible a la inactividad. Prefería hacer algo, lo que fuese, antes de permanecer paralizado. Se había levantado muy temprano, había dado su paseo matutino antes de tomar su copioso desayuno de Missouri. A las 8.30 de la mañana se encontraba sentado frente a su escritorio preparando la reunión que dentro de unas horas tendría con la Junta de Jefes de Estado Mayor. Era la primera vez que se reunía con los generales y conocía su fama de halcones. Pero él no se dejaría cazar fácilmente, pensó mientras devoraba en silencio informe tras informe.

El secretario de Guerra Stimson había dado por finalizados los debates de la Comisión y las cosas parecían correr a toda velocidad.

Delante tenía uno de los informes en el que se hablaba de la invasión del Japón. Había dos planes previstos, uno de ellos se llamaba Olímpico y el otro Corona.

El primero, Olímpico, consistía en un ataque por el sur a Kyushu el 1 de noviembre de aquel mismo año, con un ejército de 815 548 soldados. El segundo plan. Corona, era un plan alternativo, para abrir un segundo frente en Honshu, cerca de Tokio. En él estarían implicados 1 171 646 soldados.

Unas horas más tarde, el grupo de generales llegó casi a la vez. Los dos únicos civiles del grupo, además de Truman, eran el secretario de Guerra Stimson y su ayudante John J. McCIoy.

El general Marshall abrió fuego explicando al Presidente los planes de la invasión.

—Entonces, si he entendido bien, el plan de invasión puede estar preparado para el otoño. Pero ¿cree qué Japón está suficientemente debilitado? —preguntó el Presidente.

—Su ejército está reducido a la nada. Tiene varios millones de hombres aislados en diferentes sitios: desde China, hasta Indonesia o Manchuria, pero no tiene manera de transportar a esos hombres al Japón ni reforzar sus defensas. Hemos destruido las infraestructuras entre islas, por lo que le será difícil trasladar hombres o material de una a otra. Su poder aéreo tampoco es significativo, somos los dueños de su cielo desde hace meses —dijo el general Marshall.

—Entonces, eso significa que la invasión es factible —argumentó el Presidente.

El secretario Stimson entró abruptamente en el diálogo.

—No podemos estar seguros de la capacidad de movilidad de las tropas japonesas. Una operación de desembarco sería —dijo con una sonrisa, comenzando a sosegarse—, por nuestra parte, una lucha larga, costosa y dura.

Todos los generales le miraron satisfechos. Stimson era un mago de las palabras, podía convencer a un muerto de que se hiciera un seguro de vida. Truman levantó la mirada y la clavó en el rostro del anciano. Aquel hombre era un superviviente, pensó mientras le dejaba hablar.

—Por no hablar de lo complicado del terreno. Son islas, decenas de islas. Yo conozco la zona por experiencia. Como sabe. Presidente, fui gobernador de Filipinas durante muchos años, he visitado Japón en diferentes ocasiones y puedo asegurarle que es bastante susceptible a una defensa encarnizada —dijo Stimson, satisfecho del tono grave de su voz.

—Y. ¿qué dicen los expertos? —contestó Truman desairadamente.

El general Marshall volvió a tomar la palabra:

—Lo que dice el Secretario se ajusta a la verdad. La invasión de la isla será muy costosa en vidas y material.

—Todavía podemos llegar a una paz negociada —dijo el ayudante de Stimson, el señor McCIoy. Si les advertimos a los japoneses sobre las consecuencias de su empeño en continuar la guerra, estoy seguro de que capitularán.

—¿Capitular? —preguntó Stimson, sorprendido del comentario de su subordinado.

—No todos los japoneses están de acuerdo con la guerra. Tenemos informes de Suiza…

—Señor McCIoy, no está autorizado a revelar esa información hasta que esté debidamente contrastada —dijo Stimson interrumpiendo a su subordinado.

—Pero, señor…

—Esta reunión no es para abrir vías diplomáticas de negociación, si no para buscar la derrota total del Japón. Llevo más de veinte años advirtiendo del peligro que suponía un Japón fuerte en Asia. Ningún Presidente me hizo caso hasta que fue demasiado tarde —pontificó Stimson.

—Secretario, el señor McCIoy sólo está transmitiéndonos sus opiniones. Para eso están todos ustedes aquí —dijo Truman irritado del comportamiento del Secretario.

—Nuestra secretaría no trabaja sobre intenciones, señor Presidente, trabajamos sobre hechos. La información de la que habla el señor McCIoy no está contrastada —dijo Stimson agitando el bastón con la mano.

Se produjo un molesto silencio en la sala. Muy pocas personas se atrevían a hablar así al Presidente de los Estados Unidos. Truman hincó la mirada en el Secretario de Guerra, se incorporó un poco en la silla y le dijo:

—Secretario, todos estamos un poco nerviosos. Será mejor que continuemos con la reunión, ¿no le parece?

—Sí, señor Presidente. Disculpe mi vehemencia, pero amo profundamente a mí país y haría cualquier cosa por evitarle más sufrimientos.

—Todos pensamos igual en este despacho. ¿No es cierto, caballeros?

El resto de reunidos asintió.

—La advertencia no es una mala idea —dijo Stimson cambiando la estrategia—, pero debe ser una advertencia indirecta. Una amenaza que no ponga al descubierto nuestros planes.

—Eso me parece razonable —dijo Truman.

—No avisaríamos del lanzamiento de la bomba, pero sí advertiríamos a los japoneses de una destrucción inminente y total.

—¿Están de acuerdo, caballeros? —preguntó el Presidente.

Todos los reunidos afirmaron con la cabeza.

—Bueno, tengo una pregunta que me quita el sueño. ¿Cuántas bajas militares supondría la invasión de Japón? —preguntó el Presidente.

—No es fácil de determinar, señor Presidente —dijo el general Marshall—. Nuestros cálculos son aproximados y se basan en las batallas del Pacífico llevadas a cabo hasta ahora.

El general hizo una pausa y comenzó a leer las cifras.

—Veamos —dijo el general mostrando una tabla, cuyos datos fue enumerando:

»Leyte 17 000 muertos y 78 000 heridos.

»Luzón 31 000 muertos y 156 000 heridos.

»Iwo Jima 20 000 muertos y 25 000 heridos.

»Okinawa 34 000 muertos y 81 000 heridos.

—Entonces… —dijo el Presidente.

—Me falta otro dato: Normandía 42 000 muertos en los primeros 30 días. En un informe del general McArthur fechado el 1 de marzo del 1944 al 1 de mayo de 1945, la media de muertos por batalla es de 13 742 muertos estadounidenses frente a 310 165 soldados japoneses muertos. Esto nos pone a un coeficiente de 22 a 1 a nuestro favor.

—No está mal la ratio, general —dijo el Presidente.

—El general McArthur ha calculado que las bajas en la eventual invasión del Japón serán parecidas a las de la invasión de la isla de Luzón. Un total de 31 000 hombres en los primeros 30 días.

El ataque conjunto con Rusia sobre el Japón puede rebajar el número de victimas.

—El general McArthur es demasiado optimista —dijo Stimson.

El general Marshall le miró de reojo. No le hacía mucha gracia que los civiles se metieran en asuntos militares.

—Tengo un telegrama del general McArthur que me gustaría leerles.

—Adelante, general Marshall —indicó el Presidente.

—El telegrama del general McArthur dice:

«Creo que la presente operación no causará bajas más altas que el resto de operaciones de la zona. Observo la operación con la mayor cautela, para el ahorro de vidas y medios militares. El peligro al aumento de víctimas desciende notablemente si cumplimos las fechas de la operación Olímpica. Sé que los generales Eaker y Eisenhower difieren de mi postura y creen que la orografía del Japón alargará la resistencia, manteniendo bolsas de soldados agazapados en zonas de difícil acceso».

—Y. ¿cuál es su opinión, general Leahy? —preguntó el Presidente.

—Creo que las cifras que se ha ido barajando son muy optimistas. Yo calculo que el número se incrementará. En Okinawa el número de bajas fue de un 35%, incluyendo muertos y heridos. Ése es el porcentaje de bajas que debería darse en Kyushu —dijo el general Leahy.

—No estoy de acuerdo con esa estimación. Las playas de Kyushu no tienen nada que ver con la de Okinawa. En Okinawa había una sola playa y no cabía más posibilidad que un ataque frontal directo contra unas posiciones muy fortificadas. En cambio, en Kyushu nuestro ataque será en tres frentes simultáneamente, con un mayor espacio para maniobrar. Decir que es lo mismo, es exagerar extraordinariamente las cifras —dijo el general Marshall.

—¿Qué resistencia pueden presentar los japoneses? —preguntó el Presidente.

—No más de 350 000 hombres. Nuestras fuerzas sobrepasarán los 766 000 —dijo el general Marshall.

—¿Pueden obtener refuerzos? —preguntó de nuevo Truman.

—Los japoneses están formando nuevas unidades con gran esfuerzo, pero les será muy difícil transportarles hasta aquella área.

—Y, ¿desde otras islas próximas?

—Toda comunicación o intento de transporte de fuerzas será destruido —dijo el general Marshall.

—Y la operación en Honshu, ¿qué coste puede tener? —preguntó el Presidente.

—La operación en Honshu sólo es factible si tenemos una base estable en Kyushu, señor. Deberíamos destruir las fuerzas de Honshu con un mínimo de 40 grupos de bombardeos.

—¿Cuál es su opinión, señor Secretario? —dijo el Presidente dirigiéndose a Stimson.

El Secretario de Guerra se tomó su tiempo. Sabía que de su respuesta podía depender la invasión del Japón o el ataque con la bomba atómica.

—Yo no soy un militar, señor Presidente —contestó humildemente el Secretario—. Estamos hablando de fuerzas convencionales. Pero creo que nuestro peor enemigo es el ejército invisible de millones de japoneses que están dispuestos a morir antes de permitir que invadamos su país.

—Entonces, ¿piensa que la invasión terminará con las disensiones internas del país? ¿Que todos los japoneses se unirán como un solo hombre?

—Señor Presidente, los japoneses no son como nosotros. Allí no existe el individuo. El Emperador y el Estado lo son todo. Será como atacar un hormiguero. Cada uno de ellos se pondrá en marcha para salvar a la hormiga reina. En Japón hay una especie de mente colectiva. Pero tenemos otra manera de vencerles —dijo el Secretario.

—¿Qué opina usted, señor Forestal? —dijo Truman interrumpiendo al Secretario.

—Señor Presidente, estoy de acuerdo con el desembarco, pero debemos valorar las consecuencias y la posible resistencia de los japoneses civiles.

—¿McCIoy? —dijo el Presidente invitando al hombre a dar su opinión.

—Hay que tener en cuenta la actitud de la población. No podemos luchar contra todo un país en armas, estoy de acuerdo con la postura del señor Stimson.

—Saben que en un mes me reuniré con nuestros aliados rusos e ingleses. El punto principal de la reunión es conseguir el mayor apoyo posible para obtener la derrota total del Japón —dijo Truman.

El almirante Leahy intervino de nuevo.

—Señor Presidente, la rendición de Japón ha de ser sin condiciones y total. No podemos permitir que dentro de unos años se atreva de nuevo a desafiarnos.

Un rumor recorrió la sala. Los generales comenzaron a murmurar entre ellos. Truman levantó las manos e hizo un gesto para que se calmasen.

—No se preocupen caballeros, les aseguro que mi gobierno será implacable. Actuaremos en conciencia y nunca más permitiremos que una nueva amenaza como la japonesa asole Asia. No me temblará la mano para tomar las decisiones que terminen con esta guerra, aunque esto suponga algún perjuicio para mi presidencia.

Stimson comenzó a aplaudir al Presidente. El grupo de hombres se puso en pie y continuó aplaudiendo hasta que el Presidente les hizo un gesto con la mano y dio por terminada la reunión.