Victoria
«Es mejor y más segura una paz indudable que una victoria esperada».
Tito Livio
8 DE MAYO DE 1945,
LA CASA BLANCA
WASHINGTON, D. C.
Los cables estaban por todas partes, como una alfombra de serpientes de diferentes colores. Las emisoras de todo el país transmitirían el mensaje del Presidente en directo. Truman esperaba en la habitación de al lado. No había dormido mucho en toda la noche. El discurso más importante de su vida le pillaba algo constipado, con un ligero dolor de cabeza y la garganta seca.
En las últimas semanas la situación de Berlín había sido desesperada. Los alemanes habían defendido la ciudad calle a calle y plaza a plaza. Hitler estaba cumpliendo su deseo de aniquilar su país antes de que éste se entregara a los Aliados. Himmler, uno de los hombres más importantes del Tercer Reich y el jefe de las SS. había intentado acordar con ellos una paz negociada a través de Suecia, pero Alemania ya no tenía nada que ofrecer y, aunque a él no le gustara, Rusia era su aliada. El día 2 de mayo los alemanes se habían rendido en Berlín, pero el caos todavía era estrepitoso. El gran almirante Karl Dónitz era el sucesor nombrado por Hitler, pero el almirante gobernaba sobre un país inexistente. El almirante alemán mandó el día 3 a una comisión para reunirse con el mariscal Bernard Montgomery; lo único que consiguieron fue que los británicos permitieran a los ejércitos derrotados entrar en la zona de influencia anglosajona para escapar del rodillo ruso. El 4 de mayo los alemanes capitulaban en el frente occidental. El 5 de mayo comenzaba el alto el fuego efectivo en varias de las zonas ocupadas por tropas alemanas, pero el 6 de mayo el general Eisenhower pidió a los alemanes la capitulación total. El 7 de mayo el mariscal Dónitz firmaba la capitulación total y sin condiciones de Alemania. La guerra había terminado en Europa.
Truman se ajustó la corbata y entró en el Despacho O val. Decenas de destellos de flashes le cegaron momentáneamente. El Presidente sonrió y se sentó en la silla del escritorio. No podía evitar sentirse como un usurpador: aquella guerra era la guerra de Roosevelt. El antiguo presidente había desgastado su salud física y su prestigio político en la guerra. No había sido fácil convencer a Estados Unidos para que se involucrara en el conflicto y sólo el infame ataque a Pearl Harbor, cuatro años antes, había inclinado la balanza hacia los partidarios de intervenir en la guerra.
El Presidente miró el reloj, eran casi las 9.00. A esa misma hora, el primer ministro británico Churchill desde Londres y Stalin en Moscú, anunciarían el mismo mensaje al unísono: Alemania se ha rendido, la guerra en Europa ha terminado. Pero aquel mensaje unánime no escondía las visibles grietas que cada día se agrandaban más entre los Aliados. Los problemas venían de atrás y, con toda probabilidad, eran irresolubles. Dos maneras opuestas de entender el mundo y la civilización no podían trabajar unidas en la reconstrucción de Europa.
Cuando la luz roja se encendió. Truman carraspeó ligeramente y comenzó su discurso.
—Los ejércitos Aliados, mediante el sacrificio y la devoción, y contando con la ayuda de Dios…
Millones de personas pegadas a sus receptores escuchaban la noticia más esperada de los últimos años: Alemania se había rendido.
La euforia se extendió por la calles del mundo entero. La gente gritaba, cantaba, bailaba de alegría. Los desconocidos se abrazaban como hermanos mientras el discurso del Presidente corría como la pólvora.
Por unos instantes todos se olvidaron de su otro enemigo. Japón. Truman, en cambio, no dejaba de darle vueltas a la idea de derrotar rápidamente al gigante asiático. Aquella victoria sí sería realmente suya y de nadie más. Había meditado sobre ello y había llegado a la conclusión de que la rendición del Japón, como la de Alemania, debía ser incondicional. Miles de soldados habían muerto por un mundo libre; él no podía conformarse con una paz negociada que dejara a los criminales japoneses tranquilamente en sus casas, sin que todo el peso de la ley cayera sobre ellos. Pero algunos funcionarios de la Secretaría de Estado no compartían esa postura tan estricta. Muchos pensaban que era mejor llegar a una paz pactada que permitir que los rusos entraran en la guerra con Japón y que su influencia se extendiera por toda Asia.
El discurso del primer ministro japonés Suzuki no había ayudado mucho al grupo de funcionarios pragmáticos que deseaban una paz negociada. Unos días antes. Suzuki había dirigido un discurso al pueblo japonés en el que animaba a sus compatriotas a sacrificarse hasta el último hombre, mujer y niño en defensa del Emperador.
El semblante de Truman fue decayendo a medida que pronunciaba su alocución. Era un día alegre para el mundo, pero no para él. Los periodistas percibieron el pesimismo del Presidente y su mirada triste. Truman no era un gran orador, pero además aquella mañana parecía apagado y sin fuerzas.
—El pueblo japonés ha sentido el peso de nuestro ataque por tierra, mar y aire. Mientras sus líderes y las Fuerzas Armadas continúen en la guerra, la intensidad y fuerza de nuestros ataques aumentará constantemente y provocará, sin la menor duda, la ruina total de la producción bélica de Japón, su navegación y todo cuanto apoye sus actividades militares.
»¿Qué significa la rendición incondicional de las Fuerzas Armadas japonesas para el pueblo nipón? Significa el final de la guerra. Significa el final de la influencia de los líderes militares que han llevado al Japón al frente del presente desastre. Significa también la seguridad del regreso a sus familias, a sus granjas y a sus empleos de todos los soldados y marineros. Significa, asimismo, la supresión de la actual agonía y sufrimientos de los japoneses en vana espera de la victoria. La rendición incondicional no significa la exterminación o la esclavitud del pueblo japonés.
El gobierno japonés denunciaría horas después las palabras de Truman como pura propaganda. Muchos japoneses querían la paz, pero su voz seguía acallada detrás del todo poderoso ejército nipón y el silencio enigmático del Emperador.