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Berlín cierra el telón

«Hitler has only one left ball

Göring has two but they are small.

Himmler was somewhat similar

And poor old Goebbels has no balls at all».

Canción de los soldados Aliados.

16 DE ABRIL DE 1945,

BERLÍN

Las calles de Berlín parecían una escombrera y, por lo que tenía entendido, el resto de Alemania no se encontraba en mejor estado. El otrora orgulloso pueblo alemán ahora corría de un lado para otro vestido de harapos, intentando esquivar las bombas, los derrumbamientos repentinos y los escuadrones de jóvenes de las Juventudes Hitlerianas, que disfrutaban colgando a supuestos desertores, espías y derrotistas.

En medio de la multitud desesperada y hambrienta, un coche oficial, uno de los pocos que había podido conseguir la codiciada gasolina, intentaba avanzar entre trompicones por las fantasmales calles de la ciudad. Hacía semanas que no se despejaban los caminos; la excusa era entorpecer la movilidad de los tanques rusos, la realidad en cambio era más sencilla. Ya nadie se preocupaba por Alemania y todo el mundo corría a salvar su vida.

Las madres abandonaban a sus hijos en su intento de sobrevivir. Los huérfanos recorrían la calles suplicando ayuda, robando todo lo que podían o prostituyéndose por unos céntimos en la esquinas de las grandes avenidas del Reich.

En uno de los laterales del brillante Mercedes negro, la bandera del Japón hondeaba tímidamente, como si presagiara su propia derrota. En su interior. Yoshio Fujimura observaba horrorizado el futuro de su propio país. Llevaba semanas encerrado en el refugio de la embajada japonesa en Berlín. Los bombardeos habían sido tan violentos y persistentes, que los miembros de la embajada habían decidido permanecer encerrados hasta que la tormenta amainase. Al final, cuando comprendieron que las bombas no iban a dejar de caer sobre la ciudad, cada uno escapó como pudo.

Fujimura era el agregado naval de Japón en Alemania. Cuando llegó al país, apenas empezada la guerra, el poder del Tercer Reich le abrumó. Los alemanes consiguieron en pocas semanas poner de rodillas a media Europa. Apenas cuatro años después, era Alemania la que yacía postrada frente a las botas rusas.

El coche logró atravesar las ruinas de la ciudad y tomar la autopista hacia Suiza. En los laterales de la carretera, decenas de miles de personas huían hacia el frente sur. Los alemanes preferían caer en manos de los norteamericanos o los ingleses. Todo el mundo hablaba de las atrocidades que cometían los rusos en su imparable avance hacia la capital. Así era la guerra, pensó Fujimura. Él mismo había servido como teniente en la ofensiva contra China y sabía lo que era sentirse embriagado por la victoria. La entrada de las tropas japonesas en la ciudad de Nanking había sido una orgía de sangre y dolor. Fujimura recordaba perfectamente el infierno en el que se convirtió la ciudad. Él mismo había ordenado a sus hombres que violaran y exterminaran a los malditos chinos. Sus soldados se entregaron al pillaje, la destrucción y la violencia. Aquellos disciplinados y civilizados soldados violaron a niñas de corta edad, para luego degollarlas. Cortaron narices y orejas como recuerdo; cuando veían una mujer embarazada, la rajaban de arriba a abajo y le extraían el feto para jugar con él a la pelota. Fujimura no se sentía arrepentido por todo aquello. En el mundo imperaba la ley del más fuerte y los chinos habrían hecho lo mismo con ellos de haber tenido oportunidad.

Ahora le tocaba a Alemania sufrir las crueles consecuencias de la guerra. Todas las ciudades por donde pasaban se encontraban en el mismo estado: ruinas, desolación y caos. Algunos miembros de la Cruz Roja repartían comida a la entrada de algunas ciudades y, todo se compraba y se vendía en aquellos días turbulentos, alimentado a los estraperlistas del mercado negro. De repente, el valor de las cosas y de las personas era relativo, sólo importaba sobrevivir.

Fujimura también estaba escapando. Tal vez lo hiciera en coche oficial, rodeado de comodidades, pero era un refugiado más que huía para salvar su pellejo. Los japoneses no estaban en guerra con la Unión Soviética, pero al agregado naval no se le escapaba la posibilidad de que los soviéticos lo entregaran a sus amigos norteamericanos. Al fin y al cabo, su trabajo en Berlín había terminado.

Unas semanas antes, cuando las comunicaciones todavía no estaban cortadas, había hablado con sus superiores en Tokio y con su amigo Hack, en Berna. Un mensajero había llevado su carta para el Ministerio de Marina de Tokio. La carta iba dirigida al comandante general Seizo Arisue.

Arisue no era un jodido loco, como el resto del Alto Mando japonés, así que si alguien podía parar aquello y hablar con el Emperador era él. La carta había causado su efecto entre los militares. Todos sabían que el material escaseaba y que en unos meses dejaría de renovarse. Todavía quedaban millones de vidas que sacrificar, pero ¿con qué se enfrentarían a los norteamericanos?

El general Arisue había respondido por su cuenta a Fujimura, ordenándole que se reuniera de inmediato con Hack en Berna, para que los dos intentaran contactar con Jacobsson, un banquero que les servía de enlace en Suiza con los servicios secretos norteamericanos.

Poco a poco, el paisaje boscoso fue transformándose en inmensas praderas. Allí la guerra parecía irreal, un juego entre los hombres que la diosa naturaleza ignoraba por completo. Los pueblos cercanos a la frontera con Suiza estaban intactos. Todavía podían verse a las matronas alemanas de grandes pechos vestidas a la forma tradicional, cargadas con cestas de mimbre o esparto, repletas de comida. A pesar de que hasta allí habían llegado algunos refugiados que intentaban pasar a Suiza en su intento desesperado por escapar de su propia conciencia, la situación no parecía tan desesperada como en Berlín.

Fujimura recordó en ese momento, justo cuando su coche atravesaba la frontera, situándose a salvo de sus enemigos, como él unos años antes había salvado también el pellejo de su amigo Hack.

Hack era un tipo extraordinario. Había sido uno de los primeros alemanes en convertirse al nacionalsocialismo. Por sus conocimientos de Oriente y, sobre todo, de la cultura nipona, fue mediador entre Hitler y Japón, para estrechar sus lazos políticos y comerciales. Después de dos años de la llegada de los nazis al poder. Hack dejó el partido horrorizado. Le decepcionaba la actitud aburguesada de Hitler, la limitación de la revolución nacionalsocialista y la extrema corrupción del sistema. En 1938. Hack escribió varias cartas denunciando la situación, hasta que los jerarcas nazis se cansaron de sus quejas y le encerraron en un campo de concentración a las afueras de Dachau. Los amigos japoneses de Hack le salvaron la vida. Intercedieron ante Hitler y le reclamaron como asesor financiero. Los nazis accedieron y Hack fue nombrado por el Ejército japonés agente europeo de compra en Berna, capital de Suiza.

Fujimura levantó la vista y contempló la paz que reinaba al otro lado de la frontera. Unos simples listones de madera separaban al paraíso del infierno, y ahora él se encontraba en el paraíso.

26 DE ABRIL DE 1945

BERNA, SUIZA.

Las calles de la ciudad parecían animadas tras la llegada de la primavera. Aquel invierno había sido especialmente duro, como si la guerra en Europa quisiera despedirse a lo grande, con una orgía de muerte y destrucción sin límites. Friedrich Hack se encontraba sentado en una terraza leyendo el periódico al sol. Pero el perfecto día soleado no podía sosegarle. Hack se sentía más inquieto a cada página que leía. Se movía incómodo en la silla. Aunque él no había abandonado voluntariamente Alemania hacia varios años, se veía como un desertor.

Llevaba viviendo en Suiza más de siete años. El cambio había sido radical. Alemania siempre le había parecido una casa de locos, donde todo el mundo intentaba convencer a los demás a gritos o a tiros. Era cierto que la Alemania que Hitler había creado, había terminado con todo aquello, pero a base de convertir el país en un gran cementerio. Después de cinco años de guerra, el embaucador nazi había exportado su horror al resto de Europa, arrasando todo a su paso.

Hack miró su reloj suizo y pensó que todavía era pronto para que llegara su amigo Fujimura.

Berna se desperezaba del frío, la nieve sólo permanecía en las cumbres más altas, un recordatorio de que, unos meses después, volvería a cubrirlo todo con su manto blanco y gélido.

En las últimas semanas los esfuerzos del alemán por ponerse en contacto con los norteamericanos habían sido infructuoso. Jacobsson, su enlace con los norteamericanos, había postergado todo por causa de la muerte del presidente Roosevelt. A Hack le costaba imaginar que todo un país cambiara de manos cada cuatro años sin caer en el caos más absoluto, pero al parecer así funcionaban las democracias. A Estados Unidos no se puede decir que le fuera mal, aunque todo aquel derroche de entusiasmo a él le pareciese agotador.

El Alto Mando japonés temía que la llegada al poder de Truman endureciera aun más la guerra en el Pacífico. Alemania, como pez fuera del agua, daba sus últimas bocanadas, desesperada antes de morir de asfixia en el cubo de Stalin. Sus amigos temían que todas la tropas destinadas en Europa se enviaran ahora a Asia y que los rusos rompieran su tratado de paz con Japón para atacarles por el norte.

Hack, tras mucho insistir, había conseguido la reunión con los americanos, pero desconocía la capacidad de aquellos hombres para negociar. Él y Fujimura tampoco gozaban de demasiada autonomía. De hecho, tan sólo el comandante general Arisue y algunos miembros del ministerio conocían la existencia de las negociaciones.

Fujimura apareció por la calle con un descuidado traje de estameña de color oscuro que le quedaba visiblemente grande. Hack no lo había visto en aquellos diez días. Había viajado a Zúrich para negociar el envío secreto de material a Japón desde Argentina, aunque el cerco norteamericano hacía muy difícil la llegada de armas y material al archipiélago.

—Amigo —dijo Hack levantándose de la silla.

Fujimura se inclinó levemente saludando al alemán y éste le devolvió el saludo. Después se abrazaron, rompiendo el rígido protocolo japonés.

El aspecto de Hack era envidiable, pensó Fujimura. El alemán vestía una americana de paño y un sombrero de fieltro, su piel estaba bronceada y parecía más joven que la última vez que le había visto.

—Viejo amigo, me alegro de que no tuvieras problemas en la frontera. Ya sabes que aquí en Suiza todo tiene un precio. Mantener a salvo este paraíso es muy costoso. Te sorprendería los millones de francos que Suiza ha regalado a Hitler para que les dejara en paz, aunque ahora va a sudar para recuperar el dinero —bromeó Hack.

—Bueno, tiene el dinero de los judíos que Hitler ha eliminado. No creo que los muertos vengan a declarar sus depósitos —dijo Fujimura animado.

—Un judío es capaz de eso y de más —dijo Hack, que todavía recordaba muchos chistes de judíos de antes de la guerra. Aunque los descubrimientos, por llamarlos de alguna manera, de los campos de concentración le habían horrorizado. No se chupaba el dedo y sabía de lo que era capaz Hitler, incluso él mismo había pasado una corta temporada con todos los gastos pagados en Dachau, pero todo aquel horror le superaba.

—¿Dónde hemos quedado con los americanos? —dijo Fujimura en su correcto alemán.

—Aquí mismo, en un pequeño restaurante al lado del Jungfrau.

—Pues se nos hace tarde —dijo el japonés sonriendo.

Los dos hombres hacían una extraña pareja por las calles de Berna. Un alemán y un japonés, los dos enemigos de medio mundo, paseaban por las calles pacíficas de Suiza, como si la guerra fuera un rumor lejano. Cuando llegaron al restaurante, tan sólo una de las mesas estaba ocupada por un judío ortodoxo. Se sentaron en una de las mesas del porche para disfrutar del sol y esperaron a los agentes americanos.

Poco después de la una, dos hombres corpulentos, vestidos con trajes baratos, se acercaron a la mesa y se presentaron con los nombres clave de Blum y White.

—Encantado, señores —dijo Hack estrechándoles la mano.

Fujimura hizo un gesto cortés, pero no se movió de la silla.

—Hemos elegido una bonita mañana —dijo Blum mirando el cielo azul.

—La verdad es que hace un tiempo excelente; el invierno en Suiza ha sido especialmente crudo, pero la primavera es espectacular —añadió Hack.

—Bueno, el tiempo anda revuelto en todo el mundo —apuntó White.

—Tal vez esté en nuestra mano traer un poco de calma —dijo Hack.

—¿Por qué no comemos? —preguntó Fujimura más relajado.

Todos asintieron con la cabeza y entraron en el salón del restaurante. Se sentaron en una mesa apartada, vestida con un mantel a cuadros rojos y un farolillo de hierro negro en el centro. Vino a servirles un hombre bigotudo, de piel rojiza y ojos muy azules.

—La especialidad de la casa es la fondue —dijo Hack. Los demás comenzaron a leer la carta en silencio.

El dueño tomó nota de las bebidas y se dirigió a la barra. Unos minutos después una guapísima camarera vestida con corpiño se acercó hasta la mesa.

—¿Se han decidido ya los señores?

—Queremos una fondue —dijo Hack.

—Lo lamento, señor —contestó la camarera—, pero se nos ha terminado el queso. Les recomiendo las chuletas de ternera.

Todos afirmaron con la cabeza. Se produjo un silencio largo y espeso. Hack, el más animado del grupo, no sabía cómo entrar en materia y plantear todo el asunto a los americanos. El alemán no quería sonar desesperado, pero tampoco arrogante.

Sabía perfectamente quién iba a ganar la guerra. Cada día menos países querían vender material a Japón, aunque éste lo pagase a precio de oro. A nadie le gusta apostar por el caballo perdedor cuando la carrera está a punto de concluir.

Fujimura se sentía examinado por aquellos rubicundos agentes. No dejaban de observarle, parecía como si no hubieran visto un japonés en su vida.

Al final, Hack optó por no hablar del tema y esperar que los agentes americanos tomaran la iniciativa. La comida fue transcurriendo sin sobresaltos. Charlaron sobre las ciudades en las que habían estado, elogiaron la comida francesa y poco más.

Una vez terminada la comida, los dos agentes. Blum y White, se levantaron de la mesa, se despidieron de ellos y sin mencionar la posibilidad de una próxima reunión, se marcharon.

Fujimura y Hack se quedaron mudos en la mesa. No se miraban, dejaron que el café se les enfriase y sin hablar abandonaron el local.

Los dos hombres caminaron en silencio por las vacías calles de Berna. Tan sólo se escuchaba el ruido de los cubiertos a través de las ventanas de la ciudad. Hack intentó ser optimista. Esperaba más de aquel primer encuentro, pero el simple hecho de que los norteamericanos quisieran escuchar lo que ellos estaban dispuestos a decirles le pareció suficiente, por lo menos por ahora. Fujimura estaba más nervioso. En ese momento pensó en su familia en Japón; en las últimas semanas los bombardeos eran constantes. No sabía cómo sería Japón cuando él volviera, pero las imágenes de la destrucción que había visto en Berlín le horrorizaban. Deseaba con todo el alma que la paz llegara al fin.

Muy cerca de ellos, un hombre con aspecto oriental, el teniente general Seigo Okamoto, les vigilaba. Había sido testigo de la reunión y, antes de que terminase el día, tenía que enviar un informe a Tokio. Por ahora los enemigos de la paz eran más numerosos que sus amigos.