Un asunto secreto
«La libertad es el derecho de escoger a las personas que tendrán la obligación de limitarnos».
Henry Truman
25 DE ABRIL DE 1945,
LA CASA BLANCA
WASHINGTON
Los últimos días habían sido agotadores. El presidente Truman había leído decenas de informes y recibido a tanta gente que apenas podía recordar la última vez que se había sentado en un sillón con un bourbon en la mano. Aquel día era tan frenético como la última semana, pero el asunto que tenía que tratar era extremadamente delicado.
Truman leyó la carta del Secretario de Guerra que había llegado el día anterior. La carta era breve y en ella Stimson le recordaba el tema del que le había hablado brevemente tras su toma de posesión.
Señor Presidente;
Creo que es importante que sostenga con usted una conversación, tan pronto como sea posible, acerca de un asunto altamente secreto. Se lo mencioné poco después de haber jurado su cargo, pero no quise insistir más comprendiendo que en tales días el trabajo le abrumaba. Sin embargo, este asunto ejerce enormes influencias sobre nuestras relaciones exteriores y me preocupa enormemente, hasta el punto de que creo que usted debe conocerlo sin más demora.
Henry Stimson
Secretario de Guerra
Truman dejó la nota de nuevo sobre la mesa y empezó a acariciarse el mentón. El Secretario de Guerra era un viejo zorro de la administración, así que si no le había dicho nada en aquellos días era por otras razones, pensó el Presidente. Stimson sabía que él había estado dándole vueltas al asunto, no podía ser de otra manera. Si lo que el Secretario pretendía era ponerle nervioso y captar toda su atención, el viejo zorro lo había conseguido.
El Presidente miró el reloj, eran casi las doce del mediodía. En cualquier momento llegaría el Secretario. Se puso en pie y paseó nerviosamente por el despacho. Estaba rodeado de los recuerdos de Roosevelt: Eleanor seguía viviendo allí, su familia no quería importunarla y apremiarla para que se marchase. Su marido había sido un gran hombre, un hombre al que él admiraba profundamente, aunque nunca se hubieran caído bien.
Truman volvió a mirar el reloj; apenas había pasado un minuto. Por lo que Stimson ponía en su nota, le traía un as para llevar debajo de la manga en su viaje a Potsdam. El simple hecho de pensar en la cumbre le ponía muy nervioso. Ya había hablado por teléfono con Churchill, que siempre se había mostrado cordial con él, pero Stalin era un hueso duro de roer.
Durante aquellos días había leído todo lo que tenían los servicios secretos sobre el dictador comunista, y también había devorado el informe sobre Yalta que le había entregado James Byrnes, el Secretario de Estado. Truman había decidido continuar con el mismo Secretario de Estado que Roosevelt. No es que apreciara mucho a Byrnes. Truman conocía las maquinaciones del Secretario de Estado para mantenerle lejos de la corriente del poder, pero a Truman le gustaba ser pragmático y no le parecía correcto poner patas arriba al Estado con un nuevo gobierno, sobre todo cuando la guerra continuaba y cada día morían soldados americanos en el frente.
Alguien llamó a la puerta y Truman se acercó a la mesa y cogió unos papeles.
—Adelante —dijo Truman con voz firme.
—Señor Presidente, el Secretario de Guerra, el señor Stimson.
El Secretario cruzó la sala y estrechó la mano del Presidente con firmeza.
—Si no le es molestia, preferiría esperar a que llegara el general Groves.
—¿El general Groves? ¿Por qué debemos esperarle? —preguntó malhumorado el Presidente. No le gustaban las sorpresas de última hora ni los fuegos de artificio del Secretario.
—Es de vital importancia. El general Groves es el director del proyecto del que vengo hablarle y no hay nadie que sepa más sobre el tema que él.
—Entonces, siéntese. Secretario —dijo el Presidente señalando una de las sillas. Después comenzó a releer informes y Stimson comenzó a juguetear con su bastón.
A los cinco minutos apareció el general Groves. Llevaba el uniforme impecablemente limpio y su rostro recién afeitado. Era la primera vez que veía a Truman. Le habían dicho que era un tipo directo, campechano, pero que si le sacaban de sus casillas no se andaba con miramientos.
—Señor Presidente, le presento al general Groves. En las manos de este hombre puede estar el destino de la guerra.
El Presidente esbozó una sonrisa. El Secretario solía utilizar un lenguaje melodramático que le recordaba a un viejo profesor de escuela.
—General —dijo Truman—, será mejor que nos sentemos en los sillones, estaremos más cómodos.
Los tres hombres se dirigieron hasta allí. Truman y Stimson se sentaron, pero el general se quedó de pie.
—Señor Presidente, llevamos más de tres años trabajando en un proyecto de alto secreto. Su nombre en clave es «Proyecto Manhattan». En este proyecto hemos recibido el apoyo del Reino Unido y Canadá. El objetivo final del proyecto es desarrollar la primera bomba atómica.
Truman se incorporó y apoyó los codos sobre sus rodillas. Si Stimson quería captar toda su atención, lo había conseguido.
—La investigación científica está a cargo del reconocido físico Julius Robert Oppenheimer; la seguridad y las operaciones militares son supervisadas por mí mismo. El proyecto es muy complejo. No hay un único centro de investigación. Tenemos laboratorios por varios estados —dijo Groves sacando un mapa de su maletín.
El Presidente recogió el mapa y repasó los puntos señalados.
—El más importante de los centros de investigación es el Distrito de Ingeniería Manhattan más conocido como Laboratorio Nacional Los Álamos. El centro está en las montañas de Nuevo México, al resguardo de curiosos y espías —dijo Groves.
—Pero el Congreso desconoce este proyecto por completo. La Comisión del Senado que estaba investigando dos mil millones de dólares sin justificar, debería saber en que se están empleando —dijo el Presidente.
—Pero, eso es imposible —dijo el Secretario—. La opinión pública no se puede enterar. Cuanta más gente conozca la naturaleza del Proyecto Manhattan más fácil será que los alemanes, los japoneses o los rusos se enteren de nuestros planes.
Truman miró muy serio a los dos hombres. No entendía cómo Roosevelt no le había hablado de algo de aquella envergadura. Todavía no sabía en qué consistía el proyecto, pero después de la guerra el Senado pediría una investigación a fondo.
—Como podrá imaginarse, el proyecto agrupó a una gran cantidad de eminencias científicas de todas las áreas, desde la física, la química, hasta especialistas en explosivos y radar —dijo Groves retomando el tema.
—¿Por qué comenzó este proyecto? —preguntó el Presidente.
—Teníamos pruebas de que tras los experimentos en Alemania previos a la guerra se sabía que la fisión del átomo era posible. Los nazis llevan años trabajando en su propio programa nuclear —dijo Groves.
—Pero los alemanes están a punto de rendirse. No creo que sean capaces de crear una bomba nueva —dijo el Presidente.
—Probablemente no. Nosotros contamos con las mentes más brillantes de América y Europa, muchos de ellos son judíos exiliados. Aunque, he de reconocer, alguno de los científicos tiene ideas filocomunistas.
Truman frunció el ceño. Si había algo que aborrecía con todas sus fuerzas era a los comunistas. Especialmente a los comunistas americanos. ¿Acaso no era él, el hijo de un humilde comerciante sin estudios superiores, el presidente del país? En Norteamérica, la tierra de las oportunidades, no tenía sentido hablar de revoluciones o de lucha de clases.
—Durante meses hemos corrido en una carrera endiablada para conseguir la bomba antes que los alemanes —dijo Groves.
—Pues no creo que los alemanes puedan ganarles. Los rusos están a las puertas de Berlín —dijo el Presidente.
Truman no dudaba de la capacidad de la Alemania nazi para propagar el mal. Los Aliados habían liberado varios campos de concentración en Alemania y habían visto con sus propios ojos el horror al que eran capaces de producir los nazis. El propio Hitler se mantenía encerrado en su refugio secreto en Berlín, permitiendo que su país se convirtiera en cenizas.
—Puede que Hitler y sus asesinos no puedan conseguir la bomba, pero no sabemos si los japoneses están cerca —dijo Groves, intentando amedrentar al Presidente.
—Tampoco debemos olvidarnos de los rusos, señor Presidente —dijo Stimson, consciente de la animadversión del Presidente hacia los soviéticos.
Truman miró con atención al Secretario e intentó leer en su mirada. Era algo que hacía habitualmente.
Los hombres podían mentir con sus palabras, pero era mucho más difícil mentir con los ojos.
—¿Es posible que los rusos tengan un programa nuclear? ¿Nosotros tenemos ya la bomba? —preguntó inquieto el Presidente.
—El primer ensayo todavía no lo hemos realizado. Los científicos están construyendo un artefacto llamado Trinity. Se trata de una bomba de plutonio —dijo Groves.
—Eso significa que no la tenemos todavía —dijo el Presidente decepcionado.
—He hecho todo lo posible por acelerar el proceso pero no ha sido fácil, señor Presidente —contestó Groves algo avergonzado.
—Los rusos tienen un proyecto nuclear denominado «Operación Borodino» —dijo Stimson.
—El trabajo no ha sido sencillo. El proyecto Manhattan comenzó inicialmente en diferentes lugares del país. Aunque la más avanzada era la Universidad de Chicago, que fue la primera en completar los primeros tests de reacción en cadena. Después construimos el Laboratorio Nacional de Los Álamos en Nuevo México, a cuyo cargo está la Universidad de California.
—Por lo que veo es un complicado entramdo de laboratorios —dijo el Presidente, mientras ojeaba el mapa con todos los emplazamientos.
—Muy complicado, señor Presidente. En la actualidad, el proyecto emplea a más de 130 000 personas. Llevamos gastados más de veinte mil millones de dólares —dijo Groves.
—¿Veinte mil millones de dólares? Cielo santo, eso es una cantidad enorme de dinero. Espero que puedan justificar hasta el último centavo —dijo el Presidente.
Groves sonrió ligeramente. Por fin comenzaba a sentirse más relajado. El Presidente parecía un tipo razonable.
—Algunos de los científicos con los que estamos trabajando son Leo Szilard, Edward Teller y Eugene Wigner. Los tres son refugiados judíos provenientes de Hungría. Los tres habían llegado a la conclusión de que la energía liberada por la fisión nuclear podía ser utilizada para construir bombas por los alemanes. Esa idea les obsesionaba de tal manera que persuadieron a Albert Einstein para que se pusiera en contacto con el presidente Franklin D. Roosevelt y le advirtiera del peligro de que los alemanes pudieran crear la bomba atómica.
—¿Cómo entraron en contacto con el presidente Roosevelt? —preguntó Truman.
—Por medio de una carta que Szilard, uno de los científicos húngaros, y Einstein escribieron y enviaron el 2 de agosto de 1939 a la Casa Blanca.
—Y. ¿qué contestó el presidente Roosevelt? —preguntó Truman intrigado.
—Roosevelt se tomó en serio la amenaza. Respondió a la carta e incrementó las investigaciones sobre la fisión nuclear. La historia de los pormenores de aquellos años está escrita en mi informe. No quiero alargarme demasiado —se disculpó Groves.
Truman alargó la mano y tomó un segundo informe. Después miró al general y asintió con la cabeza para que siguiera.
—Los avances continuaron. En la Universidad de Columbia, el físico Enrico Fermi logró diseñar y construir varios prototipos de reactores nucleares. Para ello, utilizó dos materiales escasos, el grafito y el uranio. Después. Vannevar Bush, director del Instituto Carnegie de Washington, organizó el Comité de Investigación de la Defensa Nacional para movilizar los recursos científicos de los Estados Unidos y emplearlos en la defensa nacional.
—Entiendo —dijo Truman intentado seguir el hilo del general.
—Vuelvo a extenderme, señor Presidente —dijo Groves disculpándose—, pero no veo otra manera. Truman volvió a hacer un gesto de aprobación.
—El Consejo de Investigación de la Defensa Nacional se hizo cargo del «Proyecto Uranio», como se conocía el programa de física nuclear, y en 1940 V. Bush y el presidente Roosevelt crearon la Oficina de Desarrollo en Investigación Científica. El 9 de octubre de 1941. Roosevelt autorizó finalmente el desarrollo del arma atómica.
—Por lo que voy entendiendo, el proyecto lleva en marcha casi cinco años. ¿Cómo es posible que todavía no hayan conseguido resultados? —le reprochó de nuevo el Presidente.
—Los dos primeros años sólo fueron de arranque. Le aseguro que desde la entrada de nuestro país en la guerra, los esfuerzos para obtener material para construir la bomba se incrementaron en todos los campos. En el Laboratorio de Metalurgia de la Universidad de Chicago, el Laboratorio de Radiación de la Universidad de California y el Departamento de Física de la Universidad de Columbia, el trabajo ha sido frenético. Lo principal en aquel momento era obtener isótopos de plutonio, para ello había que bombardearlos con neutrones de Uranio-235, el cual al absorber los neutrones transforma todo en Uranio-236, mucho más radiactivo que el U-235, y plutonio. Para ello se construyeron dos enormes plantas, una en Oak Ridge, Tennessee y la otra en Hanford, Washington.
—¿Y después? —preguntó el Presidente, comenzando a impacientarse.
No entendía nada de aquella jerga técnica. Aquello estaba bien para los científicos, pero a él lo que le interesaba era la potencia de la bomba y para cuándo estaría terminada. Las batallas de Iwo Jima y Okinawa habían causado muchas bajas entre sus hombres y no quería prolongar más la guerra si había una forma de terminarla.
—A principios de 1942, Arthur Holly Compton organizó el Laboratorio de Metalurgia de la Universidad de Chicago, quería estudiar el plutonio. Para ello Compton solicitó la ayuda de un joven físico llamado Julius Robert Oppenheimer, profesor en la Universidad de California.
—El director del Proyecto Manhattan —dijo el Secretario, que también estaba comenzando a impacientarse.
—Sí, el director actual del proyecto —aclaró Groves.
—Entonces… —dijo Truman haciendo un gesto brusco con la mano.
—En la primavera de 1942. Oppenheimer y Robert Serber trabajaron en los problemas de la difusión de neutrones y en la hidrodinámica. Dicho estudio fue supervisado por un grupo de físicos, entre los que estaban Hans Bethe, John Van Vleck. Edward Teller y Félix Bloch, entre otros. Todos juntos llegaron a la conclusión de que la construcción de una bomba de fisión podía ser factible. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército nombró al coronel James Marshall supervisor de la construcción de las fábricas encargadas de la separación de isótopos de uranio y producción de plutonio —dijo finalmente Groves.
—Pero ¿puede explicarme alguien en qué consiste una bomba atómica? —dijo Truman levantando los brazos.
El general le miró atónito. Llevaba una hora hablando con el Presidente y todavía no le había explicado en que consistía la bomba y cuál era su poder destructor.
—Podríamos definir una bomba atómica como un dispositivo que obtiene su energía de reacciones nucleares. Su funcionamiento es relativamente simple, se basa en provocar una reacción nuclear en cadena no controlada —explicó brevemente Groves. No sabía si el Presidente seguía su explicación. A él mismo le había costado años entender el funcionamiento de la energía nuclear.
—¿Es como una figura hecha con piezas de dominó? Una empuja a la otra hasta que todas se mueven —dijo el Presidente.
—Algo parecido, señor Presidente —dijo Stimson.
—El funcionamiento de la bomba se basa en la escisión de un núcleo de un átomo pesado en elementos más ligeros mediante el bombardeo de neutrones que, al impactar en dicho material, provocan una reacción nuclear en cadena. Como si al lanzar una bola de billar contra otra más grande, ésa se convirtiera en cientos de minúsculas bolas.
—Comprendo —dijo el Presidente.
—Para que ese tipo de reacción se produzca, es necesario usar núcleos risibles o físiles como el del U-235 o el Plutonio 239. Según el mecanismo y el material usado se conocen dos métodos distintos para generar una explosión nuclear, el de la bomba de uranio y el de la de plutonio.
—¿No puede hacerse con otro material? —preguntó el Presidente.
—Que nosotros sepamos, no —dijo Stimson.
—Una de las bombas que estamos probando es la de uranio. En este caso, a una masa de uranio se le añade una cantidad del mismo elemento químico para conseguir una masa crítica, que comienza a fisionar por sí misma. También se le añaden otros elementos que potencian la creación de neutrones libres que aceleran la reacción en cadena. Cuando esto se produce se provoca la destrucción de un área determinada por una onda de destrucción masiva desencadenada por la liberación de neutrones —explicó Groves.
—Ésta se llama de… —dijo el Presidente tomando nota.
—Señor, está todo en el informe —le interrumpió Groves.
—Para mi es más fácil de recordar cuando lo escribo con mis propias palabras —apuntó Truman.
—Hay otra línea sobre la que se está investigando, la llamada bomba nuclear de plutonio.
—¿Por qué construir dos armas diferentes? —preguntó Truman.
—No son dos bombas diferentes, son dos caminos diferentes para llegar a producir el mismo efecto —dijo Groves.
—Siga… —dijo Truman.
—El arma de plutonio tiene un diseño más complicado. Hay que rodear a la masa fisionable de explosivos convencionales especialmente diseñados para comprimir el plutonio. De esta forma una esfera de plutonio del tamaño de una pelota de tenis se reduce hasta un volumen de 2 a 4, o incluso 5, veces menos, aumentando en la misma proporción la densidad del material. La masa de material físil comprimida, que inicialmente no era masa crítica, se convierte en masa crítica debido a las nuevas condiciones de densidad y geometría, iniciándose una reacción en cadena de fisión nuclear descontrolada ante la presencia de neutrones, que acaba provocando una violenta explosión.
El Presidente se puso en pie y se dirigió hacia el gran ventanal de su despacho. Roosevelt había dejado sobre sus hombros una responsabilidad difícil de soportar. No podía imaginar la destrucción que podía causar una bomba de ese tipo, estaba claro que el ejército no estaba fabricando una bomba convencional.
—¿Cuales son los efectos de una bomba de esas características? —preguntó el Presidente.
—Es difícil determinarlo. En esto no se ponen de acuerdo ni los expertos, pero se calcula que una bomba de esas características puede matar entre 80 000 y 100 000 personas —dijo Groves.
—¡Tanta gente! —dijo Truman horrorizado.
—En un abrir y cerrar de ojos, volatilizados —dijo Stimson con un gesto de manos.
—¿Para cuándo estará terminada la bomba? —preguntó el Presidente.
—Calculamos que como mucho serán cuatro meses. Aunque hemos compartido su desarrollo con el Reino Unido, actualmente los Estados Unidos es el único país capaz de controlar los recursos necesarios para fabricar y usar la bomba. Por lo menos es eso lo que creemos, aunque ya señalé antes que no podemos estar seguros —dijo Stimson.
—Usted cree que si lanzamos la bomba, ¿acabará antes la guerra? —preguntó el Presidente volviéndose hacia el Secretario.
—Sí, señor Presidente. La potencia de la bomba es tan descomunal, que paralizará a nuestros enemigos. Si la bomba se emplea contra Japón, nuestro principal enemigo ahora, la guerra terminará mucho antes.
Truman miró a los ojos a Stimson, aquel tipo parecía sincero. Aun así, no debía tomar una decisión precipitada, se dijo.
—Sólo puedo prometerles una cosa, señores. En mi juramento prometí seguir los pasos de mi antecesor. Roosevelt puso en marcha este audaz proyecto; con la ayuda de Dios, yo buscaré la forma de terminar con esta guerra.
—Sabemos que lo hará, señor Presidente —dijo Groves.
—Mi primer paso será ordenar inmediatamente la creación de un Comité Provisional, el cual redactará una legislación de posguerra y me aconsejará sobre los aspectos de esta nueva fuerza, denominada nuclear. Por favor, secretario Stimson —dijo el Presidente dirigiéndose al anciano—, ¿acepta convertirse en el Presidente de dicha comisión?
Stimson sonrió y poniéndose en pie dijo:
—Con sumo gusto, señor Presidente.
Los dos hombres abandonaron el despacho y Truman se sumió en sus pensamientos. Recordó el verso de la Biblia en el que Jesús decía a sus discípulos: «No penséis que he venido a traer paz sobre la tierra; no he venido a traer paz, sino espada». Sin duda, la espada era la única manera de traer paz. Pero ¿podría el mundo soportar una espada tan violenta?