Cambios drásticos
«Éste es inexorablemente el momento de decir la verdad, toda la verdad, con franqueza y atrevimiento. Debemos actuar rápidamente; utilizaré el Congreso como el último recurso para combatir la crisis, con un poder ejecutivo amplio para librar una batalla contra el estado de emergencia, con un poder tan grande como el que me sería conferido si de hecho fuésemos invadidos por un país extranjero».
F. D. Roosevelt. Discurso de toma de posesión de la presidencia. 1933
12 DE ABRIL DE 1945,
WARM SPRING, GEORGIA
El Presidente miró el informe de las bajas producidas en Okinawa y se quedó horrorizado. En la batalla habían muerto 16 000 de los 200 000 hombres enviados a invadir la isla y había 52 000 soldados heridos. Las bajas japonesas eran aun mayores, 151 000 soldados y 150 000 civiles japoneses muertos. Si una isla tan pequeña había costado tanto sacrificio, ¿cuál sería la reacción del pueblo japonés ante la invasión de las islas principales?, pensó el Presidente.
Cogió la taza de manzanilla y se la llevó con mano temblorosa a los labios. Había comido muy poco, apenas nada. No tenía apetito y sentía una merma importante en la salud desde su regreso de Yalta. Al principio lo había achacado a algún resfriado, pero en los últimos días los síntomas se incrementaban.
Las preocupaciones le habían seguido hasta su tranquilo retiro en Georgia. La pila de documentos que tenía que supervisar y firmar era enorme. Si el bueno de Wallace estuviera conmigo, pensó, me hubiera ahorrado una buena cantidad de trabajo.
El Presidente todavía no había superado el mazazo que había supuesto para él tener que renunciar a su vicepresidente Wallace, pero en los últimos tiempos la presión se había hecho insoportable. La candidatura republicana de Thomas E. Dewey había puesto nerviosos a muchos líderes de su partido. De hecho, en el último momento Dewey había conseguido un significativo apoyo poniéndose a tan sólo tres puntos de él en las recientes elecciones de 1944. Aunque Roosevelt había ganado en casi todas los estados, los republicanos habían estado a punto de quitarle la presidencia. Su partido le pidió la cabeza de Wallace, el hombre que tan concienzudamente había preparado durante cuatro años. Los patricios demócratas no querían otro «Roosevelt» en el liderazgo de la nación ni del partido. El Presidente reconocía que Wallace era un tipo indomable, que no caía bien en el ejército ni en el sector financiero. Jesse H. Jones, el enemigo más fiero que tenía Roosevelt, había logrado desbancar a Wallace en la convención del partido e imponer al palurdo de Truman. Muchos no perdonaban a Wallace su lucha por los derechos civiles, ni sus duras críticas a sus colegas, a los que había llegado a comparar con los nazis. Roosevelt, al principio, se lo había tomado todo a broma. Claro que él quería garantizar los derechos de los negros en los estados del sur, pero necesitaba otra década más para lograrlo. Algunos acusaban a Wallace de comunista y otros de loco místico. Puede que fuera las dos cosas, se dijo el Presidente. Pero sobre todo era la conciencia dormida de la América acomodada.
Roosevelt repasó el informe sobre la bomba y notó de repente como el corazón se le aceleraba. Había pospuesto la decisión muchas veces, pero sabía que no podía hacerlo por mucho más tiempo. Churchill, los generales, su Secretario de Guerra, todos querían lanzar la bomba y le pedían que lo hiciera lo antes posible. Aunque ahora el objetivo ya no era la famélica y casi exhausta Alemania; ahora «Los halcones» miraban codiciosos hacia Japón. Delante tenía la lista de ciudades elegidas como objetivo. De su decisión dependía la destrucción total de una de ellas.
Tomó de nuevo la taza y la acercó a los labios casi sin probarla. El telegrama que había enviado a Churchill unas horas antes era claro. No iba a ceder nada más a Rusia. Ahora tocaba ser fuertes. Stalin era un tipo insaciable y Estados Unidos tenía que garantizar la autonomía de los territorios liberados. Stalin pedía privilegios garantizados en Manchuria, una zona de ocupación en Corea, el derecho a veto en las Naciones Unidas, la revisión de las fronteras con Polonia y las islas Kuriles del Japón, a cambio de su intervención en la guerra contra Japón y el reconocimiento de Jiang Jieshi como gobernante de China.
Junto al informe de Groves estaba el del general Leahy que se oponía a la utilización de la bomba. También el informe de Leo Szilard que le pedía que reconsiderara el proyecto y un memorándum de Byrnes que le instaba a que se llevara a cabo una investigación independiente para demostrar la utilidad de la bomba en Japón. Pensó que esa última era la mejor opción. No sentía ninguna aversión por el pueblo japonés ni quería desatar el odio del mundo hacia Norteamérica, si podía evitarlo.
La señora Shoumatoff entró en la habitación para continuar con el retrato del Presidente. Roosevelt no tenía ganas de posar. Se sentía cansado y atenazado por las dudas, pero al final accedió a las peticiones de la pintora y encendió un cigarrillo para relajarse.
Un fuerte dolor en la cabeza le hizo abandonar la pose y tocarse la frente con insistencia. Notaba como si la cabeza le fuera a estallar. Dejó el cigarrillo en el cenicero y con la mano derecha comenzó a masajearse el cuello. Con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante empezó a sentirse muy cansado. Entonces, perdió el conocimiento.
La señora Shoumatoff salió de la sala muy alterada y pidió ayuda a la secretaria, y unos minutos más tarde el médico ya estaba atendiendo al enfermo. No sabía lo que tenía, pero por la rigidez del rostro pensó en una hemorragia subaracnoidea. Sacó una inyección del maletín y puso al Presidente unas dosis de papaverina para detener la hemorragia y evitar que la sangre se extendiera por las cavidades que rodean el cerebro. La respiración entrecortada del Presidente cada vez era más débil e irregular. Le llevaron hasta la cama. Su rostro parecía sereno, como si al final hubiera descubierto la respuesta a todas sus preguntas, justo en el otro lado de la muerte.
WASHINGTON, D. C.
El vicepresidente Truman se encontraba en el Senado presidiendo la sesión. Su cara de aburrimiento demostraba lo tediosas y aburridas que podían llegar a ser las reuniones de la cámara. Truman garabateaba notas de la reunión y de vez en cuando miraba el reloj deseando volver a su modesto apartamento para echarse una siesta.
Su vida diaria no había cambiado mucho desde su nombramiento como vicepresidente. Roosevelt y él apenas se habían visto en unas cuantas ocasiones, el Presidente no ocultaba su antipatía hacia él, por eso ahora tenía que realizar tareas secundarias como aquélla y disimular que sabía de todos los asuntos del gobierno, aunque de muchos se enterara por los periódicos.
Truman aprovechó el receso para tomar una copa en el despacho de su amigo Sam Rayburn, pero apenas había llevado el bourbon con agua a los labios cuando recibió la llamada de Steve Early, el secretario de prensa del Presidente.
—Vicepresidente Truman, venga lo antes posible a la Casa Blanca.
Las escuetas palabras de Early le habían inquietado. Roosevelt no era el tipo de hombre que requiriera su atención para un asunto baladí. Aunque, hasta el momento, el Presidente le había excluido de los temas realmente importantes, estaba seguro que le llamaba para alguna cosa urgente. Tomó su sombrero y se dirigió a toda prisa a su vehículo oficial.
Las calles de la ciudad comenzaban a despertar del largo invierno y los árboles empezaban a cubrirse de hojas. Añoraba Missouri, la vida tranquila de la granja de su padre. El poder ir caminando a todas partes mientras saludaba a los vecinos de su pequeño pueblo. Todo eso había quedado ya muy atrás. La guerra de 1914 le había cambiado la vida y aumentado sus expectativas de futuro. Truman admiraba profundamente a Roosevelt, en los años 1930 había sido director del programa de empleo estatal en Missouri y apoyaba la política social del Presidente. En 1934, se presentó a las elecciones para senador por Missouri y las ganó. Desde ese momento su ascenso político había sido imparable. Era un conservador de perfil débil, capaz de contentar a todos, un hombre de consenso en el alborotado partido demócrata que comenzaba a ponerse nervioso ante la debilidad física y política de Roosevelt Su política proalemana al principio y sus vínculos con el Ku Klux Klan habían levantado las suspicacias de los liberales, pero en la convención de 1944 los conservadores consiguieron la mayoría y colocaron a Truman en la elección para la vicepresidencia.
Durante aquellos tres meses. Truman se había comido su orgullo y había actuado con naturalidad.
Cuando se apeó del coche, presintió que algo raro estaba pasando. Los funcionarios parecían nerviosos y apesadumbrados. Uno de los miembros de protocolo llevó al vicepresidente hasta el despacho de la Primera Dama y Truman confirmó todas sus sospechas.
Eleanor, la mujer de Roosevelt, se levantó al verle entrar. Sosegada y con voz templada se dirigió a él amablemente.
—Harry, el Presidente ha muerto —dijo directamente Eleanor.
Truman recibió la noticia como un mazazo. Contuvo la respiración y puso una mano sobre el hombro de la mujer. Musitó un «lo siento» y agachó la cabeza.
—Harry, si podemos hacer algo por usted no dude en pedirlo. Lo que sea. Ahora es usted el que está en apuros.
El vicepresidente asintió con la cabeza. Nunca se había imaginado como Presidente de los Estados Unidos. Sabía cuál era el estado de salud de Roosevelt pero por alguna razón pensó que el Presidente terminaría la legislatura. La Primera Dama le instó a utilizar el teléfono y lo dejó solo. Truman tomó el aparato y telefoneó a su mujer.
Unas horas más tarde. Truman juró su cargo en la Sala de Gabinete de la Casa Blanca. Tras el breve juramento, el nuevo Presidente besó efusivo la Biblia. Después instó a la decena de personas que había asistido al juramento a que se sentaran a la mesa.
—Señores, prometo dedicar todos mis esfuerzos a continuar el legado de mi predecesor y tomar las decisiones tal y como creo que las hubiera tomado el Presidente.
Cuando el grupo de hombres abandonó la sala, el secretario de Guerra Stimson se acercó a él.
—Señor Presidente, debo hablarle de un asunto de la mayor importancia.
Truman frunció el ceño. El Secretario de Guerra le había estado evitando durante todos aquellos meses, ahora se dirigía a él con respeto y educación.
—Deseo informarle acerca de un proyecto de gran envergadura que requiere su atención inmediata.
El nuevo Presidente se sintió intrigado. ¿Qué era tan urgente que no podía esperar unas horas? Todavía el cuerpo de Roosevelt estaba caliente y gran parte del país desconocía su fallecimiento.
—Un proyecto que contempla el desarrollo de un nuevo y potente explosivo, con un poder destructor casi ilimitado.
Truman observó el rostro arrugado del anciano Secretario. Sus ojos parecían cansados, la expresión de la cara reflejaba la tensión de las últimas horas. El nuevo Presidente se preguntó qué clase de proyecto podía ser tan importante para que aquel hombre superara su tensión nerviosa y hablara de él con tanta presteza.
Stimson contempló la cara anodina de Truman y se preguntó si estaría a la altura de las circunstancias. Hasta ahora había sido un vicepresidente meramente decorativo. Roosevelt se había opuesto a que entrara en la Sala de Guerra de la Casa Blanca y jamás había participado en ninguna reunión de jefes del Estado Mayor. Se preguntó si aquél hombre sería tan fácil de manejar como todos suponían.
—Usted dirá. Stimson.
—Solo le pido dos cosas, señor Presidente. La máxima discreción sobre este asunto y una reunión antes de que termine el mes para hablar de él en profundidad.
—Concedido. Secretario —contestó Truman en su recién estrenado papel de Presidente.
El Secretario abandonó la sala y el nuevo Presidente se quedó solo. Imaginó la cara de su madre cuando se enterase que su hijo se había convertido en Presidente de la más poderosa nación sobre la tierra y no pudo evitar esbozar una sonrisa.