El himno de Tokio
«Lo he visto en los fuegos de cientos de campamentos que en círculos se forman;
han erigido altares en su honor en los rocíos y en las humedades de la tarde;
puedo leer Su palabra justo a la luz débil y llameante».
The Battle Hymn of the Republic
7 DE MARZO DE 1945,
BASE DE LA FUERZA AÉREA WENDOVER
Las miradas de Tibbets y del comandante William Uanna se cruzaron de nuevo. Durante todo el tiempo. Tibbets había seguido con sus quehaceres sin prestar mucha atención al responsable de seguridad de la base. Sabía que aquel tipo era el peor de los sabuesos de Groves y que disfrutaba hurgando en la vida de los demás, pero esta vez se había pasado de la raya.
—¿No me ha oído, coronel? Entre sus hombres se esconden varios convictos. Ya le he enumerado antes los nombres y los cargos que se les imputan, pero se lo puedo volver a leer —dijo Uanna mirando de nuevo el informe—. Un asesino sentenciado, tres hombres condenados por homicidio y una lista larga de criminales. Son prófugos y delincuentes peligrosos.
—¿No creerá que esos hombres van a arriesgar sus vidas dejando atrás una guapa mujer, una casa con jardín y un trabajo en un banco? Esos tipos no tiene nada que perder y eso les convierte en los mejores, les hace invulnerables.
—¿En los mejores? —dijo Uanna sorprendido.
—Sí, me ha oído bien. En los mejores.
—Pero nunca había visto una cosa igual. No me diga que los han escogido adrede.
—Yo he seleccionado a esos hombres porque son los mejores haciendo su trabajo. No son santos, pero merecen una segunda oportunidad —dijo Tibbets frunciendo el ceño.
El comandante Uanna le miró atónito. En aquellos meses el coronel había hecho la vista gorda a los desmanes de sus hombres en Salt Lake City, pero aquello era demasiado.
—¿Tiene a criminales bajo su mando y no lo va a denunciar a sus superiores? —preguntó sorprendido el comandante.
—No lo voy a denunciar y quiero pedirle que usted tampoco lo haga. No importa lo que esa gente hiciera antes de la guerra. Todos ellos luchan por su país y han demostrado su valor. Tienen derecho a una segunda oportunidad.
—No estamos hablando de robos o hurtos. Estamos hablando de asesinos y homicidas.
—Todos nosotros somos asesinos en cierto modo, ¿no cree? Cuando uno arroja una bomba sobre una ciudad en la que hay mujeres, ancianos y niños inocentes, ¿no le convierte eso en un asesino? Esta guerra es brutal, lo sé, pero la empezaron ellos, ¿recuerda? Ahora, sólo el que sea más brutal la ganará.
—No entiendo la guerra de esa manera —dijo Uanna.
—Entonces, ¿qué es? ¿Una justa entre caballeros? No sea ridículo. No somos caballeros del aire. Cuando tengo un avión a tiro allí arriba no espero a que se dé la vuelta, le disparo a la cola y cruzo los dedos. Cuando sobre vuelo una ciudad no lanzo octavillas, lanzó bombas.
Uanna reflexionó por un momento. La guerra era brutal, como decía Tibbets, pero a él le gustaba pensar que ellos se diferenciaban en algo de sus enemigos, que perseguían una causa más justa, que eran el baluarte del mundo libre. Tal vez debían ser feroces para vencer al mal, aunque tuvieran que utilizar sus mismas armas.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó al fin Uanna.
—¿Hará lo que le pida? —preguntó Tibbets.
—Sí, lo haré.
—¿Eso incluye violar la ley si es preciso?
—Incluso violar la ley —contestó el Uanna.
—Hablaré con cada uno de ellos. Les informaré de que estamos al corriente de sus delitos y les prometeré que si todo sale bien, les daré sus expedientes y una cerilla para que hagan con ellos lo que quieran.
El comandante Uanna asintió con la cabeza. No le gustaba ocultar información a sus superiores, pero se taparía la nariz y miraría para otro lado. Si alguien tenía que morir, prefería que fuera esa gentuza, aunque fueran enterrados como héroes. Entregó la carpeta a Tibbets y se olvidó del asunto, ahora todo estaba en sus manos.
La rutina de Wendover absorbía todas las horas de John Smith. Desde su regreso de Cuba su relación con el resto de sus compañeros era nula. Con el único hombre de la base con quien hablaba era con Stephen Gordon, el joven físico que había conocido en la base de Cuba. Gordon estaba instalado en Wendover y trabajaba con algunos de los técnicos del ejército. Cuando su trabajo se lo permitía, los dos paseaban por la base o viajaban a la ciudad para despejar sus cabezas. Pero su rutina estaba a punto de terminar: Tibbets le buscaba por toda la base porque tenía una noticia importante que comunicarle.
John se frotó los ojos e intentó relajar la mente por unos momentos. Llevaba semanas analizando y midiendo el clima de Japón, en especial el de las ciudades seleccionadas en la última reunión del Comité de Objetivos. Los resultados no variaban mucho. El verano solía ser lluvioso en Japón, pero a mediados de agosto se producía una calma prolongada, sobre todo al principio del mes. Los días 2 al 14 de agosto eran los más despejados de casi todo el año y con el viento soplando del sureste, las condiciones para un bombardeo no podían ser mejores.
Tibbets entró en la sala y contempló al joven. Aquel delgado y debilucho muchacho era un verdadero genio de los pronósticos meteorológicos. Sus informes habían sido utilizados para varias misiones y hasta ahora siempre había acertado.
—¿Aburrido. John? —dijo el coronel apoyado en el umbral de la puerta.
—¿Señor? —respondió sobresaltado el joven.
—Me imagino que te sentaría bien un poco de acción. Desde que volvimos de Cuba te veo des motivado.
—¿Acción, señor?
—Sí, un poco de diversión para aderezar la vida.
—¿Qué tipo de acción? —preguntó John jugueteando con el lapicero.
—Al parecer has impresionado a varios miembros del Alto Mando. Mira lo que dice este telegrama: Recomendado por el general O’Donnell, recomendado por el general Groves y ahora reclamado para una misión especial por el general LeMay, el jefe del Alto Mando y el encargado de borrar a la «Rosa de Tokio»[5] su sonrisa —bromeó Tibbets.
—No entiendo, señor.
—El general LeMay es el encargado de reducir las ciudades de Japón a escombros. Es hora de que los japoneses prueben la medicina que le estamos dando a los alemanes.
—El bombardeo que yo contemplé sobre Tokio fue un desastre —dijo John.
—El general LeMay ha tenido una idea brillante. Los bombardeos sobre Japón no están siendo efectivos. Las ciudades son de madera casi en su totalidad y la producción militar está dividida en miles de pequeñas empresas caseras. Los bombardeos convencionales a gran altura no son eficaces. Dado que las bases aéreas desde las que lanzan los ataques ahora están más próximas, el general ha cargado los B-29 de bombas incendiarias.
—¿Bombas incendiarias? —preguntó John horrorizado.
—Sí. Cuando LeMay llegó al Pacifico le dio mil vueltas a los fracasos de los bombardeos sobre Japón. Los bombardeos tenían que gastar mucho combustible para alcanzar la altura necesaria para lanzar ataques convencionales, cargados con toneladas de bombas. Además, como tú bien sabes, el tiempo variable de Japón dificulta mucho la localización de los objetivos. En definitiva, que nuestras bombas caían en todas partes menos donde tenían que caer.
—Eso es lo que yo pude observar en Tokio —dijo John.
—¿Cómo crees que lo resolvió el general LeMay? —preguntó Tibbets.
—No sé —contestó John—. Tal vez realizando vuelos más bajos.
—Exacto, John. LeMay va a cambiar su táctica por completo. En vez de lanzar ataques a plena luz del día y a gran altitud, quiere probar a hacerlo por la noche y en vuelo rasante.
—¿En vuelo rasante? ¿Y los cazas enemigos y los antiaéreos? —preguntó extrañado John.
—Muy sencillo. El general LeMay ha hecho lo mismo que yo, ha aligerado a los B-29 de piezas de ametralladoras y escudos protectores para que sean más rápidos y operativos. El general se ha informado de que los japoneses no tienen cazas con radar, por lo que sus aviones son ineficaces por la noche. A los antiaéreos les pasa igual, por la noche son ineficaces.
—Comprendo, pero por la noche los objetivos no se ven.
—No hay objetivos, John. Todas las ciudades de Japón son ahora nuestro objetivo; convertiremos la isla en una gran pira funeraria —bromeó Tibbets.
John intentó sonreír, pero sintió como se le congelaba el gesto. Se imaginó por un momento aquel horror y notó como se le revolvían las tripas. Nunca había percibido el olor de la carne humana quemada, pero pudo imaginarse a cientos de miles de personas asándose a fuego lento.
—Bueno muchacho, no pongas esa cara. El general no quiere que tires las bombas tú mismo, pero me ha pedido que asistas al primer viaje. Eres afortunado, vas a estar sentando en primera fila y vas a ser testigo de cómo les devolvemos la patada en el culo a esos japoneses.
—¿Cuándo parto de viaje?
—Ahora mismo. Haz el petate. El día 9 por la tarde comienza la misión, el nombre clave es Meetinghouse[6] —dijo Tibbets apremiando al joven.
John fue hasta su barracón, hizo con desgana su equipaje y sin mediar palabra se dirigió a la pista de aterrizaje. Por unos instantes su rabia y su horror se transformaron en satisfacción. Al fin y al cabo le habían seleccionado a él para aquella misión. Estaba sirviendo a su país y nadie le había prometido que las cosas serían fáciles. La guerra no entendía de sutilezas, era total y se alimentaba de vidas, como su viejo coche Ford lo hacía de combustible. El que lograra matar a más gente en menos tiempo ganaría la guerra, en eso consistía el juego. Los japoneses habían cometido toda clase de atrocidades en Asia. Debía mantener la cabeza fría y obedecer órdenes, cuanto antes acabara todo aquello mejor, y si él podía ayudar a que el proceso se acelerara, lo haría con gusto.
9 DE MARZO DE 1945
BASE AÉREA DE LA ISLA DE GUAM
John Smith había llegado con unas pocas horas de antelación. No era la primera vez que recorría medio mundo para realizar una misión, pero los efectos sobre su cuerpo sí eran los mismos. Una mezcla de agotamiento y excitación. Se dirigió directamente ante el general LeMay, pero le recibió su asistente, que le recomendó que descansase todo lo que pudiera, la noche iba a ser larga y no regresarían hasta prácticamente el amanecer del día siguiente.
El joven siguió el consejo y tras encontrar una cama vacía, durmió profundamente. Al atardecer, un soldado le despertó y le llevó hasta una de las pistas de vuelo de la isla. En la alargada serpiente de asfalto trece inmensos B-29 esperaban para alzar el vuelo. El sonido de sus hélices era ensordecedor, de la clase de ruido que penetra por los tímpanos hasta ocupar todos tus pensamientos. Entró en el B-29 del general LeMay y caminó hasta el fondo del avión.
El general LeMay estaba sentado rodeado de media docena de oficiales de alta graduación. Su aspecto era vulgar, ni alto ni bajo, sin ningún rasgo que le distinguiera. Se levantó al verle y le estrechó efusivamente la mano.
—Teniente Smith, encantado de conocerle al fin. Todo el mundo habla maravillas de usted. Espero que la fama no se le suba a la cabeza —bromeó LeMay sonriente.
—Muchas gracias, señor —contestó John.
—Le presento a mi equipo…
Después de las presentaciones formales. LeMay buscó un sitio para John. Al parecer, el general no estaba muy contento con su equipo de meteorólogos.
—No son capaces de predecir el endiablado tiempo de la isla —dijo LeMay a John.
—No es sencillo hacer un pronóstico fiable. El clima del Japón es muy cambiante. El mes de marzo se caracteriza por los vientos del norte provenientes de Siberia. Al norte de las islas es normal que las lluvias sean constantes e intermitentes —contestó John, justificando a sus colegas.
—Afortunadamente nuestro primer objetivo no está tan al norte —dijo LeMay, señalando un punto en el mapa.
—El pronóstico para hoy es muy bueno. Cielos despejados, vientos suaves e improbabilidad de lluvias, pero hay que ver cada zona. En unos pocos kilómetros el tiempo puede cambiar radicalmente —dijo John.
—Espero que no se equivoque.
—Iré notificándole los cambios a medida que me lleguen los informes de los aviones meteorológicos —dijo John poniéndose manos a la obra.
John ocupó su puesto. El radio teleoperador y él tenían que estar en contacto constante. La información llegaba codificada, para que el enemigo no supiera cuáles eran los objetivos del ataque y un soldado iba descifrando los códigos y pasándoselos a John.
El general LeMay dejó de atender a los planos y se acercó a John de nuevo.
—Sé que estuvo en el bombardeo del general O’Donnell. Tokio apenas sufrió daños y, desde entonces, los japoneses se creen invencibles. Esta noche cambiarán de opinión, se lo aseguro —dijo el general con los ojos brillantes.
—Aquel día el tiempo no acompañó, señor. El viento era fuerte y el cielo se encapotó de repente. La visibilidad de los aviones era nula y, al lanzar las bombas desde tanta altura, era difícil saber dónde caerían.
—Nuestro plan es diferente. Primero saldrán los que he denominado aviones de exploración. Este grupo lanzará bombas incendiarias, aquí y aquí —dijo señalando el mapa—. Formarán una gigantesca X de fuego que nos indicara el objetivo desde el cielo —dijo LeMay levantando la barbilla.
—Una idea brillante, general.
—En esta operación utilizaremos trescientos veinte bombarderos. Una fuerza abrumadora. En sus barrigas transportan casi un total de dos mil toneladas de bombas incendiarias.
—Espectacular —dijo John sin mucho entusiasmo.
El general LeMay observó al resto del grupo y repitió las palabras que había dicho al conjunto de pilotos unas horas antes.
—¡Vais a lograr que los japos contemplen la más formidable sesión de fuegos artificiales de toda su vida!
El grupo de oficiales rió al unísono, aunque el nerviosismo y el cansancio se reflejaba en sus rostros fatigados por una guerra demasiado larga.
—Ya sabéis que los japoneses consideran asesinos a los tripulantes de los aviones de guerra. Si os pillan vivos os ejecutarán —anunció el general. Pero he de confesaros, que esta noche espero volver con todos mis chicos a casa.
LeMay sabía que sus chicos estaban especialmente nerviosos. La falta de armamento de defensa en los aviones los convertía en un blanco fácil. Si las previsiones del general fallaban y los japoneses tenían instalados radares en sus cazas, sus B-29 serían cazados como patos y arrojados al mar. Las fuerzas aéreas en Tokio no eran nada desdeñables. Los japoneses todavía disponían de trescientos treinta y un cañones de grueso calibre, trescientas siete ametralladoras antiaéreas, trescientos veintidós cazas y ciento cinco bimotores. La ventaja de los americanos era la sorpresa y la oscuridad de la noche. El general esperaba que esos dos elementos fueran suficientes.
Cuando los aparatos penetraron en cielo japonés el silencio se apoderó del grupo. Todos esperaban ansiosos las informaciones del general Power, que viajaba en los primeros aparatos con la misión de supervisar el ataque de los aviones exploradores.
Los primeros aparatos de reconocimiento atravesaron los cielos de Tokio a medianoche. La ciudad era una gran mancha negra que apenas se distinguía del resto de la tierra oscura. Las previsiones de los meteorólogos eran acertadas. El cielo estaba despejado, un viento frío de cuarenta y cinco kilómetros por hora favorecería la propagación de los incendios y avivaría el fuego que los B-29 estaban a punto de lanzar sobre la ciudad.
Los aviones se pusieron a favor del viento. Descendieron rápidamente y en vuelo rasante lanzaron las primeras bombas de magnesio, napalm y fósforo. El cielo de Tokio se iluminó en forma de una gigantesca X. Las casas de madera comenzaron a arder alimentando las llamas, que servirían al grueso de bombarderos para atacar la ciudad.
Media hora más tarde, el destacamento en pleno comenzó a volar sobre la ciudad. En el cielo negro de Tokio no se divisaba ninguna clase de caza, como había previsto el general. Las metralletas y los cañones antiaéreos apenas se escuchaban en mitad de la noche. Tan sólo el estruendo de cientos de B-29, que se movían como un enjambre de avispas furiosas, cubría la ciudad.
Los aviones comenzaron a lanzar bombas sin descanso. La gigantesca X brillaba con claridad en la noche despejada. Los artilleros podían haber arrojado las miles de bombas con los ojos cerrados. Primero dejaron caer los botes metálicos para avivar el fuego.
La voz de Power se escuchó nítida a través de la radio.
—El fuego se está extendiendo como si se tratara de una pradera incendiada… al parecer no se pueden dominar las llamas… esporádico fuego aéreo… sin oposición de cazas.
El aire caliente producido por las explosiones llegaba hasta los aviones, avivado por las continuas conflagraciones. El fuego lo llenaba todo, parecía que los B-29 habían alcanzado hasta las mismas puertas del averno. Los remolinos de viento levantados por el fuego lanzaban a los bombarderos para arriba. Los aviones se volvían incontrolables y un dulzón olor a carne quemada y madera chamuscada revolvió el estómago de los más experimentados pilotos. En el avión en el que viajaba John, todos comenzaron a vomitar. El hedor de la muerte se extendía por el aire convirtiéndolo en irrespirable.
Después de tres horas de bombardeo ininterrumpido, el último aparato lanzó sus bombas y los aviones comenzaron a alejarse de la ciudad. La voz del general Power se escuchó de nuevo en la radio.
—Objetivo totalmente incendiado. Las llamas se extienden mucho más de Meetinghouse. El incendio ilumina perfectamente toda la ciudad de Tokio. Éxito total.
John se apoyó sobre el respaldo de su asiento e instintivamente comenzó a rezar. Le pidió a Dios que su madre no se encontrara allí aquella noche. Le suplicó que aquel horror no fuera en vano y que las autoridades japonesas aceptaran la rendición.
En la pira funeraria en la que se había convertido la capital del Japón yacían calcinados decenas de miles de cuerpos, su antiguo esplendor había quedado reducido a cenizas.
LeMay se sintió satisfecho cuando, a su regreso a la base, le informaron que tan sólo catorce de los trescientos veinte aparatos se habían perdido. Ahora le tocaría el turno a otras ciudades como Osaka, Kobe, Okayama o Nagoya, pensó LeMay mientras caminaba hacia la salida del aparato.
El avión paró los motores y todos los tripulantes comenzaron el descenso. LeMay fue el último en bajar junto a John.
—¿Qué te ha parecido, muchacho? Esta vez sí les hemos dado una buena paliza —dijo el general entusiasmado.
John miró al general y asintió con la cabeza.
—Gracias a tus consejos, el bombardeo ha sido efectivo. Tus recomendaciones al general O’Donnell en la anterior misión y tu previsión del tiempo han sido de gran ayuda.
—Cumplo con mi deber, señor.
—Te voy a proponer para una medalla y un ascenso —dijo LeMay sonriente.
—No lo merezco, señor —dijo cabizbajo John.
—¿Por qué dice eso? —preguntó extrañado LeMay.
—No lo he pasado bien allí arriba. Cuando pensaba en toda esa gente sufriendo sentía como se me retorcían las tripas —dijo el joven tocándose el abdomen.
—Te entiendo. No creas que yo me alegro por la suerte de esos pobres diablos, pero en la guerra a veces hay que hacer cosas muy desagradables —dijo el general muy serio.
—Ya lo sé, señor. Pero no logro acostumbrarme. Tal vez debía pedir el traslado a algún cargo administrativo, alejado de todo esto.
—Te necesitamos aquí. No olvides que fueron ellos los que empezaron esto. Me imagino que ser medio japonés y tener que matar a tu gente no es fácil, pero podría darte datos que te pondrían los pelos de punta.
—Me imagino, señor. No creo que los japoneses sean unos santos —dijo John intentando ahorrarse los comentarios del general.
—Tras la liberación de Filipinas también nos hemos enterado de las atrocidades que han cometido en el archipiélago. Los invasores eran tan fieros, que si un filipino olvidaba saludar a un soldado japonés con respeto, era colgado en cualquier farola. Por nuestros servicios secretos sabemos que en Sumatra y Java más de un millón de habitantes son obligados a trabajar en la construcción del ferrocarril de Birmania en condiciones de esclavitud. Hace dos años, en la rebelión que hubo en Jesselton[7], cientos de aldeas locales fueron destruidas y sus habitantes fueron torturados hasta la muerte. Ahora son tan odiados en esos países, que los nativos nos suplican que vayamos a liberarlos.
»Según el estricto código militar japonés del bushido, los prisioneros renunciaban a su honor al rendirse, y con la pérdida del honor renuncian también al derecho a ser tratados como seres humanos. No luchar hasta la muerte o no suicidarse antes de caer en manos del enemigo, es un deshonor que los japoneses castigan golpeando a sus prisioneros, negándoles atención médica, matándoles de hambre o utilizándoles para construir puentes y otras infraestructuras hasta el agotamiento. Además, los oficiales japoneses impiden a la Cruz Roja atender a los prisioneros. No respetan a los oficiales y las autoridades de las colonias han sido sometidas a toda clase de bajezas.
—He escuchado todas esas acusaciones muchas veces, pero la gente inocente no tiene culpa —dijo John.
—No podemos separar a los inocentes de los culpables, cuando estén ante Dios Él salvará a los justos y condenará a los injustos —dijo LeMay en tono solemne.
John permaneció callado unos instantes y después añadió:
—Y a nosotros, señor ¿cómo nos juzgará Dios?