Dudas razonables
«Esta generación de americanos debe enfrentarse algún día con su destino».
Franklin D. Roosevelt
2 DE MARZO DE 1945,
WASHINGTON, D. C.
Los esfuerzos del Subcomité de Déficit del Comité de Gastos de Congreso fueron en vano. A pesar del interrogatorio, la Subcomisión fue incapaz de sacar la más mínima información al subsecretario de Guerra Tobert Patterson. El subsecretario se recostó en la silla, como si la cosa no fuera con él, y respondió lacónicamente a cada una de las preguntas que le hacían.
Patterson miró repetidamente el reloj, dejando entrever que le aburría soberanamente tener que hablar con comisiones como aquélla. Sabía que ante la palabra mágica. Alto Secreto, los senadores no podrían hacer otra cosa que protestar.
El presidente del comité, el senador por Missouri Clarence Cannon, hincó la mirada sobre el subsecretario y señalándole con el dedo, le dijo que en cuanto la guerra acabase, el Congreso investigaría a fondo el proyecto.
El subsecretario no se inmutó. El presidente Roosevelt acababa de ganar las elecciones y paralizaría cualquier comisión por lo menos en los próximos cuatro años.
Patterson tenía las espaldas bien cubiertas. Había escrito todo tipo de memorandos. Era consciente de que gran parte del dinero destinado al Proyecto Manhattan se perdía en el camino. Algunos generales se habían hecho de oro al favorecer a ciertas empresas a la hora de proveer el material. Muchos gastos no estaban justificados y, con toda seguridad, una buena parte del dinero descansaba en paraísos fiscales y cualquier comisión del Congreso.
En su despacho, a unas pocas manzanas del Congreso, aquella mañana Groves recibió un aviso para ir a ver a Stimson, el Secretario de Guerra. Llevaba semanas esperando aquella reunión, pero sintió cierta desazón al acercarse al despacho del Secretario.
El despacho era amplio y elegante. Las paredes estaban cubiertas por libros de la biblioteca privada de Stimson. Groves entró en la habitación y se acomodó en una cómoda silla de piel. El Secretario, frío y directo, no dejó que el general recuperara el aliento. Le lanzó una pregunta directa, sin mirarle a los ojos, mientras atendía los papeles que tenía sobre la mesa.
—¿Cuáles son los nombres de las ciudades japonesas seleccionadas para un posible ataque, general?
El general Graves abrió su portafolios, a pesar de que sabía el nombre de las ciudades de memoria, como si intentara retrasar lo inevitable.
El informe llevaba el título de «Bombas de fisión atómica», sellado con el famoso «ALTO SECRETO», contenía información vital acerca de las cuatro ciudades seleccionadas. Desde el mismo momento que el subsecretario recibiera el informe, las cuatro ciudades se convertirían en objetivos provisionales, hasta que alguna comisión o el mismo Presidente los aprobaran definitivamente.
—Las ciudades elegidas después de que el Comité de Objetivos se reuniera, son las siguientes —Groves se ajustó unas pequeñas gafas y respiró hondo antes de leer—: Kokura. Hiroshima. Niigata y Kioto, tenemos nuestras dudas con respecto a Nagasaki.
—Estupendo. ¿Quiere añadir algo más? ¿Desea que le transmita algún mensaje al Presidente? —los fríos ojos del Secretario le miraron directamente por primera vez.
—Tan sólo que los objetivos han sido elegidos estratégicamente, pero que también la comisión ha pensado en el efecto psicológico de dichos objetivos en la población japonesa. Por ello, vemos Kioto como uno de los objetivos primordiales. Allí vive mucha gente inteligente que puede apreciar el significado de una bomba como la que estamos fabricando.
Stimson miró al general por encima de las gafas y se preguntó hasta qué punto los miembros de la inteligencia militar tenían un mínimo de sentido común.
—No creo que los muertos puedan apreciar «el significado de la bomba», ¿no cree? —contestó Stimson sarcásticamente.
Groves se puso colorado y respiro hondo. Aquella camarilla de intelectuales de dos al cuarto era el principal impedimento para ganar la guerra.
—De todas maneras, señor, Kioto es el centro cultural del país. Si golpeamos esa ciudad la moral del Japón se vendrá abajo —explicó el general—. Yo creo que Kioto es nuestro objetivo.
—Gracias por sus sinceras palabras, pero la decisión no es suya —contestó molesto Stimson.
—Lo sé, señor. De hecho pretendo entregar mañana mismo este informe al general Marshall, él es el encargado de confirmar los objetivos.
—El general Marshall tampoco está autorizado para confirmar esos objetivos —contestó abruptamente el Secretario—. Ya le he dicho antes que este informe irá directamente al presidente Roosevelt
—Pero los objetivos son un asunto militar. Los militares somos los más apropiados para dirigir la estrategia. Preferiría no mostrarle el informe ante de que el general Marshall lo haya supervisado —dijo Groves intentando controlar su furia.
—General, no me ha entendido. Esta cuestión me compete a mí, no al general Marshall. Es un asunto político —dijo el Secretario de Guerra.
Stimson comenzó a enrojecer. Llevaba más de treinta años en el servicio público y había sido Secretario de varios presidentes y nunca nadie le había llevado la contraria de aquella manera.
El Secretario intentó ser amable y no enfrentarse directamente al general. Podía haberle dado una orden directa y haberle dejado con la palabra en la boca, pero intentó ponerse en su lugar y pensar en la presión a la que todos los miembros del Proyecto Manhattan estaban sometidos.
—Sé que están haciendo un buen trabajo. El Presidente ha dejado en mis manos esta cuestión. Me agradaría leer el informe y, si tengo dudas, consultaré con usted o con el propio general Marshall —dijo el Secretario suavizando el tono de voz.
—Tengo que terminar el informe y hacer algunas copias —se excusó el general, en un último intento de no entregárselo al Secretario.
—No importa, deme el informe como esté —dijo Stimson extendiendo su mano huesuda de dedos largos.
—Pero, señor…
—Haga lo que le ordeno. Mi secretaria puede hacerle todas las copias que quiera.
Stimson llamó a la secretaria por el interfono y ésta entró en la habitación. Groves soltó su informe con desgana sobre la mesa. Unos veinte minutos más tarde, la secretaria regresó con el informe pasado a limpio y dos copias más. Durante todo ese tiempo, el Secretario continuó con sus quehaceres ignorando la presencia del general.
—Bueno, parece que ya hemos solucionado el problema —dijo el Secretario con los papeles en la mano.
El Secretario comenzó a leer por encima el informe.
—Veo que, como dijo antes. Kioto aparece como primera ciudad de la listas. No se ofenda general, pero Kioto es un objetivo inadecuado.
—¿Inadecuado? ¡Es la cabeza misma del Japón! —dijo el general subiendo el tono de voz—. Si cortamos la cabeza a la serpiente, la mataremos.
—Por eso mismo es inadecuado. Nunca aprobaré esa ciudad como objetivo para la bomba.
El general Groves no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Desde cuando los políticos tomaban las decisiones en los asuntos militares?
—Mire Groves, tal vez esto sea demasiado sutil para usted, pero Kioto es una ciudad histórica. Le diría más, es la memoria viva del Japón y el centro de la religión del país. Hace años, cuando era gobernador general de Filipinas, visité la ciudad y me quedé impresionado por la basta cultura que encerraban sus templos y palacios.
—Pero, señor… centenares de ciudades históricas han sido bombardeadas por los alemanes y por los nuestros. ¿Qué hace tan especial a Kioto?
Stimson tomó su teléfono y pidió que le pusieran directamente con el general Marshall.
—General Marshall, (…) muy bien gracias. Tengo aquí al general Groves. (…) Sí, el general ha realizado un buen trabajo, pero nunca aprobaré Kioto como objetivo para la bomba. Gracias, general. Adiós.
El Secretario colgó el teléfono y se levantó. Se dirigió hasta el general Groves y le estrechó la mano mientras éste se ponía en pie.
—Buen trabajo. Cuando todo esto termine, el Presidente sabrá recompensar sus servicios a los Estados Unidos —dijo Stimson sonriendo por primera vez.
Groves asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. El general estaba visiblemente afectado. Se sentía derrotado y humillado. Llevaba semanas trabajando con la Comisión de Objetivos, elegir la ciudad más adecuada no había sido sencillo, y ahora un político que no tenía ni idea de estrategia militar había echado todo su trabajo a la basura. Se dijo que las cosas no quedarían ahí. Había perdido una batalla pero no la guerra. Groves seguiría trabajando como si Kioto continuara siendo el objetivo principal.
El Secretario abandonó su oficina y salió a la calle. Prefería recorrer a pie la distancia que le separaba de la Casa Blanca. A sus setenta y ocho años, el secretario de Guerra Henry L Stimson estaba en plena forma. Su complexión delgada, su dieta a base de verduras y legumbres y una austeridad espartana, le habían hecho llegar al ocaso de su vida con el vigor de un hombre de cincuenta años. Aquel puesto era el broche final a una carrera de éxitos. Había sido nombrado Secretario de Guerra en dos ocasiones y había sido Secretario de Estado en otra. Durante toda su vida había servido a su país, sin esperar nada a cambio.
Mientras caminaba por Washington siempre tenía la misma sensación. Aquellos suntuosos edificios dedicados a la memoria del país le parecían estrafalarios y chabacanos. Su educación había sido esmerada. Tras terminar sus estudios en Yale, estudió Derecho en Harvard y comenzó su carrera de abogado en Wall Street. Había coqueteado con la política desde muy joven, perdiendo las elecciones de 1910 a gobernador del estado de Nueva York. Curiosamente, aquella única derrota de su vida le había llevado a la Secretaría de Guerra en 1911. Uno años más tarde, había luchado en la Gran Guerra de 1914 como oficial de caballería. Tras la guerra, había servido en Nicaragua como negociador del presidente Calvin Coolidge, para después convertirse en gobernador de Filipinas. Después de varios años dejó el cargo para convertirse en Secretario de Estado bajo el presidente Hoover.
Su admiración y aversión por Oriente eran ambivalentes. Había participado en la Conferencia de Paz de Ginebra y había denunciado desde el principio las ansias expansionistas japonesas. Desde entonces, la idea de un Japón fuerte en Oriente le obsesionaba. Cuando Roosevelt le llamó para ocupar la Secretaría de Guerra no lo dudó ni un instante.
Al llegar frente a la fachada de la Casa Blanca miró hacia el despacho Oval. Su jefe. Roosevelt, era mucho más joven que él, pero la edad le estaba ablandando. Stimson se oponía a la blanda actitud que el Presidente usaba con su aliado ruso. Además, las dudas de Roosevelt sobre el uso de la bomba atómica le preocupaban.
El Secretario llamó a la puerta del despacho y entró. El Presidente estaba de espaldas, sentado, mirando por el gran ventanal que daba a los jardines. Stimson caminó despacio hasta su altura y se puso a contemplar los últimos coletazos del invierno en la húmeda Washington.
—Hola Henry, veo que has venido dando un paseo —dijo el Presidente.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó sorprendido el Secretario.
—Todavía hueles a tierra mojada. Esta mañana ha caído un buen chaparrón. Te conservas tan bien, que parece que hubieras hecho un pacto con el diablo.
—Sirvo bajo su mandato, señor Presidente.
A Roosevelt le encantaba el humor ácido del Secretario. Stimson no era servil ni hipócrita, aunque a veces era demasiado rígido.
El Presidente sabía que el Secretario le traía información sobre los objetivos de la bomba. Esa maldita bomba le había quitaba el sueño en las últimas semanas. Ahora que parecía que no tendría que usarla contra Alemania, ya que la guerra estaba a punto de terminar, tendría que usarla contra Japón.
—Señor Presidente, le traigo el informe del general Groves. Creo que lo ha titulado: «Bombas de fisión nuclear». Ya sabe que el general es algo prosaico.
—No pido a mis generales que sean poetas. Henry —dijo el Presidente de mejor humor.
—Los objetivos son cuatro. ¿Quiere que le lea el informe?
—¿Tengo pinta de estar ciego? Puede que esté en una silla de ruedas, pero todavía esto me rige perfectamente —dijo el Presidente señalando su cabeza.
—Disculpe, señor.
—No, disculpa tú, Henry. Los cambios de tiempo me producen terribles dolores. Y todo ese asunto de la bomba va a hacer que me estalle la cabeza —dijo el Presidente tocándose las sienes.
—Sé que el Congreso se está poniendo muy pesado con su comisión de investigación, pero lo tenemos todo controlado, señor.
El Presidente le miró por encima de las lentes. El Secretario sabía que ése no era el asunto que le preocupaba. Recogió el informe y mientras le echaba un vistazo dijo:
—¿Crees que después de todos estos años tengo miedo a los señoritingos del Congreso? La mayoría de sus señorías están demasiado ocupadas enriqueciéndose con esta guerra, haciendo favores a sus amigos potentados o escondiendo a sus hijos hasta debajo de las piedras para que no vayan a la guerra. No son ellos los que me preocupan, Henry.
—¿Entonces?
—¿Alguna vez has oído hablar de algo llamado conciencia? Imagino que no. Nadie resiste a cuatro presidentes si tiene el menor atisbo de conciencia.
—Por eso me eligió para este trabajo, ¿no es así, señor Presidente?
—Sí, por eso le elegí. Por eso también le nombré responsable del programa nuclear.
—Si me lo permite, señor Presidente, creo que Leo Szilard le está llenando la cabeza de fantasmas. Primero nos persiguió hasta que nos tomamos en serio el programa nuclear y ahora, después de tres años de investigación y cientos de millones de dólares, quiere que cerremos el quiosco, como si nada. Si nosotros no conseguimos la bomba, los rusos la tendrán en una década, o incluso antes.
—Los rusos, los rusos… Está obsesionado con ellos. Secretario —dijo Roosevelt agitando el informe con la mano.
—Le pido que no reciba a Szilard, creemos que es un agente comunista encubierto.
—Usted no es mi secretaria personal. Será mejor que sea yo quien decida a quién veo o dejo de ver. Ese Szilard no está solo. Un buen número de científicos está en contra del empleo de la bomba. Según ellos, Japón no tiene posibilidades de construir una bomba atómica.
—Eso no lo sabemos a ciencia cierta —dijo Stimson.
—Eso son paparruchas.
—Pero, la guerra con Japón está lejos de terminar. Se podría alargar un año o dos más. Eso significaría millones de americanos muertos.
—Los informes del servicio secreto no dicen eso. El Alto Mando, como usted sabe, está preparando los planes para la invasión de Japón. En la reunión de Yalta he conseguido el apoyo de Stalin. En cuanto se rinda Alemania declarará la guerra a Japón. La isla no aguantará un ataque conjunto. No creo que resistan más de seis meses.
—Stalin no es un buen aliado —dijo Stimson frunciendo el ceño.
—Pues gracias a él hemos ahorrado un buen número de vidas americanas, ¿no le parece?
Stimson se cruzó de brazos y miró fijamente al Presidente. Roosevelt podía ser muy tozudo cuando se lo proponía, aunque su posición en el Partido Demócrata no hacia más que empeorar y en las últimas elecciones había tenido unos resultados mediocres. Roosevelt había renunciado al vicepresidente Wallace, el hombre que él había preparado para sucederle por Truman, un campesino de Missouri, gris y zafio. La era Roosevelt estaba llegando a su fin. El propio Roosevelt parecía acabado. Su piel cenicienta y una casi constante expresión de dolor, opacaban su profunda mirada.
—Si usted lo dice, señor Presidente —contestó con cinismo el Secretario.
Roosevelt comenzó a enfurecerse. Stimson tenía la habilidad de sacarle de sus casillas. Sacó del cajón una de sus pastillas para la tensión y bebió un trago de agua.
—Bueno, leeré el informe y le diré algo en unos días —dijo el Presidente con el tono demudado y la frente perlada de un sudor frío.
—Una última cuestión, señor Presidente…
Roosevelt asintió con la cabeza y el Secretario de Guerra le sonrió.
—No quiero abrumarle, señor. El nuevo vicepresidente lleva un par de meses en el cargo y no ha asistido a ninguna reunión del Alto Mando, ni tampoco sabe nada del Proyecto Manhattan.
—¿Tan mal me ve, Stimson? Mientras sea presidente, ese pueblerino no verá ni un papel sobre la guerra. ¿Me ha entendido?
—Entiendo su postura, señor Presidente, pero lleva semanas detrás de mí pidiéndome información y no sé qué decirle.
—Pues dele largas. Henry.
—Está bien. Intentaré esquivarle.
Stimson abandonó la sala mal humorado. Había sobrevivido políticamente a muchos presidentes y también sobreviviría al eterno Roosevelt, pero aquel maldito hijo de puta arrogante le sacaba de sus casillas. De todas maneras, él seguiría con el plan. La producción de la bomba continuaba su estricto programa. La bomba debía estar preparada para ser lanzada en agosto de ese mismo año. La diferencia entre lanzar o no lanzar aquella bomba podría suponer un millón de vidas americanas desperdiciadas. Aquel maldito carcamal del Presidente tenía remordimientos de conciencia de última hora, pero llegado el momento asumiría su responsabilidad. Aunque a veces se preguntaba si el Presidente llegaría a ver el final de la guerra. Su aspecto tras la Conferencia de Yalta era muy malo.
Parecía mucho más viejo. En todo caso, el vicepresidente Truman parecía un hombre más razonable. Stimson estaba seguro, de que al vicepresidente no le temblaría la mano a la hora de firmar la autorización para el lanzamiento de la bomba.