7

Cuba

«El verdadero amigo se conoce en los peligros».

Cicerón

4 DE FEBRERO DE 1945,

BASE DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS

CAMPO BATISTA, LA HABANA

La pelea en el bar de Salt Lake City había roto la incipiente amistad entre John Smith, el capitán Eatherly y Beser. Después del incidente y tras el viaje de John a Los Álamos, el joven se había vuelto cada vez más callado y taciturno, hasta el punto que la mayor parte de sus compañeros comenzó a llamarle «lechuza Smith». John apenas hablaba, pasaba las noches en vela mirando hacia el techo y parecía distraído en las reuniones organizativas de Tibbets.

Las semanas corrieron rápidamente y el 393 fue informado de su inminente traslado a Cuba. Todo el mundo se sintió entusiasmado menos John, que parecía indiferente a casi todo.

La única tarea que parecía animarlo era escribir cartas a su mujer. John escribía constantemente, compulsivamente. Tan rápido, que los censores del ejército tenían que emplear horas extras para revisar todos sus envíos. Según sabía, Ana se encontraba bien. Después de más de ocho meses de gestación sus movimientos eran pesados y torpes, pero se encontraba expectante ante el nacimiento de su primer hijo. Al final, las cosas se habían arreglado un poco y los padres de Ana la visitaban con regularidad, le llevaban toda clase de cachivaches inútiles y le habían casi obligado a que les prometiera que tras el parto pasaría dos o tres meses con ellos, hasta verse completamente recuperada. John se sentía aliviado, pero su deseo de estar con ella era tan fuerte, que muchas noches se cruzaba por su mente la idea de desertar, ir a por Ana y escapar juntos a México o cualquier país de Sudamérica.

Por medio de su mujer también estaba informado de la salud de su padre. Al parecer, el viejo y egoísta profesor comenzaba a dar señales de chocheo y visitaba a Ana regularmente para verla, ansioso por conocer a su primer nieto. También preguntaba mucho por él, aunque evitaba que Ana le hablara de su situación en el ejército.

John sabía que el tiempo se agotaba y que la misión estaba cercana a cumplirse. La guerra en Europa parecía próxima a acabar. Los alemanes habían intentado frenar a los Aliados en una desesperada maniobra a mediados de diciembre del 1944, pero en pocas semanas los Aliados habían recuperado el terreno perdido y se adentraban en Alemania. En el frente oriental las cosas tampoco marchaban muy bien para los nazis: los rusos estaban a sesenta kilómetros de Berlín. En el Pacífico la situación se había invertido desde el verano del 1944. Ahora eran los japoneses los que retrocedían en todos los frentes. Luzón había vuelto a manos estadounidenses, terminando así la reconquista de Filipinas; Iwo Jima y Okinawa eran las próximas piezas de un complejo puzzle que estaba a punto de completarse. John sabía que desde aquellas islas tan próximas a Japón, los bombardeos sobre el archipiélago serían constantes y los generales no tardarían en usar su nueva arma secreta.

El joven se movió inquieto en la cama. Llevaban dos días en Cuba y, a pesar de que prefería el calor húmedo del Caribe al frío invierno de Utah, le estaba costando aclimatarse. Terminó por levantarse de la cama, salir al amplio patio de la base y sacar un cigarrillo. Hasta entrar en el ejército nunca había fumado, pero la tensión de las últimas semanas casi habían terminado con sus calmados nervios. Llevaba nueve meses de servicio y desde hacía cuatro no había obtenido ningún permiso. Su equipo se encontraba en máxima alerta.

No había vuelto a ir a Los Álamos, cosa que agradecía sinceramente. Pero Beser algunas veces se había ido de la lengua y le había contado algunos detalles de la misión, nada importante o ultra-secreto, pequeños detalles sin importancia. Al parecer. Tibbets había anunciado a Groves que su grupo estaría listo para el 15 de junio, lo que situaba la misión final a menos de cuatro meses. John desconocía si podría soportar cuatro meses más de presión. Se sentía temeroso por el destino de su madre y el de las personas que sufrirían las consecuencias de los bombardeos. No sabía qué tipo de bomba se estaba fabricando en Los Álamos, pero cuando vio aquella mañana a Oppenheimer allí, no le cupo la menor duda de que el proyecto era de envergadura. Oppenheimer era un físico de prestigio y una de las cabezas pensantes más valiosas del país.

Junio no era un buen mes para realizar un ataque. John había advertido a sus superiores que mayo y junio eran dos meses lluviosos en Japón. Eso alargaba un par de meses más la agonía, tal vez para julio o agosto.

El joven aspiró el cigarrillo y lanzó una nube de humo sobre su cabeza. Llevaba semanas dándole vueltas a todo aquel maldito asunto. Seguía sin comprender por qué le había alistado el AVG, ni tenía noticias del comandante Gilman desde hacía meses, después del vuelo sobre Tokio.

Por lo que le había contado Beser, Groves seguía apostando por Kioto como objetivo primordial y eso no dejaba dormir a John. En la ciudad se hacinaban más de un millón de habitantes, sin contar los refugiados que llegaban de otras partes del país. Además Kioto era el alma de Japón. Decididamente, aquel general estaba mal de la cabeza.

En diciembre, el ambiente se encontraba movido en Wendover. Tibbets estaba obsesionado con solucionar un problema en el visor del B-29. Pero el mayor quebradero de cabeza se lo había dado el capitán Lewis, cuando tras coger un avión sin permiso para irse a pasar las navidades con su mujer, había puesto en alerta roja a todo el campamento. Aquélla era una falta muy grave. Tibbets no le llevó ante un consejo de guerra por los viejos tiempos, pero Lewis estaba fuera de la misión, por lo menos por ahora. Seguía en la base haciendo el trabajo sucio, pero no pilotaría el avión que iba a lanzar el arma secreta.

John apagó el cigarrillo con el pie y decidió que ya era hora de regresar a la cama. Tenía que intentar dormir un poco antes de que amaneciera. Justo en ese momento una sombra se cruzó por delante y le dio un vuelco el corazón.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó una voz en medio del silencio espeso y oscuro.

John dio un respingo y retrocedió instintivamente. La sombra se acercó hasta la tenue luz del farol colgado sobre la fachada del barracón y se transformó en un rubicundo joven de poco más de veinte años. A John su cara le resultaba vagamente conocida.

—Me imagino que no se acuerda de mí —dijo el joven con una sonrisa de oreja a oreja.

—Disculpa, pero no.

Le extrañó el trato cordial y educado del joven. En el ejército siempre había recibido un trato rudo, con la típica actitud condescendiente o el típico compañerismo, en muchos casos hipócrita, de los compañeros.

—Soy un, ¿cómo se dice oficialmente? —bromeó el joven.

—Ah, eres un «ingeniero sanitario» —dijo John.

—Eso, «un ingeniero sanitario», como vosotros decís.

—¿Y qué haces aquí?

—Bueno, a algún jefazo le pareció buena idea que algunos cerebritos acompañaran al 393 —dijo el hombre sonriendo.

—¿Por qué no estás durmiendo como los demás? —preguntó John.

—Me imagino que por la misma razón que tú. Echo de menos mi casa, mi novia y sobre todo el frío de Maine.

—¿Eres de Maine? —le preguntó John.

—Sí, ¿has estado allí?

—No, yo soy de San Francisco.

—Pues allí también hace calor.

—Sí, pero no es el calor lo que me angustia. Vosotros, al fin y al cabo no sois militares, pero nosotros…

—No creas. Vivimos en un régimen semicarcelario parecido al vuestro; también revisan nuestro correo y sólo podemos ir a casa si se nos concede permiso. Encima, no tenemos uniforme, con lo que se liga con él en la ciudad.

John se rió. Aquel cerebrito parecía simpático. Le recordaba a uno de sus amigos de la universidad.

—¿Quieres un pitillo?

—No, gracias —contestó el joven.

—¿Cómo te llamas?

—Stephen Gordon.

—John Smith —dijo el teniente extendiendo la mano.

—Encantado —dijo el joven estrechándosela.

Los dos jóvenes permanecieron un rato en silencio, hasta que de repente comenzaron a hablar al mismo tiempo.

—Disculpa. Habla tú primero —dijo el joven.

—No, tú por favor —respondió John.

—Tan sólo quería preguntarte si sabes por qué razón nos han enviado aquí. Cuando nos dijeron que nos trasladaban, pensé que iríamos a alguna isla del Pacífico.

John le observó detenidamente; sabía que los servicios secretos del ejército tenían muchos agentes infiltrados entre el personal de la base para poner trampas a los miembros del 393. Beser le había hablado de cinco miembros del grupo que habían caído en las redes de los agentes de Uanna y que habían sido trasladados fulminantemente a Alaska. Oficiales que te invitaban a una copa, antiguos amigos que te encontrabas casualmente o mujeres que te cortejaban para probarte. Cualquiera podía ser un espía alemán, ruso o uno de los sabuesos de Uanna.

—La verdad es que no lo tengo muy claro. Yo me limito a hacer mi trabajo —contestó John con brusquedad.

—Veo que os han aleccionado bien —dijo el joven sonriendo. Nosotros también tenemos estrictamente prohibido hablar de nuestro trabajo. Pero, la verdad es que estoy cansado de tanto secretismo. Me siento manipulado, como un peón de ajedrez que alguien está dispuesto a sacrificar para salvar al rey.

John respiró hondo. Era la primera vez que alguien hablaba su mismo lenguaje. Hasta ese momento se veía como uno de esos extraterrestres de los que hablaba Ray Bradbury en sus novelas.

—Creo que has expresado exactamente cómo me siento yo —dijo John relajadamente.

—Cuando me pidieron que participase en el proyecto las cosas eran muy distintas, creía que íbamos a perder la guerra, Alemania parecía capaz de cualquier cosa. Pero ahora, no sé si tiene sentido seguir tirando millones de dólares para nada.

—¿Para nada? —preguntó John.

—Esta guerra está a punto de terminar. ¿No has escuchado las últimas noticias de Filipinas?

—No. En el campamento no nos permiten escuchar la radio.

—Ayer nuestras tropas entraron en Manila. Esos malditos japoneses huyen como ratas ante nuestro avance. Berlín está arrasado y los rusos están a punto de acometer el asalto final. La guerra no puede durar mucho.

—Mientras continúe tendremos que hacer lo que nos manden —dijo John resignado.

—Pues no sé si aguantaré tanto. Cualquier día mando todo al diablo y me marcho. ¿Qué pueden hacerme? Al fin y al cabo yo no soy militar.

John miró a un lado y al otro. Su nuevo amigo levantaba demasiado la voz. No sabían quién podía estar oculto escuchándoles.

—Será mejor que no expreses tus ideas tan abiertamente o terminarás en algún campo de concentración —dijo John.

—¿En un campo de concentración? Esto no es Alemania —dijo el joven sorprendido.

John sabía que estaba metiéndose en terreno peligroso. Mucha gente desconocía la existencia de esos campos de concentración en Estados Unidos, pero él se había enterado después de ver a varios compañeros japoneses que estaban estudiando en su universidad cuando estalló la guerra. Su propio padre se lo confirmó poco después, cuando en un claustro había escuchado al rector justificando el internamiento de todos los japoneses residentes en el país en campos de concentración.

—Mi padre estuvo investigando el caso a fondo. Tenía muchos amigos de origen japonés, dado que él era un especialista en literatura japonesa y durante su matrimonio con una japonesa había entablado relación con la comunidad nipona de San Francisco.

—Las indagaciones de mi padre le llevaron hasta un antiguo alumno mestizo como yo, que era utilizado de enlace y como traductor. Su nombre era Iam Buruma, un exalumno de mi padre. Aun a riesgo de terminar en la cárcel, Iam le explicó que a unas 120 000 personas las habían encerrado en diferentes campos de concentración en los Estados Unidos. La mayor parte de ellas era de raza japonesa. Lo que resultaba tal vez más grave era que casi la mitad eran ciudadanos estadounidenses, cuyo único delito era tener los ojos rasgados y que sus antepasados procediesen del Japón. Los campos comenzaron a construirse en 1942. La mayor parte de lo residentes y ciudadanos de etnia japonesa vivían en la costa oeste. Fueron arrancados de sus viviendas y trasladados a instalaciones construidas bajo medidas extremas de seguridad en las que se incluían alambradas de espino vigiladas por guardias armados. Los centros estaban aislados y alejados de ciudades y pueblos, Iam había visto en una ocasión cómo los soldados disparaban sobre prisioneros que intentaban fugarse. Al parecer, la decisión de retener contra su voluntad a los ciudadanos de origen japonés se tomó a raíz del ataque a Pearl Harbor. Algunos activistas de los derechos humanos habían denunciado la situación y habían interpuesto una demanda ante el Tribunal Supremo, reclamando que se declarara la inconstitucionalidad de la decisión del gobierno de encerrar a personas por razones étnicas, pero la Suprema Corte de los Estados Unidos rechazó su petición. La orden de reunir a los japoneses y alemanes en campos de concentración fue dictada por el presidente Roosevelt a través del Decreto 9066, que autorizaba a los jefes de las guarniciones militares a designar «áreas de exclusión», lo que determinaba la prohibición de vivir dentro de ciertos límites a los ciudadanos sospechosos. En el caso de la costa oeste se la denominaba «área de exclusión militar número uno», que ocupaba la costa del Pacífico por completo, y se declaró zona prohibida para cualquier persona de ascendencia japonesa. Únicamente algunos japoneses mestizos pudieron escapar a los campos de concentración.

Cuando John terminó su explicación observó la reacción de su nuevo amigo. No salía en sí de su asombro. ¿Campos de concentración en los Estados Unidos?

—Eso no puede estar pasando en nuestro país —dijo el joven negando con la cabeza.

—Pues la cosa no se queda ahí. Después, mi padre se enteró de que nuestro gobierno había llegado a acuerdos con varios países de Latinoamérica, para que éstos deportaran a sus respectivos ciudadanos de origen japonés a los campos de concentración situados en los Estados Unidos y Panamá o aplicasen su propio programa de concentración de prisioneros. La mayoría de esta gente eran descendientes de japoneses, pero nunca habían estado en Japón y, en muchos casos, desconocían hasta el idioma japonés. No sé las cifras exactas pero fueron miles los internados en países como Perú, Bolivia, Colombia, Costa Rica, la República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y Venezuela.

—¿Dónde están esos campos?

—Están esparcidos por todos los Estados Unidos. Uno de ellos está en Crystal City en Texas. Al parecer, según el amigo de mi padre, en este campo los presos recibieron un trato digno, pero en otros centros como es el caso de Tule Lake el régimen es mucho más abusivo. En él se encuentran los descendientes de japoneses que son líderes comunitarios de algún tipo, como sacerdotes o maestros, y sus familias. También se está internando allí a los sospechosos de espionaje, traición o deslealtad —dijo John.

El joven permaneció en silencio unos instantes. Después, algo cabizbajo, se despidió de John y se esfumó tal y como había aparecido, entre las sombras. John se arrepintió de inmediato de haber hablado con aquel desconocido. Estaba perdiendo la poca cordura que le quedaba. Si aquél era uno de los espías del ejército no tardaría ni una semana en ser destinado a Alaska, y pasarían años antes de que pudiera volver a ver a Ana y su futuro hijo.

Beser era un tipo concienzudo. Llevaba tiempo en el ejército y conocía todos los trucos. Aprovechando el traslado a La Habana había planeado emborrachar a su guardaespaldas. El judío había convencido a su víctima que, dado que era su última noche en la Cuba, no pasaba nada si bebía un poco más de la cuenta y disfrutaba de las noches de La Habana. Por eso, le llenó varias veces la copa en el club de oficiales. Cuando el hombre estuvo suficientemente borracho, Beser le dejó allí, tirado en una silla, sin que éste se enterara.

El oficial se acercó al parque de coches y recogió un camión. Se adentró en plena noche en el barrio viejo de La Habana y paró frente a un edificio. Un grupo de cubanos salió de uno de los portales y, sin mediar palabra, comenzó a cargar el vehículo. Beser se apoyó en el camión y encendió un pequeño puro mientras los hombres hacían el trabajo. De repente, observó cómo al final de la calle un policía militar se acercaba con su casco blanco y su porra. Beser no movió ni un milímetro, permaneció recostado como si nada sucediera. El policía militar se acercó hasta él y le abordó directamente.

—Teniente, tengo que inspeccionar el vehículo —dijo el hombre.

La mente de Beser trabajó a toda velocidad. Se imaginó que aquel hombre era insobornable, pero tal vez pudiera al menos meterle algo de miedo. Le hincó la mirada y le dijo:

—¿Cuál es tu grado de seguridad?

El policía militar le miró extrañado.

—¿Cómo?

—No me hagas perder el tiempo, hijo. ¿Cuál es el grado de seguridad que tienes?

—No lo sé, señor —contestó el hombre desconcertado.

—Entonces será mejor que lo averigües. ¡Venga, soldado! No tengo toda la noche para ti —dijo Beser empujando en el brazo al policía militar.

El policía militar retrocedió aturdido. Beser se subió al camión y salió de la calle ante los ojos atónitos del soldado. Una vez en la base dio varias vueltas para observar si alguien lo seguía. Parecía que el terreno estaba despejado. Acercó el camión a su B-29 y esperó a que varios soldados se acercaran.

—Vamos muchachos. Metan el material con cuidado, pero no se olviden de terminar antes del amanecer, si no quieren que nos metan un buen puro.

En seguida se formó una cadena y las cajas comenzaron a pasar del camión al avión. El tintineo de las cajas delató enseguida su contenido. Cada una de ellas llevaba en su interior doce botellas de whisky de la mejor calidad.

Beser había tratado con los licoreros de La Habana para hacerse con aquel cargamento. La mala fama de los hombres del 509, en especial de sus compañeros del 393, les había precedido. Cada noche montaban un escándalo en la ciudad. Las autoridades militares apenas podían poner coto a sus fiestas y peleas. Al final, los hombres de la 393 eran absueltos de cualquier cargo, como si su misión les diera impunidad para saltarse todas las reglas. Aquel cargamento clandestino alegraría al 393 en las fría noches que les quedaban por pasar en Wendover.

Los ensayos de los últimos días en Cuba habían perfeccionado su sistema de lanzamiento de bombas con total certeza. Aquélla era la última noche en La Habana. En unas horas volverían a las cenagosas tierras de Wendover, pero por lo menos tendrían whisky para una buena temporada.