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Los Álamos

«Nunca habíamos tenido tan poco tiempo para hacer tanto».

Franklin D. Roosevelt

1 DE DICIEMBRE DE 1944,

LOS ÁLAMOS, NUEVO MÉXICO

Las mañanas en Wendover se habían convertido en un verdadero infierno de frío y lluvia. Pasaban la mayor parte del tiempo encerrados en los barracones o corriendo de uno a otro, enfangándose hasta los tobillos en el barro que había sustituido al polvo pesado del verano. John pensaba que si seguía allí mucho tiempo terminaría por volverse loco. Para colmo, el último mes había estado sin paga y limitado en algunos de sus privilegios. Su relación con el grupo era superficial, menos con el grandullón de Eatherly y el bueno de Beser. No había seguido los consejos de Tibbets, pero la verdad era que el resto de los hombres apenas le saludaban cuando se cruzaban con él en los baños o la sala de comunicación.

Aquella mañana era distinta a todas las demás. Y que algo rompiera la rutina era el mayor regalo que el cielo pudiera hacerle. Beser se lo había dicho la noche anterior. Tibbets quería que fuera con ellos a Los Álamos, la base de los científicos en Nuevo México. Eso suponía permanecer dos días fuera de Wendover, volar y ver nuevas caras.

John se acercó al aeródromo y se puso a contemplar los aviones. Aquellas moles de acero parecían tan pesadas que todavía le costaba asimilar que pudieran mantenerse en el cielo, pero su belleza era innegable. Había viajado en varios aviones, pero la experiencia de volar en un B-29 era algo único. La estabilidad y solidez del aparato te mantenía tranquilo y confiado. Era como cruzar el océano en un trasatlántico.

John sintió que alguien se situaba a su espalda y permaneció quieto, como si no se hubiera dado cuenta.

—Son hermosos, ¿verdad? —preguntó la voz del coronel Tibbets.

—Sí, señor. Son unos verdaderos caballos de acero.

—Yo participé en las pruebas del B-29 y tuve el honor de volar uno de los primeros prototipos. Con ese avión no tienes la sensación de que vuelas, pareces flotar literalmente en una nube. Uno de esos pájaros nos ayudará a ganar la guerra.

—Eso espero, señor.

—En los próximos meses está planeado que nuestros hombres lleguen a Luzón e Iwo Jima. Desde allí, Japón será nuestro patio particular. Por lo que he leído en tu expediente fuiste en el ataque del general O’Donnell sobre Tokio.

—Sí, señor. Volé aquella noche con él.

—Ahora los ataques aéreos los dirige el general LeMay. Es un buen tipo ese LeMay.

Los dos hombres permanecieron en silencio unos instantes. Tibbets siempre estaba demasiado ocupado dirigiendo la base, las pruebas o reuniéndose con especialistas como para pasar un rato con sus hombres. John se sentía halagado y atemorizado al mismo tiempo por la atención que le prestaba el comandante.

—Te he estado observando estas semanas y has progresado mucho. No te has metido en líos y has realizado un trabajo impecable. Este viaje no es un regalo, se trata de simple rutina, hay unos aparatos nuevos que quiero que conozcas. Será mejor que sigas las normas. Si te parecen estrictas las medidas de seguridad de Wendover, las de Los Álamos son muchos más duras. Lo que veas y lo que oigas es estrictamente confidencial. ¿Has entendido?

—Sí, señor.

—Bueno, hijo. Será mejor que nos montemos en el avión. Por allí viene tu amigo Beser —dijo el coronel. Después se dirigieron al avión y despegaron.

El viaje se le hizo corto. Pasó la mayor parte del tiempo tumbado, con la agradable sensación de no tener nada que hacer. El rugido de los motores le adormecía, como el canto melodioso de dos niñeras. Cuando el avión comenzó a descender, miró por la ventanilla. Los Álamos se encontraba en una zona boscosa y, como le había contado Beser, era una verdadera ciudad en mitad de la nada. Según tenía entendido, allí el ambiente era muy distinto. No era una base militar propiamente dicha, era una pequeña ciudad con excepcionales medidas de seguridad. El personal civil podía vivir junto a su familia.

Cuando los tres hombres descendieron del avión no estaban en Los Álamos sino en Alburquerque, Nuevo México, a unos pocos kilómetros de la base. Un automóvil les esperaba para llevarlos hasta allí. Tibbets y Beser ya estaban acostumbrados al protocolo de seguridad, por eso en cuanto vieron al coronel John Lansdale se quitaron los emblemas de las Fuerzas Aéreas y se los guardaron en el bolsillo; John Smith les imitó y los cuatro se introdujeron en el sedán de color verde claro. Al parecer, después del giro de los acontecimientos y la inminente victoria aliada en Europa, muchos científicos se oponían a terminar la nueva arma secreta y mucho menos a lanzarla, y por eso los militares eran mirados con desconfianza en la base.

El coronel Lansdale les advirtió a ese respecto antes de llegar a la base. Nadie debía saber nada sobre «Silver Plate» ni sobre Wendover. John miró extrañado a Beser. ¿Por qué las Fuerzas Armadas impedían que los científicos que estaban fabricando el arma secreta conocieran que se planeaba utilizarla en algún momento?, se preguntó John.

Comenzaron a atravesar bosques de pinos tupidos y vírgenes de las solitarias montañas Jemez hasta que el coche se adentró en la base. Los Álamos parecía una ciudad futurista. Sus diseñadores no habían tenido tiempo ni dinero para embellecer los barracones que se extendían como serpientes sobre una gran llanura, diferentes corredores colgantes unían los edificios de ambos lados de la calle. John se imaginó ese gran hormiguero humano con miles de personas moviéndose por sus pasadizos y escondrijos, ajenos casi por completo al exterior. La población ascendía a más de seis mil científicos sin contar a sus mujeres y niños.

El coche se detuvo frente a una reja antiquísima y caminaron dentro de una antigua edificación de la época de la colonización española. Entraron en el amplio vestíbulo y una secretaria les invitó a que esperaran sentados y se ofreció a llevarles un poco de café y pastas.

John lo agradeció, llevaban muchas horas de viaje y sentía como sus tripas quejicosas se revolvían. Después del tentempié, el bueno de Norman Ramsey les sirvió de guía en la zona Y, una de las más restringidas de Los Álamos.

—Por favor… —comenzó a decir Norman.

—Ya lo sabemos. Norman. Nada de llamar doctor o profesor al jefe —dijo Beser cortando al hombre.

Éste les miró sonriente y Beser continuó la broma dirigiéndose a John.

—Seguridad. Bendita seguridad.

Caminaron por un pasillo largo hasta uno de los despachos y Norman llamó a la puerta. Se escuchó una voz del otro lado y penetraron en un despacho pequeño, lleno de papeles por todas partes. Sentado frente a su escritorio estaba un hombre delgado, de aspecto frágil, piel algo cenicienta, frente despejada y ojos grandes y expresivos. Podía haber sido un galán de cine. Vestía un traje sobrio pero elegante que estilizaba su delgada figura. El hombre levantó la cara y John lo reconoció al instante. No supo cómo reaccionar. Su enlace. Norman, les había advertido que no trataran al hombre por sus títulos y que mantuvieran la máxima discreción.

—Señores, encantado de volver a verles —dijo el hombre intentando sonreír.

—Lo mismo digo —contestó Tibbets.

—Hoy les tengo preparada una reunión especial. ¿Éste es su nuevo fichaje? —preguntó el hombre señalando a John.

—Sí. Permítame que les presente. Éste es el nuevo meteorólogo del 393. John Smith. John, le presento al señor Oppenheimer.

El hombre observó a John con detenimiento.

—¡Pero si yo le conozco! ¿No es usted John Smith, el hijo del profesor Peter Smith? —dijo el hombre ahora con una amplia sonrisa.

John agachó azorado la cabeza y no dijo palabra.

—¿Se conocen? —preguntó sorprendido Tibbets.

—No sé si John se acuerda de mí, pero yo sí me acuerdo de él.

Robert Oppenheimer, hijo de un rico emigrante de origen judío alemán. Había estudiado en Harvard obteniendo altísimas calificaciones y se había especializado en física experimental. Se había doctorado en la Universidad de Góttingen en Europa y tras un largo periodo allí, había regresado a Estados Unidos. Al poco tiempo aceptó un cargo de profesor asistente en Física en la Universidad de Berkeley en California.

—Sí, señor. Sé quién es. Estuvo varios años pasando por casa para ir a ver a mi padre. Yo era muy joven pero aún me acuerdo de sus discusiones sobre religión y política.

—Tu padre había leído los Vedas y otros textos hindúes, aunque creo que su especialidad era Japón, ¿verdad?

—La lengua japonesa —precisó John.

—¿Qué tal anda Peter?

—Bien, señor. Sigue igual de testarudo —se le escapó a John.

Todos se rieron y Oppenheimer se levantó señalándoles con la mano la salida.

—Como les decía antes, la reunión de hoy es especial. No tengo que recordarles que hay que mantener todo lo que se hable en el más estricto secreto. Hay varios colegas que se están poniendo nerviosos. Es lógico, después de tantos meses de trabajo, estamos a punto de conseguir nuestro objetivo.

—Somos como tumbas —dijo Beser con un gesto gracioso.

—Beser, conténgase —le reconvino Tibbets.

—Hoy mantendremos una reunión con el general Groves.

—¿El general está aquí? —preguntó Tibbets.

—Ya les he dicho que se han producido unos cambios importantes. Los turnos se han doblado, estamos trabajando a toda máquina —dijo orgulloso Oppenheimer.

—¿Por qué? ¿Los generales quieren usar su juguetito antes de que se acabe la fiesta? —dijo Beser sarcásticamente.

—Beser, no sea burro. Se lo advierto por última vez.

—Perdone, señor.

—Yo no entiendo de preparativos militares. El general Groves nos dio la orden y yo no sé quién se la dio a él. Me imagino que el Presidente.

Llegaron a un salón amplio repleto de mapas y fotos. Apoyado sobre la mesa un hombre de mediana edad, algo grueso, con el pelo y el bigote canosos, parecía meditar sobre un amplio mapa del Japón. Al oírles llegar levantó la cabeza. Los militares le saludaron y el científico se limitó a hacer un leve gesto con la cabeza.

—Robert caballeros —dijo el general con un gesto de cabeza.

—Aquí te traigo a nuestro nuevo fichaje —dijo Oppenheimer adelantando con el brazo a John. Su nombre es John Smith.

Groves lo escrutó con la mirada, deteniéndose un rato en sus ojos rasgados. Después le dijo con un gesto que se acercara.

—Hijo, necesitamos tu ayuda para decidir algo de vital importancia —dijo el general apoyando un brazo sobre el hombro del muchacho.

—Usted dirá, señor —contestó John con voz temblorosa.

—Usted es un especialista en meteorología de Asia, lleva meses estudiando el clima del Japón.

—Así es, general —dijo John expectante.

—El clima allí es algo endiablado, ¿verdad? —preguntó Groves para dar cuerda al tímido muchacho.

—El clima de Japón es como el de todo el planeta. Imprevisible y a veces caprichoso.

—Claro, claro. Pero bueno, me gustaría que me hablases de la estación de lluvias, los vientos y todo eso —dijo impaciente Groves.

John miró el mapa y empezó a describir algunos de los rasgos del clima de la zona.

—Podría empezar diciendo que Japón es un país lluvioso y con una humedad alta que posee un clima templado con cuatro diferentes estaciones bien definidas —dijo John como si repitiera una lección de memoria.

—¿Cómo sucede en la costa este, en Nueva Inglaterra? —preguntó el general

—Sí, señor.

—Continúe, por favor —contestó el general.

—El clima en el norte es ligeramente frío, aunque su temperatura se templa gracias a los fuertes vientos del sur en verano. En invierno en esta zona nieva copiosamente.

—Una zona horrorosa para hacer operaciones militares —concluyó Groves.

—Podemos decir que sí. En cambio el centro del país tiene un clima cálido, veranos húmedos e inviernos cortos y el del sur ligeramente subtropical con veranos largos, calientes y húmedos e inviernos cortos y suaves. Esto es en líneas generales y a grandes rasgos. Pero, como sabrán, el clima sufre variaciones bruscas al ser afectado por los vientos estacionales producidos por los centros ciclónicos y anticiclónicos que se forman en el continente y en el Pacífico. A estos fenómenos los denominamos, anticiclón o ciclón hawaiano. Los anticiclones y los ciclones generan vientos desde el continente hacia el Pacífico en invierno y del Pacífico al continente en verano.

—Por lo que dice, el viento del verano favorece un ataque sobre Japón, ya que nuestras bases más cercanas se encuentran al este del archipiélago. El viento favorable del verano nos ahorraría combustible y nos daría más autonomía de vuelo y más tiempo para actuar en la zona del objetivo —señaló Tibbets con el dedo sobre el mapa.

Las últimas conquistas americanas facilitaban los bombardeos sobre el Japón. Luzón, al norte de Filipinas, estaba a punto de caer en manos norteamericanas. El próximo objetivo era Iwo Jima.

—¿Cuál es la mejor época del año para atacar Japón y qué zona del archipiélago es más vulnerable? —preguntó el general Groves.

—Yo volé en octubre de este año en la misión enviada a bombardear Tokio. El tiempo en octubre es muy cambiante y un repentino viento de Siberia desvió las bombas de sus objetivos. Existen dos factores primarios en la influencia climatológica de Japón: el primero, es la cercanía con el continente asiático y las corrientes oceánicas. El clima desde los meses de junio a septiembre es caliente y húmedo debido a las corrientes de viento tropicales que llegan desde el Océano Pacífico y desde el sudeste asiático. Sin duda esos meses son los mejores para realizar un ataque contra el Japón —dijo John con seguridad.

—Muchas gracias, hijo. Eso nos deja fuera de juego hasta el verano del 45. Una misión de la envergadura de la que tenemos entre manos no debe realizarse sin tener todo a nuestro favor —dijo el general Groves.

—Pienso lo mismo —asintió Tibbets.

Beser hizo un gesto de aprobación con la cabeza y comenzó a hablar.

—Ni qué decir tiene que el sistema de radar funciona mejor con un tiempo estable. Si los vientos son moderados es más fácil calcular la distancia, la latitud y la velocidad.

—Hay un inconveniente que no he apuntado. Estas corrientes del sur, que provienen del Pacífico, se convierten en precipitaciones que llevan grandes cantidades de agua al tocar tierra, por lo que el verano es una época muy lluviosa. El periodo de lluvias comienza a principios de junio y se extiende alrededor de un mes.

—Eso significa que la mejor fecha para atacar está entre julio y agosto —dijo el general.

—Sí, señor. Las lluvias torrenciales no suelen durar más de un mes. Le sigue una época de calor, desde primeros de agosto hasta principios de septiembre. Aunque todo esto son pronósticos medios de los últimos años, y hay que tener en cuenta que el clima es imprevisible.

—Y. ¿cuál es la situación en septiembre? —preguntó Tibbets.

—Normalmente es el periodo de tifones. Lo normal es que Japón sufra cinco o seis tifones al año. Los tifones suelen producir daños significativos. La precipitación anual de lluvias se encuentra entre 100 a 200 centímetros, pero entre el 70 y el 80 por ciento de estas precipitaciones se concentran entre los meses de junio y septiembre. En invierno, los centros de alta presión del área siberiana y los centros de baja presión del norte del Océano Pacífico son los causantes de los vientos fríos que recorren Japón de oeste a este, produciendo fuertes nevadas en la costa japonesa del Mar del Japón.

—Un tiempo de mil diablos —señaló el general Groves. Pero que hay que tomar en cuenta si al final se decide la invasión del Japón.

—Sí, señor. Los vientos chocan contra las cadenas montañosas del centro de Japón, y eso hace que en las grandes alturas las precipitaciones sean en forma de nieve y al pasar por la costa pacífica del país llegan sin portar notables cantidades de humedad, por lo que no son el factor principal de nevadas en la costa pacífica. Además esto provoca que en la costa pacífica el tiempo en invierno sea seco y de días sin nubes, al contrario del invierno en la costa oeste —dijo John, visiblemente orgulloso de la atención con la que le atendía el resto del grupo.

El general examinó de nuevo el mapa y comenzó a señalar el Mar del Japón y el Océano Pacífico.

—¿Cuáles son las corrientes predominantes en la zona? —terminó por preguntar.

—Como podrá observar en el mapa, hay dos corrientes oceánicas que afectan al modelo climático de Japón. La primera es una corriente cálida, que los japoneses denominan Kuroshio. La segunda es la corriente fría llamada. Oyashio. La corriente de Kuroshio fluye por el Pacífico desde la zona de Taiwán y pasa por el Japón llegando a esta zona, muy hacia el norte de Tokio. Esta corriente atrae vientos cálidos sobre la costa este de Japón y dispara las temperaturas.

—Le felicito Tibbets. Su hombre es un verdadero pozo de sabiduría. La mayor parte de los meteorólogos del ejército no saben casi nada del clima de las costas del Pacífico. Sobre todo de los cambios bruscos del clima. Muchas misiones han fracasado en esa zona debido al mal tiempo —apuntó Groves, visiblemente impresionado.

—Gracias, señor —dijo Tibbets levantando la barbilla.

El general sacó dos mapas nuevos. En uno aparecía claramente la costa sureste del Japón ampliada con todo lujo de detalles. En el segundo mapa, se representaba la costa oeste.

—Ahora viene lo más difícil, muchacho. Atendiendo a la climatología, ¿qué ciudades son objetivos más claros para un bombardeo? —preguntó el general.

—Perdone, señor. Hay algo que no entiendo bien. El coronel Tibbets me ha hablado en todo momento que los bombarderos no llevarán apenas defensas. Entonces, ¿cómo se supone que vamos a protegernos del fuego enemigo? —preguntó Beser.

—Beser, deje al general que siga con las preguntas —dijo Tibbets frunciendo el ceño.

—No importa, coronel. Puede responder a la pregunta.

Tibbets dirigió la mirada hacia Beser y comenzó a darle todo tipo de datos. Oppenheimer confirmaba con la cabeza las palabras del coronel.

—Después de nuestra última reunión empecé a preocuparme por la protección de nuestros bombarderos. Japón ha perdido muchos aviones en el último año, pero todavía tiene una fuerza considerable protegiendo sus costas. Como ya hemos dicho, los B-29 necesitan volar sin escudos protectores y casi sin armamento para conseguir la velocidad y altura adecuada. Le he estado dando vueltas. El avión debe hacer el viaje solo.

—¿Solo? —dijo Beser nervioso.

—Sí, la escolta de cazas tendría que estar muy alejada a la hora del bombardeo, lo que haría inútil su protección. Por otro lado, cuanto mayor sea la fuerza de ataque, más posibilidades hay de que los japoneses nos localicen.

—Pero eso no está probado, ¿cómo sabremos que el avión podrá alcanzar una altura suficiente para encontrarse a salvo?

—Yo hice la prueba con un B-29 desarmado en Nuevo México y funcionó. El avión ganó en rapidez, era mucho más manejable y podía volar mil doscientos metros por encima que un B-29 armado —contestó Tibbets cansado de las preguntas de Beser.

—Pero los cazas… —insistió Beser.

—Los cazas a los diez mil metros tienen que abandonar la persecución, no pueden volar tan alto. Lo hemos comprobado con los cazas P-47 que son prácticamente iguales a los Zero japoneses.

—Pero queda el fuego antiaéreo —señaló Groves.

—El fuego antiaéreo es ineficaz cuando se pasa la barrera de los nueve mil setecientos metros —comentó Tibbets.

—Bueno, creo que la explicación está muy clara. ¿No le parece Beser? —dijo Groves cortando el tema.

Bueno, iba a lanzar una pregunta al joven teniente. Necesitamos saber qué objetivos son los más favorables para un bombardeo. Precisamos ciudades que estén en una gran llanura. Nuestros expertos en estrategia han señalado estas cinco: Kioto, Yokohama, Kokura, Niigata y el palacio imperial de Tokio. ¿Qué le parecen, John?

—Bueno, señor. Yo no soy un estratega, tan sólo le puedo facilitar algunos datos geográficos y climáticos —dijo John.

—Eso es exactamente lo que queremos. ¿Verdad, caballeros?

El resto del grupo afirmó con la cabeza y se inclinó hacia el mapa. A John comenzaron a sudarle las manos y se las frotó por detrás del pantalón antes de identificar los objetivos que el general le había señalado.

¿Había oído bien? Uno de los objetivos era Kioto. Pensó. Su madre podía estar en esa ciudad, pero no podía desechar un objetivo por motivos personales.

—Bueno, teniente, estamos esperando —dijo impaciente el general Groves.

—No es sencillo, señor. Todos los objetivos tienes sus puntos fuertes y sus puntos flojos. ¿Podría estudiar los objetivos y comentárselo en unas horas? —dijo John intentando ganar tiempo.

—No, hijo. Hoy salgo para Washington. El Presidente está esperando un informe para mañana. Algunos científicos se están poniendo nerviosos y el Presidente quiere tener toda la información posible —dijo Groves en tono grave.

El silencio se adueñó de nuevo de la sala. John notaba como su corazón le latía en la garganta. Señaló el primer objetivo.

—No sé mucho sobre las ciudades que me ha enumerado. Pero yo descartaría de pleno Niigata. La ciudad está en la costa del Mar del Japón y como les dije anteriormente, los vientos en verano vienen del sureste. Además tendrían que atravesar la isla con el riesgo de ser atacados por aviones o antiaéreos. Incluso en verano Niigata puede cubrirse de nubes en cuanto sople el viento desde el continente.

—Entonces desestima Niigata —afirmó Groves.

—Sí, señor.

—Era uno de nuestros objetivos secundarios. Continuemos. ¿Qué le parece Tokio?

—Geográficamente está mejor situada, pero considero que está todavía demasiado al norte. El tiempo es cambiante tan al norte del archipiélago. Por otro lado, allí ésta la residencia del Emperador y los japoneses le veneran como a un dios.

—El paganismo de esta gente haría sonrojar a cualquiera —dijo Groves con desprecio.

Oppenheimer se enderezó y mordisqueó su pipa nerviosamente. El general y él habían tenido muchos encontronazos durante aquellos años, a pesar de que Groves había hecho la vista gorda al conocer su pasado comunista y le había defendido frente a los que pedían su cabeza. El FBI llevaba meses persiguiéndole y le había salpicado el caso de su amigo y profesor de literatura en Berkeley, Haakon Chevalier, al que había tenido que denunciar como presunto espía ruso. Oppenheimer sabía que acusar a alguien de espía podía llevarle a la horca, pero prefirió salvar su pellejo, su matrimonio y su carrera.

—General, la cultura oriental es muy compleja. Como sabrá, el culto al Emperador no es tan ancestral como se cree. No fue hasta finales del siglo XIX que se impuso la divinidad del Emperador. Hasta entonces, el Emperador era visto como un sumo sacerdote. La era Meiji impuso el culto al Emperador, los burócratas pensaban que el politeísmo japonés era negativo para el país. Rehicieron el sintoísmo y los transformaron en una religión estatal, jerarquizada e institucionalizada. Para ellos el culto al Emperador es algo parecido a lo que nosotros hacemos con el culto a la bandera o la veneración a la Constitución Republicana.

Groves miró de reojo al científico. Odiaba cuando se ponía a divagar sobre las culturas orientales. Para él, todo eso de la meditación trascendental, las dietas budistas y los ritos animistas, sólo eran basura pagana.

—Nos estamos volviendo a desviar del tema. Por ahora no creo que sea prudente descartar del todo a Tokio, pero podemos ponerlo como segunda opción —determinó el general.

—Señor, perdone que le contradiga, pero le aseguro que sí mata al Emperador, la guerra continuará hasta que muera el último japonés, ya sea niño, mujer, joven o anciano —dijo John enfatizando cada palabra.

—Ya he dicho que no será un objetivo primario. ¿Seguimos? —dijo Graves poniéndose de peor humor cada vez.

Todos se miraron entre sí. John volvió a fijar sus ojos en el mapa y, con el pulso tembloroso señaló Kioto. Se imaginó a su madre vestida con kimono, en mitad de la ciudad y notó como sus piernas comenzaban a temblar. Llevaba años sin verla, pero todavía conservaba una vieja foto en su poder. La imagen estaba desgastada y con los bordes carcomidos. ¿Cuántas veces se había preguntado por qué no se había ido con ella? A lo mejor, en ese mismo instante, hubiera estado en el bando contrario, preparando un ataque contra Estados Unidos. Alejó la idea de su mente y se puso a hablar de Kioto.

—En Kioto, las temperaturas suben mucho en verano. En algunos casos superan los 36 o 38 grados. La humedad es muy alta y es normal que a finales de julio y en agosto se formen tormentas repentinas.

—Kioto es una de las ciudades candidatas. No creo que esté todo el verano lloviendo en la ciudad —dijo Groves, comenzando a cansarse de las objeciones del joven.

—No, señor. Pero ¿qué harán los aviones si se encuentran en mitad de una repentina tormenta de verano? —preguntó Tibbets.

—¡Abortar! ¿Qué van hacer si no?

—Una misión como la que vamos a llevar a cabo no se puede abortar, a no ser que no haya más remedio —respondió Tibbets.

—Por ahora Kioto queda como objetivo primario —determinó el general.

John notó como se le hacía un nudo en la garganta. Pero ¿qué podía hacer él? No sería fácil disuadir al general de su idea. Tampoco cabía la posibilidad de entrar en contacto con su madre. Las comunicaciones con Japón estaban rotas. La única solución era encontrar objetivos más atractivos para el general Groves.

—También está Yokohama, pero los problemas que plantea geográficamente son los mismos que Tokio. Clima cambiante en verano debido a las altas temperaturas y peligro de tormentas. Lo mejor sería escoger objetivos más al sur, de la zona oeste.

—¿Propone usted algún objetivo? —preguntó el general repiqueteando con los dedos en la mesa. Aquel joven se estaba extralimitando en sus funciones, pero tenía que presentar el proyecto de una forma clara al Presidente. En los últimos meses, el presidente Roosevelt había comenzado a tener serias dudas sobre la conveniencia de lanzar la bomba sobre el Japón.

Alexandre Sach, el financiero que había sido el portavoz de la petición de los científicos liderados por Albert Einstein de que Estados Unidos se tomara en serio el programa nuclear y adelantara a los alemanes en la fabricación de la bomba, ahora quería que Roosevelt no la lanzara sobre Japón. Los servicios secretos sabían que Alemania era, a finales de 1944, incapaz de fabricar una bomba de aquellas características. El propio León Szilard, uno de los científicos que más había animado a la construcción de la bomba, ahora veía que el uso injustificado de ella podía lastrar la imagen de los Estados Unidos para siempre. Sach había llegado a presentar un borrador al Presidente y pretendía verlo en cuanto pasaran las elecciones. El Alto Mando estaba al corriente de estas maquinaciones y quería contrarrestar los intentos de los científicos comunistas por parar el proyecto.

El propio general Groves había leído la propuesta de Sach y opinaba que era del todo inadmisible. Los científicos pretendían que se hiciera una demostración pública de la bomba, en la que estuvieran presentes científicos enemigos, para advertir a sus enemigos de las consecuencias de una bomba de aquellas características; la otra opción, en caso de no aprobarse la demostración, era arrojarla después de advertir antes a la población civil, para que se alejara de la zona de lanzamiento. Todo aquello era absurdo. El plan secreto mejor guardado de la historia puesto al descubierto a científicos enemigos, para que aprendieran cómo fabricar su propia bomba. Aquello era la guerra. No un juego de niños, pensaba Groves y el resto del Alto Mando. Roosevelt, para colmo, se estaba haciendo más blando con la edad y el hijo de puta del vicepresidente, el rojo de Wallace, cada vez estaba más cerca de los comunistas.

John miró los mapas y señalo una primera ciudad como objetivo de la misión. Hiroshima.

—Ésta es nuestra ciudad, general —dijo John, entusiasmado.

—¿Hiroshima? ¿Qué sabemos sobre Hiroshima. Tibbets? —preguntó el general.

El coronel hojeó entre los informes y comenzó a leer.

—Hiroshima es un puerto militar, que no ha sido tocado por los bombardeos convencionales. Se cree que la ciudad está infectada de pequeñas fábricas artesanales de armas. La población civil colabora con el esfuerzo de guerra en esos pequeños talleres familiares. Al parecer, los japoneses han repartido la producción de sus aviones y otras armas por este tipo de talleres, para evitar que destruyamos con bombardeos su capacidad de rearmarse. Por otro lado, Hiroshima es el lugar desde donde se organiza la defensa de las islas Kyushu, el lugar donde está previsto el desembarco.

—¿Algo más, coronel? —preguntó el general.

—Hiroshima es una ciudad de importancia táctica y militar. En las afueras se encuentran los cuarteles del Segundo Ejército Imperial, que se encarga de defender el frente sur de Japón. También hay un centro de comunicación, un punto de almacenamiento militar y un área de ensamblaje de tropas. En las afueras hay algunas plantas industriales y el puerto. Todos estos objetivos están intactos —leyó Tibbets.

—Parece interesante, ¿no creen? —dijo el general tocándose el mentón.

—La población, según una estimación realizada por nuestra inteligencia, es de 250 000 habitantes —terminó de decir Tibbets.

El resto del grupo miró con aprobación y John se sintió aliviado. Era imposible que su madre estuviera en una ciudad tan al sur. Además, dentro de lo malo. Hiroshima era una ciudad mucho más pequeña que Kioto o Tokio, su población no era tan numerosa. De todas formas era muy difícil calcular la población de una ciudad en guerra. Una cosa es el número de habitantes registrados y otra muy distinta la población flotante que se movía de un lado a otro. El cálculo de población se basaba en la población registrada y, en base a ella, las autoridades japonesas medían el número de raciones de comida necesarias, pero no eran muy exactas las cantidades estimativas de trabajadores y tropas adicionales que se encontraban en la ciudad.

—Pero, según el informe, esta ciudad incumple algunos de los criterios que se dieron en la primera reunión para asignar blancos —comentó Oppenheimer y después leyó: «Para la designación de los blancos, se tomaron los siguientes criterios: nunca objetivos anteriormente bombardeados, un objetivo de relevancia para el esfuerzo bélico japonés y por último, gran densidad poblacional en un perímetro pequeño».

—Tal vez, Hiroshima no sea un objetivo bélico vital, pero creo que cumple la mayor parte de los requisitos —dictó Groves.

—Pienso de la misma manera —le apoyó Tibbets.

—Incluiremos a Hiroshima como objetivo primario —dijo tajante Groves, tomando nota en una libreta.

Hiroshima era una plaza muy fiel al Imperio nipón. Según un informe interno japonés: «Desde el comienzo de la guerra, más de mil veces los ciudadanos de Hiroshima habían saludado con gritos de “¡Banzai!” a las tropas saliendo desde el puerto». Aunque la propaganda, tanto en un bando como en el otro, era una manera más de hacer la guerra.

—La estructura de la ciudad es perfecta —comentó Tibbets, mientras releía el informe. El centro de la ciudad posee un buen número de edificios de hormigón reforzado y estructuras más livianas. En el área de los alrededores se encuentra un conglomerado de pequeños talleres de madera entre casas japonesas. Las casas están construidas de madera con techos de teja. Muchos de los edificios industriales también están construidos con madera. La ciudad en general es extremadamente susceptible al fuego.

—Perfecto —dijo entusiasmado Groves. Parecía un niño al que le acabaran de dar un juguete en Navidad.

John, animado por los comentarios de aprobación, decidió añadir algo más a su explicación.

—No les he dicho que debido a los peligros de terremoto presentes en Japón, ésta es una zona sísmica muy activa, y algunos de los edificios de hormigón reforzado son construcciones mucho más fuertes que las requeridas por los estándares de Estados Unidos. Hiroshima está dividía por los seis brazos del río Ota y está repleta de puentes que comunican unas zonas con otras.

—El puente Aioi está en la zona central de la ciudad. En el sector centro de la ciudad también se encuentra el castillo de Hiroshima, donde está el Cuartel General del Segundo Ejército. El monte Futaba se encuentra a 2 kilómetros, las industrias Mitsubishi a 5 kilómetros, en dirección al puerto —añadió Tibbets.

—Creo que con esta información, ya no cabe ninguna duda. Por todos los criterios anteriormente expuestos. Hiroshima tiene que entrar en la lista de blancos del bombardeo. Ya tenemos a Kioto, Kokura e Hiroshima. Necesitamos una cuarta ciudad, otro objetivo secundario —dijo el general.

El joven comenzó a pensar rápidamente. ¿Qué otra ciudad del mapa estaba lo suficientemente lejos de la zona cercana a Kioto? John se acordó de repente de una de las ciudades de las que su madre le había hablado desde niño: Nagasaki. Su madre era una japonesa convertida al cristianismo, ser cristiano en Japón nunca había sido fácil, pero había habido una ciudad en Japón que había resistido la mayor parte de las purgas anticristianas y que era el centro del cristianismo japonés.

—Nagasaki, ¿qué les parece Nagasaki?

Tibbets rebuscó entre los informes y encontró el de Nagasaki.

—Nagasaki está al oeste de la Prefactura de Saga, rodeada de agua: la bahía de Ariake, el estrecho de Tsushima y al este, el Mar de China. También incluye un gran número de islas como Tsushima e Iki.

—Perfecto —dijo Groves.

—La mayor parte de la prefectura está cerca de la costa y hay un gran número de puertos como el de Nagasaki.

—No se hable más. Nagasaki será, junto a Niigata, objetivo secundario.

El general Groves se frotó las manos. Por fin tenía localizados todos los posibles objetivos. Era mejor que el Presidente viera el lanzamiento de la bomba como un hecho inevitable, cuando ya no sirvieran de nada los escrúpulos mojigatos que le estaban entrando a última hora. Llevaban años de investigación y trabajo, millones de dólares invertidos, más de doscientas mil personas trabajando de día y de noche, para sacar el Proyecto Manhattan adelante. Ése era su proyecto, el sueño de toda una vida dedicada al ejército y a su país. ¿Qué importaba que murieran más o menos civiles? Eso no pareció echar para atrás a los japoneses cuando atacaron sin previo aviso Pearl Harbor.

—Creo que nos hemos ganado un buen almuerzo, caballeros. Hacer la guerra levanta el apetito, ¿no les parece? —bromeó el general.

Todos los reunidos rieron a la vez. John echo un último vistazo al mapa antes e salir de la sala. No sabía que arma erá la que el ejército iba a emplear contra Japón, pero esperaba que su madre estuviera lejos de allí, lo más lejos posible. Era un pensamiento egoísta, pero nunca se habría perdonado condenar a su propia madre a la muerte, aunque está estuviera adornada de estrategia, ideas razonables, y el legítimo deseo de que la guerra terminara.