5

Salt Lake City

«Éste es el lugar».

Brigham Young

—La verdad es que eres un tipo con suerte. John —dijo Eatherly sonriendo. Llegas justo el día en el que libramos y podemos ir a la ciudad.

—Ni que lo digas. Tiene más suerte que un judío en un día de mercado —bromeó Beser.

Los tres hombres se internaron en las calles de Salt Lake City y desembocaron en la Plaza del Templo y observaron las abigarradas torres del edificio principal de la ciudad y corazón del mormonismo.

—No es por ofender, pero yo nunca sería mormón aunque fuera tan sólo por un problema de estética. No es que los judíos nos hayamos destacado nunca por la arquitectura, después de lo de Salomón y Herodes no hemos construido nada decente, pero este edificio me puede —bromeó Beser, señalando la iglesia.

—Lo peor no es eso, amigo. Esta ciudad es la cuna de la sobriedad y la decencia. No se puede encontrar una timba de póquer decente por ningún lado y de putas ya ni hablamos —dijo Eatherly.

John se removió incómodo en el uniforme de los domingos. No se consideraba un mojigato, pero hablar con tanta liberalidad de las cosas, no encajaba en la familia Smith. A pesar de todo, estaba entusiasmado con la compañía de Beser y Eatherly, porque por primera vez conectaba con alguien en el ejército. Aquellos tipos estaban curtidos en mil batallas, pero se habían convertido, desde el primer momento, en sus protectores. Aunque ellos también eran dos tipos raros en el 393.

—Tengo la garganta seca. ¿Por qué no vamos a mojar el gaznate? —preguntó Eatherly mientras se frotaba su largo cuello.

—Es una estupenda idea. No creo que liguemos con ninguna de ésas —dijo Beser señalando a un grupo de chicas con faldas hasta el tobillo y pañuelo en la cabeza.

A las afueras de la ciudad y para gran escándalo de los ancianos mormones, algunos renegados y un pequeño grupo de italianos habían abierto algunos tugurios de aspecto detestable. Nada serio. Unos bares medio destartalados que servían para repostar a los camioneros que se dirigían hacia Nevada. Los marcianos de la base de Wendover los habían convertido en su patio particular; todo el mundo de la base bebía unas cervezas allí y jugaba a las cartas. Los miembros del 393 siempre eran mirados con recelo por el resto de sus compañeros. Eran los niños mimados de Tibbets, a pesar de que el coronel tenía bajo su mando al Ala de Transporte 320, el Grupo de Servicio Aéreo 390, el Ala de Ingenieros del Aire 603 y el Ala de Material Aéreo 1207. Pero la pesadilla del 393 era la Policía Militar 1395. La base era un entramado de grupos siempre en discordia.

El garito era un gran agujero negro y humeante llamado «Chi Chi Club». Mientras que el sol resplandecía en «el sitio», como los soldados llamaban Salt Lake City, allí dentro era siempre de noche. Los ojos tardaban un rato en adaptarse a la luz, pero cuando lo hacían les decepcionaba el patético lugar en el que tenían que divertirse los soldados de Wendover.

—Bienvenido al purgatorio —dijo Beser extendiendo sus cortos brazos.

Apenas un par de fulanas y dos o tres camareras flotaban en aquel mar caqui de uniformes. Casi todas las mesas estaban ocupadas, pero Eatherly se abrió paso a codazos hasta una de las mesas del fondo después de pedir dos cervezas en la barra. John le siguió de cerca, como si temiera que la multitud volviera a cerrarse enseguida. Beser pasó despacio, saludando a varios soldados y los tres se sentaron desganados en el banco templado y maloliente.

—¿Por qué dices que esto es el purgatorio? —preguntó John.

—Aquí esperamos a que nos manden al cielo o al infierno. Cada noche está más cerca la misión. La jodida y secreta misión —dijo Beser tomando una cerveza.

—¿Sabéis en qué consiste? —preguntó John.

—Yo no sé una mierda. Pero éste sabe más de lo que cuenta —dijo Eatherly señalando a Beser. Los judíos siempre saben más de lo que dicen.

Beser les miró de reojo haciéndose el interesante. Apuró la cerveza y se recostó en el banco, con las manos detrás de la nuca.

—¿Ves a ese tipo de allí? —dijo el judío señalando hacia la barra.

—Sí —contestó John, distinguiendo a un tipo gigantesco.

—Es mi sombra.

—¿Tu sombra? —preguntó extrañado el joven.

—El poder salir de la base tiene sus ventajas y desventajas.

—¿Puedes salir de la base? —preguntó John.

—Claro, japo. Ser oficial de Contramedidas de Radar no es cualquier cosa. Pilotar un avión lo hace cualquiera —dijo burlándose de Eatherly.

—¿En qué consiste tu trabajo? —preguntó John, ignorando las bromas del judío.

—Es confidencial —dijo Beser en un tono más bajo.

Eatherly miró por encima del hombro a Beser y guiñó un ojo a John. —Ya te lo dije. A los judíos les encantan los secretos.

—No es eso, ¡animal! Pero si se os va la lengua me la juego.

—Venga. Beser. Tienes delante de ti a dos marginados de mierda a los que nadie hace caso.

Beser observó a su vigilante y después echó un vistazo a las mesas de al lado. Por menos de lo que les iba a contar, muchos estaban congelándose destinados en Alaska.

—Sólo puedo deciros que tengo acceso a la Zona Técnica. Hay muchos científicos investigando una nueva arma. A veces tengo que ir a una base secreta en Nuevo México y otras veces me traen varios cabezas cuadradas de allí, para que les explique cómo analizo las variaciones de intensidad de las ondas y cómo calculó la velocidad o trayectoria de objetos.

—Ésos son «los ingenieros de la sanidad» —explicó Eatherly a John.

—¿Cómo? —preguntó éste sorprendido.

—Unos tipos que lo husmean todo. Los mecánicos y técnicos de la base están hasta el gorro de ellos. Aparecen de vez en cuando con Tibbets y echan el trabajo de los muchachos por tierra. Ése es el precio de trabajar para una misión de la que desconocemos casi todo. Mira, la mayoría de nosotros llevamos años luchando en la guerra. Esta tranquilidad nos pone de los nervios, no es que seamos héroes, pero los días se hacen eternos en Wendover —dijo Eatherly frunciendo el ceño.

—No es fácil —añadió Beser. Sabemos que todo esto se ha montado para algo grande. Algo que puede terminar con la guerra, pero desconocemos el tiempo que nos tendrán aquí. Ya nos han dicho que nada de permisos a casa. Nos pasamos los meses de la base a aquí y de aquí a la base. Y por si esto fuera poco, ahora llega el invierno adelantado y con ese gélido viento, que te enfría hasta las pelotas.

—¡Y luego estos mierdas nos miran por encima del hombro! —dijo Eatherly alzando la voz.

Al instante media docena de militares se giraron y les miraron con el rabillo del ojo. Eatherly los retó con los ojos encendidos y los cuatro hombres se pusieron de pie.

—Mierda del 393. ¿No la oléis? —bromeó el más alto, un comandante de Infantería de aspecto hosco.

Una carcajada general inundó el local, pero cuando el piloto Eatherly se puso en pie, se hizo el silencio. El hombre sacaba una cabeza al más alto de sus contrincantes.

—Será de la cagada que se pegó tu madre cuando te trajo al mundo.

—Capitán, ¿no ha visto mis galones? —dijo el comandante, irritado.

—Sólo veo mierda de infantería. Mientras vosotros os arrastráis como cucarachas, nosotros os salvamos el culo matando a los malos.

El comandante levantó el puño pero no le dio tiempo a descargarlo sobre Eatherly, éste lo detuvo en el aire y apretó la mano con sus gruesos y gigantescos dedos. El comandante se retorció de dolor. Los otros tres tipos aprovecharon la distracción para lanzarse sobre el gigante y derrumbarle sobre la mesa. Eatherly partió la mesa en dos y cayó pesadamente sobre sus compañeros sin soltar la mano del comandante que aullaba y maldecía. La bebida se vertió sobre Beser y con una maldición se lanzó al cuello de uno de los soldados de Infantería. Un puñetazo voló sobre John, que lo esquivó en el último momento. Eatherly se levantó de un salto, empujó con fuerza a los dos hombres que quedaban sobre él y los lanzó por encima de la cabeza de los soldados que estaban sentados al lado. Entonces todo el mundo empezó a repartir sopapos y las sillas y las botellas comenzaron a volar por el local.

John golpeó a un soldado en plena cara y se subió al banco para intentar huir por encima de las cabezas de la multitud, pero le atraparon dos soldados y comenzaron a golpearle con fuerza. Beser se lanzó a por el que sujetaba a John por la espalda y le dio un cabezazo mientras él le daba una patada en los testículos al otro.

Eatherly intentó zafarse de la media docena de soldados que intentaban derrumbarle de nuevo, pero al final consiguieron que perdiera el equilibrio. Beser y John corrieron en su ayuda repartiendo puñetazos, patadas y rompiendo botellas en las cabezas de varios soldados.

El silbido de la Policía Militar paró al instante la pelea. La multitud corrió hacia la salida trasera como una estampida de búfalos furiosos. Beser y John levantaron a Eatherly, pero el gigante estaba medio inconsciente. La policía se lanzó sobre ellos y los redujeron a porrazos. Mientras la Policía Militar les llevaba en un camión, John pensó que si la mañana le había puesto en contra de la mayor parte de sus compañeros, por la noche había conseguido que le mandaran a Alaska a vigilar pingüinos.

La puerta del calabozo se abrió y Tibbets entró resoplando en la exigua habitación. Beser. Eatherly y John estaban sentados sobre la misma cama, entumecidos y medio adormilados. El coronel se puso en jarras delante de ellos y los miró muy serio.

—¿Se puede saber para qué mierda pierdo el tiempo con ustedes? Escojo a los mejores hombres del ejército para una misión especial, me encierro durante meses para entrenarles, consigo para ellos el mejor material y ¿cómo me lo pagan? Destrozando un bar de mala muerte en Salt Lake City, dejando varios soldados hospitalizados y arrastrando por el suelo el buen nombre del 393. Ustedes son la élite del ejército. Están destinados a la gloria, a que las generaciones futuras les recuerden con asombro y les veneren, en cambio, aquí sólo veo a tres borrachos, tres perdedores, verdadera escoria. ¿Qué tengo que hacer con ustedes? ¿Enviarles a Alaska? ¿Hacerles un consejo de guerra? ¿Degradarles?

Los tres hombres miraban sin pestañear y en posición de firme al coronel. Sabían que su futuro pendía de un hilo. La seguridad era una de las obsesiones de Tibbets. Controlar a mil doscientos hombres no era tarea fácil. La Policía militar y los agentes de seguridad controlados por el comandante William L. Bud Uanna, que habían sido enviados desde Los Álamos para vigilar a los soldados, estaban esperando cualquier error suyo o de sus hombres, para informar al general Groves y apartarles de la misión. Cualquiera podía ser un espía de Uanna. La situación en algunos casos era desesperante, había muchos hombres que se habían acostado con mujeres casadas cuyos maridos estaban en el frente y las peleas y las borracheras eran constantes. Las autoridades de Salt Lake City estaban comenzando a cansarse.

Eatherly estaba en el punto de mira de Uanna. El jefe de los servicios secretos había recomendado a Tibbets que se deshiciera de él. Eatherly era un jugador compulsivo, agresivo y con una tendencia preocupante a la psicopatía, pero el coronel sabía que el capitán era también uno de sus mejores hombres y no podía prescindir de él. Aunque Eatherly fuera el mismo diablo, necesitaban a gente como él para que la misión fuera un éxito.

El coronel volvió a mirarles de arriba abajo y les espetó:

—Es su última oportunidad, señores. O se comportan como verdaderos caballeros del Aire o no podré hacer nada por ustedes y terminarán la guerra en alguna prisión militar en Alaska. ¿Han entendido?

—Sí, señor —respondieron los tres hombres a coro.

—Con respecto a usted, señor John Smith, se ha juntado con lo peor de mis hombres, felicidades. Ha puesto su carrera en peligro en menos de un día. Queda sancionado sin paga durante un mes. Y ahora salgan de aquí echando leches. ¡Venga! —les gritó Tibbets.

Los tres hombres arrastraron sus doloridos cuerpos por el pasillo hasta la salida. Los guardias de la Policía Militar los miraron con desprecio. A partir de ahora los tendrían pegados al culo, como las moscas a la mierda, pero por lo menos por ahora habían salvado el pescuezo.

John se tumbó en la cama y todo comenzó a darle vueltas. Estaba cometiendo demasiados errores. Tenía una familia que cuidar y muchas razones para regresar lo antes posible a casa. Se prometió a sí mismo que no volvería a pisar un bar en lo que le quedaba de tiempo en el ejército y que, sobre todo, no tomaría ni una gota de alcohol. Sería un buen chico, lo haría por Ana y por el niño. Lo haría por el futuro.