«Silver Plate»
«Los celos entre los hombres son muy raros aquí».
Descripción de Pensilvania
Gabriel Thomas
24 DE NOVIEMBRE DE 1944, BASE AÉREA
DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS,
WENDOVER, UTAH
Los barracones de madera de la base Wendover parecían ennegrecidos por el constante viento que azotaba aquel desierto embarrado. El piloto y el resto del equipo del B-29 no pudieron dar a John muchos detalles sobre el uso de aquella base ultra secreta. Apenas sabían que el coronel Paul Tibbets organizaba y mandaba el Grupo Mixto 509. Algunos rumoreaban que se trabajaba en un arma secreta para acabar con la guerra, pero nadie sabía a ciencia cierta qué se cocía en aquel pedacito de mierda en mitad de ninguna parte.
Wendover se encontraba justo entre la frontera de Utah y Nevada, a unos doscientos kilómetros de Salt Lake City, la capital del puritanismo mormón, el peor sitio del mundo para pasarlo bien, y aproximadamente a la misma distancia de la ciudad de Elko, en Nevada.
John bajó del flamante B-29 con el petate al hombro y observó la yerma planicie. Su anterior base al norte de California era un vergel de árboles milenarios, que respiraba vida por los cuatro costados. Aquello, en cambio, era lo más parecido al infierno que John había visto en los últimos meses.
Un sargento se acercó hasta él y le saludó como si se conocieran de toda la vida. Llevaba el uniforme abierto por completo dejando al aire su camiseta blanca de tirantes.
—Hola, teniente. Bienvenido al infierno mormón. ¿Puedo ayudarle con su equipaje?
—No, gracias, sargento —dijo John.
Los dos hombres comenzaron a caminar por el suelo embarrado. A un lado la alambrada delimitaba la franja de tierra que se convertiría en su hogar los próximos meses y al otro lado se quedaba para siempre su anterior vida de civil. Entonces vio un cartel que le llamó poderosamente la atención.
LO QUE OIGAS AQUÍ
LO QUE VEAS AQUÍ
DÉJALO AQUÍ
CUANDO TE VAYAS DE AQUÍ
John imaginó que no debía ser fácil que los mil doscientos hombres que formaban el 509 se mantuvieran callados, sobre todo cuando tenían dos copas de más.
—Ya sabe cómo es el ejército, teniente. Todo es secreto, aunque esto es una gran familia en la que es muy difícil guardar secretos.
John hizo un gesto de aprobación, aunque estaba en profundo desacuerdo. El ejército era de todo menos una familia.
Siguieron avanzando y pasaron junto a unos talleres de pertrechos rodeados de una alambrada y un cartel que ponía: ZONA RESTRINGIDA. En el hangar número seis, la alambrada se convertía en una masa casi sólida y otro rótulo anunciaba: ZONA TÉCNICA MUY RESTRINGIDA.
—Será mejor que no intente atravesar las zonas restringidas, señor. La policía militar se pasa todo el día dándonos la murga con la seguridad. Ni en la cárcel hay tantas alambradas —señaló el sargento.
—Ya estoy acostumbrado a estar encerrado como un ratón en su ratonera.
—Por lo menos aquí se come mejor que en ningún otro sitio donde he sido destinado. El oficial de rancho. Charles Perry, cocina mejor que mi mamá —bromeó el sargento.
Llegaron frente a un gran barracón y el sargento se detuvo.
—Éste será su alojamiento. Lo llamamos la suite presidencial. Aquí se aloja el 393, los niños mimados del coronel. Nunca he entrado, pero algunos dicen que tiene hasta agua caliente. Todo un lujo en Wendover —dijo el sargento despidiéndose burlonamente del joven.
—Gracias, sargento.
John se sintió aliviado de perder de vista al sargento. A gente como aquélla, él los llamaba las viejas del pueblo. Tipos que no sabían mantener la boca cerrada y que venderían hasta a su madre por conseguir algún privilegio. Imaginaba que gente como ésa encontraba en el ejército su verdadero sentido de la vida. Habían dejado atrás su maloliente existencia de pueblo y ahora vestían bien todo el día y con sus galones podían joder la vida a cualquier señorito de la ciudad.
Entró en la inmensa nave y contempló los catres. La mayoría estaban desordenados. Algunos soldados tumbados, leían o simplemente miraban al techo. Caminó por el pasillo saludando a sus nuevos compañeros con desigual fortuna. Algunos le respondían con una ligera inclinación de cabeza, otros le miraban impasibles y sólo un par se levantaron para saludarlo.
—Hola, teniente. Soy Claude Eatherly —dijo el gigantesco capitán cuando John pasó a la altura de su cama.
—Encantado, teniente John Smith.
—Espero que se encuentre bien en el hotel de lujo que hemos preparado —dijo sarcásticamente.
—Éste es un lugar tan bueno como otro cualquiera para pasar esta guerra —contestó John.
El capitán Eatherly le miró y con su sonrisa adolescente y con su acento tejano le dijo:
—¿No ha estado en el estado de la Estrella Solitaria? Allí hay lugares donde un tipo como usted viviría un infierno de verdad, teniente.
John siguió caminando hasta que llegó a la altura de un hombre bajo y muy delgado.
—Jacob Beser, teniente primero —se presentó.
—Encantado, teniente.
—No tiene cara de aviador ¿A qué se dedica?
—Tiene razón, lo mío es tener los pies sobre la tierra. Soy meteorólogo.
—¿Uno de esos brujos del tiempo? Pues más vale que acierte en el pronóstico o aquí hará muchos enemigos, teniente —dijo Beser muy serio.
El joven se sintió desconcertado. De hecho se extrañaba que sólo uno de sus compañeros hubiera mencionado su aspecto oriental.
—Es un chiste judío —dijo una voz desde un par de camas más allá.
—¿Qué otro tipo de chistes puede hacer un judío? —preguntó Beser.
John observó al hombre. Era robusto y parecía un granjero disfrazado de soldado.
—Sargento técnico George Caron —dijo el hombre sin levantarse.
John le hizo un gesto con la cabeza y dejó su petate en una cama próxima a la de Caron.
—Pero llámame Bob, aquí todos me llaman con ese nombre. Cuando oigas «bum», es que estoy cerca lanzando unos petardos.
—Bob es artillero —dijo Beser. Ya sabes, de los que dan a la palanquita cuando todos los demás hemos estado horas trabajando.
—Beser, lanzar una bomba desde un B-29 a miles de pies de altura es mucho más complicado que tirar de una palanquita —contestó Caron enfadado.
—Era otro chiste judío —bromeó Beser.
El joven se tumbó vestido sobre la cama y dejó que las voces de sus nuevos compañeros se convirtieran en un rumor. Ya estaba en Wendover, ahora sólo esperaba que la guerra terminara lo antes posible.
Se quedó dormido. No se acordaba en qué punto la conversación de sus compañeros se había disipado hasta convertirse en un murmullo lejano, y después en un silencio interior. Soñó con Ana. Las cosas no habían sido fáciles para ella a la mañana siguiente. Casarte, discutir con tus padres, independizarte y quedarte sola en el mismo día, embarazada de cuatro meses, era algo que nadie podía soportar sin perder un poco la cordura. John llevaba cuarenta y ocho horas lejos de casa y ya la echaba de menos, pero sabía que para que pudieran estar juntos primero tenían que estar separados.
Eatherly llamó a John y éste se despertó sobresaltado. El estado de tensión permanente era común al ejército y a la guerra. En cualquier momento había que salir corriendo para alguna parte, cumplir alguna orden o simplemente escapar de algún peligro.
—John, tenemos que ir a ver al coronel.
El joven se levantó de un salto y se ajustó un poco la camisa y la corbata. Aquellos malditos e incómodos uniformes nunca se arrugaban. Algunas veces tenías que llevarlos durante días y su tela rugosa te pulía la piel como una lija, pero había que recortar gastos de intendencia. Tenían que ganar una guerra.
—¿Qué pasa? —preguntó John colocándose la gorra.
—Todos los días a las diez tenemos una reunión con el coronel Tibbets. Nos informa de las novedades, si las hay, hacemos un listado del material que falta y compartimos impresiones.
—¿Compartís impresiones? —dijo extrañado John. El ejército era de todo menos un lugar donde compartir impresiones.
—Tibbets es un tipo especial, ya lo irás conociendo. Pero no le gusta que lleguemos tarde. Puede ser muy cabrón cuando quiere.
Los dos hombres caminaron a toda velocidad por el campamento hasta un pequeño barracón militar donde Tibbets había colocado su cuartel general. El coronel Gilman le había hablado algo de Tibbets. Su nuevo jefe era uno de los aviadores más experimentados de Estados Unidos. Lo sabía todo sobre aviones y cómo combatir con ellos. Había sido el primer americano en pilotar un B-17 para bombardear Europa, piloto personal del general Eisenhower y del general Clark, héroe del frente de África y uno de los mayores expertos en el nuevo B-29.
Cuanto entraron en la sala, la mayoría de los hombres ya estaban sentados, pero seguían charlando entre ellos animadamente. De las casi cuarenta sillas apenas veinte estaban ocupadas, el resto se encontraba amontonada en un lado de la habitación. Tomó una y se puso en primera fila. Tibbets estaba de espaldas. Su pelo cortado casi al cero, brillaba con gotitas de sudor a pesar de estar a cuatro o cinco grados. Sus anchas espaldas perfilaban su pulcra chaqueta. La estufa de carbón silbaba a su lado, pero el frío no terminaba de rendirse. Los pies de John parecían dos témpanos de hielo, aquel clima gélido y áspero era difícil de soportar para un californiano como él, acostumbrado a una temperatura primaveral casi todo el año, con inviernos muy cortos.
—Señores, vamos a empezar —dijo el coronel con su voz fuerte y penetrante.
La sala se quedó en silencio. Todos los hombres miraron hacia delante y John se imaginó en una larga y aburrida clase de la universidad.
—Hoy ha llegado un nuevo hombre a nuestra escuadrilla 393. Hace un par de semanas se incorporaron Theodore van Kirk, más conocido por «Dutch», también el bombardero Kermit Beahan y el navegante James van Pelt El resto sois de la casa: Robert Lewis, Charles Sweeney, Don Albury, el teniente Beser, los mecánicos Bob Caron y Wyatt Duzenbury, el sargento mecánico Shumard y el radiotelegrafista Richard Nelson. Bueno, el novato ya irá aprendiendo los nombres. Vamos a pasar una larga temporada juntos —terminó Tibbets dirigiéndose a John.
Tibbets hizo un gesto a John para que se pusiera en pie y se diera la vuelta.
—El teniente John Smith es meteorólogo de las Fuerzas Aéreas. Los que hemos volado en el Pacífico sabemos lo cabrón que puede ser ese océano cuando se le cruzan los cables. El teniente es un cerebrito de Berkeley. Espero que le traten con el respeto que se merece.
—Pues parece un japo —se oyó una voz al fondo.
—¿Quién ha abierto su bocaza? ¿No serás tú. Lewis? —preguntó enfadado Tibbets.
Un atractivo joven se puso de pie en posición de firme.
—Lo siento, señor. Se me ha escapado.
—¡Lo siento! Arrogante hijo de puta. Aquí sólo insulto yo. Yo soy vuestro jodido enemigo. Para ti soy el puto Hiro-Hito. Eso va por todos —dijo el coronel mirando a los reunidos.
La habitación se llenó de un silencio nervioso hasta que el coronel mandó sentarse a Lewis.
—Kokutai —dijo Tibbets dirigiéndose a John.
John le miró sin saber que responder. Conocía perfectamente el japonés, pero dudaba si era mejor guardar ese secreto para él. Tibbets le hincó su incisiva mirada.
—¿Le puede decir a estos caballeros que significa kokutai? —dijo Tibbets.
—Kokutai no Hongi. Es una idea un poco compleja, pero viene a significar la esencia nacional del Japón.
El Emperador es el padre de la gran familia del Japón que es su pueblo.
—¿Un mestizo puede formar parte de ella?
—No, señor. Todo lo extranjero está prohibido.
—Gracias, teniente. ¿Pensabais que soy un zopenco sin cultura? Mientras vosotros os vais a Salt Lake City o dormís como beodos en vuestras camas, yo intento conocer la mente del enemigo. La guerra hay que ganarla aquí —dijo el comandante señalándose con un dedo la cabeza.
John notó como las miradas de sus compañeros se clavaban en su espalda. No podía haber entrado de peor manera en el grupo. Gracias a él uno de los hombres sería sancionado y, por si esto fuera poco, el coronel le había hecho quedar como un listillo delante de todos.
—Ahora sin más interrupciones vamos a repasar los pormenores de la misión. Ya tenemos los quince B-29 que necesitábamos. Algunos de vosotros me han preguntado por qué no vienen armados. Me imagino que alguno de vosotros se ha meado en los pantalones al pensar que podríamos ir a Japón o a otro objetivo sin una sola defensa. Pues vamos a ir a nuestra misión sin más armas que las ametralladoras de cola y sin planchas de protección. Necesitamos alcanzar la máxima velocidad y altura posible, por eso hay que deshacerse de lo superficial.
—Pero, señor, entonces, ¿cómo evitaremos los cazas enemigos? —preguntó Bob Caron.
—No te preocupes Bob, te dejaremos que uses tu ametralladora de cola —bromeó Eatherly.
—Bromas aparte. La verdad es que pretendemos volar tan alto, que estaremos en todo momento a resguardo de antiaéreas y cazas enemigos.
—Eso me deja mucho más tranquilo, coronel —dijo Bob Caron. No me gustaría perderme un poco de acción, pero si es por el bien de la misión, sabré esperar.
—Por ahora, y sé que esto os revienta, todas nuestras misiones de prueba serán dentro del país. No podemos arriesgarnos a perder uno de los aviones, son muy valiosos. Seguiremos con la rutina de ir a «Salton Sea» para hacer las prácticas de tiro. Esto me recuerda que Lewis y Albury estarán en tierra toda la semana.
—Pero, coronel… —dijo Albury.
—Ya sabéis cuales son las consecuencias a los fallos en vuelo. El comandante Tom Ferebee ya os ha demostrado que sí se puede dejar caer las bombas dentro del círculo. Además, esta semana reduciremos aún más el círculo del objetivo.
—¡Más! —protestó Lewis.
—Más —contestó tajante el coronel.
Tibbets revisó sus papeles, se sentó al borde de la mesa y dijo:
—Dutch ha realizado algunos cálculos. Por favor, ¿puedes leerlos?
El capitán Dutch se puso en pie y comenzó a explicar sus mediciones.
—Como habrán comprobado, caballeros, los B-29 son aviones extremadamente precisos. Los vuelos de entrenamiento de las últimas semanas han demostrado que se pueden hacer largos vuelos sobre tierra o sobre agua con un máximo de error en el rumbo de apenas ochocientos metros. Estos cálculos se han hecho siempre en condiciones óptimas, sin hostigamiento enemigo y sobre terreno conocido —dijo el capitán Van Kirk con un tono atildado arrogante.
—Gracias, Dutch. Tu informe ha sido impecable, pero ya puedes relajar las nalgas y sacarte la flor del culo.
El capitán frunció el ceño y se sentó de golpe. Por detrás, la risita ahogada de Lewis le crispó aun más los nervios. El niñato de Lewis se pasaba todo el día intentando llamar la atención y Dutch ya estaba cansado de su comportamiento infantil. Se lo había dicho varias veces a Tibbets, pero éste le había respondido que Lewis tan sólo estaba aliviando tensión. La verdad era que el coronel había elegido como hombres de confianza a Ferebee y Van Kirk y el resto del grupo 393 se sentía desplazado. Se podía ver a los tres trabajando juntos a todas horas. Si alguien sabía lo que se estaba cociendo en aquella misión eran ellos, los demás eran meras comparsas. Lewis intentaba entrar en el círculo, pero la hostilidad de Dutch le ponía muchas veces en evidencia. Pero los problemas del apuesto capitán no terminaban ahí, también tenía su guerra personal con Beser, el oficial de radar. Además Beser era el único, junto a Tibbets, al que le estaba permitido salir de la base para acompañar al coronel en sus viajes a Los Álamos, la base científica.
—Bueno, señores, ya se huele el potaje de Perry desde aquí. Creo que será mejor que dejemos el resto para mañana —dijo Tibbets olfateando el aire.
El grupo se levantó y saludó al coronel. Primero salió Tibbets seguido por Dutch y Ferebee, después les siguieron Lewis. Bob, Nelson y Stiborik. Eatherly y Beser se quedaron junto a John.
—¿Qué te parece? Un judío, un libertino y un japo juntos. Creo que hacemos un trío perfecto. Los del Klu Klux Klan se lo pasarían en grande con nosotros —bromeó Beser.
—Bueno chico, no te lo tomes a mal. Lewis es un poco bocazas, pero no es mal tipo. ¿Verdad. Beser? —dijo Eatherly.
—A mí no me metas en líos. Para mí Lewis es un capullo que va de listillo y que se cree protegido por el coronel porque volaron juntos en Europa.
—Bueno, ¿qué te parece nuestra familia? —preguntó Eatherly a John intentando cambiar de tema.
—Todavía es pronto para opinar, pero como todas las familias, bien y mal avenida al mismo tiempo.
Los tres hombres rieron y se dirigieron hambrientos hacia los pucheros de Charles Perry, el mejor cocinero del ejército americano. Se rumoreaba que Tibbets utilizaba los aviones para traer las mejores provisiones de una punta a otra de los Estados Unidos. Las palabras mágicas de «Silver Plate» abrían todas las puertas al 393.