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La voz de la lluvia

«¿Y quién eres tú?, le dijo el aguacero que caía suavemente».

Whitman

BERKELEY, CALIFORNIA,

20 DE NOVIEMBRE DE 1944

San Francisco había mudado su rostro cuando John regresó a casa. La guerra había cubierto sus calles como un manto pesado. Los uniformes blancos brillaban por todas partes. Era evidente que muchos de los soldados que habían combatido en Europa, y que lentamente, como en un goteo interminable habían vaciado la ciudad, ahora regresaban como una marea alta, mientras otros iban a sustituirles en el frente. Las calles de Berkeley no eran una excepción. En el campus cientos de uniformes habían tomado el césped y a John le pareció que seguía en alguna de las bases que había visitado en el Pacífico.

Atravesó la universidad con su petate al hombro y su uniforme de las Fuerzas Aéreas y se dirigió a la casa que su padre tenía en uno de los extremos del campus, justo cerca de Albany. La casa seguía tal y como él la recordaba: pequeña, rodeada de aquella valla blanca y del exiguo jardín donde había pasado la mayor parte de su vida. Abrió la puertecita de la valla y cruzó el camino empedrado hasta el porche. Miró el balancín desconchado, que crujía agitado por el viento y echó un vistazo por la ventana. No parecía que hubiese nadie.

Entró sin llamar y subió por la escalera blanca, pisando descalzo el suelo enmoquetado después de dejar los zapatos en la entrada. Sus amigos y los niños de la calle siempre se reían de sus costumbres orientales, pero la casa de los Smith tenía sus propios rituales, las pequeñas cosas que convierten a un grupo de extraños en una familia.

Su cuarto permanecía inmutable. El resto de la casa también estaba igual. Los mismos muebles, los mismos cuadros, los mismos libros que hacía veinte años. Como si la vida se hubiera detenido en los años 1920. En muchos sentidos era así. Su padre vivía anclado en el pasado. Era incapaz de asumir la realidad. Asumir que su mujer ya no estaba allí, que su hijo ya no estaba allí y que ya no eran una familia.

John dejó sus cosas y se cambió el uniforme por una ropa más deportiva. Por lo menos aquel día volvería a ser él. Pero cuando se observó en el espejo vestido de civil, le abrumó la sensación de que estaba traicionando a alguien. Las ropas parecían más estrechas y se sintió desnudo sin los abalorios del uniforme. Pero lo peor de todo es que intuyó que ya no podía dejar de ser militar. Colocó el uniforme sobre la cama y salió a buscar a Ana.

Su novia vivía cerca de allí. Como él, ella era también hija de un profesor de Berkeley. Su padre. Julio Chávez, era descendiente de un largo linaje de californianos hispanos que estaban en la ciudad antes de que llegaran los anglosajones. Los Chávez tenían una casa enorme cerca de Kenney Park. Julio Chávez había sido rector durante diez años, pero su especialidad era la literatura nórdica europea. Su esposa era una sueca alta y rubia llamada Gudrid y Ana, a pesar de su apellido y sus antecedentes familiares, era una chica alta, rubia y de expresivos ojos verdes. Se habían conocido tres años atrás en una clase de Historia americana. Ana tenía el aspecto de la típica niña rubia intratable y presumida, pero era todo lo contrario.

Durante aquel curso se habían visto varias veces en la biblioteca y habían paseado juntos en alguna ocasión hasta clase, pero a John no se le había ocurrido nunca que él, con su físico andrógino, sus ojos rasgados y su cuerpo pequeño y delgado, pudiera atraerla. Lo cierto era que Ana podía haber elegido a cualquier otro, porque todos los chicos de la universidad andaban detrás de ella. Era guapa y lista. ¿Qué más se podía pedir?

Los padres de Ana, los señores Chávez, no vieron con buenos ojos su noviazgo. John se imaginaba que tras cien años tratando de quitarse el sambenito de parecer hispanos en Estados Unidos y conseguir ser aceptados por los anglosajones que vivían al norte de la bahía, tener unos nietos de ojos rasgados era más de lo que podían soportar. Para colmo, corría la leyenda de que a la madre de John. Susumo, la señora Smith, le faltaba un tornillo. Susumo vestía con el traje tradicional del Japón, vivía como una japonesa y tenía unas ideas que irritaban a las rígidas mujeres de los profesores de Berkeley. Porque Susumo desprendía tradición por los cuatro costados, pero su mente era el de una mujer del siglo XXI. Revindicaba mantener su propio apellido, lo que la americana media consideraba un desprecio al marido, bebía en público más de lo que una mujer de un profesor podía hacer sin desentonar y se rumoreaba que engañaba a su marido con algunos estudiantes.

Para John, su madre no tenía nada que ver con la fama que las damas de la liga moral habían hecho caer sobre ella. Era verdad que vestía como una japonesa, que comían sentados en el suelo en una mesa baja y que su dieta era japonesa, pero nunca había visto beber a su madre. Lo de los amantes era otra cosa. Su marido pasaba largos periodos dando charlas por las universidades de varios estados y Susumo y él pasaban semanas enteras solos. John veía a algunos estudiantes entrar y salir de la casa durante las largas ausencias de su padre pero, por lo menos oficialmente, iban allí a aprender japonés.

John llamó a la puerta de la residencia y enseguida apareció la pecosa criada que tenían los Chávez. Le pidió que esperara en uno de los salones y se fue a avisar a Ana. Observó la recargada habitación y paseó nerviosamente por la alfombra mullida hasta pararse frente a la ventana que daba al jardín trasero.

—John —dijo una voz a su espalda.

Cuando se dio la vuelta pudo observar la cara redonda del señor Chávez y sus ojos negros brillaban en medio de su piel cetrina, le escudriñaron lentamente. John se acercó y le tendió la mano.

—Felicidades. John, me he enterado que estás sirviendo en las Fuerzas Aéreas. Ana me ha dicho que ya eres teniente. Muy bien, hijo, el deber de todo buen americano es defender a su nación cuando ésta le necesita.

—Gracias, señor —dijo John, agitado. El padre de Ana apenas había cruzado alguna palabra con él en los últimos años.

—La guerra está a punto de terminar. Los alemanes están perdidos. ¿Has oído las noticias? Nuestros muchachos avanzan imparables hacia Berlín. A lo mejor para Navidades podemos celebrar el final de la guerra.

—Eso espero, señor.

—Pero no te preocupes, seguro que te da tiempo a matar a muchos japos. Ésos son más duros de pelar. Estás destinado en el Pacífico, ¿verdad. John?

—Sí, en las Marianas. Aunque antes de volver tengo que completar mi formación aquí, en Estados Unidos.

El señor Chávez puso la mano sobre el hombro de John y le dijo:

—Todavía recuerdo mis años en Europa. Esos alemanes siempre han sido unas malas bestias, pero les dimos una buena paliza en Mame —dijo el hombre con los ojos emocionados.

Ana entró en el salón y rescató a John justo a tiempo. Llevaba un vestido corto y amplio que disimulaba totalmente su avanzado estado de gestación. John se contuvo y la recibió con dos castos besos en las mejillas. Un par de minutos más tarde, se encontraban en la calle principal, lejos de las miradas indiscretas de los padres de Ana.

—Ana, ¡cuánto te he echado de menos! No me podía creer que te vería tan pronto. No sabes lo mal que lo he pasado estos meses —dijo John abrazando a su novia.

Ana no hizo ningún gesto. Se quedó impasible y levantó la barbilla. Caminaron de la mano un rato, sin que ella se decidiera a hablar.

—Pero ¿qué te pasa? Atravieso medio mundo para verte, vengo corriendo hasta Berkeley y no me hablas… —dijo John agitando las manos.

La chica se paró en seco y se puso frente a él con los ojos rojos.

—¿Qué? —contestó enfurecida.

Comenzó a llorar mientras le golpeaba en el pecho.

—No sabes por lo que he pasado. Llevo meses mintiendo a mis padres, mintiendo a todo el mundo. Pero no puedo más, no sé qué sucederá cuando se enteren que su única hija está embarazada y encima se lo ha ocultado todo este tiempo.

Ana hundió su rostro en el hombro de John y comenzó a llorar amargamente. Él la rodeó con sus brazos y durante unos minutos permanecieron así, abrazados y callados en mitad de la calle.

—Hasta tres veces he pasado por la clínica para abortar, pero en el último momento me he echado para atrás. Pero ¿qué podemos hacer John? Llévame contigo —suplicó Ana.

—No puedo. Ana, en tres días tengo que volver a mi unidad y no sé cuánto tiempo pasará antes de que volvamos a vernos. Posiblemente tendremos que esperar a que termine la guerra.

—¿A que termine la guerra? Tu hijo no va a esperar tanto —dijo la chica tocándose la barriga.

—Lo sé y he pensado en ello. He venido para hacer las cosas bien.

De repente John se puso de rodillas en mitad de la acera y sacó una pequeña caja del bolsillo. Sin dejar de mirar a la chica a los ojos, extrajo un anillo y lo colocó en la punta del dedo a Ana.

—Por favor. Ana. ¿quieres casarte conmigo?

La chica ahogó un suspiro y los ojos se le nublaron por las lágrimas. Alargó más la mano y recibió el anillo. Después tiró de John para que se levantara y le abrazó.

—John. John. Esto es una locura. Te amo. John, quiero ser tu esposa.

El chico notó la tripa de Ana pegada a la suya y por primera vez fue consciente de la vida que crecía dentro de ella. Sintió miedo. Miedo a morir y no ver nunca a su hijo y miedo a volver; miedo a repetir los mismos errores que sus padres.

—He hablado con un vicario de Kesington. Mañana por la mañana antes de irme nos casaremos. He alquilado una pequeña casa en Oakland. No es muy grande, pero será suficiente para ti y el niño.

—Y. ¿qué les voy a decir a mis padres?

—No les digas nada. Déjales una nota contándoles todo y con tu nueva dirección. Cuando se les pase el enfado irán a ver a su hija y a su nieto. Tus padres te quieren. Ana.

—¿Y tu padre?

—Bueno, él es un caso perdido. Esta noche en la cena se lo diré. Pensará que su hijo John le ha vuelto a fallar —tragó saliva y continuó diciendo—: Pero ya estoy acostumbrado a que eche toda su mierda sobre mí.

—John, no hables así de tu padre —le regañó Ana.

—Perdona. Ana. No estropeemos este momento tan feliz. ¿Nos tomamos un helado en la heladería italiana? —propuso John con la ilusión de un niño.

—Fantástico, John. ¿Qué mejor manera de celebrarlo?

Caminaron hacia el centro, abrazados y en silencio. Nunca se habían sentido tan asustados y satisfechos al mismo tiempo. La vida se componía de eso, de pequeños saltos al vacío que hacen que los hombres sientan un nudo en la garganta y la irrepetible sensación de estar vivos.

La noche parecía más oscura por las nubes que ennegrecían a la luna. John confiaba en que su padre se hubiera dormido ya para cuando hubiera regresado a casa. No le apetecía mucho hablar con él. Cuando era niño las cosas eran muy distintas. Le buscaba en todas horas, pero él estaba siempre de viaje o encerrado en su despacho escribiendo el libro más importante de su vida. Alguna vez lograba sacarle al pequeño jardín y que le tirara unas pelotas al desgastado guante de béisbol, pero la mayoría de ocasiones aporreaba inútilmente la puerta. No dudaba del cariño de su padre, aunque sabía que a quien Peter Smith amaba más que a nadie era a sí mismo. Desde entonces las cosas no habían hecho si no empeorar. Cuando su madre se marchó de casa y regresó al Japón, el frágil mundo de John se vino abajo. Ella le rogó que la acompañara a Japón, pero él siguió con su padre. Todavía se preguntaba porqué había reaccionado así. Tal vez fuera miedo a lo desconocido, a volver a pasar otra vez por el desprecio y la soledad de ser diferente, siempre diferente. Aunque él creía que era por su padre. Lo vio tan débil e indefenso, tan asustado ante la perspectiva de estar realmente solo, que no tuvo fuerzas para abandonarle. Al principio los dos se apoyaron mutuamente. Salían a pescar, corrían juntos por las noches, cenaban en el porche y se reían hasta las tantas, pero tras el verano se reanudaron las clases y su padre volvió a elegir el prestigio y la fama de su cátedra antes que la complicidad con su hijo pequeño.

John observó la fachada, atravesó el jardín y pasó al interior de la casa. Todo estaba en silencio. Esquivó el salón y se dirigió directamente a la planta de arriba, pero una voz hizo que se detuviera en seco.

—John, ¿eres tú?

El joven no contestó, se limitó a bajar los escalones y caminar lentamente hasta la voz.

—Hola padre, creía que dormías. A estas horas sueles estar acostado.

—Es cierto. John, pero no una noche como ésta. Mi único hijo regresa a casa después de varios meses sin saber nada de él. Lo menos que podía hacer era esperarte despierto, ¿no crees?

John se puso enfrente de su padre y se sentó en uno de los sofás. La habitación estaba en penumbra. Apenas se veían las caras. Él lo prefería así. De hecho, llevaban años percibiéndose sin llegar a verse del todo.

—La verdad es que pienso que no fue una buena idea que me quedara a dormir en tu casa. Estoy cansado y no quiero discutir. Mañana me voy temprano.

—¿Por qué íbamos a discutir? ¿Ésa es la imagen que tienes de mí? ¿La de un viejo gruñón que sólo disfruta discutiendo?

El joven respiró hondo y sin saber porqué, le dijo a su padre:

—¿Sabes algo de ella?

—No. John. Es imposible averiguar nada. No está permitido enviar cartas a Japón, estamos en guerra.

—Tiene su lógica, ¿no te parece?

El hombre aspiró el cigarrillo que tenía entre los dedos y dejó que el humo ascendiera por encima de su cabeza.

—Fui hasta la oficina de asuntos extranjeros. Pensé, qué ingenuo, que si ella mantenía su pasaporte americano a lo mejor podría salir de allí. Me imaginé que habría algún tipo de canje de prisioneros, pero me equivocaba.

—He estado allí —dijo John.

—¿Dónde? —preguntó el padre incorporándose en el asiento.

—En Japón.

—¿En Japón? Pero ¿cómo? Nadie puede entrar ni salir del Japón.

—Sobrevolamos Tokio, que en el visor era poco más que una mancha.

—¿Qué hacías sobrevolando Japón? —preguntó el hombre alzando el tono de voz.

—Pues, ¿qué iba a hacer sobre Tokio en un B-29? Estamos en guerra con Japón. Si dejaras de estar entre tus libros y salieras al mundo real te enterarías de las cosas que pasan.

—¿Has arrojado bombas sobre tu madre? —dijo el hombre levantándose y gritando.

John se movió inquieto en la silla.

—Pues claro que no. Mi madre no está en Tokio, está en Kioto.

—Y, ¿tú qué sabes? Puede que ese día estuviera por algo en Tokio, no conocemos su residencia desde el verano de 1941.

—De todas formas yo no tiré ninguna bomba.

—No, claro. Llevas un uniforme de las Fuerzas Aéreas, lo he visto colgado en tu habitación. Sirves como meteorólogo, pero lo que pase en la guerra no tiene nada que ver contigo.

—Pues no, no tiene nada que ver conmigo. No he disparado un solo tiro ni creo que lo haga en toda la guerra, si eso te consuela.

El padre de John prendió la luz del salón y de repente se vieron las caras. Peter estaba visiblemente alterado, pero su hijo intentaba mantener la calma.

—¿No tiene nada que ver contigo? Tú te limitas a señalar dónde y cómo matar y que del trabajo sucio se encarguen otros —dijo y después comenzó a recitar:

Hay una sombra bajo esta roca roja

(ven bajo la sombra de esta roca roja)

así podré enseñarte algo distinto

tanto de la sombra matutina que avanza tras de ti

como de la sombra matutina que se alza hasta encontrarte;

enseñaré tu miedo en puñados de tierra.

Y continuó:

—Tienes miedo. John, puedo verlo en tus ojos. Aunque no tenga mucha luz y mis pupilas estén cansadas y rotas. Eres más listo que todo eso, hijo. La mano ejecutora es moralmente menos culpable que la mano inductora.

—No me vengas con monsergas. La poesía de Eliot está muy bien para tus estudiantes, pero no la uses conmigo. ¿Tú qué sabes de la guerra?

—Más de lo que crees. John.

—Me has contado mil veces que te hiciste objetor de conciencia en la Gran Guerra. Estuviste en varias cárceles hasta 1919. Tuviste que dejar tu puesto en la Universidad de Washington. ¿Qué sabes tú de la guerra?

—El último año de mi arresto lo pase en un hospital para veteranos de guerra. Tuve que cuidarlos, que escucharlos y que llamar a sus familiares cuando terminaban por suicidarse o morían por sus heridas en el cuerpo o en el alma.

La voz del padre de John sonaba triste, como si intentara convencerle de que no cayera en su mismo error.

—Nadie puede escapar a la guerra, pero por lo menos podemos evitar alimentarla y formar parte de ella. No importa que no dispares un solo tiro, si participas te arrepentirás toda la vida.

—Correré ese riesgo. Es mi vida. Eso nunca lo has entendido. Yo no soy como tú, no puedo vivir en un mundo de libros aislado del resto del mundo. Hay cosas que no me gustan, pero no sirve de nada mirar para otro lado —dijo John subiendo progresivamente el tono de voz.

—El ejército te usará y después te destruirá John. No importa lo listo que te creas, ellos saben cómo hacer las cosas y la forma de lavar el cerebro a gente como tú.

—Nuestro país me necesita. Tenemos que ganar esta guerra para que todo siga igual, para que gente como tú pueda seguir opinando y oponiéndose a aquellos que se juegan el pellejo por ellos. Yo he visto a chicos de muy corta edad vomitando antes de entrar en combate, pero es más fácil criticar todo, dejar que la boca se te llene de paz y confraternidad. ¿Acaso el ser humano ha vivido alguna vez en paz? Si no vencemos a los alemanes y a los japoneses, el mundo que hemos conocido se acabará.

Peter miró a su hijo, después apartó la vista y se sentó derrotado en el sofá. John había sido siempre un chico difícil. La ausencia de su madre le había convertido en una persona cínica y descreída, individualista y arrogante, pero era su hijo.

—La mayor parte de mis amigos judíos, los profesores que vinieron huyendo de Alemania en el 1939 y en el 1940, hablan como tú. Creen que para matar a un monstruo todo vale, pero están equivocados. No podemos matar a un monstruo convirtiéndonos nosotros en otro peor, porque entonces lo que haremos será sustituir su monstruosidad por la nuestra. Rezaré por ti, John. Buenas noches.

El hombre se levantó y se dirigió cabizbajo hacia el hall de entrada. John permaneció inmóvil, callado, con la vista perdida. Escuchó el murmullo de la lluvia en la calle. Hacía calor en la habitación por la calefacción. Se dirigió hacia una de las ventanas y la abrió. La voz de la lluvia susurró algo en un idioma ininteligible. El mismo idioma con el que había hablado a millones de seres humanos a lo largo de la historia, pero John ya no podía escuchar su voz. Algo había roto los lazos que le unían a la naturaleza y su voz ancestral era irreconocible. Aspiró fuertemente y el aroma a tierra húmeda le vivificó. Pensó en la mutabilidad de la vida, en el mundo que estaba a punto de desaparecer y el interrogante que se habría a su paso, tuvo miedo y recordó las palabras de su padre y el poema de Eliot: «enseñaré tu miedo en puñados de tierra».

John tenía miedo, pero pensó en Ana y en el futuro que les esperaba juntos, ahogó su miedo en la ingenua esperanza de que un día las cosas serían distintas, en el deseo de poder un día olvidar y perdonar.