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El amarillo del Tío Sam

«La verdad es la primera víctima de la guerra».

Hiram Johnson

EN ALGÚN LUGAR AL NORTE DE CALIFORNIA,

26 DE OCTUBRE DE 1944.

Los ejercicios en un campamento de entrenamiento eran lo más parecido a las rutinas sagradas de un monasterio que John Smith había conocido. Se levantaban a las 5:30, una media hora antes de que el sol saliera por las boscosas montañas que se erguían enfrente del minúsculo campamento. Tras una ducha fría, caminaban durante dos horas antes de desayunar. A las 8 de la mañana recibían la primera clase de instrucción militar que, tras un breve descanso, continuaba hasta las doce del medio día. En las clases aprendían desde técnicas de lucha libre, nociones de japonés, manejo de la radio, supervivencia en la selva y primeros auxilios, hasta resistencia a interrogatorios. John pensaba que la mayoría de aquellas cosas eran superfluas. Él tan sólo era un meteorólogo que la mayor parte de las veces estudiaría el comportamiento del clima a miles de kilómetros de los teatros de operaciones, pero estaba equivocado. La meteorología militar consistía en mucho más que en vagas predicciones medidas a cientos de millas de los objetivos militares, los meteorólogos del ejército viajaban en aviones B-17 y B-24 casi desprotegidos, muchas veces precediendo a los ataques militares. El número de aviones de meteorología derribados en ocasiones eran más numerosos que el de los propios aparatos operativos.

Después de la comida, a las 13:00 horas, comenzaban las clases de tiro, los entrenamientos con armas, los asaltos estilo comando y las prácticas de lanzamiento en paracaídas. A las 17:00 horas los hombres tenían media hora libre y tras una cena ligera el campamento quedaba silencioso a eso de las 19:00 horas. La vida era espartana, la comida sencilla pero contundente y no quedaba mucho tiempo para pensar o arrepentirse de haberse alistado en las Fuerzas Armadas.

El comandante les permitía escribir una carta a la semana, los domingos. Las cartas no debían exceder las dos hojas y nunca se debían contar aspectos de la instrucción, la localización de la base o cualquier otro tipo de información militar. John solía aprovechar su única carta semanal para escribir a Ana.

Después de tres meses fuera de casa, la situación de su novia se hacia cada vez más problemática. En un par de meses su embarazo sería tan evidente que no podría disimularlo por más tiempo.

Los días pasaron con rapidez. Cuando llegó el otoño, en medio de aquellos bosques milenarios, el agotamiento hizo presa de la mayor parte de los hombres. Todos eran demasiado jóvenes, no estaban acostumbrados a la vida dura del campo ni habían sufrido nunca aquel tipo de disciplina. El invierno sería largo y la separación de la familia comenzaba a pesar en sus mentes.

Una fría mañana de octubre, el comandante Harry Wolf les anunció la visita del general Emmett O’Donnell. Las novedades en el rígido sistema del campo eran muy bienvenidas. La agitación entre los chicos era evidente. Aquello sólo podía significar una cosa: la instrucción estaba a punto de terminar y no tardarían mucho en entrar en acción.

El pequeño pabellón de madera estaba repleto de soldados. Algunos se habían tenido que sentar en el suelo o esperar al fondo de la sala, junto a la puerta. El comandante anunció la llegada del general y el murmullo de voces se apagó de repente.

—Señores, el general Emmett O’Donnell les expondrá brevemente cuál es la situación de las operaciones militares aéreas en el Pacífico —dijo el comandante señalando al general. Un hombre delgado, con lentes y aspecto de oficinista, dio un paso adelante y se situó delante de la treintena de soldados.

Todos le observaron con atención. Aquel hombre corriente tenía unos expresivos ojos azules y un don natural para contactar con la gente.

—Caballeros, me alegra conocerles. El comandante Wolf me ha informado periódicamente de sus progresos. No es fácil crear soldados de la masa informe de intelectuales y universitarios. En el famoso discurso de Ralph Waldo Emerson a los estudiantes de la Universidad de Harvard se definió al intelectual estadounidense, como el hombre que debía reunir en sí mismo dos virtudes capitales: la libertad y la valentía. Libre hasta la definición de libertad, sin impedimento alguno que no surja de su propia constitución. Valiente, pues el temor es algo que un intelectual, por su misma función, rechaza. El temor nace siempre de la ignorancia. El reverendo Waldo despreciaba la debilidad del hombre que en tiempo de peligro, los comparaba con los niños o las mujeres, que se creen parte de una especie protegida, que aleja sus pensamientos de la política o los asuntos engorrosos. Ustedes han de ser libres y valientes. Eso es lo que les exige su país en este momento, eso es lo que necesita la civilización occidental que representan, ése es el mensaje que deseamos transmitir al mundo y a esos japos en particular.

El general comenzó a moverse entre las filas de los pupitres, parándose de vez en cuando delante de uno de los soldados y dirigiéndose directamente a él.

—La guerra en Europa está a punto de terminar, pero en el Pacífico el fascismo sigue amenazando al mundo libre. Nuestro deber es defender la forma de vida americana. Preparar un mundo mejor para nuestros hijos y darle a esos japos donde más les duele: en las pelotas.

Una carcajada general relajó el ambiente y los muchachos comenzaron a sentirse fascinados por aquel discurso erudito, pero a la vez llano.

—1944 ha sido un buen año para nuestros ejércitos. Después de meses de retrocesos, nuestros avances han sido imparables. En enero recuperamos las islas Marshall. Poco después ocupamos por primera vez territorio japonés en la isla de Majuro y otras islas de la zona. La importante base militar de Truk está prácticamente inutilizada. Prácticamente hemos destruido su armada después de la Batalla del Mar de Filipinas. Los japoneses también están retrocediendo en China y Birmania. La India ya está libre de la amenaza nipona. Hace apenas un par de meses se liberó la isla de Guam. En estos momentos nuestros muchachos están luchando en Formosa. Okinawa y Luzón. Isla a isla, como un castillo de naipes, el imperio japonés va cayendo. Pero nosotros, las fuerzas aéreas de los Estados Unidos tenemos el deber de acelerar ese proceso y dar una patada en el centro del Japón —dijo el general señalando las islas en el centro del mapa que había en la pared de la pizarra.

Los soldados permanecieron en silencio, aguantando la respiración. El general cogió una tiza y comenzó a dibujar en la pizarra.

—A finales de 1943 nuestros aviones comenzaron a acercarse a Japón para infringirles los primeros daños. Nuestras bases en China estaban muy alejadas de Japón y con nuestros aviones B-17 y B-24 era muy difícil llegar hasta el archipiélago, atacar y retornar a nuestras bases. Tras la ocupación japonesa de Birmania, nuestras bases en China estaban aisladas y sólo era posible abastecerlas desde la India por la peligrosa «Joroba» de Chengtu. No ha sido hasta abril de este mismo año que hemos logrado tener disponibles los nuevos B-29. Los cazas japoneses apenas logran arañar a nuestros aparatos —bromeó el general.

El grupo de soldados volvió a soltar otra carcajada. John se sentía incómodo. Aquel general hablaba bien, pero a él no le gustaba que le manipularan de una manera tan descarada.

—En la India tenemos ocho bases: Dudkhundo, Chakulia, Kharagpur, Kalaikunda, Piardabo, Chittagong, Horhat y Chabau; también tenemos bases en China Bay en Ceilán. En China tenemos doce bases más; ustedes puede que sean trasladados tras su instrucción a la de Kunming.

Uno de los soldados levantó la mano, se puso en pie en posición de firme y lanzó una pregunta:

—Señor, ¿cuáles son los objetivos principales de la zona?

—Gracias por la pregunta, soldado. Los objetivos principales son éstos —dijo señalando con un punzón el mapa—: Hankow, Mukden y Anshan en China. En el resto del área están: Shinchiku, Kagu, Tainan, Okayama y Takao en Formosa, Singapur y Palembang en Sumatra. También hay otros objetivos en Tailandia y la Indochina francesa.

—Señor, los objetivos son muy amplios, pero ¿no hay objetivos dentro de las islas del Japón? —preguntó otro de los soldados, levantado el brazo.

—Japón queda lejos de nuestro alcance, pero estamos incluyendo entre nuestros objetivos algunas ciudades del sur como: Omura. Sasebo y Yakata en Kyushu.

—Señor, ¿cuáles son las mejoras del B-29 frente al B-17? —preguntó una tercera voz.

—Nuestros técnicos han estado trabajando en tres terrenos imprescindibles para llevar la guerra a las islas del Japón; el aumento de la velocidad, la resistencia y la capacidad de los aviones. De la velocidad de 450 kilómetros por hora del B-17 hemos pasado a la de 600 kilómetros por hora del B-29. Otra de las mejoras es el radio de acción que se ha ampliado de los 1750 kilómetros a los 9350 kilómetros Por último, el B-29 puede transportar 7200 kilos de bombas frente a los 2740 kilos del B-17.

—Es increíble —dijo el comandante desde su asiento en primera fila.

—La verdad es que cuando uno ve un B-29 en pleno vuelo siente escalofríos. Es el avión más mortífero que el hombre haya creado jamás —dijo el general en tono teatral.

—¿Esos aparatos han sido ya utilizados contra Japón? —preguntó John, intentando poner en un aprieto al general.

—Hace apenas unos meses, en junio, pero los aviones no llegaron a bombardear ningún objetivo importante. En agosto se han hecho varios bombardeos sobre Tokio, pero apenas se han destruido los objetivos señalados. El tiempo es un factor a contar en el Pacífico, por eso están ustedes aquí. Soldados de diferentes ejércitos preparados para ayudar a ganar la guerra con la meteorología.

—Entonces general, ¿para qué sirven sus juguetes? No son efectivos en la guerra en el Pacífico —dijo John torciendo la cara.

El comandante se puso en pie, se acercó al joven y señalándole con el dedo le dijo:

—No te pases de listo con el general. Te tengo calado hace tiempo. John Smith. No me gusta tu cara amarilla de japo ni tu gesto arrogante de niño de papá.

—Comandante, no me importa responder al muchacho —dijo el general intentando apaciguar los ánimos—. Mire, soldado John, las cosas en la guerra nunca van al ritmo que nos gustaría. Las bases en China y la India no nos sirven para bombardear Japón. Por eso, ahora mismo, mientras usted y yo hablamos y bromeamos sobre los japoneses, miles de soldados están consolidando y protegiendo las recién adquiridas islas Marianas. Desde nuestras nuevas bases ya llegamos hasta nuestro objetivo de la siderurgia de Yawata, como le he dicho, pero todavía habrá que esperar un poco para ser más efectivos. Los bombardeos diurnos y a gran altura no están dando los resultados deseados ¿Satisfecho?

John se puso colorado e hizo un leve gesto con la cabeza.

—¿Alguna pregunta más? —dijo el comandante sin dejar de mirar malhumorado al recluta.

—No, señor.

—¿El resto tiene alguna duda? —preguntó el comandante con los brazos apoyados en la cintura.

El ambiente cortante rompió la amigable charla y nadie se atrevió a lanzar una nueva pregunta.

—Pues si no hay una nueva pregunta, pueden volver a sus quehaceres, la clase ha terminado —bramó el comandante.

El grupo se dispersó ordenadamente, pero antes de que todos saliesen el comandante pidió a tres de los soldados que se quedaran.

—John Smith, Mark Radien y Peter Márquez, no abandonen sus asientos.

Los tres soldados se miraron unos a otros extrañados y cuando la sala quedó vacía el general se acercó a cada uno de ellos y los escudriñó con la mirada antes de comenzar a hablar.

—Se preguntarán porqué les he pedido que se quedaran. Todos los hombres entrenados en este campamento secreto son excepcionales, pero le pedí al comandante que seleccionara a los tres mejores para una misión especial en la que podrán poner a prueba sus habilidades.

Los soldados miraron al general sin salir de su asombro. Mark y Peter eran los hombres favoritos del comandante, pero John era todo lo contrario. Desde el primer momento la situación de John en el campamento no había sido buena. Su aspecto frágil, sus rasgos orientales, su timidez y el poco interés que ponía el recluta en su adiestramiento, le habían causado muchos problemas. La mayor parte de los soldados no le hablaban y, los dos o tres que todavía no le habían retirado el saludo, apenas le dirigían la palabra. Sufría continuas bromas y humillaciones. Le ponían la zancadilla cuando se dirigía con la bandeja a su asiento en el comedor, le escondían sus cosas para que se presentara tarde a la revista y le llamaban despectivamente «el amarillo».

—Como comprenderán, la misión es extremadamente secreta y no pueden contar nada al resto de sus compañeros. Lo único que puedo decirles por ahora es que partirán en un avión conmigo esta noche. Nuestro destino será el Pacífico y en el vuelo les explicaré los detalles de la misión, por eso les aconsejo que hagan sus petates y los carguen en la camioneta que está detrás de mi jeep. En un par de horas tenemos que estar en la base militar de Palo cerca de San Francisco —dijo el general a los tres jóvenes.

Los tres soldados se pusieron de pie a la vez, como si tuvieran un resorte, saludaron al general y al comandante. Cuando cruzaron el umbral de la puerta corrieron hacia sus barracones y prepararon a toda velocidad sus petates. Su adiestramiento había terminado de la forma más inesperada. Iban a entrar de lleno en la guerra.

El B-29 brillaba bajo la luz de la luna. El colosal pájaro plateado, con sus formas redondeadas, tenía sus motores en marcha, rugiendo como medio millar de leones hambrientos. John se ató el cinturón de seguridad y se recostó nervioso en su asiento. Era la primera vez que volaba. Las pruebas de paracaidismo de la base siempre se realizaban desde plataformas altas y paracaídas simulados, pero nunca desde un avión real. Respiró hondo, cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa, pero los cuatro motores comenzaron a coger fuerza y percibió el traqueteo del avión sobre la pista y el olor a combustible quemado. Notó que se le secaba la boca y que le faltaba el aire. Abrió los ojos por unos momentos y observó como todo se bamboleaba. A su lado, sus dos compañeros también estaban con los ojos cerrados y aferrados a su asiento.

El avión comenzó a correr por la pista hasta que logró levantarse del suelo y tomó altura. John sintió la presión del despegue, que le pegaba al asiento y los giros del avión a uno y otro lado mientras llegaba a veinticinco mil pies. Después el morro se bajó y el avión recuperó la posición horizontal. Entonces, escuchó una voz y la delgada figura del general se acercó hasta él.

—Soldados, por lo que veo, éste es su primer vuelo. No se preocupen, al final se acostumbrarán. Al principio cuesta un poco, pero con el tiempo uno se olvida que está a siete u ocho mil metros sobre la tierra.

Los tres soldados intentaron sonreír, pero en ningún momento se soltaron de los pasamanos de sus asientos.

—Soldados, nos dirigimos a la base de la isla de Saipán, en el archipiélago de las Marianas. En uras horas haremos escala en Hawai, pero sólo será para repostar. Va a ser una noche muy larga, les aconsejo que descansen.

El general se alejó dando tumbos hasta su asiento y dejó que los soldados intentaran descansar, pero los tres soldados estaban demasiado nerviosos para relajarse y dormir. Se conformaban con no vomitar y llegar con vida a tierra.

La base de Saipán brillaba bajo una luz límpida. John nunca había visto un agua tan cristalina y una arena tan blanca. Las playas de California eran muy bellas, pero parecían viejas y andrajosas comparadas con aquellos arrecifes de corral y aquel cielo resplandeciente. La verdad era que John casi nunca iba a la playa. Se sentía acomplejado por su cuerpo menudo, amarillo y huesudo. Aunque le gustaba pasear por la orilla del mar con su perro Charli y mirar el infinito azulado del océano, nunca se había internado en el agua. A veces se preguntaba por las tierras que había al otro lado. Él pertenecía a California, pero su cuerpo delataba su origen asiático, del otro lado del Pacífico.

El general les apremió para que bajaran lo más rápidamente posible del avión y les dejó bajo el cuidado de un sargento mayor. Éste les llevó hasta un barracón y les dijo que descansaran hasta las doce del mediodía. Tendrían que partir en menos de una hora. John se desplomó sobre la cama y enseguida se quedó dormido. Las emociones del día anterior y el interminable vuelo le habían dejado agotado. ¿Qué se proponía aquel incisivo general? ¿Cuál era la misión que tenían que realizar?, se preguntó justo antes de caer en un profundo sueño.

El avión del general O’Donnell tenía un gran cartel rotulado en el que se leía Dauntless Dotxy, el nombre del avión. John no sabía de dónde venía la tradición de ponerle nombres a los aviones, pero había escuchado que los «Tigres Voladores» a los que pertenecía eran conocidos por pintar dientes de tiburón en el morro de sus cazas. No había vuelto a ver al coronel Gilman desde que aquella mañana en la universidad partieran juntos hasta el campamento secreto al norte de California. Desde entonces le habían tratado como a un soldado más, recibiendo la misma instrucción que el resto de sus compañeros y una paga similar. John desconocía si alguno de los meteorólogos con los que había pasado los últimos meses eran o no «Tigres Voladores». El coronel Gilman le había advertido de que no debía hablar con nadie sobre ese asunto, por eso cuando le vio al pie del B-29 del general, el joven soldado se quedó bastante sorprendido.

—Buenas tardes. John —dijo Gilman sonriendo al muchacho.

—Buenas tardes, señor.

—Tu adiestramiento ha terminado. Volaremos juntos en esta misión, el general es un viejo amigo. Los AVG tenemos muchos amigos entre los mandamases del ejército. Al fin y al cabo, ya somos parte oficial de las Fuerzas Aéreas. Venga sube, el general está impaciente por partir. ¿Ves aquello? —dijo el coronel señalando a la gran explanada.

John miró la inmensa planicie del aeródromo y las decenas de B-29 que brillaban bajo el sol del Pacífico. Era un espectáculo hermoso y sobrecogedor. La poesía de la muerte se reflejaba en las tripas de todos aquellos gigantes del aire.

—Hoy nos acompañarán unos amigos; el general me ha dicho que de esta base y de otras dos partirán 111 aviones en total. Cuando los japos nos vean aparecer por el cielo se echarán a temblar.

El coronel cogió del brazo al joven y lo introdujo en el avión cuando los cuatro potentes motores comenzaron a girar lentamente. En el interior había nueve tripulantes más. A diferencia del B-29 en el que había atravesado el océano, aquel avión tenía varias mesas y muchos equipos de medición y comunicación. Algunos era la primera vez que los veía y no sabía ni para qué servían.

El general estaba sentado con dos oficiales escudriñando un mapa. Sus dos compañeros estaban sentados a un lado del avión y cuando John entró con el coronel le miraron extrañados. Tomaron asiento y el avión despegó bamboleando los equipos y a los once tripulantes. Cuando llegaron a los 35 000 pies de altura el avión volvió a enderezarse y el general se puso de pie.

—Bueno, muchachos —dijo dirigiéndose a los tres jóvenes—, van a entrar por primera vez en combate. En unas horas estaremos sobre Japón. La misión de este avión es dirigir las operaciones y tomar fotos y mediciones para futuras misiones. Los 111 aviones que componen esta escuadrilla tiene como objetivo unas fábricas próximas a Tokio. Pero no se preocupen, nosotros también lanzaremos algunas bombas a esos japos. Les enviaremos un regalo de parte de los soldados muertos en Pearl Harbor —dijo guiñándoles el ojo.

Los tres soldados le miraron deslumbrados. Aquello era la mayor aventura que habían vivido nunca. Estaban a punto de entrar en combate y desde el avión base del general O’Donnell.

—El principal objetivo de la misión es destruir la fábrica de motores Musashima, pero tan importante o más es que fotografiemos y analicemos la situación de Tokio. Es la primera vez que un B-29 vuela sobre la capital del Japón y me temo que no será la última —dijo sonriente. Después añadió—: Caballeros, el baile ha comenzado.

Uno de los oficiales se acercó a los tres jóvenes y les llevó hasta una de las mesas del fondo. Parecía muy joven pero sus galones delataban su grado de teniente. Cuando los cuatro estuvieron frente a los instrumentos de medición, el oficial les explicó el funcionamiento de algunos de los aparatos.

—Nuestras mediciones son más fiables que las de los japoneses y de las que hacen nuestros enemigos alemanes, porque las tomamos en altura y siempre tenemos varios aviones meteorológicos que están recogiendo valores cada dos días. Los japoneses basan sus mediciones en estadísticas de la meteorología de los últimos años, pero como saben muy bien, el tiempo no es constante. La más mínima variación en la presión atmosférica, un leve cambio en la intensidad del viento o una masa de aire caliente, puede variar la previsión meteorológica en cuestión de minutos.

John siguió las explicaciones del oficial y por unos minutos se olvidó de que iba dentro de una fortaleza volante a punto de entrar en combate en suelo enemigo.

—Cada misión importante va precedida por un avión meteorológico. Si las mediciones no son buenas, el meteorólogo tiene la facultad de pedir que se aborte la misión. El oficial al mando puede continuar, pero con el informe negativo de un meteorólogo del ejército muy pocos se atreven a seguir adelante. Somos los nuevos sacerdotes de Marte, dios de la guerra —bromeó el oficial.

Peter se dirigió al oficial señalando el mapa en el que aparecían corrientes marinas y la previsión meteorológica del día.

—Señor, ¿cómo podemos hacer un pronóstico rápido sin miedo a equivocarnos?

—Muchas veces nos equivocamos, Peter. La cuestión es hacerlo de la manera más aproximada. Si no advertimos un viento contrario, por ejemplo. Eso puede suponer que los aviones de combate no tengan combustible suficiente para regresar a sus bases.

—Entiendo.

—Ahora mismo nos llegan por radio las mediciones de otros dos aviones que sobrevuelan zonas cercanas. Aquí y aquí —dijo señalando el mapa.

—Si le he entendido bien, nosotros podemos mandar a todos estos aviones para casa y abortar la misión —dijo John sorprendido.

—Sí. Venga, muchachos, ahí tienen los datos… Estamos a menos de media hora de nuestro objetivo, hagan una previsión lo más fiable posible.

Los tres jóvenes pasaron más de veinte minutos midiendo presiones, analizando los datos y unos minutos antes de que los aviones llegaran sobre Tokio, el oficial les pidió sus pronósticos. Peter y Mark coincidían bastante en el pronóstico, que se aproximaba mucho al del oficial, pero John tenía un pronóstico distinto.

—¿Cuál de los pronósticos vamos a presentar al general? —pregunto Mark.

—Normalmente, cuando hay varios pronósticos se ha de optar por el más consensuado. John, entiendo las bases de tus predicciones, pero dices en tu pronóstico que en los próximos minutos las nubes cubrirán Tokio y que el viento comenzará a soplar de Siberia.

—Mire, señor, la medición del avión al oeste de Tokio indica un aumento de la intensidad del viento en la zona. He medido la velocidad y esta masa nubosa estará sobre la ciudad en menos de media hora.

—Eso en el caso de que tus cálculos sean correctos… —dijo Peter, irritado.

John frunció el ceño y se quedó callado.

—Nosotros tres pensamos que el viento seguirá soplando del sur y que se esperan varias horas de cielos despejados. Ése será el informe oficial, pero muchas gracias. John, por tus mediciones —dijo el oficial.

El oficial cogió la previsión y la llevó hasta el general. Los ayudantes del general estudiaron las mediciones detenidamente. En unos minutos estarían sobre sus objetivos.

—Muy buen trabajo, muchachos —dijo el general mirando a los jóvenes meteorólogos.

Los B-29 se posicionaron sobre Tokio y buscaron el objetivo principal, la fábrica de motores de Musashima. Los aparatos volaban a tanta altura que escapaban del alcance de los cazas y de las baterías antiaéreas, por eso sus únicos enemigos a esa altitud eran el viento y la nubosidad.

—Señor, estamos a diez minutos de los objetivos —dijo el piloto, y el general observó la pequeña mancha de Tokio. Fue la última vez que la vio, unos minutos después el viento cambió bruscamente y las nubes comenzaron a cubrir la ciudad.

—¿Qué sucede? —dijo el general al ver las nubes.

El oficial meteorólogo echó un vistazo por la ventana y después volvió a medir el viento y la velocidad.

Tras hacer sus cálculos miró al general sorprendido.

—Ha cambiado, señor. Una fuerte corriente de Siberia está empujando una masa compacta de nubes. Antes de cinco minutos, todo estará cubierto por un gran manto blanco.

—¿No podremos ver nuestros objetivos? —preguntó el general, mientras apretaba la pluma con fuerza.

—No, señor. Aunque lo peor es el viento. A la altura que estamos la desviación de las bombas es muy difícil de calcular. Deberíamos abortar y regresar a la base —dijo el oficial visiblemente nervioso.

—Demasiado tarde, lanzaremos nuestro equipaje y cruzaremos los dedos —contestó el general dando la orden de ataque.

Unos minutos después las compuertas del B-29 se abrieron y las bombas salieron silbando de los silos. John pudo ver la lluvia de grandes gotas de acero sobre el cielo encapotado de Tokio.

Después de la misión. John y sus dos compañeros pudieron descansar una noche entera. A la mañana siguiente, el general O’Donnell y el coronel Gilman les esperaban en el despacho del general. Habían oído rumores de que el bombardeo no había sido muy efectivo y O’Donnell estaba de un humor de perros.

—Por favor, tomen asiento —ordenó el general sin florituras.

Los tres soldados se sentaron. Se percibía su nerviosismo y su deseo que el rapapolvo que estaba a punto de recibir se acabara lo antes posible.

—Muchachos, no me voy a andar con rodeos: el bombardeo de ayer fue un rotundo fracaso. De los ciento once aviones que partieron para la misión para destruir la fábrica de motores Musashima, sólo veinticuatro vieron el objetivo, el resto lanzó las bombas a voleo.

Los jóvenes soldados se miraron estupefactos.

—Naturalmente, el objetivo apenas ha sido dañado. El bombardeo a gran altura no parece ser muy efectivo y menos en condiciones meteorológicas adversas —añadió el general.

El coronel tomó la palabra en tono más reconciliador.

—Con ello no estamos acusándoles directamente a ustedes. Su pronóstico fue desacertado, pero tan sólo ayudaban al teniente Thomas. Siguen en periodo de entrenamiento y todavía tienen mucho que aprender, pero queríamos que fueran conscientes de la importancia que tiene un buen pronóstico del tiempo.

El silencio en la habitación era total. Los soldados, cabizbajos, no sabían qué responder. El general forzó una sonrisa y colocando su mano sobre uno de los hombres les animó.

—En esta guerra tendrán muchas oportunidades de demostrar lo que valen y de ayudar a su país. Lo importante en la vida no es acertar siempre, sino aprender de nuestros errores. Pueden retirarse.

Los tres se pusieron en pie y se dirigieron a la salida.

—John, usted quédese, por favor —dijo el coronel.

El joven miró extrañado a sus dos superiores y volvió a sentarse.

—El teniente Thomas nos habló de su pronóstico. Todavía no entiende cómo pudo predecir el cambio del viento y la llegada de esas nubes. He confirmado personalmente los elogios que hizo de usted el coronel Gilman —dijo el general.

—Gracias, señor —contestó perplejo John.

—Sus dos compañeros se quedarán en esta base y se unirán al equipo meteorológico del Pacífico. Pero usted regresará a Estados Unidos.

John parecía no entender las palabras del general. Aquello parecía un castigo más que un regalo.

—Desde este momento y terminada su formación, queda ascendido al grado de teniente. Espero que lleve con honor esos galones. También he recibido informes de su instructor; al parecer no considera que tenga madera de militar —dijo el general alargando las últimas palabras.

El joven se encogió de hombros.

—Pero, qué demonios, ¿de qué madera estamos hechos nosotros? Esta guerra necesita que todos arrimen el hombro. No me importa una mierda si es capaz de disparar un tiro o vestirse correctamente, lo realmente importante es su capacidad para prever lo que el cielo va a hacer a cada momento —dijo el general apoyando una mano sobre el hombro de John.

—En eso John no tiene competencia —añadió el coronel.

—Será asignado a un grupo especial en Estados Unidos, pero ahora le recomiendo que descanse. Le queda un largo viaje de vuelta. He firmado un permiso de dos semanas. Disfrute del tiempo que le queda libre, después será enteramente del ejército.

—Gracias, señor —contestó John exultante.

Sus dos superiores se miraron sonrientes, los jóvenes reclutas exhalaban una ilusión que ellos habían olvidado hacía tiempo. Hasta el trabajo más emocionante se convierte en pura rutina cuando pasan los meses.

John saludó a los dos hombres y salió del despacho. No había avanzado unos pasos por el pasillo, cuando escuchó detrás la voz del coronel.

—John, no te marches. Tengo que hablar contigo un momento.

El muchacho se detuvo y esperó muy serio al coronel.

—La verdad es que no esperaba que el general reaccionara tan positivamente. Al fin y al cabo, el bombardeo de ayer fue un verdadero desastre. Sabe que el Estado Mayor pedirá su cabeza en una bandeja. Ya se rumorea que será sustituido por el general Curtis E. LeMay.

—Es una pena —añadió John—. El general O’Donnell parece un buen tipo.

—Es un buen tipo, pero los jefazos quieren resultados y no perdonan los fallos. Pero lo que nos importa es que el general O’Donnell te ha recomendado para una operación especial que se está organizando en Estados Unidos. La operación especial por la que el VGA contactó contigo, ya me entiendes. Sólo quiero decirte dos cosas: la primera es que comenzarás a recibir tu paga del VGA, pero para que el fisco no comience a hacerte preguntas usaremos el procedimiento habitual. El dinero será ingresado en un banco situado en las Islas Bahamas, en una cuenta cifrada. Al final de tu servicio podrás retirarlo o seguir con la cuenta abierta. La segunda cosa es más importante, quiero que mantengas la boca cerrada durante el permiso. Nada de ir contando por ahí que trabajas para nosotros. Eres un teniente de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, es todo lo que necesita saber tu gente. ¿Entendido?

—Sí, coronel.

—Ah, otra cosa más. Felicidades por tu pronóstico. Cuando te conocí en la universidad pensé que tu profesor se había equivocado. Me pareciste un tipo frío, arrogante e indisciplinado. Ahora sé que no tenía razón. Cuida tu culo amarillo, ya me entiendes. John. Esto no es un juego. Cumple con tu trabajo y antes de que acabe esta guerra tendrás una fortuna esperándote, mete la pata y yo mismo me encargaré de romperte las pelotas.

John tomó muy en serio las amenazas del coronel. Gilman era de todo menos un farolero. Convenía tenerlo de su parte.

—Lo intentaré, coronel. Sé que no he nacido para ser soldado, pero estamos en guerra y conozco perfectamente mi deber.

—Muy bien. John. En el ejército las cosas son muy sencillas. Unos piensan y otros actúan. Tú estás en el segundo grupo. Obedece y todo saldrá bien.

El coronel escudriñó a John con la mirada y después sonrió y le pasó el brazo por el hombro.

—Pero no nos pongamos tan serios. Hay que celebrar tu ascenso. Conozco un sitio cerca de la playa en el que hacen los mejores cócteles del Pacífico. Hoy voy a enseñarte otros de los secretos del ejército. Por ejemplo, que hay que beber mucho, el alcohol ayuda a digerir muchas cosas.

—No tengo ningún otro plan —contestó John más relajado.

Los dos hombres se dirigieron con paso acelerado hasta el parking y tomaron uno de los jeep. El coronel condujo hasta la playa y en media hora estaban sentados bajo un tejado de paja, disfrutando de un asombroso día de verano. Parecía que estuvieran en cualquier lugar turístico de California. Por un momento el tiempo se detuvo y la guerra se convirtió en un fantasma lejano.

—Yo también estudié en la universidad. En Harvard, para ser más exacto, pero no terminé la carrera. Cuando uno es joven no piensa en el futuro y al hacerte viejo ya no hay futuro en el que pensar.

—¿Está casado, coronel? —preguntó John, después de sorber por la pajita de su bebida.

—Lo estuve una vez, pero mi vida es incompatible con el matrimonio. No tengo residencia fija, siempre de una lado para el otro reclutando a mocosos como tú —bromeó el coronel—. Pero hagamos un brindis.

—¿Por qué, señor?

—Por nuestras cuentas corrientes, y para que esta guerra dure lo suficiente para hacernos ricos.

—¡Salud! —dijeron los dos hombres a coro.

John miró hacia el agua e intentó pensar en Ana y en su padre. En unos días estaría de nuevo en casa, pero temía que las cosas hubieran cambiado mucho, que él hubiera cambiado mucho. El ejército le había robado esa especie de inocencia cínica que tienen los universitarios durante todo su periodo de estudios. La realidad se abría a golpes en su vida y eso le asustaba.

—¿Sabes una cosa, John? A veces veo la existencia como una pistola con una sola bala. Te pasas todo el tiempo preguntándote si es el momento de disparar o hay que esperar a más. La mayoría de la gente no dispara nunca. Se muere con su única bala en el cargador.

—Entiendo lo que quiere decir.

—Has sido valiente. John. Muchos se hubieran quedado en casa a esperar que todo esto acabara. Pero tú has dado el paso al frente —dijo el coronel mirando a los ojos del joven.

—Gracias, señor —contestó John complacido.

—Apea el tratamiento. John. En el AVG no hay jerarquías. Mientras estemos solos puedes hablarme de tú.

—Sí, señor. Perdona, sí, Gilman.

—Eso está mejor, muchacho. Tú y yo somos iguales, lo veo en tu mirada. Estamos por encima de los sentimientos. Hemos soltado lastre y flotamos. No dejes que te jodan con toda esa mierda de la conciencia y el deber. Los AVG tenemos dos reglas únicas. Haz todo por el AVG y vuela cuando algo o alguien te quiera atrapar.

—Bonita filosofía —dijo John, pero sabía que él no era como el coronel y que nunca lo sería. Era verdad que nunca había logrado echar raíces, que sus ojos achinados, su cara ovalada y su tez amarillenta le habían alejado de los demás, pero ahora iba a ser padre, quería a Ana y, a su manera, quería al viejo.

Miraron la puesta del sol sobre las aguas cristalinas del Pacífico, John pensó en lo cerca que estaba de su madre. Ella vivía en alguna maldita isla de Japón. ¿Cómo sería su vida allí? ¿Se encontraría bien? Llevaba tres años sin tener noticias suyas. Hasta ese momento Japón apenas había sido bombardeado, pero las cosas iban a cambiar muy pronto. La sola idea de la muerte de su madre, le produjo un escalofrío que recorrió toda su espalda. Su madre podía encontrarse debajo del avión en el que él había volado aquella misma noche. Tal vez, ya tenía una bomba con su nombre escrito. Tal vez ya estaba muerta.