I

El país sin descubrir

«Un país sin descubrir, de cuyos límites ningún viajero regresó jamás, que desconcierta la voluntad y nos obliga a soportar los males que tenemos aquí antes que lanzarnos a otros desconocidos».

William Shakespeare

Algunos han dicho que Berkeley es mucho más que la sombra alargada de San Francisco. A su entrada se encuentra una de las puertas más emblemáticas de la ciudad. En ella están grabados dos nombres. Uno es el de Jane K. Sather, que donó la puerta en memoria de su marido Peder Sather, uno de los benefactores de la universidad, y el otro es el del propio Sather. John Galen Hogard, su constructor, escandalizó a la buena gente de San Francisco, cuando incluyó en el diseño original a cuatro hombres desnudos que representaban a la ley, las letras, la medicina y la minería; junto a ellos, colocó a cuatro mujeres desnudas que simbolizan la agricultura, el arte, la arquitectura y la electricidad. Los Sather también donaron a la universidad la menos polémica Torre de Sather. Muchos dicen que se parece a la hermosa torre de San Marcos de Venecia, pero los habitantes de Berkeley saben que la de los Sather es aun más bella. La torre simboliza el ascenso del hombre de su absoluta ignorancia hasta el conocimiento pleno.

John había escuchado esa explicación mil veces de boca de su padre y había seguido su dedo por el aire mientras enfocaba la blanca y reluciente torre. Allí no había iglesias ni catedrales que le quitaran el protagonismo. La torre se erguía solitaria observando la Bahía de San Francisco, como una especie de faro del conocimiento.

John solía subir a la torre muchas tardes de verano. Ascendía por las escalinatas sus trece plantas y llegaba, casi desfallecido, a lo que él llamaba «el techo de California». No usaba el ascensor como lo hacía la mayoría de los alumnos y profesores. Quería subir por sus propias fuerzas. Notar como los músculos de las piernas se entumecían y sentir como el dolor dejaba paso al agotamiento, y éste al sosiego de la insensibilidad. Cuando llegaba hasta la cima, se paraba agachado con la cabeza inclinada hacia delante e intentaba recuperar el aliento. Después, se aproximaba al vacío inexorable y desde allí contemplaba las colinas que rodean por el este a la universidad, el inmenso campus desierto, la Bahía de San Francisco y el hermoso puente Golden Gate. A veces, John se detenía por unos momentos para observar el puente que unía el continente con la Península de California y le gustaba pensar en la fuerza del hombre para unir las cosas donde la naturaleza se empeñaba en dividirlas.

Aquella tarde era distinta. No había escogido aquel lugar secreto para maravillarse de la puesta del sol sobre la bahía, tenía otras cosas en que pensar. Su cabeza no dejaba de dar vueltas a la propuesta que había recibido aquella misma mañana. Se había levantado como siempre. Había dejado la habitación de la residencia de estudiantes donde vivía desde hacía dos años y había atravesado el campus con la mente centrada en su tesis. En los últimos meses sus estudios habían llegado a obsesionarle, pero por lo menos ya no tenía que soportar al viejo profesor Smith, su padre. Su director de tesis era la antítesis de su progenitor. Alan High era un hombre moderno, abierto a las ideas del mundo que estaba comenzando a nacer de las cenizas de una guerra que daba sus últimos y sangrientos coletazos.

Aquel verano del 1944 los chicos del «Tío Sam» habían desembarcado en Normandía y avanzaban imparables hacia el corazón de Alemania. Todo el mundo decía que el final de la guerra era cuestión de meses. En el Pacífico por fin las cosas comenzaban a mejorar. Los soldados americanos habían recuperado Las Marianas, unas islas imprescindibles para llegar a bombardear Japón y acelerar el fin de la guerra.

John tenía un conocimiento limitado de la guerra. Su condición de estudiante y menor de 22 años le había salvado por ahora del alistamiento obligatorio. Definitivamente, aquélla no era su guerra, la única batalla que quería ganar era la de demostrar a su padre que había algo más importante que la literatura, algo que estaba cambiando la concepción del mundo, la ciencia.

Cuando llegó al viejo edificio de Climatología de la universidad, su anodina fachada de ladrillos rojos apenas estaba iluminada por el sol de julio. Los pasillos permanecían en penumbra y sólo la luz del despacho de High al fondo delataba algo de vida en la planta.

Entró en el despacho sin llamar y vio a su profesor con un apuesto caballero vestido con un impecable traje gris. Aunque su atuendo era civil, a John no se le escapó el rígido comportamiento del hombre, que se puso en pie como si tuviera un resorte, con la espalda recta y los brazos caídos ante él. ¿Qué hacía aquel hombre del gobierno en el despacho de su director de tesis Alan High? Su aspecto no se diferenciaba mucho de los rudos militares que asaltaban a los estudiantes mientras descansaban en los jardines para animarles a alistarse, pensó John al observarle detenidamente. John los conocía muy bien, pero nunca había tenido que evitarlos, era invisible a los reclutadores de las Fuerzas Armadas. Pero había algo que hacía diferente a aquel individuo, algo inquietante y atrayente al mismo tiempo. John no sabía identificarlo. Podían ser sus modales de Harvard, su traje caro o la familiaridad con la que hablaba con Alan.

Aquél no era el típico reclutador de estudiantes novatos. Tenía la rigidez de un militar, la posición firme, la mirada fría y un deje castrense que John había aprendido a odiar en las pocas ocasiones en las que había tratado con militares, pero sus modales no parecían militares. El hombre del gobierno también pareció desconcertarse cuando Alan les presentó.

—John, permíteme que te presente al coronel Gilman. Coronel Gilman, mi mejor doctorando. John Smith.

El coronel Gilman miró de arriba a abajo al estudiante y esbozó una sonrisa picarona.

—Alan, no me habías dicho nada.

El profesor Alan observó de reojo a su estudiante y sin dejar de sonreír contestó al coronel.

—Por fuera John puede parecer un japo, pero te aseguro que por dentro es todo un americano y lo que es más importante, es el mejor meteorólogo que se ha licenciado en esta universidad en los últimos veinte años. La próxima primavera será profesor adjunto y, quién sabe, puede que en poco tiempo termine por ganar algunas de las nuevas cátedras que se están creando por todo el país.

John frunció el ceño y retrocedió un paso. No pensaba aguantar las bromitas de un cabeza cuadrada como aquel tipo. Los uniformes no iban con él. Todo lo que se extendía a las afueras de Sather Gate le traía sin cuidado.

—No se ofenda señor Smith Alan no me había dicho que era…

—Japonés —dijo John visiblemente alterado.

—Japonés —contestó el coronel.

—Pues lo siento, creo que por lo menos lo soy en un cincuenta por ciento. Bueno Alan, será mejor que vuelva en otro momento —dijo John dando media vuelta.

—Espera John, el coronel tiene que proponerte algo. Por favor, te pido que le atiendas durante unos minutos.

—John —dijo por fin el coronel—, tu país te necesita. Escúchame, por favor.

La tensión siguió aumentando en el rostro del joven y el coronel decidió utilizar otra estrategia.

—Esta bendita guerra está poniendo a la meteorología en el lugar que le corresponde —dijo High, intentando desviar la conversación.

El coronel había cometido una torpeza al fijarse en el aspecto oriental de John. ¿Cuántos buenos americanos habían venido de Asia para construir el ferrocarril? ¿Acaso Norteamérica no era el país de todas las razas y todos los credos? High no le había dicho nada sobre su origen étnico porque simplemente no le había dado importancia.

—En eso estamos de acuerdo. El bueno de Ike cree más en los meteorólogos que en el mismo Dios. ¿Sabes la historia del desembarco de Normandía? —preguntó el coronel al profesor.

Por unos momentos ignoraron al joven, como si estuvieran manteniendo una agradable charla entre dos amigos en algún club de golf junto a una buena cerveza.

—No, pero seguro que es algún chiste tuyo sobre meteorólogos.

El coronel soltó una carcajada y por unos momentos dejó su rígida postura.

—Me imagino que has oído hablar de John Stagg —dijo el coronel.

—¿El meteorólogo inglés? Yo también tengo mis contactos con la NWS[1].

—Bueno, pues el tal Stagg, apoyado por el coronel norteamericano D. N. Yates, está ayudando a ganar la guerra más que todos los gerifaltes del Alto Mando Aliado.

—No me digas —dijo escéptico High.

El coronel miró por primera vez a los ojos de John, como si quisiera volver a atraer su atención y continuó contando su animado relato.

—Bueno, como te decía… El Día D, ése era el nombre clave del desembarco de Normandía, no podía posponerse más allá de veinticuatro horas. El ejército necesitaba que la luna brillara sobre Francia para lanzar a sus paracaidistas y que el tiempo en el Canal fuera el mejor posible…

—Pues los días 4, 5 y 6 de junio fueron unos días nefastos en el Canal —le interrumpió High.

—Eso fue lo peor. Los meteorólogos habían lanzado sus C-47 y varios barcos para medir las perturbaciones de la climatología y detectaron que un frente de bajas presiones se estaba formando en Canadá y que no tardaría mucho en barrer todo el continente Europeo. Al principio, se pensó que el frente pasaría rápido y no sería muy fuerte, pero el día 1, cuando los barcos comenzaban a levar anclas hacia Francia con más de un millón de soldados. Stagg le dijo al general Ike, que se esperaba una gran perturbación.

—Menudo papel el del pobre Stagg —dijo High mirando a John.

—El día 2 de junio, Stagg debía llevar a Ike una previsión que incluyera los próximos 5 días, pero su equipo no se ponía de acuerdo en el pronóstico. Todos estaban nerviosos, de su decisión dependía el éxito o fracaso de la mayor operación militar de todos los tiempos.

El coronel se paró por unos instantes para percibir la reacción del profesor y su alumno. High le miraba atento, emocionado, casi angustiado por conocer el final de la historia. John seguía como ausente, intentando disimular la fascinación que ejercía sobre él el coronel y la nueva visión que le daba de la meteorología.

—El bueno de Stagg decidió dar el pronóstico más pesimista. El 5 de junio se desplazaría el frente de tormentas, trayendo nubes bajas y vientos de una intensidad de fuerza cuatro o cinco. Ike tomó la determinación de retrasar para el día 3 la decisión de enviar o no a los barcos al frente o posponer cuarenta y ocho horas más la invasión. El pobre Stagg volvió la noche del 3 de junio para reunirse con el Cuartel General de Ike. El pobre Stagg tuvo que mirar a todos esos jefazos y decirles que en los dos próximos días el tiempo sería adverso. Las olas impedirían el desembarco en las playas y las nubes bajas dificultarían la misión de los paracaidistas y el refuerzo aéreo. Al final el general Ike retrasó el desembarco veinticuatro horas.

—¿Un meteorólogo hizo temblar a todos esos militares bravucones? —bromeó High.

—Los romanos miraban las entrañas de las bestias para decidir si emprendían o no la guerra. Los nuevos agoreros son los meteorólogos —dijo el coronel en tono jocoso.

—Termina la historia, nos tienes en vilo —dijo el profesor mirando a John.

—Si la tormenta se prolongaba, el desembarco debería retrasarse hasta el día 20 de junio, cuando se preveía la próxima luna llena. Ike era consciente de que el secreto del desembarco no sobreviviría quince días más. Demasiada gente sabía el objetivo principal de la misión y con toda probabilidad alguien se iría de la lengua. Stagg pasó toda la noche estudiando los diferentes informes que le llegaban desde todas las estaciones meteorológicas y vio un ligero cambio en el pronóstico de las siguientes veinticuatro horas. Una de las perturbaciones formadas frente a Terranova se había intensificado durante la noche y se debilitaba a medida que se acercaba al continente. Eso abría una pequeña cortina entre un frente y otro. Si las previsiones eran correctas la operación era perfecta. Los alemanes no cuentan con las estaciones de mediciones que nosotros tenemos en el Atlántico. Tan sólo verían una terrible tormenta que impediría cualquier desembarco. Estarían tranquilos y confiados, a la espera de que el mal tiempo amainara. Era el mejor momento para un ataque masivo.

—Me va a dar un infarto, termina de una vez —dijo High, tocándose el pecho.

El coronel sonrió y comenzó a describir la escena de la última reunión en la biblioteca de Southwick House, la sede del Cuartel General Aliado.

—Stagg estaba deseoso de dar las buenas noticias a los allí reunidos. Así que, en cuanto se le dio la palabra, se levantó emocionado y explicó el cambio inesperado del tiempo. Mientras la lluvia rugía en los jardines de la mansión y golpeaba los cristales de la biblioteca. Stagg les informó que en las próximas veinticuatro horas amainaría el temporal, aunque seguiría lloviendo y el cielo semicubierto por nubes, la misión era posible. Ike tomó la decisión aquella misma noche. El resto ya es historia.

El estudiante hizo un gesto de asentimiento y terminó por sentarse en una de las sillas del despacho. La historia que les había contado aquel oficial le parecía increíble. Nunca había pensado en la importancia estratégica de la meteorología. Conocía a meteorólogos que perseguían tornados por el medio oeste o se adentraban con un avión en el ojo de un huracán para intentar medir la presión, velocidad y descubrir en sus entrañas la fuerza que lo movía; pero ¿meteorólogos dando instrucciones a los generales? Le parecía algo increíble.

El coronel Gilman se sentó en uno de los lados de la mesa y comenzó a hacerle algunas preguntas.

—Alan me ha contado algunos detalles de tu vida, aunque me temo que se ha reservado lo mejor, pero me gustaría que fueras tú el que me resumiera a grandes rasgos tus datos y en qué estás trabajando ahora.

El silencio inundó la sala débilmente iluminada por el perezoso sol de la mañana y el profesor Alan pensó que John terminaría por irse y mandar con viento fresco a su viejo amigo Gilman.

El coronel Gilman no era un tipo corriente. Las palabras corriente y Gilman eran opuestas. Cuando se conocieron en Harvard su amigo ya era uno de los mejores estudiantes de física de la universidad y el galán más famoso del campus. Su futuro se truncó de repente. Una pelea le impidió graduarse, pero en el ejército había hecho una envidiable carrera. Gilman constituía una anomalía en las Fuerzas Armadas. No era el típico pueblerino patriota, tampoco el inmigrante o marginado que quería tener un oficio de por vida y ver mundo: Gilman era un caballero… Pero aquello no le sorprendió a John. El ejército había recibido un gran número de voluntarios en los casi tres años de guerra. Lo realmente sorprendente era que el coronel Gilman le estaba ofreciendo entrar en un grupo llamado de élite. Una fuerza especial que tenía como misión acabar la guerra cuanto antes.

—Creo que no le he entendido bien. ¿Me ésta pidiendo que me enrole en un grupo de mercenarios? —preguntó John cada vez más furioso.

—No son exactamente un grupo de mercenarios —dijo Gilman frunciendo el ceño. Era muy común que algunos de los voluntarios reclutados reaccionaran con sorpresa al principio, pero la arrogancia de aquel joven mestizo terminó por exasperarle.

—Entonces, ¿de qué me está hablando?

—Mira jovencito. La guerra en Europa marcha bien. Los rusos avanzan por el Frente Oriental a toda velocidad; Francia ha sido prácticamente liberada y dentro de poco cruzaremos el Rin; en el Pacífico, la Armada Japonesa ha quedado prácticamente neutralizada, pero esta guerra está costando cada día miles de vidas americanas. Gran parte de nuestros jóvenes están dejando su piel en esta guerra, mientras que niños malcriados como tú se divierten con sus compañeras en el césped de la universidad.

El coronel tomó su gorra y dando la espalda al joven se dirigió al profesor.

—Me temo que tenías razón. Será mejor que los tres olvidemos esta conversación.

El profesor se levantó de golpe e hizo un gesto con la mano al militar. Después miró con una sonrisa forzada a John y comenzó a hablar en tono conciliador.

—Entiendo tu postura John, pero lo que el coronel te ofrece es la oportunidad de tu vida. Cuántas veces hemos hablado de tus deseos de casarte, de independizarte de tu padre. Aquí tienes un futuro casi asegurado, pero el sueldo de un profesor no es muy alto y pasarán años antes de que tú y Ana podáis casaros. Si escuchas la oferta del coronel estoy seguro que recapacitarás —el profesor esperó unos segundos antes de seguir hablando. Colocó su mano sobre el hombro del joven y dijo—: Te aseguro que si todo esto no fuera completamente legal y provechoso para nuestro país no le hubiera hablado de ti a Gilman.

El joven volvió a sentarse y se sintió aun más confuso. El profesor Alan no era el tipo de persona capaz de engañar a un amigo. Le conocía en profundidad. Llevaban dos años trabajando codo con codo y con él había compartido algunos de sus sueños y deseos más profundos. La convivencia con su padre se hacía cada vez más difícil y John veía lejos la oportunidad de emanciparse.

—Está bien, ¿qué quiere de mí?

El coronel Gilman volvió a sonreír. Aquélla era la parte que más le gustaba de su trabajo. Todos los hombres que había conocido tenían una meta, un sueño por realizar y el dinero solía ser el principal obstáculo para conseguirlo. Gilman llevaba desde 1941 en China, había volado en el primer vuelo de los AVG[2] y había visto combatir a sus compañeros y derrumbar los aviones enemigos con una pasión y una temeridad que sólo justificaba los 500 dólares americanos que el gobierno chino ofrecía por cada avión japonés derribado. Algunos de sus compañeros se habían hecho ricos en apenas dos años.

—Lo que te proponemos es que te unas a un grupo de élite encargado de acelerar el final de la guerra. Llevamos varios años investigando un arma secreta y se necesitan profesionales que ayuden al ejército a ponerla a punto —dijo por fin el coronel.

—No entiendo muy bien que puede hacer un pobre meteorólogo para ayudar a terminar la guerra. Por lo que ha contado antes, el ejército ya tiene profesionales experimentados que llevan años facilitando pronósticos para lanzar bombas o dar luz verde a operaciones especiales —contestó John.

—Creo que no me has entendido bien. Tenemos hombres capaces de dar un pronóstico sobre el tiempo con una exactitud que te dejaría petrificado, pero necesitamos a gente como tú. Expertos en Meteorología Física. El arma que estamos fabricado es muy precisa y necesitamos especialistas que nos digan algo más que sí va a llover o que no lloverá.

—Comprendo —dijo John empezando a mostrar interés por primera vez.

—Hace tres años fuimos oficialmente absorbidos por el ejército. Estos galones son de verdad. Aunque muchos de nosotros no somos soldados de carrera —dijo el coronel señalando su cuello.

—¿Entonces? —preguntó John.

—Es una historia muy larga, pero te la resumiré. Los jefazos estaban hartos de nuestro jefe Chennault y de que algunos pilotos ganaran más en un año que ellos en toda su vida. Nuestro jefe siempre se saltaba el protocolo e informaba de todo directamente al Presidente. El presidente Roosevelt le dio un nuevo juguete, la 14.ª Fuerza Aérea[3]. Dentro de ella seguimos estando los AVG. Hay ciertas misiones que es mejor hacer sin el engorro de las órdenes. ¿Me entiendes? —dijo el coronel guiñando un ojo.

El sol comenzó a penetrar por la persiana y la figura del coronel se recortó en la luz. A pesar de su buen porte, su aspecto parecía sombrío. John se imaginó a Fausto y Mefistófeles por unos momentos y pensó que la oferta del coronel no distaba mucho de la del diablo de Goethe.

—Bueno, será mejor que va ya al grano. Necesitamos urgentemente meteorólogos. Las misiones en el Pacífico se han multiplicado tras la derrota de Alemania y no hay muchos expertos en climas tropicales.

Creo que las condiciones que te podemos ofrecer son muy buenas y los riesgos mínimos. Estamos hablando de una cantidad de dinero considerable y libre de impuestos. Cobrarías 750 dólares al mes, gastos de viaje, alojamiento incluido y 30 dólares adicionales para alimento. Los pilotos reciben 500 dólares por avión derribado, los meteorólogos son de los pocos que también reciben algún tipo de plus.

Aunque vestirás un uniforme no serás exactamente un militar. El Presidente ha asignado a algunos de nosotros a una nueva misión: tenemos que dar cobertura, adiestrar, señalar objetivos y planificar un ataque sobre Japón. No te puedo decir más, hijo.

Las palabras del coronel habían confundido a John. ¿Por qué el Ejército pagaba a unos hombres para que hicieran ese trabajo? ¿Acaso no había soldados adiestrados para organizar una misión de ese tipo? ¿Qué diferenciaba a aquellos tipos de meros mercenarios? Había escuchado topo tipo de historias sobre los AVG, pero creía que ya no existían, que el ejército los había absorbido por completo. Pero necesitaba el dinero. Había intentado no pensar en ello y no enfrentarse a sus fantasmas, pero ya no podía huir más. Lo necesitaba urgentemente. Ana, su novia, estaba embarazada y él no podía sacar adelante una familia con su beca. Al fin y al cabo, antes o después le llamarían a filas y entonces sería un soldado anónimo, en medio de una guerra en la que morían cientos de tipos como él todos los días. 6000 dólares era lo que ganaba un profesor adjunto en cinco años, y eso si lograba sacar la plaza. Podía pedir ayuda a su padre. Tenía una casa grande, unos cuantos miles de dólares en su cuenta y el deseo de verle volver al redil, pero ahora era dueño de su vida y no podía desandar el camino.

—¿Entonces. John…? —preguntó impaciente su profesor. Observó a su alumno y amigo, su rostro era una mezcla de preocupación y ansiedad. La misma cara que había visto en los fanfarrones que se lanzaban desde los acantilados, justo cuando sus pies se separaban de la roca.

Cuando John le contó el embarazo de Ana, su novia. Alan supo que los dos tendrían problemas si no se casaban inmediatamente. Berkeley podía ser muy liberal para algunas cosas, pero ninguno de los dos amantes lograría terminar en su carrera si no se casaban antes de que la criatura llegara al mundo.

La cara pálida del joven comenzó a sudar y cuando intentó hablar, su deje arrogante se convirtió en algo parecido a un balbuceo.

—¿Puedo pensarlo? —logró preguntar.

—Naturalmente hijo. Estaré por aquí hasta mañana. Tienes todo el día de hoy para pensarlo. Mañana por la mañana a las ocho en punto te esperaré al lado de Le Conte Hall, si no estás allí, entenderé que no quieres unirte a nosotros. Me imagino que tendrás gente de la que despedirte. Lo único que te ruego es que te abstengas de comentarle nada sobre el grupo en el que vas a ingresar. Para el resto del mundo ingresarás en la Fuerza Área 14 destinada en Birmania, para apoyo de misiones en el Pacífico Sur. ¿Entendido?

—Sí, señor.

Las palabras del coronel seguían aún frescas en su memoria. Apenas habían pasado unas horas, pero el peso de la incertidumbre las convertía en interminables. Aquella decisión era la más importante que había tomado nunca y no tenía a nadie con quien hablar. Su padre le hubiera dicho que los Smith de Maine no habían participado en ninguna guerra desde la de Independencia, cuando el afamado teniente Smith había matado al primer inglés de la guerra. Desde entonces, todas las guerras de la Unión habían sido ladinas e interesadas, incluida la aclamada Guerra de Secesión. Samuel Smith no portaba armas, nunca lo había hecho. Se había declarado objetor de conciencia en la Gran Guerra y había pasado seis meses en la cárcel de San Francisco, pero no había movido un dedo por luchar en Europa.

La otra persona que podía ayudarle a tomar una decisión. Ana, estaba tan asustada por su embarazo, que cuando él insinuara la idea de irse al frente, se echaría a llorar en sus brazos.

Se apoyó en la barra metálica y sacó los brazos. Una brisa agradable mecía los árboles de los alrededores. Desde el «Campanile»[4] el mundo parecía una mancha de colores y sonidos insignificantes. La altura expresaba perfectamente su sensación de soledad. Por fin se había convertido en un hombre. Dos horas antes, mientras ascendía por los peldaños de la torre, todavía era un niño asustado que buscaba intensamente el reconocimiento de los demás. Por primera vez iba a tomar una decisión pensando únicamente en él, en el futuro de Ana y en el hijo que iban a tener. Al fin y al cabo, un meteorólogo era un tipo que decía dónde y cuándo iba a llover. Y eso no podía hacer daño a nadie, aunque lo hiciera vestido de uniforme, pensó mientras bajaba las escaleras de la torre.