Capítulo XVII. Tycho

A las seis de la tarde pasaba el proyectil por el Polo Sur, a menos de 60 kilómetros, igual distancia a que se había aproximado del Polo Norte. La curva elíptica se dibujaba, pues, con toda visibilidad.

Se hallaban a la sazón los viajeros en ese bienhechor efluvio de los rayos solares, volvían a ver esas estrellas que se movían con lentitud de Oriente a Occidente. El astro radiante fue saludado con un triple hurra. Con su luz enviaba su calor, que transpiró bien pronto a través de las paredes de metal. Los cristales volvieron a tomar su primitiva transparencia. La capa de hielo que los cubría se derritió como por encanto. Inmediatamente después se disminuyó el gas por medida de economía, dejando el aparato de aire con su consumo habitual.

—¡Ah! —exclamó Nicholl—, ¡qué buenos son estos rayos caloríficos! ¡Con cuánta impaciencia deben esperar los selenitas la reaparición del astro del día, después de una noche tan larga!

—Sí —contestó Miguel, aspirando, por decirlo así, aquel éter brillante—; luz y calor constituyen toda la vida.

«Luz y calor constituyen toda la vida».

En el mismo instante, se advirtió la tendencia de la base del proyectil a separarse ligeramente de la superficie lunar, siguiendo una órbita elíptica bastante alargada. Si desde ese momento hubiera sido visible toda la Tierra, hubiesen podido volver a ver a Barbicane y sus compañeros. Pero sumergida en la irradiación del Sol, permanecía absolutamente invisible. Otro espectáculo les llamaba la atención, y era el que presentaba la región austral de la Luna, aproximada por sus anteojos a medio cuarto de legua. No abandonaban todos los detalles del extraño continente.

Los montes Doerfel y Leibniz forman dos grupos separados que se desenvuelven próximamente en el Polo Sur. El primer cuarto se extiende desde el Polo Sur hasta el paralelo ochenta y cuatro en la parte oriental del astro; el segundo, que se presenta hacia el borde oriental, ya del grado setenta y cinco de latitud al polo.

Aparecen sobre su arista, caprichosamente contorneada, resplandecientes planicies, tales como las ha señalado el padre Secchi. Barbicane pudo estudiar su naturaleza con más certidumbre que el ilustre astrónomo romano.

—Eso son nieves —exclamó Miguel.

—¿Nieves? —repitió Nicholl.

—¡Sí, Nicholl! Nieves cuya superficie está profundamente helada. Ved cómo reflejan los rayos luminosos. Lavas petrificadas no producirían una refracción tan intensa. Hay, pues, agua y aire en la Luna; será en poca cantidad si se quiere, pero el hecho es innegable.

Así era, en efecto. Y si Barbicane volvía a la Tierra sus notas confirmarían este hecho de tanta importancia en las observaciones selenográficas.

Los montes Doerfel y Leibniz se elevan en medio de llanuras de mediana extensión limitadas por una serie indefinida de circos y de murallas anulares. Estas dos cordilleras son las únicas que hoy se encuentran en la región de los circos. Pero quebradas relativamente, proyectan en varias direcciones algunos picos agudos, cuya cumbre más elevada mide 7603 metros.

Pero el proyectil dominaba todo este conjunto y el relieve desaparecía en el intenso resplandor del disco. Volvía a presentarse a los ojos de los viajeros el aspecto arcaico de los paisajes lunares faltos de tono, sin gradación en el colorido, sin matices de sombras, rudamente blancos y negros, por la falta de luz difusa; era indiscutible.

No obstante, la vista de ese mundo desolado no dejaba de ser curiosa por lo extraña que era. Se paseaban por encima de aquella caótica región, como arrastrados por el soplo del huracán, viendo desfilar las cimas bajo sus pies, observando las fallas con ojos atentos, analizando los pliegues, ojeando las cavidades, subiendo a las murallas, sondeando aquellas simas misteriosas nivelando todas las desigualdades, pero sin encontrar vestigios de vegetación ni de población, y sí únicamente estratificaciones, arroyos de lava, derrames pulimentados como inmensos espejos que reflejaban los rayos solares con un brillo irresistible; todo estaba muerto y allí los aludes rodaban desde la cima de las montañas para caer sin ruido en el fondo de los abismos. Tenían el movimiento, pero les faltaba aún el ruido.

Con repetidas observaciones, demostró Barbicane que los relieves de los bordes del gran disco, aunque sometidos a fuerzas diferentes de la región central, presentaban una conformación uniforme. La misma agregación circular y las mismas desigualdades del terreno. Podía presumirse, sin embargo, que sus disposiciones no debían de ser análogas. En efecto, la corteza, aun maleable, de la Luna ha estado sometida a la doble atracción de la Luna y de la Tierra obrando en sentido inverso y siguiendo un radio prolongado de una a otra. Por el contrario, sobre los bordes del disco, la atracción lunar ha sido perpendicular, por decirlo así, a la atracción terrestre. Parece, pues, que los relieves del suelo producidos en estas condiciones hubieran debido tomar una forma diferente, pero no sucedía así. La Luna había encontrado en sí misma el principio de su formación y constitución.

No debía nada a fuerzas extrañas. Esto justificaba la notable proposición de Arago: «Ninguna acción exterior de la Luna ha contribuido a la formación de su aspecto». Como quiera que sea, en su estado actual era una muda imagen de la muerte, sin que fuese posible decir que alguna vez le hubiese animado la vida.

Con todo, Miguel Ardán creyó distinguir una aglomeración de ruinas que señaló a la atención de Barbicane, situada hacia el paralelo 93 de longitud. Aquella aglomeración de piedras colocadas con bastante regularidad, semejaba una vasta fortaleza, que dominaba una de las vastas fallas que había servido de lecho a los ríos de los tiempos prehistóricos. No muy lejos se elevaba, a una altura de 5616 metros, la montaña anular de Short, igual al Cáucaso asiático. Miguel Ardán, con su pasión acostumbrada, sostenía «la evidencia de una fortaleza». Por debajo se distinguían las murallas desmanteladas de una ciudad; más allá la bóveda aún intacta de un pórtico; aquí dos o tres columnas inclinadas sobre su basamento; allí una sucesión de cintras que debieron sostener los canales de un acueducto; más allá los pilares hundidos de un frente gigantesco construido sobre el espesor de una hendidura. Miguel Ardán veía todo eso con tanta alucinación en la mirada, a través de su fantástico anteojo, que no podía menos que desconfiarse de sus observaciones. Y, sin embargo, ¿quién podría asegurar, quién osaría decir que el simpático joven no había visto realmente lo que sus dos compañeros no querían ver?

Miguel Ardán podía verlo todo.

Los momentos eran demasiado preciosos para sacrificarlos a una discusión ociosa. La ciudad selenita, real o supuesta, había desaparecido ya a lo lejos. La distancia del proyectil al disco lunar empezaba a aumentarse, y los detalles del suelo le perdían, confundiéndose. Únicamente los relieves, los circos, los cráteres, las llanuras, seguían viéndose con claridad.

En aquel momento se dibujaba hacia la izquierda uno de los más bellos circos de la orografía lunar, que era sin duda lo más curioso de aquel continente. Era el Newton, que Barbicane reconoció sin dificultad, consultando su Mappa selenographica.

Newton se halla situado exactamente a los 77° de latitud sur y 16° de longitud este, y forma un cráter anular, cuyas paredes, de 7264 metros de altura, parecían imposibles de pasar.

Barbicane hizo observar a sus compañeros que la altura de aquella montaña sobre la llanura vecina distaba mucho de igualar a la profundidad de su cráter. Este enorme orificio era imposible de medir, y formaba un abismo sombrío, cuyo fondo no llegaban a iluminar jamás los rayos solares. Allí, según Humboldt, reina tan absoluta oscuridad, que ni la luz del Sol ni la de la Tierra pueden interrumpir. Los mitólogos hubieran tenido razón en poner allí la boca del infierno.

—Newton —dijo Barbicane— es el tipo más perfecto de esas montañas anulares, que en la Tierra no se ve. Su existencia en la Luna prueba que la formación de aquel planeta por enfriamiento se debió a causas violentas; porque, mientras que debido al impulso de los fuegos interiores los relieves adquirían grandes alturas, el fondo se retiraba mucho más abajo del nivel lunar.

—No digo lo contrario —respondió Miguel Ardán.

A los pocos minutos de pasar sobre Newton, el proyectil se hallaba directamente encima de la montaña anular de Moret. Siguió desde bastante lejos las cumbres de Blancanus, y a eso de las siete y media de la noche llegaba al circo de Clavio.

Este circo, uno de los más notables del disco, se halla situado a los 58°de latitud Sur y 15° de longitud Este. Su altura se calcula en unos 7091 metros. Los viajeros, distantes 400 kilómetros, que se reducían a 4 en los anteojos, pudieron admirar el conjunto de aquel extenso cráter.

—Los volcanes terrestres —dijo Barbicane—, no son más que ratoneras comparados con los de la Luna. Si se miden los antiguos cráteres formados por las primeras erupciones del Vesubio y del Etna apenas cuentan seis mil metros de anchura; en Francia, el circo de Cantal mide 10 kilómetros; en Ceilán, el circo de la isla 70 kilómetros, y se le considera como el más ancho del Globo. ¿Qué valen estos diámetros comparados con el Clavio, que dominamos en este momento?

—¿Qué anchura tiene, pues? —preguntó Nicholl.

—Doscientos veintiséis kilómetros —respondió Barbicane—. Verdad es que ese circo es el más importante de la Luna, pero otros muchos miden 200, 150 o 100 kilómetros.

—¡Ah, amigos míos! —exclamó Miguel—. Me imagino lo que sería ese apacible astro de la noche, cuando esos cráteres, henchidos de truenos, vomitaban torrentes de lava, granizadas de piedra, nubes de humo y masas de llamas, ¡y qué decadencia ahora! Esa Luna no es ya más que la seca armazón de un fuego artificial, cuyos cohetes, petardos, serpentinas y soles, después de brillar resplandecientes, no han dejado más que cortaduras de carbón. ¿Quién podrá decir la causa, la razón y la justificación de los abismos?

¿Imaginas lo que sería?

Barbicane no escuchaba a Miguel Ardán; contemplaba el recinto de Clavio formado por anchas montañas, una de algunas leguas. En el fondo de su inmensa cavidad se veían un centenar de cráteres pequeños, apagados, y que agujereaban el suelo convirtiéndose en una verdadera espumadera, sobre un pozo de unos 5000 metros.

La llanura circundante presentaba un aspecto de desolación completa. Nada tan árido como aquellos relieves, ni tan triste como aquellas montañas; y si vale expresarse así, como aquellos restos de picos y montes que cubrían el suelo. No parecía sino que el satélite había levantado por aquel sitio.

El proyectil seguía avanzando y aquel caos no se modificaba. Los circos y las montañas desplomadas se sucedían sin interrupción; nada de llanuras, ni de mares; aquello era una Suiza o una Noruega interminable. En el centro de tan sinuosa región, en su punto culminante, aparecía la montaña más espléndida del disco lunar, la deslumbradora Tycho, a la que la posteridad conservará para siempre el nombre del ilustre astrónomo danés.

Al contemplar la Luna llena en un cielo despejado, no hay quien haya dejado de ver ese punto brillante del hemisferio Sur. Miguel Ardán, para calificarle, empleó todas las metáforas que le sugirió su imaginación. Para él, Tycho era un ardiente foco de luz, un centro de irradiación, un cráter que vomitaba rayos luminosos. ¡Era el eje de una rueda brillante, una arteria que abarcaba el disco entre sus tentáculos, un eje inmenso lleno de llamas, un nimbo tallado para la cabeza de Plutón! Era, en fin, como una estrella lanzada por la mano del Creador, y aplastada contra la faz de la Luna.

Tycho forma una concentración luminosa tan intensa, que los habitantes de la Tierra pueden verla sin anteojos por más que se hallen a 100 000 leguas de distancia. Imagínese cuál sería su intensidad a los ojos de los observadores situados a 150 leguas solamente. A través de aquel puro éter era tan deslumbrante su brillo que Barbicane y sus amigos tuvieron que ahumar los cristales de sus anteojos con humo de gas para poder sufrirlo. Después siguieron mirando, contemplando, mudos, absortos, y lanzando de cuando en cuando exclamaciones de admiración. Todos sus asentimientos, sus impresiones todas, se concentraron en la mirada, como la vida bajo la impresión de una emoción violenta se concentra entera en el corazón.

Tycho pertenece al sistema de las montañas radiadas, como Aristarco y Copérnico. Pero entre todas ellas es la más completa, la más acentuada, y prueba de un modo irrecusable esa tremenda acción volcánica a que se debe la formación de la Luna.

Tycho está situada a los 43° de latitud meridional y 12° de longitud Este. Su centro lo ocupaba un cráter de ochenta y siete kilómetros de anchura. Ocupa una forma casi elíptica y la rodea una cintura de colinas anulares que al este y al oeste dominan la llanura exterior a una altura de 5000 metros. Es una agregación de Montes Blancos, dispuestos alrededor de un centro común y coronados de una cabellera radiada.

Ni siquiera la fotografía ha podido nunca representar esta montaña incomparable, tal como es, con el conjunto de relieves que convergen hacia ella y las prominencias interiores de su cráter. En efecto, Tycho se manifiesta en todo su esplendor solamente durante el plenilunio; pero entonces faltan las sombras, los esbozos de la perspectiva desaparecen y las pruebas resultan blancas; circunstancia lamentable, porque sería interesante reproducir aquella extraña región con la exactitud fotográfica. Lo que se ve es una aglomeración de agujeros, cráteres, de circos, un cruzamiento vertiginoso de alturas, y en todo lo que la vista puede abarcar, una red volcánica tendida sobre un suelo pustuloso. Entonces se comprende que los chorros de la erupción central hayan conservado su forma primera. Cristalizados por el enfriamiento, han estereotipado ese aspecto que presentó en otro tiempo la Luna por la influencia de las fuerzas plutónicas.

La distancia que separaba a los viajeros de las cimas anulares de Tycho no era tan grande que no pudieran aquéllos apreciar los principales detalles. Sobre el terraplén que constituía el circuito de Tycho, se apoyaban las montañas formando taludes interiores y exteriores a manera dé gigantescos terrados y parecían elevarse 300 o 400 pies más al este que al oeste. Ningún sistema de fortificaciones terrestres podía compararse a aquella fortaleza. Una ciudad edificada en el fondo de aquella cavidad circular hubiera sido absolutamente inaccesible.

Pero la Naturaleza no había dejado llano y vacío el fondo de aquel cráter que, por el contrario, poseía su orografía especial y un sistema montañoso que hacía de él una especie de mundo aparte. Los viajeros distinguieron perfectamente conos, colinas centrales, movimientos notables de terreno dispuestos naturalmente para recibir las obras maestras de la arquitectura selenita. Allí se dibujaba el sitio ocupado por un templo, aquí el de un foro, en algún lugar los cimientos de un palacio, en otro la explanada de una ciudadela. ¡Y todo ello se hallaba dominado por una montaña central de 1500 pies, vasto circuito en que la antigua Roma hubiera cabido entera diez veces!

—¡Ah! —exclamó Miguel Ardán entusiasmado ante aquella perspectiva—. ¡Qué grandiosa ciudad podría construirse en ese anillo de montañas! ¡Ciudad tranquila, refugio apacible, puesto fuera del alcance de todas las miserias humanas! ¡Cómo vivirían ahí tranquilos y aislados, todos esos misántropos, todos esos que detestan a la Humanidad y repugnan en absoluto la vida social!