Capítulo XV. Hipérbola y parábola

Acaso sorprenda al lector ver a Barbicane y a sus compañeros tan poco preocupados del porvenir que les aguardaba en aquella prisión de metal arrastrados por los espacios infinitos del éter. En lugar de pensar a dónde iban, pasaban el tiempo haciendo experimentos, como si se encontraran en su gabinete de estudio.

A esto podríamos responder que hombres de un temple tan superior no se tomaban tales cuidados ni se apuraban por tan poca cosa, sino que pensaban en otras de más importancia para ellos que su suerte futura.

Verdad es que no eran dueños de su proyectil ni podían variar la marcha ni su dirección. Un marino varía a su antojo el rumbo de su barco; y un aeronauta puede imprimir a su globo movimientos verticales. En cambio, ellos no tenían acción alguna sobre su vehículo; toda maniobra les resultaba imposible y por lo tanto lo dejaban correr.

¿Dónde se encontraban en aquel momento que equivalía en la Tierra a las ocho de la mañana del 6 de diciembre? Seguramente muy cerca de la Luna, lo bastante para que les pareciera una inmensa pantalla negra extendida en el firmamento. En cuanto a la distancia que de ella los separaba era imposible calcularla. El proyectil, sostenido por fuerzas inexplicables, había pasado rasando el Polo Norte del satélite a menos de 50 kilómetros. Pero en las dos horas que llevaba en el cono de sombra, ¿se había aumentado o se había disminuido esta distancia? No había punto de mira para apreciar la dirección y velocidad del proyectil. Quizá se alejase rápidamente del disco, en términos de salir muy pronto de la sombra pura; tal vez, al contrario, se acercaba a él sensiblemente, hasta el punto de tropezar con algún pico elevado del hemisferio invisible; lo cual hubiera terminado el viaje probablemente con perjuicio de los viajeros.

Se discutió este punto, y Miguel Ardán, siempre rico en explicaciones, fue de la opinión que el proyectil, retenido por la atracción lunar, caería al fin como cae un aerolito en la superficie del globo terrestre.

—En primer lugar, querido compañero —le respondió Barbicane—, no todos los aerolitos caen a la Tierra; al contrario, son los menos. Así, pues, aunque pasásemos al estado de aerolito, no se deduce de esto que cayéramos a la superficie de la Luna.

—Sin embargo —replicó Miguel—, si nos acercáramos bastante…

—No importa —replicó Barbicane—. ¿No han visto en ciertas épocas atravesar el cielo a millares las estrellas fugaces?

—Sí.

—Pues bien, esas estrellas, o mejor dicho, esos cuerpecillos, no brillan sino porque se ponen candentes al rozar las capas atmosféricas; es señal de que pasan a menos de 15 leguas del Globo, a pesar de lo cual rara vez caen. Lo mismo le debe ocurrir a nuestro proyectil; puede acercarse mucho a la Luna y, sin embargo, no caer finalmente en ella.

—Pues entonces —dijo Miguel—, quisiera yo saber qué hará en el espacio nuestro vehículo errante.

—Sólo veo dos hipótesis —respondió Barbicane, al cabo de unos instantes de reflexión.

—¿Cuáles?

—El proyectil tiene que elegir entre dos curvas matemáticas y seguirá una u otra, según la velocidad de que esté animado, y que no puedo apreciar en este momento.

—Sí —dijo Nicholl—, seguirá una parábola o una hipérbola.

—En efecto —respondió Barbicane—; con cierta velocidad seguirá la parábola, y con una velocidad mayor la hipérbola.

—Me encantan las palabras altisonantes —respondió Miguel Ardán—; en seguida se sabe lo que quieren decir. ¿Tenéis la bondad de explicarme qué es vuestra parábola?

—Amigo mío —respondió el capitán—, la parábola es una línea curva de segundo orden que resulta de la sección de un cono cortado por un plano, paralelamente a uno de sus lados.

—¡Ah, ah! —dijo Miguel, satisfecho.

—Es poco más o menos la trayectoria que describe una bomba lanzada por un mortero.

—Perfectamente. ¿Y la hipérbola? —preguntó Miguel.

—La hipérbola es una curva de segundo orden producida por la intersección de una superficie cónica y de un plano paralelo a sus dos generatrices y que constituye dos ramas separadas una de otra y se extiende indefinidamente.

—¿Es posible? —exclamó Miguel Ardán con la mayor seriedad, y como si le contaran algún suceso grave—. Entonces, fíjate bien en esto, querido capitán; tu definición de la hipérbola es para mí todavía más incomprensible que la palabra misma.

Poco caso hacían Nicholl y Barbicane de las cuchufletas de Miguel Ardán, empeñados como estaban en un debate científico. Lo que les inquietaba era saber qué curva seguiría el proyectil; uno decía que la hipérbola, otro sostenía que la parábola; se daban mutuamente razones plagadas de x. Sus argumentos se formulaban en un lenguaje que atacaba los nervios a Miguel. La discusión era viva y ninguno de los dos adversarios quería sacrificar su curva predilecta. Aquella discusión científica se prolongó tanto que acabó por impacientar a Miguel.

—¡Vaya, señores de los cosenos! —dijo—. ¿Cuándo acabaran de arrojarse parábolas e hipérbolas a la cabeza? Yo quiero saber lo único interesante de este asunto; convenimos en que seguiremos una u otra de vuestras curvas; pero ¿a dónde nos conducirán?

—A ninguna parte —respondió Nicholl.

—¿Cómo que a ninguna parte?

—Sin duda —respondió Barbicane—; son curvas abiertas que se prolongan hasta lo infinito.

—¡Ah, sabios, sabios! —exclamó Miguel—. Os tengo clavados en el corazón. ¿Qué nos importa vuestra parábola o vuestra hipérbola, si una y otra nos elevan al infinito en el espacio?

Surgió una discusión.

Barbicane y Nicholl no pudieron menos de sonreír. Acababan de hacer arte, por el placer del arte mismo. Nunca se había presentado cuestión más intempestiva en momento más inoportuno. La terrible verdad era que, arrastrado el proyectil hiperbólica o parabólicamente, no habría de encontrar jamás a la Tierra ni a la Luna.

¿Qué sucedería, pues, a aquellos atrevidos viajeros en un plazo no muy lejano? Si no morían de hambre, si no morían de sed, morirían a los pocos días por falta de aire, cuando se les concluyera el gas, si el frío no había concluido antes con ellos.

Más por importante que les fuera ahorrar gas, el excesivo descenso de la temperatura atmosférica les obligó a consumir cierta cantidad de éste. En rigor podían pasarse sin luz, pero no sin calor. Por fortuna, el calor desarrollado por el aparato Reiset y Regnault, elevaba algo la temperatura interior del proyectil y podía mantenerse sin gran gasto, en un grado soportable.

Mientras tanto, las observaciones a través de las lentes se habían hecho muy difíciles. La humedad interior del proyectil se condensaba en los cristales y se congelaba inmediatamente. Había que quitar la opacidad del cristal por medio de continuos frotamientos. A pesar de estos obstáculos se pudieron observar fenómenos del más alto interés.

Efectivamente; si aquel disco invisible hubiera tenido su atmósfera, ¿no debieran haber visto las estrellas errantes cruzando con sus trayectorias? Si el proyectil mismo atravesaba estas capas fluidas, ¿no podría percibirse algún ruido repercutido por los ecos lunares, los rugidos de una tempestad, por ejemplo, los estallidos de un alud, las detonaciones de un volcán en actividad? Y si alguna montaña en ignición se coronaba de un penacho de resplandores, ¿no se hubieran podido distinguir sus intensas fulguraciones? Hechos semejantes, minuciosamente comprobados, les hubiesen aclarado mucho el oscuro problema de la constitución lunar. Por este motivo Barbicane y Nicholl, colocados en sus lentes, como astrónomos, observaban con escrupulosa paciencia, pero hasta entonces el disco permanecía mudo y sombrío, y no contestaba a nada de las múltiples preguntas que le dirigían aquellos hombres. Este silencio provocó la siguiente reflexión de Ardán, bastante justa al parecer.

—Si otra vez hacemos este viaje, haremos bien en escoger la época de la Luna nueva.

—En efecto —respondió Nicholl—, esa circunstancia sería más favorable. Convengo en que la Luna sumergida en los rayos solares no sería visible durante el trayecto; pero, en cambio, se distinguiría la Tierra, que estaría en pleno. Además, si fuéramos atraídos alrededor de la Luna como ahora sucede, tendríamos al menos la ventaja de ver su disco, actualmente invisible, magníficamente iluminado.

—Bien dicho, Nicholl —contestó Miguel Ardán—. ¿Qué piensas tú de todo ello, Barbicane?

—Pienso —respondió el grave presidente— que si volvemos a emprender este viaje, partiremos en la misma época y en las mismas condiciones. Supongamos que hubiésemos logrado nuestro objetivo; ¿no hubiera valido más encontrar continentes llenos de luz que una región sumergida en una noche oscura? ¿No se habría efectuado en las mejores circunstancias nuestra primera instalación? Evidentemente sí. En cuanto a este lado invisible, lo hubiéramos visitado en nuestros viajes de investigación sobre el globo lunar. Por lo tanto, la época del plenilunio estaba perfectamente escogida. Era necesario llegar al fin de nuestro camino, y para esto, no desviarse en él.

—Nada se puede objetar a eso —dijo Miguel Ardán—. ¡He aquí, sin embargo, una buena ocasión perdida de observar el otro lado de la Luna! ¡Quién sabe si los habitantes de los otros planetas están a la misma altura que los sabios de la Tierra en cuanto al conocimiento de sus satélites!

A esta observación de Miguel Ardán se hubiera podido contestar fácilmente de este modo: si otros satélites han podido ser estudiados con más exactitud es por su mayor proximidad. Los habitantes de Saturno, de Júpiter y de Urano, si existen, han podido establecer comunicaciones más fáciles con sus Lunas. Los cuatro satélites de Júpiter gravitan a una distancia de ciento ocho mil doscientas sesenta leguas; ciento setenta y dos mil doscientas leguas; doscientas setenta y cuatro mil doscientas leguas, y cuatrocientas ochenta mil ciento treinta leguas, respectivamente. Pero estas distancias están contadas desde el centro del planeta y deduciendo la longitud del radio que es de diecisiete a dieciocho mil leguas, se ve que el primer satélite no se halla tan lejos de la superficie de Júpiter como la Luna de la superficie de la Tierra. De las ocho Lunas de Saturno, cuatro están igualmente más próximas; Dione a ochenta y cuatro mil seiscientas leguas; Tetis a sesenta y dos mil novecientas sesenta leguas; Encélado a cuarenta y ocho mil noventa y una leguas y, finalmente, Mimas a una distancia media de treinta y cuatro mil quinientas únicamente. De los ocho satélites de Urano, el primero, Ariel, no está más que a cincuenta y una mil ciento veinte leguas del planeta.

Un experimento análogo del presidente Barbicane en la superficie de estos tres astros hubiera presentado, por lo tanto, menores dificultades. Si sus habitantes han intentado hacerlo, tal vez hayan examinado la constitución de la mitad de este disco, que su satélite oculta eternamente a sus ojos. Pero si no han abandonado nunca su planeta no estarán más adelantados que los astrónomos de la Tierra.

Entretanto, el proyectil describía en la sombra aquella incalculable trayectoria que ningún punto de partida podía determinar. ¿Se había modificado su dirección, ya por la influencia de la atracción lunar, ya por la influencia de un astro desconocido? Barbicane no podía decirlo; pero se había operado un cambio en la posición relativa del vehículo, y Barbicane lo demostró a eso de las cuatro de la mañana aproximadamente.

Este cambio consistía en que la base del proyectil se había inclinado hacia la superficie de la Luna y se mantenía en la dirección de una perpendicular que pasaba por su eje. La atracción, es decir, la gravedad, había producido esta modificación. La parte más pesada del proyectil se inclinaba hacia el disco invisible, exactamente como si hubiera caído hacia él.

¿Caería, en efecto? ¿Irían a alcanzar por fin los viajeros su tan deseado objeto? No. Y la observación de un punto de mira bastante explicable por otra parte vino a demostrar a Barbicane que su proyectil no se aproximaba a la Luna, y que se separaba siguiendo una curva casi concéntrica.

Dicho punto de mira fue un rayo de luz que Nicholl señaló de repente sobre el límite del horizonte, formado por el disco negro, y que no podía confundirse con una estrella. Era una incandescencia rojiza que aumentaba de volumen poco a poco, prueba incontestable de que el proyectil se aproximaba a él y no caía normalmente en la superficie del astro.

—¡Un volcán! Es un volcán en actividad —exclamó Nicholl—; un derrame de los fuegos interiores de la Luna. Este mundo no está aún completamente muerto.

—¡Sí, una erupción! —dijo Barbicane, que observaba cuidadosamente el fenómeno con su anteojo de noche—. ¿Qué podría ser, si no fuera un volcán?

—En este caso —dijo Miguel Ardán— es necesario aire para mantener esta combustión. Por lo tanto hay una atmósfera que rodea esta parte de la Luna.

—Es posible —notó Barbicane—, pero no absolutamente necesario. El volcán puede suministrarse el oxígeno por la descomposición de ciertas materias y lanzar así sus llamas en el vacío. Hasta me parece que esta deflagración tiene la intensidad y el resplandor de los objetos cuya combustión se produce con oxígeno puro. No nos apresuremos, pues, afirmando la existencia de una atmósfera lunar.

La montaña en ignición debía estar situada aproximadamente hacia el grado cuarenta y cinco de latitud Sur de la parte invisible del disco. Pero, con gran disgusto de Barbicane, la curva que describía el proyectil le arrastraba lejos del punto señalado por la erupción, no siendo posible por lo tanto determinar su naturaleza. Media hora después de haberlo visto, desaparecía este punto luminoso detrás del sombrío horizonte. Sin embargo, la comprobación del fenómeno era un hecho de suma importancia en los estudios selenográficos. Probaba que no había desaparecido aún todo el calor de las entrañas de ese globo, y allí donde existe el calor, ¿quién podría afirmar que no habían sentido hasta entonces los reinos vegetal y animal las influencias destructoras? La existencia de aquel volcán en erupción indiscutiblemente comprobada por los sabios de la Tierra, hubiera originado sin duda muchas teorías favorables a la grave cuestión de la habitabilidad de la Luna.

Se dejaba arrastrar Barbicane por sus reflexiones y se olvidaba de sí mismo en una muda contemplación en que se agitaban los misteriosos destinos del mundo lunar. Buscaba el lazo que había de unir los hechos observados hasta entonces, cuando un nuevo incidente le volvió bruscamente a la realidad.

Este incidente, más que un fenómeno cósmico, era un peligro amenazador, cuyas consecuencias podían ser desastrosas.

En medio del éter y entre sus tinieblas profundas había aparecido de repente una masa enorme. Era como una luna, pero incandescente, y de un brillo tanto más insoportable cuanto que rompía fuertemente la profunda oscuridad del espacio. Aquélla masa, de forma circular, despedía una luz tal que inundaba completamente el proyectil. Las caras de Barbicane, de Nicholl, de Miguel Ardán, violentamente iluminadas con sus blancas ráfagas, tomaban esta apariencia especial lívida, cadavérica, que los físicos producen con la luz artificial del alcohol impregnado de sal.

Aquélla masa despedía una luz que inundaba completamente el proyectil

—¡Diablo! —gritó Miguel Ardán—. ¡Estoy horrorizado! ¿Qué inesperada Luna es ésta?

—Un bólido —contestó Barbicane.

—¿Un bólido inflamado en el vacío?

—Sí.

Aquel globo de fuego era efectivamente un bólido. Barbicane no se engañaba. Si estos meteoros cósmicos no presentan generalmente, cuando se observan desde la Tierra, más que una luz algo menor que la de la Luna, allí, en aquel sombrío éter, brillan extraordinariamente. Estos cuerpos errantes llevan en sí mismos el principio de su incandescencia. El aire ambiente no les es necesario para su deflagración. En efecto, si algunos de ellos atraviesan las capas atmosféricas a dos o tres leguas de la Tierra, otros, por el contrario, describen una trayectoria a una distancia que no llega a la atmósfera. Ejemplo: los bólidos como el de 27 de octubre de 1884, que apareció a una altura de 128 leguas, y el de 18 de agosto de 1741, que desapareció a una distancia de 182 leguas. Algunos de estos meteoros tienen tres o cuatro kilómetros de anchura y poseen una velocidad que puede llegar hasta 75 kilómetros por segundo, siguiendo una dirección inversa a la del movimiento de la Tierra. Este globo errante, repentinamente aparecido en la sombra a una distancia de 100 leguas por lo menos, debía medir, según cálculo de Barbicane, un diámetro de 2000 metros. Avanzaba con una velocidad de dos kilómetros por segundo aproximadamente, o sea, de 30 leguas por minuto. Cortaba el camino del proyectil y debía alcanzarle a los pocos minutos. Al acercarse, aumentaba su volumen en una proporción enorme.

Imagínense, si pueden, la situación de los viajeros. Era imposible describirla. A pesar de su valor, sangre fría e indiferencia ante el peligro, estaban mudos, petrificados, con los miembros crispados y sobrecogidos por un asombro terrible. Su proyectil, cuya marcha no podían desviar, corría derecho hacia la masa ígnea, más intensa que la boca encendida de un horno de reverbero. Parecía que se precipitaba hacia un abismo de fuego. Barbicane había cogido las manos de sus compañeros, y todos miraban al revés de sus párpados medio cerrados al esferoide caldeado al rojo blanco. Si el pensamiento no estaba extinguido en ellos, si su cerebro funcionaba aún en medio de, su espanto, debían creerse perdidos.

A los dos minutos de la súbita aparición del bólido, ¡dos siglos de angustia!, con el proyectil próximo a chocar con él, estalló como una bomba el globo de fuego, pero sin producir ningún ruido en medio de aquel vacío, en donde el sonido, que no es más que la agitación de las capas de aire, no podía, por tanto, producirse.

Nicholl profirió un grito: sus compañeros y él se precipitaron al cristal de las lumbreras.

¡Qué espectáculo! ¿Qué pluma podría describirlo, qué paleta podría ser tan rica de colores para reproducirlo?

¡Qué espectáculo!

Era algo así como la boca de un cráter, como el esparcimiento de un incendio inmenso. Millares de fragmentos luminosos alumbraban y cortaban el espacio con sus resplandores. Todos los tamaños, todos los matices, todos los colores estaban mezclados, formando irradiaciones amarillas, amarillentas, rojas, verdes, grises, una corona, en fin, multicolor de fuegos artificiales. Del terrible y enorme globo no quedaban más que pedazos lanzados en todas las direcciones, convertidos a su vez en asteroides, unos flameantes como espadas, otros rodeados de una nube blanquecina y otros que dejaban en pos de sí señales brillantes de polvo cósmico.

Aquellos fragmentos incandescentes se cruzaban y chocaban, fraccionándose en pedazos más pequeños, algunos de los cuales chocaron con el proyectil. El cristal de la izquierda llegó a quebrarse por el golpe violento de uno de ellos. Parecía que flotaba el proyectil entre una granizada de bombas, de las cuales la menor podría aniquilarle en un momento.

La luz que satura el éter se desarrollaba en incomparable intensidad, porque los asteroides la difundían en todas sus direcciones. Hubo un momento en que fue tan viva, que Miguel Ardán llevó hacia su lente a Barbicane y Nicholl, gritando: «¡Por fin vemos la Luna, hasta ahora invisible!».

Y al través de un efluvio luminoso de algunos segundos, divisaron todos aquel disco misterioso que la vista del hombre contemplaba por primera vez.

¿Qué distinguieron a aquella distancia que no podían calcular? Algunas zonas prolongadas sobre el disco, verdaderas nubes formadas en un medio atmosférico muy reducido, en el que aparecían no solamente todas las montañas sino también los relieves de menor importancia, los circos, los cráteres abiertos y caprichosamente dispuestos, tal como existen en la superficie visible. Después, espacios inmensos, no ya áridas llanuras, sino verdaderos océanos abundantemente distribuidos, que reflejaban sobre su líquido espejo toda la magia deslumbradora de los fuegos del espacio. Finalmente en la superficie de los continentes, extensas masas sombrías, que semejaban selvas inmensas al rápido fulgor del relámpago.

¿Era una ilusión, un error de la vista, un espejismo por decirlo así? Podían dar una afirmación científica a una observación tan superficialmente obtenida. ¿Se atrevían a decidir sobre el problema de su habitabilidad, con la ligera ojeada del disco invisible? Nuestros tres atrevidos viajeros se hallaban sumidos en un mar de confusiones.

Entretanto, las fulguraciones del espacio se apagaron poco a poco; su resplandor accidental se disminuyó, los asteroides se alejaron con diversas trayectorias y se apagaron a lo lejos. El éter volvió a habituales tinieblas; las estrellas, un momento eclipsadas, brillaron en el firmamento, y el disco apenas entrevisto, se ocultó de nuevo en la impenetrable noche.