Capítulo XII. Detalles orográficos

Como ya hemos hecho observar, la trayectoria que seguía el proyectil los arrastraba hacia el hemisferio septentrional de la Luna. Los viajeros se hallaban lejos de aquel punto central en que hubieran tenido que caer si su trayectoria no hubiese sufrido una desviación irremediable.

Eran las doce y media de la noche. Barbicane calculó entonces su distancia en cuatrocientos kilómetros, distancia algo mayor que la extensión del radio lunar y que debía disminuir a medida que avanzaran hacia el Polo Norte. A la sazón el proyectil no se encontraba a la altura del Ecuador, sino a la del décimo paralelo, y desde aquella latitud, cuidadosamente tomada en el mapa, hasta el polo, Barbicane y sus dos compañeros pudieron observar la Luna en las mejores condiciones.

En efecto, con el auxilio de los anteojos, aquella distancia de mil cuatrocientos kilómetros quedaba reducida a catorce, o sea a cuatro leguas y media. El telescopio de las Montañas Rocosas acercaba más la Luna; pero la atmósfera terrestre disminuía considerablemente su potencia óptica. Así Barbicane, desde su proyectil, con el anteojo en la mano, veía ya ciertos detalles casi imposibles de apreciar por los observadores de la Tierra.

—Amigos míos —dijo entonces el presidente con grave acento—, no sé dónde vamos ni si volveremos jamás a ver el globo terrestre. Sin embargo, procedamos como si nuestros estudios debieran servir algún día a nuestros semejantes. Procuremos tener el ánimo libre de todo cuidado. Somos astrónomos. Este proyectil es un gabinete del observatorio de Cambridge transportado al espacio; observemos.

Dicho esto empezaron a trabajar con una atención y precisión extremadas, y reprodujeron fielmente los diversos aspectos de la Luna a las distintas variables que el proyectil ocupaba respecto al astro.

Al mismo tiempo que el proyectil se hallaba a la altura del décimo paralelo Norte, parecía seguir rigurosamente la dirección del vigésimo grado de longitud Este.

Conviene hacer aquí una observación importante respecto del mapa que servía para las observaciones. En los mapas selenográficos, que a causa de la inversión de los objetos producidos por los anteojos presentan el Sur arriba y el Norte abajo, parecía natural que a consecuencia de esa inversión el Este se hallase situado a la izquierda y el Oeste a la derecha. Sin embargo, no es así. Si se volviera el mapa y presentase a la Luna tal como aparece a simple vista, el Este se hallaría a la izquierda y el Oeste a la derecha, al contrario de los mapas terrestres. La causa de esta anomalía es la siguiente: los observadores colocados en el hemisferio boreal, en Europa por ejemplo, ven la Luna en el Sur con relación a ellos. Cuando la observan vuelven la espalda al Norte, posición inversa de cuando examinan un mapa terrestre; y si dan la espalda al Norte, el Este se encuentra a su izquierda y el Oeste a su derecha. En cambio, el observador situado en el hemisferio austral, por ejemplo, en la Patagonia, tendrá a su izquierda el Oeste de la Luna y a su derecha el Este, puesto que se hallaban de espaldas al Sur.

He ahí la causa de esa aparente inversión de los dos puntos cardinales, y debe tenerse en cuenta para seguir las observaciones del presidente Barbicane.

Con ayuda del Mappa selenographica de Beer y Moedler los viajeros procedían a reconocer en detalle la porción del disco que abarcaba su anteojo.

—¿Qué vemos en este instante? —preguntó Miguel.

—La parte septentrional del Mar de los Nublados —respondió Barbicane—. Estamos demasiado lejos para poder reconocer su naturaleza. Esas llanuras se componen sólo de arenas áridas, como lo han supuesto los primeros astrónomos, o son bosques inmensos, según la opinión de Waren de la Rue que atribuye a la Luna una atmósfera muy baja, pero muy densa. Esto lo sabremos más adelante; no afirmemos mientras no tengamos en qué fundar la afirmación.

El mar de los Nublados no está limitado con precisión exacta en los mapas. Se supone que esa inmensa llanura se halla sembrada de bloques de lava arrojados por volcanes inmediatos a su derecha como Tolomeo, Purbach y Arzachel. Pero el proyectil avanzaba y se acercaba sensiblemente, y pronto se distinguieron las cumbres que cierran aquel mar por su límite septentrional. Delante se alzaba una montaña magnífica cuya cima parecía perdida entre una erupción de rayos solares.

—¿Qué monte es ése? —preguntó Miguel.

—Copérnico —respondió Barbicane.

—Veamos a Copérnico.

Este monte, situado a los 9° de latitud Norte y 20° de longitud Este, se eleva a una altura de 3438 metros sobre el nivel de la superficie de la Luna. Es muy visible desde la Tierra y los astrónomos lo pueden estudiar perfectamente, sobre todo durante la fase comprendida entre el último cuarto y el novilunio; porque entonces las sombras se proyectan extensamente del Este al Oeste y permiten medir las alturas.

Copérnico forma el sistema radiado más importante del disco, después de Tycho, situado en el hemisferio meridional; y se alza aisladamente, como un faro gigantesco, en aquella porción del mar de los Nublados que confina en el mar de las Tempestades, e ilumina con su brillante irradiación dos océanos a la vez. Es un espectáculo sin igual al de aquellas largas ráfagas luminosas, tan deslumbradoras en el plenilunio, y que, pasando por el Norte, más allá de las cordilleras limítrofes, van a extinguirse en el mar de las Lluvias. A la una de la mañana terrestre el proyectil, como un globo arrastrado en el espacio, dominaba aquella soberbia montaña.

Barbicane pudo reconocer exactamente sus disposiciones principales. Copérnico se halla comprendido en la serie de montañas anulares de primer orden en la división de los grandes circos. Al igual que Képler y Aristarco, que domina el océano de las Tempestades, se presenta a veces como un punto brillante a través de una luz cenicienta y en algún tiempo se creyó que era un volcán en erupción, pero no es más que un volcán apagado, como todos los de aquella faz de la Luna. Su circunferencia presentaba un diámetro como de veintidós leguas. El anteojo descubría en él indicios de estratificaciones producidas por las erupciones sucesivas, y sus cercanías aparecían sembradas de fragmentos volcánicos, algunos de los cuales se mostraban todavía en el interior del cráter.

—En la superficie de la Luna —dijo Barbicane— hay varias clases de circos, y es fácil ver que Copérnico pertenece al género radiado. Si estuviéramos más cerca distinguiríamos los conos que la erizan por el interior y que en tiempos antiguos fueron otras tantas bocas ignígenas. Una circunstancia curiosa y constante del disco lunar es que la superficie interior de estos circos es notablemente más baja que la llanura exterior, al revés de la forma que presentan los cráteres terrestres. De lo que se deduce que la curvatura general del fondo de estos circos da una esfera de un diámetro inferior al de la Luna.

—¿Y a qué se atribuye esa disposición especial? —preguntó Nicholl.

—No se sabe —respondió Barbicane.

—¡Qué irradiación tan brillante! —repetía Miguel—. ¡Dudo que pueda verse un espectáculo más bello!

—¿Qué dirás, pues —respondió Barbicane—, si los azares de nuestro viaje nos arrastran al hemisferio meridional?

—¡Toma! ¡Diré que es más bello todavía! —contestó Miguel Ardán.

En aquel momento el proyectil dominaba el circo perpendicularmente. El contorno de Copérnico formaba un círculo casi perfecto, y sus picos escarpados se destacaban con la mayor claridad, distinguiéndose un doble recinto angular. Alrededor se extendía una llanura gris, de aspecto salvaje, cuyas prominencias sobresalían en forma de puntos amarillos. En el fondo del circo, y como encerrados en un estuche, centellearon un momento dos o tres conos eruptivos, como grandes joyas deslumbradoras. Hacia el Norte las rocas presentaban una depresión, que sin duda en otro tiempo más que remoto, daba paso al interior del cráter.

Al pasar por encima de la llanura inmediata pudo notar Barbicane un gran número de montañas poco importantes, y entre otras una forma anular denominada Gay-Lussac, que mide veintitrés kilómetros de ancho. Hacia el Sur, la llanura se mostraba muy plana, sin prominencias ni desigualdades. En cambio, por el Norte, y hasta el sitio en que confinaba con el Océano de las Tempestades, tenía el aspecto de una superficie líquida agitada por un huracán y cuyas olas se hubieran solidificado súbitamente. Sobre todo el conjunto y en todas direcciones se extendían las ráfagas luminosas que partían de la cumbre de Copérnico. Algunas presentaban una anchura de treinta kilómetros y una longitud incalculable.

Los viajeros discutían el origen de aquellos extraños rayos, y cómo los observadores terrestres, no podían determinar su naturaleza.

—Pero ¿por qué —decía Nicholl— no han de ser esos rayos simplemente los estribos de las montañas, que reflejan con más viveza la luz del Sol?

—No —respondió Barbicane—; porque si así fuese, en ciertas condiciones de la Luna, esos picos proyectarían sombras, y no las proyectan.

En efecto, semejantes rayos no aparecen sino en la época en que el astro del día se halla en oposición con la Luna, y desaparecen en cuanto sus rayos se hacen oblicuos.

—Pero ¿cómo explicarnos esas ráfagas de luz? —preguntó Miguel—. Porque no creo que los sabios dejen nunca de dar explicaciones.

—Sí —respondió Barbicane—, Herschel ha formulado una opinión, pero no me atrevo a afirmarla.

—No importa. ¿Qué opinión es ésa?

—Creía que esos rayos debían ser corrientes de lava solidificada, que brillaban cuando el Sol las atacaba directamente; esto es posible, pero no seguro. Por lo demás, si pasamos cerca de Tycho, nos encontraremos en posición más conveniente para reconocer la causa de esa irradiación.

—¿Sabéis, amigos míos, a qué se parece esa llanura, vista desde la elevación en que estamos? —dijo Miguel.

—No —respondió Nicholl.

—Pues bien, con todos esos montones de lava largos como husos, parece un gran juego de palillos tirados unos sobre otros; no falta más que un gancho para ir cogiéndolos uno a uno.

—¡Nunca tendrás formalidad! —dijo Barbicane.

—Pues hablemos formalmente —repitió Miguel—, y en lugar de juncos, supongamos que son osamentas. En ese caso, la planicie no sería sino un osario inmenso en que reposarían los despojos mortales de mil generaciones extinguidas; ¿prefieres esta comparación de gran efecto?

«La planicie no sería sino un osario inmenso».

—Tanto vale una como otra —respondió Barbicane.

—¡Diablo, qué delicado eres! —respondió Miguel.

—Amigo mío —siguió diciendo el positivo Barbicane—, poco importa saber a qué se parece eso, mientras no sepamos lo que es de veras.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Miguel—. Eso me enseñará a discutir con los sabios.

Mientras tanto, el proyectil marchaba con una velocidad casi uniforme, a lo largo del disco lunar. Los viajeros, como fácilmente se comprende, no pensaban en descansar ni un momento. A cada instante se les presentaba un paisaje nuevo, que desaparecía luego de su vista. A eso de la una y media de la mañana, divisaron las cumbres de otra montaña; Barbicane, consultando el mapa, reconoció a Eratóstenes.

Era una montaña anular de cuatro mil quinientos metros de altura, y formaba uno de los circos más abundantes del satélite. A propósito de esto, Barbicane refirió a sus amigos la singular opinión de Képler sobre la formación de dichos circos. Según el célebre matemático, aquellas cavidades crateriformes debieron de ser abiertas por la mano del hombre.

—¿Y con qué objeto? —preguntó Nicholl.

—¡Con uno muy natural! —respondió Barbicane—. Los selenitas abrirían esos grandes agujeros con el objeto de refugiarse en ellos y guarecerse de los rayos solares, que les hieren durante quince días consecutivos.

—¡No son tontos los selenitas! —dijo Miguel.

—¡Vaya una idea! —respondió Nicholl—. Pero es probable que Képler no conociera las verdaderas dimensiones de esos circos; porque el abrirlos habría sido una obra de gigantes, impracticable para los selenitas.

—¿Por qué, si la gravedad en la superficie de la Luna es seis veces menos que en la Tierra? —dijo Miguel.

—¿Pero y sí los selenitas son seis veces más pequeños? —replicó Nicholl.

—¿Y si no hay selenitas? —añadió Barbicane.

Estas palabras terminaron el debate.

No tardó en desaparecer Eratóstenes bajo el horizonte, sin que el proyectil se hubiera cerrado lo suficiente para permitir una observación rigurosa. Aquella montaña separaba por completo los Apeninos de los Cárpatos.

En la orografía lunar se han distinguido varias cordilleras que se hallaban distribuidas principalmente en el hemisferio septentrional. Algunas, sin embargo, ocupan ciertas porciones del hemisferio sur.

Véase la tabla de estas diferentes cordilleras, indicadas al Sur y al Norte, con sus latitudes y sus alturas tomadas de las cimas de mayor elevación:

Monte Doerfel 84° Latitud S 7603 metros
Monte Leibniz 65° Latitud S 7600 metros
Monte Rok 20° a 30° Latitud S 1600 metros
Monte Altail 17° a 28° Latitud S 4047 metros
Monte Cordilleras 10° a 20° Latitud S 3398 metros
Monte Pirineos 8° a 10° Latitud S 3632 metros
Monte Ural 5° a 14° Latitud S 838 metros
Monte Alembert 4° a 10° Latitud S 5847 metros
Monte Hoemus 8° a 21° Latitud N 2021 metros
Monte Cárpatos 15° a 19° Latitud N 1939 metros
Monte Apeninos 14° a 27° Latitud N 5501 metros
Monte Tauro 21° a 28° Latitud N 2746 metros
Monte Rifeos 25° a 33° Latitud N 4171 metros
Monte Hercinios 17° a 29° Latitud N 1170 metros
Monte Cáucaso 32° a 41° Latitud N 5567 metros
Monte Alpes 42° a 49° Latitud N 3617 metros

De esas cordilleras, la más importante es la de los Apeninos, cuyo desarrollo es de ciento cincuenta leguas, desarrollo inferior, sin embargo, al de los grandes movimientos orográficos de la Tierra. Los Apeninos guarnecen la orilla oriental del mar de las Lluvias, y se continúan al Norte por los Cárpatos, cuyo perfil mide unas cien leguas.

Los viajeros no pudieron hacer más que vislumbrar la cumbre de los Apeninos, que se dibuja desde los 16° de longitud Oeste a los 16° de longitud Este; pero la cordillera de los Cárpatos se extendió bajo sus miradas desde los 18° a los 39° de longitud oriental, y pudieron determinar su distribución. Hicieron una hipótesis muy Justificada. Al ver que aquella cordillera de los Cárpatos tomaba aquí y allí formas circulares y era dominada por picos, dedujeron que en otro tiempo formaba circos importantes. Aquellos anillos montañosos debieron de haber sido rotos en parte por la vasta expansión a que se debe el mar de las Lluvias. Los Cárpatos presentaban entonces el aspecto que habían presentado los circos de Purbach, Arzachel y Tolomeo, si un cataclismo derribase sus partes escarpadas de la izquierda, y las transformara en cordillera continua. Su altura media es de 3200 metros, altura comparable a la de doscientos puntos de los Pirineos; sus pendientes meridionales se deprimen de repente hacia el inmenso mar de las Lluvias.

Hacia las dos de la mañana se encontraba Barbicane a la altura del vigésimo paralelo lunar, no lejos de la montaña llamada Pytheas, de 1559 metros de altura. La distancia del proyectil a la Luna no era ya más que de 1200 kilómetros, reducida a dos leguas y media con los anteojos.

El Mare Imbrium se extendía a la vista de los viajeros como una inmensa depresión cuyos detalles eran todavía poco perceptibles. Cerca de ellos a la izquierda, se alzaba el monte Lambert, cuya altura está calculada en 1813 metros, y más allá, en el límite del océano de las Tempestades, a los 23° de latitud Norte y 29° de longitud Este, resplandecía la montaña radiada de Euler.

Esta montaña, que sólo se eleva 1815 metros sobre la superficie lunar, había sido objeto de un interesante estudio del sabio astrónomo Schroeter, quien, tratando de reconocer el origen de las montañas de la Luna, dudaba de si el volumen del cráter se mostraba siempre aparentemente igual al volumen de las partes escarpadas que lo formaban. En general, esta relación existía efectivamente y de ella deducía Schroeter que una sola erupción de materias volcánicas había bastado para romper aquellas partes escarpadas; porque, de verificarse varias erupciones sucesivas, se hubiera alterado la relación. Sólo el monte Euler desmentía esta ley general, y había necesitado para su formación varias erupciones sucesivas, puesto que el volumen de su cavidad era el doble de su recinto.

Semejantes hipótesis estaban justificadas por observadores terrestres a quienes sus instrumentos no servían sino de un modo imperfecto. Pero Barbicane no quería contentarse con esto, y al ver que su proyectil se acercaba con regularidad al disco lunar, no desesperaba, si no de llegar a él, de sorprender cuando menos los secretos de su formación y darlos a conocer con el tiempo.