El Corazón

Esta pequeña cosita, en realidad uno de los primeros cuentos que escribí en mi vida, fue comprada por Ray Palmer. Conocí a Ray hace muchos años, en mi primer viaje a Chicago, y quedé inmensamente impresionado. Él hizo de la vieja Amazing Stories un éxito aplastante y luego presentó en sus páginas una de las…, bueno, tramas más impresionantes que hayan llegado a la prensa pública. Hasta hoy, en las tabernas se inician peleas por el «Shaver Mystery» o el «Shaver Hoax», dependiendo de quién esté en auge en ese momento. Hay tanta documentación respecto a que Ray creía en el caso Shaver, como relativa a que no creía en él y, por mi parte, no me importa mucho: cierto o no, fue un asunto colorido y descabellado y yo disfruté hasta el último minuto de él y todos los argumentos. Si el lector no está familiarizado con eso, le sugiero que la investigue. Cualquier aficionado a la C. F. le enseñará el camino. Si no estimula su sentimiento de asombro, estimulará su sentido de afrenta.

Me agradaría rendir un sobrio tributo a Ray, absolutamente aparte de lo precedente: es uno de los seres humanos más valerosos que han existido.

* * *

No me gusta ser pinchado repetidas veces por un índice duro y huesudo hasta que concedo mi atención a su propietario, particularmente si dicho propietario es un borracho muy persistente, a quien se ha dicho dos veces que se largue y todavía no ha captado la idea. Pero este ebrio era una mujer y, en alguna forma, no pude decidirme a golpearla.

—Por favor, señor —insistió.

Libré mi manga de sus dedos. El movimiento fue reflejo, el retroceso involuntario al ver una cara muerta.

Ella necesitaba una copa; un hecho que constituyó una leve diferencia para mí. Yo también lo necesitaba. Pero únicamente tenía dinero para satisfacer mis necesidades y nadie ha tenido jamás una oportunidad de llamarme sir Galahad.

—¿Qué demonios quiere?

No le agradó que le gruñera así; casi me insultó, pero el pensamiento de un trago gratis la hizo cambiar de idea. Estaba temblorosa. Respondió:

—Deseo hablarle, eso es todo.

—¿De qué?

—Alguien me dijo que usted escribe. Tengo una historia para usted.

Suspiré. Tal vez algún día estaría libre de la gente que dice: a) «¿Dónde obtiene sus ideas?», y b) «¿Quiere una historia? Mi esposa sería la más…».

—Nena —dije—, no la pondría por escrito aunque usted fuera Mata Hari. Vaya a espantar a otro con esa cara y déjeme en paz.

Mostró los dientes malignamente y entrecerró los ojos; y luego, con rapidez asombrosa, su cara se relajó por completo. Aseguró:

—Lo odiaría si no temiera volver a odiar a alguien.

En ese segundo sentí un temor letal a ella y eso por sí solo fue suficiente para interesarme. La tomé por un hombro al darse vuelta, mostré dos dedos al cantinero y la conduje a una mesa.

Pareció agradecida.

—Un trago —repitió—, y soy pagada por adelantado. ¿Quiere el relato?

—No —repliqué—. Pero adelante.

Lo narró.

Siempre fui muy retraída. No tenía la belleza que tienen otras mujeres y, a decir verdad, la pasaba bien sin ella. Tenía un empleo regular, maltratando una máquina de escribir para el médico forense del condado, una habitación bastante grande para mí y unos pocos miles de libros. Creo que me descuidé un poco. ¡Ah…!, olvidemos los preámbulos. Hay un millón como yo, metidas en pequeñas oficinas polvorientas. Hacemos nuestro trabajo, mantenemos la boca cerrada y a nadie le importamos un comino y eso no nos importa.

Solamente que me sucedió algo. Una tarde salía del ayuntamiento, cuando tropecé con un hombre. Era flaco y cetrino y, cuando choqué con él, se dobló, jadeando. Lo ayudé a levantarse. No pesaba más de cuarenta y tres kilos. Se colgó de mí por un minuto y se recuperó. Sonrió y dijo:

—Lo siento, señorita. Me acostumbré a mi corazón enfermo hace bastante tiempo, pero desearía no atravesarme en el camino de otra gente.

Me agradó su actitud. Un choque así y no estaba chillando.

—Mantenga el mentón levantado y no se meterá en el camino de nadie —respondí.

Inclinó su sombrero, continuó su camino y me sentí bien por eso toda la noche.

Lo encontré un par de días después y hablamos por un minuto. Se llamaba Bill Llanyn. Un extraño apellido galés. Después de un par de semanas ya no sonaba raro. Me gustaría haberlo tenido como mío. Sí, así fue. Teníamos prácticamente todo en común, excepto que yo tengo la constitución de un rinoceronte. Por lo menos la tenía entonces. Él tenía un empleo infame como ayudante de director en un museo de mala muerte. Alimentaba a las víboras y las tarántulas en la sección de animales vivos. Ganaba para cigarrillos, pero lograba mantenerse porque no podía fumar. Una noche cenamos en mi apartamento. Enloqueció por mis libros. Era todo lo que podía hacer para entusiasmarlo. ¡Oh, el pobre hombre! Tardaba diez minutos en subir un piso hasta mi cuarto. No, no era un Tarzán.

—Pero yo…, amé a ese hombrecillo.

—Eso era algo que pensaba que no sabía hacer. Yo…, bueno, no voy a hablar de eso. Estoy contándole una historia, ¿sí? Bueno, no es un relato de amor. ¿Puedo tomar también su copa? Yo…

Bueno, quería casarme con él. Tal vez piense que sería una broma ese matrimonio. Pero Dios, todo lo que deseaba era tenerlo cerca, quizá incluso verlo dichoso una vez en su vida. Sabía que sobreviviría a él pero no pensaba en eso. Quería casarme con él, ser buena con él, hacer cosas por él y, cuando llegara su llamada, no estaría solo para encararse a ella.

No era pedir mucho… ¡Oh, sí…! Yo tuve que pedírselo. Él no lo hizo…, pero no aceptó. Estaba sentado en mi sillón, frente al fuego, con un ejemplar de Goethe empastado en color marfil en una mano y levantó los dedos uno a uno, mientras enumeraba las razones por las cuales no aceptaba. No ganaba dinero suficiente para sostenernos. Era probable que cayera muerto en cualquier momento. Era una ruina demasiado débil para que una mujer lo llamara esposo. Admitió que me amaba, pero me amaba demasiado para colgarse de mi cuello. Opinó que yo debía hallar a un verdadero hombre viviente para casarme con él. Luego se levantó, se puso su sombrero y dijo:

—Ahora saldré. Nunca había amado a nadie. Me alegra amarte ahora. No volverás a verme. No me queda mucho tiempo; prefiero que nunca sepas cuando me vaya.

Entonces se acercó a mí y dijo algo más, y maldito sea; eso es por mí, por recordarlo y por usted, por pensarlo. Pero después que partió, jamás volví a verlo.

Intenté regresar a la vieja rutina de escribir a máquina y leer libros, pero fue duro. Leí mucho, tratando de olvidarlo, intentando olvidar la cara agostada de Bill Llanyn. Pero todo lo que leía parecía referirse a él. Creo que escogí el material inapropiado. Schopenhauer, Poe, Dante, Faulkner. Mi mente giraba y giraba. Sabía que me sentiría mejor si tenía alguna cosa que odiar.

El odio es una cosa rara. Espero que usted nunca sepa qué…, qué grande puede ser. Úselo bien y es la cosa más destructiva del mundo. Cuando descubrí eso, mi mente dejó de girar en esos pequeños círculos y empecé a ir hacia adelante. Tuve todo claro en mi mente. Escuche…, permítame decirle lo que sucedió cuando empecé.

Hallé algo que odiar. El corazón de Bill Llanyn…, el órgano arruinado, ineficaz, que estaba manteniéndonos separados. Nadie puede saber jamás la loca concentración que puse en eso. Nunca ha vivido nadie que describa la solidez del odio, cuando comienza a convertirse en algo real. Yo necesitaba hacer un milagro sobre el corazón del Bill y en el odio tuve una facultad para efectuarlo. Mi odio alcanzó una magnitud que nada podía resistir. Lo supe tan seguramente como sabe un asesino lo que ha hecho, cuando siente que su cuchillo se hunde en la carne de su víctima. Pero no fui una asesina. La muerte no era mi propósito. Deseaba que mi odio se hundiera en su corazón, cortara lo que había malo y lo dejara cuidar del resto. Estaba haciendo lo que nadie ha hecho jamás…, odiar en forma constructiva. Si no hubiera estado tan locamente ansiosa por poner en acción mi idea, habría recordado que el odio no puede crear nada que no sea maligno, causar nada que no sea malo.

Sí, fracasé. Una tarde la semana pasada, mi jefe llegó a la oficina trayendo notas del depósito de cadáveres, para que las copiara por triplicado y las archivara. Autopsias de muertos que habían sido encontrados durante las cuarenta y ocho horas anteriores. William Llanyn se hallaba ahí. Causa de la muerte, paro cardíaco. Miré las notas por largo tiempo. El médico forense estaba, parado, mirando por la ventana. Creo que notó que mi máquina se detenía sin volver a empezar. Dijo, sin volverse:

—Si está mirando esas notas de paros cardíacos, no me pregunte si hay algo más: pericarditis, descompensación mitral, nada. Escriba únicamente paro cardíaco.

Pregunté por qué. Respondió:

—Se lo diré, pero que me cuelguen si anoto algo así en los expedientes. El hombre no tenía corazón en absoluto.

La mujer se levantó y miró el reloj.

—¿Adónde va?

—Voy a tomar el tren que sale —contestó.

Fue hacia la puerta. Me despedí de ella en la acera. Fue hacia la estación. Yo me encaminé al centro de la ciudad. Cuando la ambulancia de emergencia de la policía pasó aullando junto a mí, pocos minutos más tarde, no tuve que ir a la vía para ver lo que había sucedido.