10

—Oiga, ¿Berthe?

Hablaba en voz baja, protegiendo el auricular con la mano. La cabina era pequeña. Podía ver a los del bar detrás de los cristales. Estaba al final del muelle, no lejos del mercado del pescado, y aquel era un pequeño bar en el que no recordaba haber puesto nunca los pies, y en el que casi sólo había pescadores. Por la mañana las pescaderas iban allí a tomarse su café, cestas de mariscos se amontonaban en los rincones, y sobre las losas de color rojo oscuro se veían regueros de agua.

—¿Quién llama?

—Léon.

Les llamaba a todos por el nombre de pila. No era familiaridad, sino más bien todo lo contrario, una especie de respeto, en cualquier caso una muestra de discreción. Nunca, en ninguna circunstancia, se permitía tutearles.

—Dígame, Léon.

Él se sentía un poco avergonzado. Su voz no era firme. Balbuceaba.

—Quisiera pasar un momento por su casa.

—¿A estas horas?

Imaginó la alcoba tibia, las sedas, los bibelots, las cortinas de tul, el cigarrillo con boquilla dorada que ella debía de estar fumando.

—¡Tengo tantas ganas de verla!

Ella se rio, y luego murmuró:

—Amigo mío, es imposible. Ya estoy acostada, y leo una novela formidable.

—Se lo ruego.

—¿Qué prisas son esas, qué mosca le ha picado?

—No lo sé. Hágalo por mí.

Comprendió que ella vacilaba. A diferencia de la criada del médico, no tenía miedo.

—Le suponía con su mujer.

—Ahora duerme.

—¿Y usted se ha escapado como un colegial? ¿Desde dónde me telefonea?

—Desde un café.

—De modo que todo el mundo va a enterarse de que me ha llamado, ¿no?

—No. Estoy en la cabina. Hablo en voz baja.

Se impacientaba. Hubiera sido capaz de suplicárselo de rodillas. Se aferraba a aquel aparato como un poco antes se hubiera aferrado al médico.

—Le prometo que no me voy a quedar mucho.

Lo que quería era pasar toda la noche en su casa. Aquel deseo le había asaltado bruscamente, al pensar en ella, en su piso, en la gran cama acolchada, en la que nunca había llegado a dormir.

—Escuche, Berthe…

—No, amigo mío. Es usted un cielo. Sabe que yo le quiero mucho…

Era verdad que ella siempre le había mostrado cierta predilección, tal vez porque era considerado, respetuoso, le llevaba flores o regalitos.

—Ya sabe cómo son mis vecinos. No ignoran que por la noche no recibo nunca a nadie.

—¡Por una vez!

—Verá, estoy cansada. ¡Si supiera lo bien que estoy, sola, en mi cama, con un libro apasionante!

Bromeaba cariñosamente.

—¡Berthe!

—Vamos a ver, sea bueno, vaya a acostarse y mañana por la tarde viene a verme.

Tampoco ella le comprendía, como los demás. Pero tampoco le guardaba rencor. Era terrible.

Ella no sabía hasta qué punto lo que decía era terrible.

—¡Se lo suplico!

—Voy a confesarle una cosa y estoy segura de que ya no volverá a insistir. En estos momentos estoy horrible, desmaquillada, con una capa de crema sobre la cara y con bigudíes en el pelo. Ya ve. Ahora dejemos el asunto.

—De todas maneras voy a llamar a su casa.

—No le abriré.

—Sí me abrirá.

—No.

—Forzaré la puerta.

—No sea usted malo, mi querido sombrerero.

Quizás ella hizo mal en usar esta expresión. Sin embargo, la usó sin ironía, sin maldad. Por su parte era más bien una zalamería.

—Voy para allá.

Ella debió de repetir «no» en el momento en que él colgaba. Labbé salió de la cabina de cristal para dirigirse hacia el mostrador, mientras los pescadores le miraban sin pensar en nada.

Tenía que beber algo, porque no se entra en un bar para telefonear sin hacer consumición. Había dos hileras de botellas que miró dudoso. En una de las botellas se veía una cabeza de negro. Era de ron. Lo bebía raras veces, excepto en forma de ponche, cuando estaba acatarrado.

—Un ron.

—¿Copa grande?

¿Por qué todo el mundo se callaba? Hubiérase dicho que aquellas personas, que sin embargo no sabían nada, comprendían la solemnidad del tiempo que estaba pasando.

Serían testigos. Y también los hombres de la patrulla. Y Eugénie, la criada del médico, por no hablar del desconocido que abrió una ventana en la casa de al lado, al oír llamar con insistencia.

A tal hora hacía eso… A tal hora doblaba la esquina de tal calle. Tantos minutos después huía al oír pasos y se agazapaba en las sombras.

Reconstruirían sus idas y venidas. Sería fácil. Era el tipo de trabajo que Pigeac era capaz de hacer.

Hubo un momento en el que renunció a la partida, en el que reconoció su derrota, conscientemente. ¿Fue al salir del pequeño restaurante, o cuando entró? ¿O cuando en vez de volver a su casa, mientras Madame Kachudas aullaba a la muerte, siguió andando en dirección a la Place du Marché?

¿Tal vez la víspera? ¿O dos días atrás, cuando junto con el sastrecillo acechaba la salida de la madre SainteUrsule, con los ojos fijos en la puerta del obispado?

Eso no tenía importancia. Hubiera podido ir una última vez para asegurarse de que Chantreau no había vuelto, pero quedaba lejos y tropezaría con nuevas patrullas. ¿Qué le iba a decir ahora?

Mademoiselle Berthe le esperaba. Estaba convencido de que acabaría por abrirle la puerta.

El ron era muy fuerte. Le avergonzaba beber. Le parecía que el dueño del bar y los pescadores seguían con atención todos sus movimientos.

Sin duda los clientes habituales no se contentaban con una copa, porque el del bar no había soltado la botella a la espera de una seña para volver a servirle.

Hizo la señal, no porque quisiera más alcohol, sino por respeto humano.

Chantreau hubiera podido entrar en el bar. Eran lugares como aquel los que frecuentaba por la noche. El sombrerero lo estaba deseando. Hubiera sido un gran alivio ver abrirse la puerta y reconocer a su amigo Paul.

—¿Cuánto es?

Pagó, dejó una propina, pero el dueño volvió a llamarle, lo cual le turbó. No se acordaba de que en aquella clase de cafés no se dan propinas.

Le despidieron diciéndole:

—¡Buenas noches!

Sin ironía. Estaba en la calle. En plena oscuridad. La luna aún no había salido. En la dársena, a pesar de que no soplaba viento, se oía el crujido de poleas, a causa de la marea que levantaba los barcos.

Él era uno de los dueños de uno de aquellos barcos, la Belle Hélène. Tal vez era aquel cuyos mástiles veía dibujarse en negro sobre el gris oscuro del cielo.

Alguien pasó por su lado, le miró, volvió la cabeza. Era un hombre al que conocía.

Un testigo más.

Pasó bajo la bóveda de la torre, en la que había luz en el primer piso, en el ventanuco en forma de tronera de la vivienda del guarda. La maceta de geranios debía de estar en su lugar. Siempre había visto una maceta de geranios en aquella ventana.

Delante de las Dames de France, Rue du Palais, había un gendarme. Tenía que pasar junto a él.

¿Por qué no?

El gendarme le conocía. Formaban parte de la misma asociación de antiguos combatientes. Le dijo:

—Buenas noches, Monsieur Labbé.

¿Ignoraba que este debería estar cuidando a Mathilde? Todo el mundo lo sabía. Al cabo de unos instantes el policía lo recordaría, y se preguntaría qué le había pasado al sombrerero.

Dejaba huellas de su paso a través de la ciudad igual que Pulgarcito con sus guijarros, y eso le hacía sentir una amarga satisfacción.

Desde la esquina de la Rue Gargoulleau se veían las luces del Café des Colonnes. A aquella hora, Oscar, el dueño, hablaba con voz pastosa, tenía los ojos húmedos, el andar vacilante. En el local sólo quedaba el último reducto de habituales. No tardarían en salir del cine de al lado, se oirían muchas pisadas, como al final de una misa mayor, habría siluetas oscuras, gente abrochándose el abrigo, esperándose unos a otros, las mujeres colgándose del brazo de su marido, el motor de los coches que arrancarían y los faros se encenderían.

Aún sería posible encontrar a Chantreau. O incluso a Julien Lambert, o a cualquier otro. Quizás hubiese sido un alivio ver surgir de las sombras al comisario Pigeac, quien sin embargo no le gustaba. No sabía lo que habría hecho exactamente, pero tenía la impresión de que todo habría terminado.

De no estar enfermo Kachudas, de no haber muerto Kachudas, el sastrecillo no hubiera dejado de seguirle, y el sombrerero no hubiese tenido más que esperarle para hablar con él.

Ya no podía ir más lejos, y sus posibilidades seguían disminuyendo hasta hacerse casi inexistentes. ¡Si al menos Mademoiselle Berthe fuese capaz de no levantarse de la cama y dejarle llamar en vano!

Estaba seguro de que bajaría. No enseguida. Al principio estaría malhumorada.

Se abrió la puerta cochera. No la cerraban hasta las once. Había luz en casa del dentista, y se oía la música de un fonógrafo o de una radio en el segundo piso, en casa del archivero, que a menudo reunía en su piso a jóvenes de ambos sexos.

Alargó el brazo. ¿Por qué motivo, después de su llamada telefónica, no se le había ocurrido bajar y desconectar el timbre, como lo hacía tan a menudo por la tarde?

No había pensado en ello. El timbre resonó. Ella dejó que sonara tres veces, luego se oyó ruido en la escalera, y una voz que preguntaba a través de la puerta.

—¿Quién es?

—Léon.

—Sea bueno, Léon. Esta noche no insista.

—Le suplico que me abra.

Hizo girar la llave en la cerradura, y con eso todo estaba decidido ya. Ella sólo entreabrió la puerta. Llevaba un gorro de encaje sobre los bigudíes, una bata enguatada de raso rosa.

—No es usted bueno. Nunca había hecho estas cosas.

Él empujó la puerta lenta, irresistiblemente, mientras no dejaba de oírse la música del segundo piso, en el edificio del fondo. Arriba estaban bailando. Se oía el golpeteo de los zapatos en el suelo.

—¿Ha bebido?

—Sólo una copa de ron.

Ella no estaba inquieta; sólo sorprendida. Tal como el hombre había previsto, su mal humor no duró mucho. Era más bien un juego. Fingió regañarle. Sobre la mesilla de noche estaba su libro abierto, iluminado por una lámpara, cuya luz velaba el amplio vestido antiguo de una muñeca.

Los invitados del archivero bailaron hasta la una de la madrugada. Al irse hicieron mucho ruido en el patio, y les costó despertar al portero para que este les abriese la puerta cochera. Mientras, no dejaban de reír. Las muchachas tenían una risa aguda.

A las siete y media, como de costumbre, Geneviève, la doncella de Mademoiselle Berthe, que vivía en casa de sus padres, en Fétilly, llegó en bicicleta y la dejó en un rincón del patio, donde se aparcaban todas las bicicletas.

Tenía llave. Subió las escaleras y antes que nada se metió en la cocina. Hasta las nueve no solía entrar en la alcoba, con el café con leche, y descorrer las cortinas.

Aquella mañana creyó oír un ruido anormal. A las ocho y media, inquieta, sin una razón precisa, entreabrió la puerta y vio a un hombre en la cama.

Dormía. Mademoiselle Berthe estaba tendida de través sobre la alfombrilla.

Geneviève no pensó en acercarse ni en telefonear. Bajó corriendo, bajó la escalera a saltos, avisó al portero, llamó a los que pasaban por la calle camino de su trabajo. Nadie se atrevió a subir antes de que llegara un gendarme, y desde abajo todo el mundo miraba la ventana en silencio.

El propio agente, en el umbral del dormitorio, vaciló y desenfundó su revólver. Era un gendarme muy joven, con la cara llena de acné: Formaba parte del equipo de fútbol. Tras él, los hombres se volvían amenazadores, las mujeres les excitaban, y se veía a Monsieur Labbé sentarse al borde de la cama, pasarse la mano por la cara, echarse el pelo hacia atrás.

Al cabo de un momento, presa de pánico al ver aquel gentío, balbuceó:

—No me peguen.

Tuvo la presencia de ánimo de añadir, señalando el aparato lacado de blanco:

—Telefoneen al comisario.

Nadie podía saber lo que pensaba, lo que sentía. Miró la alfombrilla con una expresión melancólica en el rostro.

Tal vez las cosas hubieran sucedido de otro modo si Pigeac al ir a su despacho no hubiese pasado por la Place d’Armes. Había gente corriendo bajo el sol. Gabriel acababa de abrir la puerta del Café des Colonnes.

Se vio al comisario apartar fríamente al gentío que llenaba la escalera y que cada vez estaba más excitado. Se puso ante la puerta y el gendarme se hizo a un lado.

Miró a Monsieur Labbé, que seguía sentado al borde de la cama. El sombrerero estaba completamente vestido, llevaba los zapatos, la corbata sin anudar, la chaqueta arrugada.

Los dos hombres se miraron, y Monsieur Labbé hizo un esfuerzo para levantarse, abrió la boca, por fin murmuró.

—Soy yo.

Los que estaban en el rellano y le oyeron aseguraron que había pronunciado estas palabras como con alivio, y que mientras tendía las dos manos a las esposas del comisario, una tímida sonrisa distendió sus rasgos.

Más tarde, en la escalera, cuando ya había hecho retroceder a la gente, dijo:

—No me empujen. No me peguen. Ya voy…

Tumacacori (Arizona), 13 de diciembre de 1948