Cuando se dirigía hacia la puerta del café, voluminoso, blando y lento, se detuvo por un instante delante de la última mesa, miró de arriba abajo, gravemente, al muchacho que seguía escribiendo, y que alzó la cabeza al ver una sombra sobre su papel. Era quien le había hecho más daño con aquella idea de ir a entrevistar a un psiquiatra de Burdeos, y luego, incansablemente, casi todos los días, con su obstinación por recordar el diagnóstico para comentarlo, para explicar los hechos de la víspera y prever los del día siguiente.
Jeantet no lo había hecho a propósito. Era un niño. No era malo. Monsieur Labbé no le guardaba rencor. ¿Acaso dentro de cuarenta años no iba a sentarse a su vez en la mesa que estaba entre las columnas, cerca de la estufa?
No se dijeron nada. No tenían nada que decirse. Eran precisamente aquellos cuarenta años lo que había entre ellos, tal vez nada más, tal vez montones de cosas. El sombrerero lanzó un leve suspiro y alargó la mano hacia el picaporte de la puerta. Jeantet se encogió de hombros y frunció el entrecejo, tratando de reanudar el hilo de su frase.
El reportero había empezado, y ahora su amigo Paul intervenía a su vez. ¿Lo había hecho adrede al hablar de aquella manera? ¿Acaso sus palabras, que pareció pronunciar sin concederles ninguna importancia, constituían en realidad un mensaje?
Monsieur Labbé apenas sintió el frío. Había un poco más de humedad en el aire que las noches anteriores, eso se notaba en las luces, en las farolas que tenían la mirada como empañada.
Las dos terribles palabras de Chantreau le obsesionaban, las sentía sobre sus hombros como dos pesados adoquines de los que no conseguía desembarazarse, y sin embargo eran palabras en apariencia muy inocentes: «¡Pobre tipo!».
También Jeantet era un muchacho inocente, y le asestó el golpe más cruel que podía imaginarse.
No guardaba rencor ni al uno ni al otro. No guardaba rencor a nadie. Seguía andando por la acera de la derecha de la Rue du Minage, porque no tenía que volver a su casa, iba a cenar a la Place du Marché, al mismo restaurante donde había almorzado.
De pronto vio como un agujero luminoso en la acera, bastante lejos, y a medida que iba acercándose a él, el sombrerero se sentía cada vez más ansioso.
La puerta de la tienda del sastre estaba abierta, y ahora podía distinguir dos sombras en la calle; siguió avanzando y reconoció al español que tenía una frutería dos casas más allá, y probablemente a su mujer.
Cuando estuvo muy cerca, oyó un ruido que parecía el aullar de un perro que llora a la luna, se paró en medio de la luz, miró hacia dentro y vio a Madame Kachudas desmadejada en una silla en medio de la tienda.
Era ella quien aullaba de aquella forma, mirando fijamente el vacío, mientras la mujer del chacinero le sujetaba los hombros e intentaba calmarla.
Al pie de la escalera, Esther se estremecía, llevaba un chal sobre los hombros, porque en la tienda no había calefacción. No lloraba, no decía nada. En su mirada sólo podía leerse una especie de terror animal.
Otras personas habían salido de las casas vecinas, y había varias alrededor de Monsieur Labbé, inmóviles, impresionadas. Una mujer a la que no reconoció bajó llevando en brazos al niño, al que apenas podía llevar
—Me lo llevo —anunció al pasar junto a los otros.
Desapareció, penetró en una casa, unos portales más lejos. ¿Qué habían hecho con las niñas? ¿También se las habían llevado? ¿Quién quedaba en el piso de arriba?
Aquel aullido impresionaba tanto como la sirena del puerto en las noches de niebla.
No hacía mucho que todo había sucedido, porque se oyó un motor, un coche se detuvo junto a la acera, el médico atravesó el grupo precipitadamente, miró por un momento a Madame Kachudas y volvió sobre sus pasos para cerrar la puerta.
Eso era todo. Kachudas había muerto. Una vez cerrada la puerta, todo el mundo rompió a hablar en tono de lamentación, y el sombrerero se alejó con el mismo sentimiento de injusticia que había tenido poco antes, cuando su amigo Paul murmuró:
—¡Pobre tipo!
Ya no tenía hambre. Hubiera podido volver enseguida a su casa. Volvió la cabeza para mirarla, la enorme chistera roja que presidía la fachada, la ventana iluminada del primer piso, con una silueta inmóvil que se recortaba sobre el estor.
En aquel instante tuvo la intuición de que no volvería a poner allí los pies, que sin duda ya no volvería a verla. No lo admitía. En apariencia era el mismo que los demás días, que poco antes en el café. No había ocurrido nada que pudiera afectarle personalmente.
No obstante, aquella noche tenía mucho trabajo en su casa. No olvidaba nada. Recordaba el innoble deber que le esperaba bajo la cama de Mathilde. Habría que bajar a la bodega, apartar una vez más la montaña de carbón, cavar, y luego sobre todo bajar aquel pesado cadáver. Lavar los escalones, limpiar casi toda la casa.
Chantreau no se había explicado, pero Monsieur Labbé adivinaba lo que estaba pensando.
—¡Caramba, el señor sombrerero! Apostaría a que se ha olvidado de devolvernos los recipientes.
»Esta noche tenemos unas longanizas formidables con puré de patatas.
Sonrió cortésmente y fue a sentarse en su sitio. La camarera le sirvió. Había menos gente que al mediodía. La sala estaba casi vacía. Le consideraban ya como un cliente habitual, y tomaron su servilleta de uno de los estantes, como hacen los recepcionistas de hotel con las llaves de los huéspedes.
Había anunciado en el periódico que la séptima iba a ser la última, afirmando de buena fe que la séptima, como las anteriores, era indispensable. Ahora bien, la séptima no era verdadera. Era un accidente. Formaba parte de otro asunto, de otra serie.
Sólo que nadie, excepto él, podía sospecharlo. ¿Acaso había caído en ello el comisario Pigeac?
De todas formas, Jeantet, tarde o temprano, lo pensaría.
Partiría, pues, de la idea de que la muerte de Louise era necesaria para el asesino. Indispensable, como había escrito el sombrerero.
¿Qué conclusiones sacaría de eso?
En el fondo le importaba muy poco lo que pensasen los demás. Lo que contaba era lo que pensase él, Labbé.
Debido a lo que pasaba en casa de Kachudas no se había fijado en la calle. Hubiera tenido que hacerlo. Tal vez Pigeac había apostado un inspector en los alrededores de su tienda. Quizá le seguían.
Aquellas suposiciones no tenían nada de improbable, y mientras comía trataba de ver a través de los cristales del pequeño restaurante.
Era extraño que de pronto se sintiera tan cansado. La palabra justa hubiese sido melancólico.
Tenía el mismo aire sentimental que Chantreau cuando al acabar el día había bebido mucho.
Pensaba en su casa, le entristecía la idea de que no se atreviese a volver allí, de que tal vez nunca más fuese a volver a pisarla. ¿Por qué? Lo que había hecho una vez podía hacerlo nuevamente.
¿Porque Louise siempre le había inspirado una repugnancia insuperable? ¿O era por Kachudas?
Hubiera querido pedirle perdón. No a la criada. Al sastre. Se arrepentía de no haber pasado por el banco aquella tarde. Si hubiera llevado los billetes en el bolsillo, los hubiese metido en un sobre para enviárselos de inmediato a la familia. Si volvía a su casa, enviaría el dinero de la cartera, pero no acababa de creérselo.
El dueño del restaurante no tenía problemas ni fantasmas. Vertía el vino que quedaba en el culo de las botellas en otra botella de vino. Aquello recordó a Monsieur Labbé que podía beber, que ya lo había hecho y que le había calmado durante un rato.
Todo aquello quedaba lejos. Las cosas pasaban rápido. Estaba asustado de ver lo rápido que pasaban las cosas.
Llamó a la camarera, pagó, vio cómo dejaba su servilleta en el estante, y aquello, sin saber por qué, le hizo sentir congoja. Dio una generosa propina y ella le dio las gracias con asombro.
—¿No se lleva nada para su mujer?
—Esta noche no tiene apetito.
—Hasta mañana, señor sombrerero.
—Hasta mañana.
Había patrullas circulando por la ciudad, como las demás noches. Tropezó con una al salir del restaurante y le saludaron, él se volvió para devolverles el saludo, porque en aquel momento estaba distraído, y vio que volvían la cabeza para mirarle.
¿Por qué? ¿Había algo extraño en su aspecto o en su manera de andar?
Trató de averiguar si le seguían, se dirigió hacia el ayuntamiento prestando atención a todo, pero no oyó ruido de pasos cerca de él. Pasó ante la tienda de Madame Cujas, que a aquella hora estaba cerrada.
Aún no sabía adónde iba. Se daba perfectamente cuenta de que había muchas probabilidades de que tropezara con otras patrullas, que la gente, acostumbrada a su horario, se extrañaría de verle a una hora en la que todos le suponían en el cuarto de Mathilde.
Aceptaba ese riesgo. Para ser más precisos, lo desdeñaba. Tenía otras preocupaciones, otra preocupación, una sola, y cuando dobló a la izquierda una vez llegó al muelle, comprendió lo que había decidido hacer.
El médico vivía en una casita del barrio de la estación, más allá del canal. Era una casa estrecha, ni antigua ni moderna, muy fea, embutida entre otras dos muy semejantes.
Alguna vez Monsieur Labbé había ido a visitar a su amigo Paul por la noche, para hacerle alguna consulta, porque siempre le había inquietado su estado de salud. Había una pantalla en un rincón del despacho, y recordaba haberse metido allí, desnudo de cintura para arriba, detrás de aquella superficie helada, mientras Chantreau apagaba las luces.
—Nada de nada, hombre. Vas a vivir cien años.
Luego tomaban una copa, dos copas, charlaban, y desde luego Paul se negaba a dejar que le pagase.
Le diría cualquier cosa, por ejemplo, que tenía unas punzadas en el costado, lo cual desde hacía varios días casi era verdad. Tal vez le hablase de aquella especie de accesos de pánico que a veces le ponían los nervios de punta, pero eso ya era más peligroso.
Hablando, era natural que acabasen refiriéndose a los últimos acontecimientos, al hombre al que andaban buscando.
—¿Por qué le has llamado pobre tipo?
Era jugar con fuego. Chantreau era lo suficientemente listo como para adivinarlo. ¿Es que no lo había adivinado ya? No se atrevería a decir nada. Monsieur Labbé estaba convencido de que su amigo no se atrevería a decir nada.
Si había hablado de un pobre tipo, es porque su caso tenía algo de fatal, y era de eso precisamente de lo que quería cerciorarse.
¿No era también esta la conclusión de la entrevista que publicó Jeantet? No conseguía olvidarse de ese pensamiento. Los días anteriores, mientras iba y venía, le había estado acompañando como un dolor oculto al que a veces no se presta atención, pero que de vez en cuando reaparece haciendo mucho daño.
En el muelle Duperré, cuando el sastrecillo aún vivía y le iba siguiendo los pasos, repentinamente comprendió que el psiquiatra de Burdeos quizá tenía razón.
En la oscuridad, un barco de pesca estaba a punto de hacerse a la mar, con una enorme lámpara de acetileno en el puente, y sombras que se movían, manejando pesados bultos. Tras él había dos cafés, cerca de la Torre de L’Horloge. Eran cafés parecidos al de las Colonnes, con clientes habituales que iban a horas fijas, jugaban a las cartas, al chaquete o al ajedrez. Sólo que no eran los mismos grupos. Se pertenecía a uno o a otro. Él formaba parte del Café des Colonnes.
En la estación de tren subía la presión de la caldera, el vestíbulo sólo estaba iluminado a medias; por la calle pasaban taxis. ¿Podían verle, tal vez reconocerle, a la luz de los faros?
Dobló a la izquierda. Luego a la derecha, metiéndose ya en la calle del médico, una calle de gente modesta. En la casa de la esquina vivía un tonelero, y en la acera había toneles que estorbaban el paso.
No vio luz en la casa de Chantreau; se agachó para mirar por el ojo de la cerradura y vio la puerta acristalada de la cocina, al final del pasillo, que estaba iluminada.
Aun comprendiendo que era inútil, llamó. Detrás de la puerta había una campanilla que colgaba de un alambre. Era imposible no oírla a causa del silencio que reinaba en la casa, y sin embargo nadie se movió.
Eran las ocho. Volvió a llamar, vio dibujarse una sombra en los cristales de la cocina, era Eugénie, la vieja criada del doctor.
Este no había regresado, si no, habría luz en el primer piso, o en su despacho de la planta baja.
Monsieur Labbé hubiera podido preverlo. Poco antes, en el Café des Colonnes, cuando él se fue, Paul ya había bebido mucho. En estos casos no volvía a su casa para cenar. Movido por cierto sentimiento de dignidad, salía del café de la Place d’Armes y entraba en las tabernillas donde no corría ningún peligro de encontrarse con amigos.
Eugénie se había vuelto a sentar. No iba a abrir. No abriría. También ella tenía miedo. Sin duda estaba temblando. Si insistía, era capaz de llamar a la policía por teléfono.
Se abrió una ventana en una casa vecina, alguien se le quedó mirando. Prefirió irse, y aquel fue uno de los momentos más penosos de su vida.
Hasta Paul le abandonaba. Se le ocurrió la idea de ir corriendo a la estación. Aún tenía tiempo.
Oía los jadeos de la locomotora. Era el tren de París, que saldría al cabo de pocos minutos. Llevaba encima el dinero suficiente para comprar un billete.
¿Y después? ¿Para qué?
Kachudas había muerto, y tal vez fuese la única muerte de la que se sentía culpable.
El recuerdo de Louise sólo le inspiraba repugnancia. Recordar a Mathilde y a las demás le dejaba impasible, sólo le daban ganas de discutir fríamente, para demostrar que había tenido razón, que se había limitado a hacer lo que tenía que hacer.
¿Por qué no había ido al banco o había tomado el dinero de la cartera?
Al pasar cerca del canal oyó los pasos de una patrulla, y entonces, sin detenerse a pensarlo, dio media vuelta. Enseguida se dio cuenta de que era un error, pero ya era demasiado tarde. Si ahora volvía atrás, se preguntarían qué es lo que estaba haciendo.
Los de la patrulla apretaron el paso. Trataban sin conseguirlo de que le alcanzara la luz de una linterna. Se metió corriendo en una callejuela, anduvo más deprisa, seguía oyendo pasos, incluso oyó una voz diciendo.
—¿Por dónde ha podido escapar?
Estaba agazapado en un portal oscuro. Sabía que era ridículo, pero no podía evitarlo. Tuvo suerte. Los cuatro hombres pasaron a unos veinte metros de él sin sospechar su escondite, y diez minutos más tarde podía seguir su camino.
Todos estaban contra él, hasta Jeantet y Paul Chantreau. Habían convertido la ciudad en una especie de trampa en la que cada vez era más difícil no caer.
Estaba muy cansado. La noche anterior casi no había dormido. No podía volver a su casa.
Había rodeado la Rue Saint-Sauveur, y por un momento tuvo la sensación de que le seguían.
¿Quién sabe si a aquella hora el comisario Pigeac no había descerrajado la puerta de la sombrerería?
Lo primero que haría la policía sería subir al piso, entrar en el cuarto.
Si Chantreau hubiera estado en su casa, tal vez hubiese recobrado la serenidad. Con esto le bastaba. De no ser por la muerte de Kachudas, ¿hubiese vuelto a la Rue du Minage a pesar de todo?
Tenía por delante dos horas malas, pero una vez estuviese Louise en la bodega, todo habría terminado.
Sobre todo si Paul, un rato antes, durante la partida, no hubiese dicho lo de pobre tipo. ¿Acaso no significaba aquella expresión que no había final posible?
No les guardaba rencor, a ninguno de ellos, ni a Kachudas ni al médico ni al comisario, que había estado cortés, pero frío, ni siquiera a Louise.
Le hacían mucho daño. Le acosaban como a un animal salvaje. Ni siquiera le dejaban una cama para reposar.
Seguramente habían apostado a un policía cerca de su casa.
Si hubieran comprendido, tal vez hubiesen obrado de otra forma. Pero no podían comprender, y él no les había ayudado. Se había explicado muy mal en sus cartas al periódico.
¿Qué iban a pensar si alquilaba una habitación de hotel?
Ahora cada paso que daba en la ciudad le ponía en peligro, porque no estaba donde hubiera debido estar, porque todo el mundo sabía que su sitio estaba a la cabecera de Mathilde.
¿Podía gritarles que ya no existía ninguna Mathilde, que ahora tenía derecho a comportarse como los demás?
¡Incluso tenía derecho a ir al cine! Había uno no lejos del lugar donde se encontraba. Veía sus luces, los carteles, notaba el tufo que salía del interior. ¡Hacía tanto tiempo que no había ido al cine!
No se atrevía a acercarse a aquella cabina de cristal, a tender unas monedas. Conocía al dueño, que frecuentaba el Café des Colonnes, y que debía encontrarse cerca de la taquillera.
Estaba muy cansado. Le hubiera gustado tomar un baño caliente, tenderse en una cama, entre sábanas muy frescas. Le hubiera gustado tener a su lado a alguien, a una mujer dulce que le hablase con cariño.
Repentinamente pensó en Mademoiselle Berthe, creyó respirar su perfume. Ya había pensado en ella los últimos días. Ya no sabía exactamente qué es lo que había pensado. ¿No había dudado acerca de llevarse o no la cuerda de violonchelo?
Si Paul tenía razón, si el psiquiatra tenía razón, no valía la pena luchar, pero no quería admitirlo, y dio media vuelta, recorriendo una vez más los muelles.
Era una oportunidad, su última oportunidad, era consciente de ello. Eran casi las nueve, y Chantreau ya debía de haber terminado su ronda. ¿Quién sabe si no le encontraría en su casa?
Aunque estuviera borracho, aquello le salvaría. No sabía lo que iba a decirle. No tenía importancia.
Por miedo a las patrullas, daba rodeos. Un gendarme que estaba en una esquina, en la sombra, le siguió por un momento con los ojos. Había debido de reconocerle.
No se veía luz en el primer piso. Por el ojo de la cerradura vio de nuevo la puerta de la cocina, llamó.
Tras una espera, se fue, tambaleándose igual que un borracho.