Tampoco aquella mañana pudo saludar de un lado a otro de la calle:
—Buenos días, Kachudas.
Seguramente el sastre no había mejorado. Las niñas habían salido para la escuela, pero Esther, la mayor, no parecía disponerse a ir a su tienda. A las ocho y media aún no había empezado a vestirse, y estaba ordenando la casa, mientras su madre, sin duda, descansaba.
Era el día de mercadillo. Se oía un rumor que venía del recinto cubierto, y en la Rue du Minage había varias viejas, siempre las mismas y en los mismos sitios, con una silla plegable y cestos de verduras, castañas y gallinas vivas.
Cuando llegó Valentin, Monsieur Labbé acababa de barrer la tienda y de empujar la suciedad a la calle por la puerta abierta. El dependiente no advirtió nada anormal. Su patrón le dijo con su voz grave, porque tenía muy buena voz:
—Buenos días, Valentin. ¿Cómo se encuentra?
Y le miraba con interés.
—Creo que mejor, Monsieur Labbé —respondió el joven pelirrojo, respirando por la nariz—. Esta mañana toso un poco, pero mi madre dice que es porque se aclara la garganta.
En la casa todo parecía en orden. La estufa de gas estaba encendida. Monsieur Labbé estaba tranquilo, más bien benévolo, cosa que le sucedía de vez en cuando. Aquellos días se mostraba paternal con Valentin, hablaba con voz más untuosa, y a veces se las ingeniaba para hacerle reír.
Estaba recién afeitado, como siempre, llevaba una camisa limpia, zapatos relucientes, una corbata bien anudada.
—Estoy un poco inquieto, Valentin. Anoche, cuando yo estaba con la señora, oí salir a Louise. Supuse que estaba citada con algún novio en la esquina de la calle, y esperé para echar el cerrojo. Pero no ha regresado.
—¿Cree que ha sido estrangulada?
—No lo sé, pero voy a avisar a la policía.
Una vez más hacía lo que tenía que hacer. A pesar de lo que esperaba, no tenía la cara abotargada como la víspera, ni la mirada huidiza. Las manos no le temblaban. Estaba tranquilo y serio, sin inquietud, como sucede cuando se ha dormido mal.
Porque había dormido. Cuando salió del cuarto de baño se sentó en el sillón delante del fuego apagado; nunca, en el curso de toda su vida, se había sentido tan vacío. ¿Acaso no acababa de vaciarse literalmente de todas las formas posibles?
No miraba nada, no pensaba en nada, y menos de cinco minutos después se dormía sin soñar.
Cuando abrió los ojos, el despertador de la chimenea marcaba la misma hora que los demás días a la hora de levantarse, y ya se sintió como ahora, tranquilo, muy tranquilo, haciendo unos movimientos un poco lentos, y con un gran cansancio en el interior, pero también con un inmenso alivio.
Su cerebro empezó a trabajar con toda naturalidad. Necesitaba reflexionar, recapitular, pero no se tomaba nada por lo trágico.
Era demasiado tarde para bajar el cadáver a la bodega, y además hoy no se sentía con ánimos para retirar la montaña de carbón. Metió a Louise en el cuarto tirando de los pies, la empujó bajo la cama de Mathilde. Era inútil esconderla. Si alguien entraba en el cuarto, necesariamente todo se descubriría. Lo que contaba no era la criada. Era Mathilde. Sin embargo, prefería no ver el enorme cuerpo de la muchacha cada vez que tuviera que subir.
Encendió el fuego, hizo, como las demás mañanas, todo lo que tenía que hacer, y además se preparó el café. Incluso hablaba yendo y viniendo por el cuarto, aunque hoy aquello no era necesario.
Aún había luz en la casa de enfrente. Madame Kachudas, que no se había acostado en toda la noche, preparaba con desgana el desayuno.
Lo que más le impresionó fue ir al cuarto de la criada, pero era indispensable. La cama estaba deshecha, con manchas en las sábanas. Tuvo que volver a hacerla. El peine estaba lleno de cabellos.
El olor le daba náuseas. La ropa interior y los vestidos estaban desparramados por todas partes, y en un rincón había dos maletas baratas.
Era mejor no decir que se había ido con su equipaje. Bastaba con llevarse la ropa que llevaba la víspera, a condición de no olvidarse de nada; las medias, los zapatos, las bragas, el sostén, la combinación, el vestido. El abrigo también, porque con aquel frío no iba a salir sin abrigo.
Estuvo a punto de echarlo todo a perder. Cuando ya bajaba, milagrosamente se acordó de las horquillas del pelo, y tocarlas fue lo que le produjo más repugnancia. Las tiró al retrete, como hacía los demás días con la comida de Mathilde. En cuanto a la ropa, se limitó a meterla bajo la cama, junto al cadáver.
¿No había olvidado nada? Volvió al cuarto de Louise, abrió el cajón de la mesilla de noche, vio una caja cubierta de conchas. Contenía esas sortijas y brazaletes que se compran en las ferias, dos o tres postales, una llave, sin duda de una de las maletas, monedas y la fotografía de un joven con los cabellos tiesos, rebeldes, un campesino endomingado que se había hecho retratar en un avión de cartón pintado. Lo dejó todo allí.
Nada más. En cuanto al resto, había que exponerse, y él tenía confianza. Lo que más le preocupaba era la enfermedad de Kachudas. Por dos veces sorprendió a Madame Kachudas asomada a la ventana de enfrente, mirando en dirección a la sombrerería.
¿Le había dicho algo el sastrecillo? Tal vez, sencillamente, sólo le había preguntado:
—¿Qué hace Monsieur Labbé?
¿Estaría delirando? Si se sintiese muy grave, ¿iba a llamar a un cura?
Tenía ganas de ir a verle. Era casi imposible. Una cosa así no encajaba con sus relaciones oficiales.
Sin embargo, esta idea seguía alojada en un rincón de su cerebro.
—Volveré probablemente dentro de una media hora, Valentin. No creo que mi mujer llame.
—Bien, Monsieur Labbé.
Se puso el abrigo y el sombrero, estuvo a punto de destruir la cuerda de violonchelo. También pensó en el cordel que había dentro del armario, y que producía la señal del primer piso. ¿Para qué?
De todas formas, si empezaban a registrar la casa lo descubrirían todo.
El sol ya casi era tibio, aquella mañana la ciudad tenía un aspecto muy alegre. No había bebido.
Se había guardado mucho de beber. Casi ni lo había deseado.
Cruzó la Place d’Armes al sesgo, entró en la Rue Réaumur, llegó al edificio en el que tenía su oficina Pigeac. No era un edificio administrativo en sentido estricto, sino una casa particular, muy grande, preciosa, que recientemente había sido transformada en oficinas. En la planta baja había los locales de la Seguridad Social, donde trabajaban sobre todo chicas.
Subió al primer piso. Encontró una puerta abierta. Tres hombres se agitaban en medio de un humo espeso. La estufa funcionaba mal, devolvía todo el humo a la habitación y habían tenido que abrir las ventanas que daban al patio. Pigeac, con el abrigo puesto y el sombrero en la cabeza, esperaba sentado en el borde de su escritorio.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡El sombrerero!
—Buenos días, Monsieur Pigeac.
Una segunda puerta también abierta daba a un cuarto de baño, en el que habían dejado la bañera, y se habían contentado con poner estanterías, que estaba llenas de carpetas.
Monsieur Labbé tosió a causa del humo, Pigeac también tosía, y sus dos inspectores trataban de arreglar la estufa.
—Perdone que le reciba así; hace quince días que pedí que limpiaran la chimenea y aún estoy esperando. ¿Quiere que salgamos al rellano?
No era una persona que impresionara, más bien todo lo contrario.
—¿Qué le trae por aquí, Monsieur Labbé?
—Me temo, señor comisario, que no me trae nada bueno. Aunque, si he de serle sincero, tampoco estoy seguro. Tal vez me alarme por nada.
Estaba tan seguro de sí mismo que podía pulir sus frases.
—No debo de ser el primero que le molesta inútilmente desde los últimos acontecimientos.
»Tengo una criada, como todo el mundo, una chica del campo, de Charron para ser exactos. Sin duda ya conoce usted el estado de salud de mi mujer, que hace años que no quiere ver a nadie, y que vive encerrada en su cuarto. Por ello, hasta hace poco, la criada dormía fuera de casa, en una habitación que le alquilé en la Place du Marché.
Pigeac le escuchaba mirándole con atención, incluso con cierta insistencia, pero miraba así a todo el mundo, porque de esta manera le parecía darse más importancia. Se oía la charla de las jóvenes funcionarias de abajo, en las oficinas de la Seguridad Social.
Todo aquello no parecía serio.
—Cuando los crímenes empezaron a aterrorizar a la población, la tal Louise me pidió permiso para dormir en la casa, para no tener que salir una vez hubiera oscurecido. A pesar de la contrariedad de mi mujer, me vi obligado a aceptar, porque si no nos hubiese dejado.
—¿Cuánto tiempo hace que duerme en su casa?
—Alrededor de tres semanas. Si no recuerdo mal, fue inmediatamente después de la muerte de Madame Cujas.
—¿Duerme en el mismo piso que usted?
—Sí, en el primero, en un cuartito que da al patio. Anoche, más o menos hacia las nueve, no puedo ser más preciso porque yo estaba ocupado cuidando de mi mujer, oí que bajaba. Creí que había olvidado algo en la cocina, o que iba a prepararse una bebida caliente.
—¿Lo hacía a menudo?
—No. Y por eso acabé por inquietarme. Bajé también. No la encontré. Vi que el cerrojo de la tienda no estaba echado, con lo cual supe que había salido, porque yo había echado el cerrojo antes de subir.
—¿No regresó?
—No. Ni esta noche ni esta mañana. La esperé hasta que se hizo bastante tarde. Hoy he encontrado su cuarto tal como estaba ayer. La cama no estaba deshecha.
—¿Se ha llevado sus cosas?
—Me parece que no. He visto dos maletas y vestidos en el armario.
—¿Era una chica formal?
—Nunca he tenido ninguna queja de ella.
—¿Es la primera vez que salía por la noche?
—Desde que vivía en nuestra casa, sí.
—Voy a acompañarle.
Pigeac entró en el despacho, que seguía gris de humo, y dijo unas palabras a sus inspectores.
Luego, hizo que Monsieur Labbé le precediese en la escalera. Era correcto, pero frío. En la calle, cedió su derecha al sombrerero, tal vez sin pensarlo.
—¿Conoce a su familia?
—Sólo sé que sus padres son unos modestos granjeros de Charron. Les visitaba todos los domingos, se iba por la mañana y volvía por la noche.
—¿A qué hora?
—Volvía en el autocar que llega a la Place d’Armes a las nueve. Hacia las nueve y cinco, invariablemente, la oía volver.
Pasaron delante del Café des Colonnes, donde Gabriel, que frotaba los cristales con yeso, los saludó.
Andaban al mismo ritmo. Para Monsieur Labbé era una sensación curiosa cruzar así la ciudad en compañía del comisario especial. Necesitaba mostrarse natural, no hablar demasiado.
Fue Pigeac quien dijo:
—A lo mejor la encontramos ya de regreso.
—Es muy posible. De no ser por lo que ha sucedido estas últimas semanas no le hubiera molestado.
—Ha hecho usted muy bien.
Perfecto. Sobre todo no había que ponerse nervioso. Había un noventa por ciento de posibilidades de que las cosas siguieran así, sin más. No obstante, cuando Monsieur Labbé vio de lejos la casa de Kachudas, se le ocurrió una idea inquietante.
El sastrecillo no estaba junto a la ventana para verle, pero era muy probable que su mujer viese a los dos hombres. ¿Estaba levantada? No debía de haber descansado mucho. No es lo que suelen hacer ese tipo de personas. También Esther podía reconocer a Pigeac, cuya fotografía se había publicado varias veces en el periódico, y que alguna que otra vez habría ido al Prisunic.
Alguien podía decir a Kachudas:
—El comisario acaba de entrar en casa del sombrerero…
No había que olvidar la recompensa de veinte mil francos. A pesar de la fiebre, el sastrecillo se inquietaría. Quién sabe si no iba a querer anticiparse.
—Pase, señor comisario.
De golpe les envolvió el calor. Monsieur Labbé ya estaba acostumbrado a él, y también a la penumbra que reinaba en toda la casa, a los olores. ¿Acaso era tan raro el olor como para que Pigeac empezara a olfatear?
—Valentin, mi dependiente. Ha llegado a las nueve, como de costumbre. No sabe nada.
Monsieur Pigeac se adentró en la tienda con las manos en los bolsillos y el cigarrillo pegado al labio inferior.
—Supongo que querrá ver su cuarto…
El otro no dijo ni que sí ni que no, se limitó a seguirle, subiendo detrás del sombrerero la escalera de caracol.
—Este es el cuarto de mi mujer, hace quince años que no sale de aquí.
Monsieur Labbé hablaba en voz baja, y el comisario le imitó. Era curioso: ponía cara como de repugnancia, como la hubiera puesto el sombrerero al olfatear los olores de la vivienda de Kachudas.
—Por aquí.
Recorrieron el pasillo, y Monsieur Labbé abrió la puerta de la criada.
—Aquí tiene. Hubiera podido instalarla en el segundo piso, porque allí hay disponibles habitaciones grandes, pero sólo tiene acceso por la calle, y eso no hubiera sido práctico.
El otro miraba a su alrededor, dándose importancia; sacó una mano del bolsillo para abrir el armario ropero. No se había quitado el sombrero. Tocó descuidadamente un vestido de color rosa caramelo, una falda de terciopelo negro bastante usada, dos vestidos camiseros blancos que colgaban de las perchas. En el suelo había un par de zapatos de charol y al pie de la cama, sobre la alfombrilla, unas zapatillas deformadas, que hubieran tenido que tirarse a la basura.
—O sea que no se ha llevado sus cosas
—Ya lo ve.
¡Tenía que abrir el cajón de la mesilla de noche y encontrar la fotografía en la caja de las conchas! Así lo hizo.
—¿Ha visto alguna vez a este joven por los alrededores?
Monsieur Labbé fingió que examinaba el retrato con interés.
—Confieso que no me acuerdo. No.
—¿Sabía usted que tenía novio?
—No. Sabía muy poco de ella. Tenía un carácter muy reservado, bastante gruñón.
—Me llevo la fotografía.
Se la metió en la cartera. Probó la llave con las dos maletas, pero no se abrían. ¿Era la llave de un armario de Charron?
—Muchas gracias, Monsieur Labbé.
Bajó las escaleras. Una vez en la tienda, se detuvo.
—Tal vez no estaría de más echar un vistazo a la cocina. Este tipo de chicas guardan sus cosas en todas partes.
Aquella hora el comedor estaba más oscuro que el resto de la casa, y el comisario pareció tener que vencer su repugnancia.
—¿Es aquí? —preguntó, entrando en el cuchitril que servía de cocina.
No encontró nada.
—¿Puedo ofrecerle una copa? En la bodega tengo un vino blanco muy bueno.
—No, gracias.
No hizo comentarios. Él era así. Monsieur Labbé tampoco los hizo. Se mostraba completamente tranquilo, completamente natural.
—Supongo que no tengo que avisar a su familia, que ya se encargará usted…
—A propósito, ¿cómo se llama?
—Chapus. Louise Chapus.
Apuntó el nombre en su libretita, que volvió a sujetar con una goma elástica, y se abrochó de nuevo el abrigo antes de salir. Sólo el pobre Valentin estaba impresionado. Cuando se cerró de nuevo la puerta acristalada, siguió con los ojos al comisario mientras se alejaba, y preguntó:
—¿Cree que ha sido estrangulada?
—Sabe lo mismo que nosotros.
Era un día extraño. Todo era claro, ligero, chisporroteante, y sin embargo podía verse como un ligero velo que cubría a las personas y las cosas.
—¿Ha llamado la señora?
—No, Monsieur Labbé.
Subió, ni siquiera miró la cama bajo la cual seguía el cadáver. Fue hacia la ventana en el preciso momento en que el coche gris del médico se detenía junto a la acera. Madame Kachudas, que lo había oído, se apresuró a bajar las escaleras.
Esther estaba zarandeando a su hermano pequeño que lloraba, y le señalaba una y otra vez el fondo de la casa, sin duda repitiéndole que no tenía que hacer ruido a causa de su padre.
La visita fue larga. Pusieron agua a hervir en la cocina, probablemente para ponerle una inyección. Mientras el médico, que ya había salido del cuarto, hablaba con ella, Madame Kachudas lloriqueaba, y se secó varias veces los ojos con el pañuelo.
Encima del secreter, el sombrerero vio las páginas que había escrito la noche anterior, se hizo con ellas, las rompió y se dirigió hacia la chimenea para quemarlas.
Valentin, que vivía con su madre bastante lejos de la ciudad, tenía la costumbre de llevarse el almuerzo en una fiambrera; se calentaba el café en una pequeña cafetera, en la estufa de gas de la tienda, comía solo en la trastienda, casi siempre leyendo una revista de deportes.
Monsieur Labbé no sabía si hacerse la comida, por fin se decidió a ponerse el abrigo y el sombrero.
—Volveré dentro de tres cuartos de hora.
Se dirigió hacia la Place du Marché, donde había varios restaurantes pequeños. Eligió uno en el que había que bajar un escalón, y en el que servía una muchacha morena muy alta, con delantal blanco, que conocía a todos sus clientes. Entre otros había dos o tres funcionarios del ayuntamiento y de correos, el pasante de un notario, una solterona que trabajaba en una agencia de viajes.
Eligió cuidadosamente su mesa, no para un solo día, sino como si pensara convertirse en cliente habitual. El menú estaba escrito en una pizarra, y un casillero barnizado contenía las servilletas de los habituales.
En realidad era la primera vez en quince años que comía en un restaurante. El dueño le miró con cierta sorpresa, y fue hacia su mesa para saludarle.
—¿Cómo usted por aquí, señor sombrerero?
Tal vez había olvidado su nombre, pero sabía que era el sombrerero de la Rue du Minage.
—Hoy no tengo criada.
—¡Henriette! —llamó el dueño, dirigiéndose a la camarera. Y añadió—: Hoy tenemos chuletas de ternera a la acedera, y, como suplemento, caracoles de Borgoña.
—Tomaré caracoles.
Era una sensación agradable. Se sentía como en suspenso. Había en él algo aéreo, flotante. Las personas, las voces, los objetos, no le parecían muy reales.
—¿Un vasito de beaujolais?
—Sí, por favor.
—Un vasito, Henriette.
Estaba bueno. Incluso muy bueno. Lo que cocinaba Louise no tenía sabor. Estuvo a punto de pedir otra docena de caracoles, y sólo cuando iba ya por el queso se acordó de que se suponía que Mathilde también tenía que almorzar.
—Dígame, Henriette…
Todo el mundo se dirigía a la camarera por su nombre de pila.
—Quisiera llevarme almuerzo para mi mujer. ¿No tendría algún recipiente?
—Iré a ver.
Habló con el dueño. Este desapareció y volvió con dos pequeñas marmitas de esmalte que se metían una dentro de la otra, y que estaban provistas de asa.
—¿Le servirán?
El sol jugaba sobre su mesa. No ponían manteles, o, para ser más exactos, los manteles eran de papel estampado, y los cambiaban para cada cliente. Los echaban en un cesto que había en un rincón.
—¿Le pongo también caracoles?
¿Por qué no? Se los comería. Recorrió la distancia que le separaba de su casa llevando las dos ollitas por el asa. Era divertido.
—¿Ha llamado la señora?
—No, Monsieur Labbé.
Subió, tiró al retrete la chuleta, el pan, las patatas salteadas, pero se comió los caracoles, sin pensar ni por un momento que Louise seguía allí. Además, prefería no pensar en ella a causa del trabajo que le esperaba aquella noche.
En la tienda de Kachudas la mujer del sastre estaba explicando la situación a un cliente con ademanes desolados. El cliente parecía consternado. Debía de haberle prometido su traje para hoy, y el traje no estaba listo, tal vez era el que se divisaba, sin mangas ni forro, sobre la mesa del sastre.
Monsieur Labbé tenía un poco de sueño, pero no se durmió. Pensó mucho en Kachudas mientras trabajaba en sus sombreros. Echaba de menos a su vecino. ¿Por qué sentía como si le hubiera hecho una injusticia? Una injusticia que estaría cometiendo el mismo Monsieur Labbé. Le hubiera gustado ir a visitarle.
Le parecía que hubiera podido tranquilizarle, reconfortarle. Incluso se le había ocurrido una idea, y aquella idea cada vez iba tomando más cuerpo.
En resumidas cuentas, Kachudas tenía derecho a la recompensa de veinte mil francos. Estaba gravemente enfermo. Debía de estar muy preocupado. ¿Qué sería de los suyos si él muriera? Su mujer se vería obligada a trabajar de asistenta. ¿Y el niño de cuatro años? ¿Y las niñas, que volvían a las cuatro de la escuela?
Monsieur Labbé tenía dinero. Podía retirar veinte mil francos de su banco sin ningún problema, o echar mano de los billetes guardados en aquella vieja cartera.
Ahora bien, el dárselos era más difícil. ¿Imposible? Si iba a la casa de enfrente lo más probable es que les dejaran solos a los dos. Él se limitaría a meter los billetes en la mano del sastrecillo.
Eso estaría muy bien. Ya era demasiado tarde para ir al banco. Lo haría mañana por la mañana.
Hasta entonces tendría tiempo para reflexionar.
Una vieja camioneta se detuvo delante de la sombrerería. El conductor, que vestía como un herrero de pueblo, se quedó al volante, y bajó un hombre con bigote pelirrojo y caído, los ojos vivos, el aire juvenil. Empujó la puerta. Valentin fue hacia él.
—Quiero ver al dueño.
Y cuando salió Monsieur Labbé, le dijo:
—Soy el padre de Louise.
Debía de tener poco más de cuarenta años. Había bebido, en su casa o por el camino, porque su aliento olía a vino.
—¿O sea que se ha ido así, por las buenas?
La policía ya había estado en Charron. El hombre había hecho que uno de sus vecinos le llevase a la ciudad.
—¿Tiene aún sus cosas?
—Están en su cuarto.
—Bueno. Bueno. He venido a buscarlas.
No se había quitado la gorra. De vez en cuando escupía en el suelo un chorro de saliva amarilla, porque mascaba tabaco. Parecía haberse presentado allí con intenciones hostiles, pero la calma de la casa le impresionaba.
—¿O sea que era aquí donde vivía durante la semana? ¿Y se ha ido por las buenas, sin decir nada?
—Sin decir nada —repitió Monsieur Labbé, conduciendo a su visitante hacia la escalera.
—¿Es verdad que tenía un novio?
Como su voz se volvía amenazadora, Monsieur Labbé se contentó con responder:
—Nunca me habló de él. Ni le he visto.
—¿Es su señora la enferma?
—Sí, es mi mujer. Le ruego que no hable en voz muy alta, porque duerme en esta habitación.
No pasó nada. El hombre embutió todo lo de Louise en las maletas, y fue el sombrerero quien le entregó la caja de las conchas, que estaba en el cajón. El campesino pisaba con fuerza a propósito.
Tal vez al salir de Charron había anunciado que iba a armar una buena.
—¿Cree que la ha pillado el estrangulador?
—No lo sé. No he oído nada.
A pesar suyo, se puso a andar de puntillas al pasar delante de la puerta del cuarto de Mathilde, y estuvo a punto de caerse en la escalera de caracol, que era traicionera para alguien que no estuviese acostumbrado.
—Pase lo que pase, si la encuentran, olvídese de ella. Es la última vez que dejo que una de mis hijas trabaje en la ciudad.
No se despidió, se limitó a llevarse la mano a la gorra de un modo que quería ser insolente y que sólo era desmañado; las maletas chocaron con el quicio de la puerta, las subió a la camioneta y trepó hasta sentarse al lado del conductor.
Los dos hombres no volvieron directamente a Charron, porque la camioneta se paró en la esquina de la calle, delante de una taberna.
Era la hora de encender las lámparas, de subir al cuarto de Mathilde para ver si necesitaba algo, de bajar los estores. Enfrente, las niñas acababan de volver de la escuela, y a cada momento les recordaban que tenían que hablar en voz baja. Una de ellas hacía sus deberes, con el cuaderno sobre la mesa del sastre, de la que había despejado una parte.
—Por favor, cierre la tienda, Valentin.
La casa iba a quedarse vacía, y eso le produjo un efecto curioso, tuvo un poco de miedo, como si pudiera suceder algo durante su ausencia. No había ninguna razón imperiosa para volver a una hora determinada. Iría a cenar al pequeño restaurante donde había almorzado.
De haber querido, hubiese podido ir al cine, pero no era prudente.
Además, tenía ganas de seguir escribiendo, aunque no en el mismo tono que la víspera. Estaba menos ansioso, con una lucidez diferente, y cuando entró en el Café des Colonnes y su amigo Paul le dirigió una mirada interrogativa, estuvo tentado de sonreír.
Desde luego no lo hizo. Había que adoptar un aire de circunstancias, porque ya se conocía la noticia.
Se sentó sin decir nada, dispuesto a jugar su partida de bridge, y vio que Pigeac, que estaba en la mesa de los cuarentones y se levantaba para ir a hablar con él.
—¿La han encontrado? —preguntó.
—Todavía no sabemos nada.
—¿No cree usted que…?
Pigeac jugaba a las cartas y le respondía distraídamente. El sombrerero empezó a sentirse un poco menos bien. No a causa del comisario, que a duras penas se mostraba cortés —eso formaba parte de su afectación—, sino porque era la hora mala.
Aquello empezaba siempre al caer la noche, con las farolas que se encendían en las calles, las pisadas que se oían sobre los adoquines mucho antes de que se viese una sombra sobre la acera.
En su calle había un escaparate mal iluminado, con una luz glauca, cuya visión siempre le había producido un extraño malestar. Le resultaba difícil explicárselo. Algo pegajoso. ¿Significa algo aquella palabra? En aquella tienda vendían zapatos, y se tenía la impresión de que la gente no hablaba, que movía los labios sin hacer ruido, como peces en una pecera.
A aquella hora toda la ciudad era así, una caja que habían cerrado como con una tapadera. Las personas, que eran del tamaño de hormigas, se agitaban en el vacío.
Incluso bajo la luz del Café des Colonnes la sensación era angustiosa. Cuando miraba los globos esmerilados del techo —había cinco— terminaba por sentir vértigo.
Parecía como si el tiempo se hubiese detenido, como si todo se hubiese detenido. Los ademanes, las voces, el tintineo de los platillos, todo aquello ya no significaba nada. Estaba muerto.
Continuaba por inercia, pero daba vueltas en el vacío.
Esto es lo que trataría de explicar, en vez de las embrolladas frases que escribió la víspera.
Hoy no se dejaría hechizar. Estaba tranquilo. Se había prometido a sí mismo permanecer tranquilo, representar aquella comedia hasta el fin, como si fuese real.
Ya no le irritaba, ni tampoco le inquietaba, ver a Chantreau, el médico barbudo, observándole a hurtadillas. ¿Por qué de vez en cuando le miraba fijamente las manos? No le temblaban. Tenía unas manos bonitas, blancas, lisas, con dedos cuadrados y uñas bien cuidadas. Siempre se lo habían dicho, incluso Mathilde al comienzo.
—Seguramente la ha tirado al canal —dijo Caillé, que barajaba las cartas—. Lo dragarán, pero es probable que la marea se lo haya llevado hacia el mar.
—Me extrañaría mucho —murmuró Chantreau, que parecía inquieto.
—¿Qué es lo que te extrañaría?
—Lo del canal. Eso no le pega. Esos tipos nunca cambian de táctica. A no ser que…
Se interrumpió. Caillé insistió:
—¿A no ser qué?
—Es difícil de explicar. A no ser que esta sea otra serie, que esta muerte no tenga el mismo significado.
—¿Qué significado?
—No lo sé. ¿A quién le toca jugar?
Mientras hablaba había evitado mirar al sombrerero, y este se ruborizó ligeramente, porque tenía la impresión de que Chantreau sospechaba de él.
¿Por qué? ¿Había cometido algún error? ¿Acaso se le notaba? ¿Había que creer que el psiquiatra de Burdeos tenía razón?
Jeantet volvía a estar en su sitio de siempre, cerca de la ventana. Escribía febrilmente, y de vez en cuando un mechón de sus cabellos largos, a lo artista, le caía sobre la cara.
Por el perfume, Monsieur Labbé advirtió que Mademoiselle Berthe había entrado y se sentaba en su lugar de costumbre. Se esforzó por no mirar hacia aquel lado.
Ella no tenía nada que temer, el sombrerero sentía un perfecto dominio de sí mismo; no llevaba encima su cuerda de violonchelo. Lo que había pasado con Louise no contaba. Siempre la había detestado. Finalmente ya no podía soportar su presencia, y en cuanto a lo que pasó luego, apenas se acordaba.
—Dos diamantes.
—¿De entrada?
—He dicho dos diamantes.
—Doble.
Todo cambiaba por el hecho de ir a comer fuera de casa. No tenía intención de contratar una nueva criada. Una asistenta bastaría, y ni siquiera todos los días, o quizá, por ejemplo, dos horas diarias. De no ser por los demás hubiera preferido prescindir de ella.
Julien Lambert le irritaba, venga dirigir sonrisas cómplices a Mademoiselle Berthe. ¿La había visitado aquella tarde? Probablemente, porque vestía con más esmero que de costumbre, y había ido al barbero, olía ligeramente a agua de Colonia.
Tres cuartos de hora después el sombrerero aún no había vaciado su primer vaso, y eso le tenía contento, le daba confianza.
Entre todos, incluyendo los periódicos, habían acabado por impresionarle. Ahora era distinto. No había ninguna razón para que aquello continuase. Bastaba con que fuera prudente, más que con los otros, consigo mismo.
¿Por qué justo entonces, cuando se comportaba completamente natural, incluso desenvuelto, Chantreau le miraba de aquella forma rara? Hubo un incidente más extraordinario, más desconcertante. En un momento dado el médico se equivocó de carta, puso sobre la mesa un trébol en lugar de una pica, que era el triunfo, teniendo dos en la mano. Arnould, implacable con los errores de los demás, se indignó:
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿En qué estabas pensando?
Entonces, como si verdaderamente saliese de un profundo ensimismamiento, Chantreau murmuró:
—En ese pobre tipo.
Aquel día debía de haber bebido mucho, porque estaba sentimental.
—¿Qué pobre tipo?
Chantreau se encogió de hombros, masculló:
—Ya lo sabéis.
—¿El estrangulador?
—¿Por qué no?
—¿Le compadeces?
No respondió, se puso serio, recogió la carta que había sobre la mesa y echó la dama de picas.
Por segunda vez en aquel mismo día, y las dos veces a causa del médico, Monsieur Labbé sintió que se ruborizaba, y para disimular hizo una seña a Gabriel indicándole que volviera a llenarle el vaso.