Fue aquella tarde, el martes 14 de diciembre, cuando se puso a escribir. No esperó a Chantreau para irse del Café des Colonnes. Recordaba haber pensado en el momento de abrir la puerta:
«Ahora que les he vuelto la espalda, ¿qué dirán de mí?».
Había algo que sabía y que no le gustaba. Nunca había hecho alusión a ello.
Además, tenía muy poca importancia. Cuando hablaban de él en su ausencia —les había oído una vez en la que no sabían que estaba escuchando—, no decían Labbé ni Léon, sino el sombrerero.
Claro que ni siquiera valía la pena tenerlo en cuenta. Le hubieran podido contestar que también se decía el médico, el senador; pero era diferente, esas palabras sonaban más bien como títulos honoríficos. La mejor prueba es que a nadie se le ocurría decir: el asegurador o el impresor.
Habrían transcurrido al menos diez años desde que hizo por casualidad aquel pequeño descubrimiento; nunca había hablado de ello con nadie, ni les había guardado rencor, lo cual indicaba que no le había afectado.
La Rue du Minage estaba horrorosamente vacía, sin un ruido, sin que se oyera el menor paso delante o detrás de él. La luz cruda en la ventana del sastrecillo tenía algo de desolación.
Hizo lo que tenía que hacer, pero por vez primera lo hizo con superioridad, con un soberano desdén, pronunciando las palabras sin creer en ellas, como algunos siguen diciendo sus oraciones.
—¿No ha llamado la señora?
Aquella inmunda muchacha no tenía por qué tener miedo. No la iba a tocar. Ahora estaba seguro de sí mismo. Pasara lo que pasase, ella no sería una de sus víctimas.
Subió al primer piso, murmuró unas palabras. No olvidaba ninguno de los ritos. Cambió la silla de sitio, fue a echar un vistazo por la ventana, y se sobresaltó al ver en el taller de enfrente a Madame Kachudas conversando con el doctor Martens. Kachudas no estaba en la habitación. Le debía de haber mandado a la cama. Para que personas como ellas llamasen al médico tenía que ser grave. Se acordaba del parto del último de sus hijos, cuatro años atrás. Cuando llegó la comadrona, todo había terminado.
Se veía que ella hablaba en voz baja, que hacía preguntas y que Martens —de la generación de los cuarentones— respondía con apuro.
¿Iba a morirse Kachudas? Monsieur Labbé se asustó, y estuvo a punto de bajar para esperar al médico en la calle e interrogarle por su cuenta.
Una vez más, cuando Martens se hubo ido, Esther fue a la farmacia, ahora con una receta, y vio vacilar a la joven, comprendió de golpe que temía al estrangulador. Era absurdo. Hubiera querido gritarle que no corría ningún peligro.
Comió. Subió la bandeja. Arrojó la comida de Mathilde al retrete y tiró de la cadena varias veces. Estaba preocupado. La expresión de su cara era la de un hombre que tiene una tarea abrumadora, una responsabilidad considerable.
¿Habría notado Louise que olía a alcohol? ¿No le confesó una vez que su padre se emborrachaba todos los domingos, y que la mayoría de las veces había que llevarle vestido a la cama, y limitarse a quitarle los zapatones?
No debía olvidarse de nada. No olvidó nada. Bajó a la bodega a buscar otra botella de coñac, tuvo que acercarse a menos de dos metros de Mathilde, pero ni siquiera pensó en ello. Para ser más exactos, sí pensó en ello, pero mientras subía por la escalera. Observó que no le producía ninguna impresión bajar a la bodega, ni acordarse de lo que pasó el 2 de noviembre, al día siguiente de Todos los Santos.
De seguir escrupulosamente los ritos, con la leña ya en el hogar y la bata puesta, hubiese empezado por recortar letras para responder al artículo del periódico. ¡Pero todo era tan inútil! De aquella manera no podía decir casi nada.
Dio vueltas por la habitación, como un perro que busca un lugar donde dejarse caer, se fumó una pipa casi entera sin darse cuenta, fue una vez más a mirar por la ventana, y vio, sentadas cerca de la mesa del sastre, a las dos mujeres, Madame Kachudas y Esther, que hablaban en voz baja, y que de vez en cuando dirigían una mirada ansiosa hacia la puerta del fondo.
Entonces se sentó de pronto ante el pequeño secreter, sacó de un cajón papel de cartas, papel con membrete de la sombrerería, lo cual demostraba ya que se reía de todo cuanto antes le había preocupado. Se sirvió una copa de coñac y se humedeció los labios antes de escribir:
«Me importa poco lo que digan y piensen…».
No era verdad, ya que se tomaba la molestia de coger la pluma. Tampoco era mentira del todo.
Su mensaje no iba dirigido a cualquiera. Pero, por ejemplo, no le hubiera gustado que el sastrecillo se muriese sin saberlo.
Era muy complicado y le dolía la cabeza. Le había estado doliendo la cabeza durante todo el día.
Se azaró al ver su propia letra. Probablemente la culpa era del alcohol, del temblor de los dedos. Las letras eran irregulares, y algunas se montaban sobre otras.
En el cuarto hacía mucho calor, como siempre. Sin embargo, recibía como una bocanada de frescor en la mejilla izquierda, porque se encontraba a un metro de la ventana, y los cristales estaban helados.
Lo que habría que demostrar claramente es que hasta ese momento había obrado con lucidez, con pleno conocimiento de causa. Creyó haber encontrado la frase:
«He aceptado y sigo aceptando todas mis responsabilidades».
Tampoco era del todo cierto. Las había aceptado, eso sí. ¿Pero estaba seguro de aceptarlas en el futuro? ¿No era eso precisamente lo que le asustaba?
Dijeran lo que dijesen, toda su vida había aceptado sus responsabilidades, tranquilamente. No era verdad que se hiciera sombrerero a causa de aquella «Binette» a la que odiaba casi tanto como a Louise.
Iba a explicarse acerca de esta cuestión. No, sería remontarse demasiado lejos. No acabaría nunca. Aquello sólo interesaba a unos pocos. Él se comprendía. En su mente todo estaba muy claro.
¿Qué había pasado, por ejemplo, con las jóvenes de la fotografía, con las quince que salieron el mismo año del convento de la Inmaculada Concepción? Unas se fueron de la ciudad, otras se quedaron. Unas se casaron, y otras siguieron solteras.
Una de ellas, muy pronto y por decisión propia, libremente, sin que nada exterior la obligase, renunció. Era la que estaba en el convento con el nombre de madre Sainte-Ursule.
Pues bien, con los hombres se había producido el mismo fenómeno, que se repetía cada generación. Era una lástima no tener una fotografía del grupo de los que ahora habían llegado a los sesenta.
Por una parte, los Chantreau, los Caillé, los Julien Lambert, el senador Laude, Lucien Arnould, y algunos más que no iban al Café des Colonnes, o que sólo iban muy de tarde en tarde, pero que habían seguido siendo fieles a la ciudad.
Por otro lado estaban los que se habían ido para probar suerte en Burdeos, París o en otro lugar.
Entre ellos se hablaba incluso de alguien que se había convertido en un importantísimo personaje de la administración colonial en Indochina.
Algunos reaparecían de vez en cuando, con motivo de una boda o de un entierro, para ver a su familia. Generalmente se dejaban caer por el Café des Colonnes. Parecía que querían rodearse de una aureola. Se comportaban a la vez de un modo familiar y un poco distante, por así decirlo, condescendiente.
—¿Qué, cómo va nuestra querida y vieja ciudad?
Sobre todo los que habían triunfado, aquellos de los que a veces se tenían noticias a través de los periódicos.
—¡Aquí sí que se vive bien! —suspiraban, cuidando de dar a entender que no creían lo que estaban diciendo.
Entre estos había un abogado que había llegado a ser un célebre criminalista, y de quien se hablaba como del futuro decano del Colegio de Abogados.
También Monsieur Labbé había elegido, su elección fue la sombrerería de la Rue du Minage.
Entre paréntesis, algunos se imaginaban que era la casa en la que había nacido. No era exacto.
Había nacido en la Rue du Minage, en una casa completamente igual a la que ahora habitaba, pero a cincuenta metros de distancia, en la misma calle, y tenía ocho años cuando sus padres se mudaron.
Madame Binet le repugnó, como cuarenta años después le repugnaba Louise. Pero hubiera podido quedarse en Poitiers a pesar de ella, o incluso ir a París.
Eligió La Rochelle. No por miedo a luchar. No tenía miedo, no le temía a nada.
¿Quién eligió hacer su servicio militar en los dragones cuando en su vida había montado a caballo? Fue él. Incluso se presentó voluntario antes de que le llamaran para poder elegir el arma.
Y durante la guerra de 1914, ¿quién pidió que le destinaran a la aviación?
También él, Léon Labbé. Por una serie de cambios misteriosos, al estallar la guerra le destinaron a un regimiento de infantería. Supo lo que era luchar en las trincheras. Allí sufrió en medio del fango, entre la multitud, en la masa anónima que los generales manejaban como si fuese cualquier cosa.
Ahora bien, una vez aviador, nunca tuvo miedo. Apenas condescendía a drogarse con un vaso de alcohol, cuando, solo en su aparato de caza, despegaba para una misión.
Vivía en un mundo aparte, en una elite. Un ordenanza cuidaba de él, de su ropa, de sus botas con cordones.
Ni siquiera le hirieron. Fueron los dos años más armoniosos de su vida.
Pero no acabaría nunca si se remontaba tan lejos, aunque comprendía de manera confusa que era indispensable para su historial.
«Siempre he elegido deliberadamente, y sigo, seguiré eligiendo», escribió en el papel con membrete de la sombrerería, mientras oía a Louise subir las escaleras para acostarse.
Lo que había hecho no se llamaba abandonar la lucha, o batirse en retirada o renunciar.
Por el contrario, a medida que pasaban los años era él quien tenía una sonrisa más compasiva cuando veía regresar a los de París a la ciudad por unos días, y se sentían obligados a presumir.
Sabía muy bien que tenía razón, que había elegido el buen camino.
«Posteriormente elegí casarme».
Casi era cierto también, porque en una casa se necesita una mujer, y es repugnante ir de vez en cuando a desahogarse a cualquier sitio. En aquellos tiempos aún no existía una Mademoiselle Berthe en la Rue Gargoulleau. Había que caer muy bajo, en la inmundicia.
Él no eligió a Mathilde. Tampoco eso era exacto. Eligió no luchar con su madre, eligió complacerla, porque estaba enferma, porque opinaba que la diferencia entre una joven y otra no justificaba perder su tiempo y entristecer a otro.
Después de haber fundado el club civil de aviación —porque fue él quien lo fundó— también eligió quedarse al margen de aquello, pues habían elegido como presidente al armador Borin, excusándose con él, porque Borin, rico y orgulloso, era el más indicado para subvencionar el club.
Hubiera podido ser secretario, vicepresidente. Prefirió no ser nada.
No era despecho ni falta de combatividad. Si se hubiera tomado la molestia de oponerse a la candidatura de Borin, hubiese triunfado. Fue él y sólo él quien juzgó que el esfuerzo no merecía la pena.
Aquel sentimiento, tan claro en su fuero interno, era casi imposible de exponer. En su vida notaba como una línea continua que hubiera podido trazar con los puntos de su pluma. Sólo que las palabras lo embrollaban todo, decían demasiado y demasiado poco.
Y aquella animal de Louise empezaba en su cuarto su repugnante estruendo cotidiano. Ella sola, en un espacio de ocho metros cuadrados, hacía tanto ruido como todos los soldados del dormitorio de un cuartel. Se oían caer los zapatos uno tras otro en el suelo, se adivinaba el vestido que se ponía por la cabeza, resoplando, la cara muy colorada que reaparecía, incluso creía ver cómo se rascaba los pechos después de quitarse el sostén, la línea roja que la goma de las bragas dejaba en su cintura.
También fue elección suya no acostarse con ella. Hubiera podido hacerlo. Quién sabe si no era lo que ella había estado esperando siempre. Seguro que se hubiera avenido dócilmente. Sin duda no comprendía por qué él no iba a su cuarto.
¿Había comprendido que estuvo a punto de hacerlo al principio, y que aún no se perdonaba aquella tentación?
Le llamaban el sombrerero, como si fuese un insulto, en cualquier caso como un apodo ridículo, un nombre grotesco.
Pero él siempre había elegido. En consecuencia, era el más fuerte, ¿no?
También eligió acabar con Mathilde, y no había sentido nada delante de su cadáver, ni el menor remordimiento. Ni un solo instante, cuando la estrangulaba y ella le miraba con más estupor que miedo, se había conmovido.
En realidad, tal vez había tomado aquella decisión, sin él saberlo, mucho tiempo antes. Se había dicho. —Si traspasa ciertos límites…
Había establecido estos límites muy lejos, para darle posibilidades. Había tenido paciencia durante quince años. Había soltado tanto carrete que ella se figuró que le estaba permitido todo.
No la había matado a causa de Madame Lafargue, sino porque ella exageró.
Louise, que era nueva en la casa, aún dormía en un cuarto que él le había alquilado en la ciudad, una buhardilla en la Place du Marché, encima de una tienda de tejidos.
Luego tuvo toda la noche por delante, y lo hizo sin prisas, para no dejar nada al azar.
El suelo de la bodega no estaba cimentado. Más de un tercio de la superficie, bajo el tragaluz, estaba cubierto de carbón.
Hizo un gran esfuerzo por despejar una parte de este espacio y por cavar hasta cerca de un metro de profundidad. Bajó con el cadáver de Mathilde a la espalda, lo cual no era fácil en la escalera de caracol, y volvió a subir a la habitación en busca de una sábana, por pudor.
Ni siquiera se olvidó mientras trabajaba de tapar el tragaluz, porque hubieran podido sorprenderse de ver luz en la bodega toda la noche.
A las cinco de la madrugada ya había terminado, había devuelto el carbón a su sitio, el tragaluz estaba descubierto. Fregó uno a uno los peldaños de la escalera, y luego en la bañera lavó la ropa.
En aquel momento se figuraba que la tarea ya había concluido. Había decidido qué precauciones tomar y eso era fácil, pues Mathilde no quería ver a nadie, y hacía años que era la única persona que entraba en su cuarto.
«Algunos dirán que he querido liberarme. Qué idiotez».
Antes de hacerlo ya sabía que no iba a ser mucho más libre que antes, ya que tenía que comportarse como si su mujer aún viviera, y por lo tanto realizar cotidianamente los mismos gestos, permanecer en su casa las mismas horas.
Ella había ido demasiado lejos, no había nada más que decir.
El primer día casi estaba alegre. Era divertido subir las comidas y tirarlas al retrete, seguir sin comer pescado porque Mathilde no soportaba su olor, tirar del cordel a fin de imitar el ruido del bastón en el suelo, empujar la cabeza de madera hasta ponerla ante la ventana y hablar él solo paseando por el cuarto.
—¿No ha llamado la señora?
Valentin no había sospechado nada. Louise tampoco. O por lo menos no lo había demostrado.
Al quinto día fue cuando se quedó inmóvil mirando la fotografía del grupo, todavía colgada en la pared en aquellos momentos. Entonces, por un momento, perdió la sangre fría, se puso pálido, tuvo miedo de veras.
Porque no era del todo verdad que nadie entraba en el cuarto. Era una tradición, desde que tenía que guardar cama, que todos los años, el día de su cumpleaños, el 24 de diciembre, sus amigas del colegio que aún vivían en la ciudad fuesen a felicitarla y le llevasen regalos.
Eran unas viejas ya, y sin embargo aquel día parloteaban como colegialas.
Tenía que estudiar fríamente la situación. Podía ir a visitarlas, una tras otra, pocos días antes de Navidad, y anunciarles que Mathilde no se encontraba bien y que prefería no ver a nadie.
Pero al año siguiente tendría que hacer lo mismo, y los otros años, hasta que todas hubieran muerto, y a la larga aquello podía parecer sospechoso.
Tenía seis semanas por delante. Conocía la historia de cada una de ellas, sus costumbres. Casi era el único tema de conversación de Mathilde. Cuando estaba bien contaba sin cesar historias del convento, con la misma pasión que si aquello hubiese ocurrido la víspera. A veces hasta soñaba con la madre Sainte-Joséphine, después de más de cuarenta años…
—Esta noche he soñado que Anne-Marie Lange me decía…
A veces saltaba del pasado al presente sin transición.
—Me pregunto si Rosalie Cujas es feliz. A estas horas debe de estar en su tienda, en la Rue des Merciers.
Reflexionó mucho. Lo que más le sorprendió cuando se produjo la muerte de Mathilde fue la rapidez con que pasó todo.
Desde luego, las otras gozaban de buena salud, pero tenían más o menos la misma edad. Pasaron varios días antes de que pensara en la cuerda de violonchelo, tuvo que ir a buscarla al segundo piso, pasando por el callejón.
Eligió. No eligió por cobardía el camino más fácil. Previó todas las posibilidades, y lo que decidió no era especialmente agradable.
Hacia las diez y media de la noche escribía:
«Juro que no he sentido ningún placer malsano».
No estaba borracho. Estaba convencido de que el alcohol no tenía nada que ver con lo que sentía en esos momentos. La mejor prueba de ello es que ya lo había experimentado aquella mañana, e incluso la noche anterior, en el muelle Duperré, cuando el sastrecillo iba siguiéndole los pasos.
Se le ocurrió una comparación. La anotó porque a partir de entonces le parecía útil registrarlo todo. Sabía que al día siguiente, al recordarla, tal vez ya no le resultase tan clara.
Y se trataba precisamente de claridad. Cuando era niño tenía muy buena vista. Para él las imágenes eran, pues, completamente claras, todo se dibujaba con precisión, los contornos de los objetos, los colores, los menores detalles.
En aquella época vivía aún su abuela —la madre de su padre—, y llevaba unas gafas con montura de plata. Los cristales eran gruesos como lupas, y a veces a él le divertía ponérselos ante los ojos, pues las cosas se volvían difusas, sus proporciones cambiaban, descubría el mundo como a través de una gota de agua.
Hasta el suceso del obispado —en rigor, tendría que hablar de ausencia de suceso, porque no había pasado nada— todo estaba completamente claro, e incluso más claro que antaño, con tonos fuertes, blancos y negros contrastados, líneas como trazadas con tinta.
Seguía su camino sin vacilar, hacía lo que había decidido hacer, no tenía necesidad alguna de beber para reafirmar su sangre fría, y ni siquiera esta expresión acudía a su mente.
Al regresar a su casa tachaba con el pensamiento un nombre de la lista, borraba una cabeza de la fotografía, saboreando la satisfacción de haber cumplido con su deber.
A veces llegaba a considerar este periodo de su vida como uno de los más felices, de los de mayor plenitud, tal vez igual al tiempo que pasó en la aviación, cuando, también, entonces, contaba con tranquilidad los aviones enemigos abatidos, las palmas de su Cruz de guerra.
Al igual que en la aviación, estaba constantemente en peligro. Había que pensar en todo, tener buenos reflejos, no dejar nada al azar.
También, como durante la guerra, se decía.
—Dentro de unas semanas todo habrá terminado y estaré tranquilo.
No tenía pesadillas, nada le agitaba. Se había acostumbrado al acceso de fiebre que sentía en el momento de salir para una de sus expediciones, al alivio que sentía al volver luego a su casa.
¿Le sucedería lo mismo si la madre Sainte-Ursule hubiese salido el lunes, como tenía previsto, y si él hubiera agotado su lista?
Escribía con movimientos bruscos de la mano, que era incapaz de dominar.
«No ha cambiado nada, puesto que en realidad su muerte es inútil. Nunca ha puesto los pies en esta casa. El 24 de este mes se contentará, como los otros años, con enviar una felicitación y una estampa. Pero siempre era yo quien contestaba en nombre de Mathilde para darle las gracias.
»Por otro lado, no tengo nada contra ella. No me interesa en absoluto su muerte.
»En consecuencia, mi tarea ha terminado. He llevado a cabo exactamente lo que decidí hacer».
No era verdad, y eso era lo que le inquietaba, lo que le provocaba algo parecido a hurgar en los recovecos de sí mismo, con desasosiego, incómodo.
Ahora se veía obligado a beber para conservar la sangre fría, para no sentir una vez más que le estallaban los nervios, para evitar aquel pánico interior que no tenía nada que ver con el miedo.
Porque él no tenía miedo, de nada, ni siquiera de que lo detuviesen. Al contrario, eso sería una excelente ocasión para explicarse. Tendrían que escucharle, y dispondría de mucho tiempo.
A veces incluso le habían entrado ganas de cometer una imprudencia ex profeso, para arriesgarse más, como cuando con su avión había sobrevolado las trincheras enemigas casi a ras de suelo, a pesar de que estaba prohibido.
Quería insistir, porque era lo importante, más importante que cualquier otra cosa de este mundo, en que nunca había dejado de estar lúcido.
Pero ¿por qué de pronto, sin motivo alguno, el mecanismo se había estropeado? No se hacía ilusiones. Había podido tomarlo por un comienzo de gripe, pero no era verdad. Valentin estaba acatarrado. Kachudas estaba enfermo. Él no.
Sin embargo, a su alrededor, dentro de él, el mundo empezaba a parecerse a lo que antaño veía a través de las gafas de su abuela.
No había ido a visitar a Mademoiselle Berthe con su estado de ánimo habitual. Era franco consigo mismo: cuando fue a verla no tenía ningunas ganas de hacer el amor.
Tampoco había decidido hacer otra cosa, y no se había llevado la cuerda de violonchelo.
Eso era precisamente lo más grave.
Como en el caso de Louise. A Louise no le había hecho nada, estaba convencido de que no le haría nada, pero la tentación subsistía, no en su mente, que se burlaba de aquella gorda estúpida, sino en Dios sabe qué repliegue de su carne.
Jeantet había sido cruel al reproducir las palabras del psiquiatra de Burdeos:
«No dejará de matar hasta que le cojan».
¿Por qué? Aquel hombre nunca le había visto, no sabía nada de él, y se permitía, desde lejos y mirándole por encima del hombro, opinar tajantemente acerca de su destino con una seguridad demoniaca.
Se levantó para ir a mirar por la ventana, y enfrente seguía habiendo luz. Madame Kachudas estaba sola, dormitando en el sillón de mimbre. Sobre la mesa del sastre estaba el despertador.
O sea que era grave. O bien había que darle un medicamento a intervalos regulares.
Probablemente una neumonía. Monsieur Labbé estaba seguro de que el sastrecillo se había negado a dejar que le llevasen al hospital.
Aquellas gentes se aferran a su casa, nacen y mueren en su casa.
¿Por qué le asustaba la idea de la posible muerte de su vecino? Kachudas no le servía de nada.
Apenas se conocían. Y ahora resultaba que estaba aferrándose a él.
Había algo que no funcionaba bien. Nada funcionaba bien. Aquella noche tres veces se había jurado que era la última copa que bebía antes de acostarse, y cada vez volvía a servirse otra.
Había dejado que el fuego se apagara, había escrito dos páginas cuya visión le producía malestar.
¿Cuándo había empezado a escribir tan mal, con letras que faltaban o que se montaban unas sobre otras? Había oído hablar de grafología. En el Café des Colonnes se había discutido el tema.
Recordaba que Paul Chantreau dijo:
—Se exagera mucho, pero existe un fondo de verdad científica. Los que dicen que descubren el pasado y el futuro en la escritura son charlatanes o ingenuos. Pero no deja de ser cierto que por la letra se puede adivinar el carácter de un hombre, y a menudo su estado de salud. Un cardiaco, por ejemplo, nunca escribirá igual que un tuberculoso…
Eso no tenía ninguna importancia. Monsieur Labbé nunca había estado enfermo, aparte de sus anginas anuales, no era cardiaco. Seis meses atrás le habían hecho una revisión a fondo.
No volvería a beber porque era peligroso, le ponía los nervios de punta. Ya en el café, Chantreau le había mirado de una forma rara.
Dado que su tarea había terminado, ni siquiera leería los periódicos. Jeantet podría seguir especulando sobre su caso. En cuanto a los demás reporteros, puesto que no iba a pasar nada más, acabarían por cansarse. Porque primero habían venido de París seis o siete, que se habían instalado en el Hôtel des Étrangers, y que habían elegido como cuartel general el Café de la Poste, enfrente del ayuntamiento.
Como aquello se eternizaba, algunos se habían ido, pero aún debían de quedar al menos tres, entre ellos un fotógrafo al que podía verse por las calles con su aparato sobre el vientre y una enorme pipa en la boca.
Estaban además los corresponsales de un periódico de Burdeos y de un periódico de Nantes, pero estos vivían en la ciudad y se pasaban la vida en un bar cerca de la Torre de L’Horloge. Los dos conocían a Monsieur Labbé y le saludaban por su nombre.
Bastaba con aguantar. Todo lo que acababa de escribir era estúpido. No explicaba nada. No había encontrado las palabras. Había creído que sería más claro si hacía hincapié en ciertos pasajes, pero aquello sólo tenía sentido para él.
Volvería a empezar, comenzaría otra vez por el principio, con tranquilidad, con la cabeza más serena. Probablemente no lo leerían nunca. No tenía importancia. Eran cosas que necesitaba decir, aunque sólo fuera a sí mismo.
Nada más apagarse el fuego, el frío invadió la habitación, y el sombrerero casi no se daba cuenta de que iba de un lado a otro con las manos en los bolsillos, que las agujas del despertador giraban, que hacía ya mucho rato que había pasado su hora.
¿Estaba suficientemente tranquilo?
Bebió otro trago, se sintió mejor. Se convencía cada vez más de que todo iba a arreglarse. El sastrecillo se curaría. Tal vez un día le hablase con sencillez, con toda sencillez.
Le diría para tranquilizarle, para que viviese en paz: «¿Sabe usted, Kachudas? Se acabó. No hay que pensar más en ello».
Lo curioso es que tenía la impresión de que el sastrecillo estaba enfermo por su culpa, y eso le dolía. Le hubiera gustado tener noticias suyas. Nada le impedía al día siguiente preguntar por él.
Eran vecinos, se saludaban todas las mañanas de un lado a otro de la calle. Al oír la campanilla de la puerta de la tienda, Madame Kachudas bajaría.
Luego iría a decirle a su marido.
—El sombrerero ha venido a interesarse por ti.
Kachudas tendría miedo. Dios sabe lo que se figuraría. Era imposible. No debía hacerlo.
No debía hacer nada, sólo atenerse a su horario, a las costumbres que se había impuesto. Seguir su horario escrupulosamente, nada más.
Escuchó con atención. En aquel momento tenía la botella en la mano. Era el último trago.
Mañana tiraría el coñac a la basura y no volvería a beber más que sus dos vasos de picón cotidianos, durante la partida de bridge.
Alguien andaba por la casa. Era un ruido insólito. Hubo un roce contra la puerta.
Una desagradable voz dijo:
—¿Por qué no deja dormir a la gente? ¿Se va a pasar toda la noche paseándose como un animal encerrado?
Por un momento se quedó inmóvil, completamente inmóvil. No estaba lejos de la puerta. Sólo tenía que alargar el brazo para hacer girar la llave en la cerradura.
«¡Sobre todo, pase lo que pase, no hay que hacerlo!».
Lo hizo. Abrió la puerta de par en par y vio, mal iluminada, en el quicio de la puerta, como en un cuadro, a Louise, que llevaba un camisón de algodón blanco, los cabellos sueltos cayéndole por la espalda, descalza… Al ir descalza sus pasos no hacían el mismo ruido que de costumbre.
Seguía sosteniendo la botella en la mano, y en la botella fue donde primero puso ella los ojos con asombro, y luego miró la cara del sombrerero. No comprendía. Aún no tenía miedo. Sin maquillaje, tenía unos labios extrañamente pálidos. Los pechos, bajo el camisón, estaban hinchados como ubres.
Él no se movió. Estaba completamente inmóvil, tal vez en ese momento ni siquiera respiró.
Ella veía el interior del cuarto, su mirada se deslizó sobre las dos camas vacías, se detuvo en el sillón, en la cabeza de madera.
Entonces abrió mucho la boca para soltar un grito que no llegó a oírse. Debía de tener ganas de salir corriendo. Él lo notó. Pero Louise tampoco podía moverse.
Fue él quien primero la arrancó de su inmovilidad. La botella de coñac se estrelló contra el suelo.
En vez de resistirse, Louise se desplomó desmadejada, y él cayó sobre ella, que se golpeó la cabeza con el suelo del rellano, y se le quedó un pie aprisionado entre los barrotes de la escalera.
Aún estaba caliente y húmeda; le olían mucho los sobacos. Una de sus manos se había agarrado a la oreja del sombrerero, como si quisiera arrancársela.
Cuando volvió a ponerse en pie se tambaleaba. Apenas tuvo ánimos para entrar en el cuarto y, sin cerrar la puerta, se dejó caer sobre el borde de la cama de Mathilde. No miró qué hora era. Nunca supo cuánto tiempo había durado aquello. Tuvo la impresión de caer al fondo de un abismo, como en una pesadilla, y miraba fijamente la alfombrilla, sin atreverse a levantar la cabeza.
Su primera sensación concreta fue una sensación dulce y tibia: la sangre que salía de su oreja desgarrada y que se deslizaba por el cuello haciéndole cosquillas.
Movió un poco la cabeza y vio los pies descalzos, la desnudez de las piernas y del vientre de Louise, su camisón desgarrado.
La botella de coñac estaba hecha añicos. Se sentía sin fuerzas, se puso en pie y fue corriendo hacia el cuarto de baño para beber un vaso de agua; apenas tuvo tiempo de inclinarse sobre el lavabo y vomitar.