6

Repetía todos los movimientos, no olvidaba nada. Pero cada vez se quedaba inmóvil con mayor frecuencia, como en trance, mirando a su alrededor con un aire primero inquieto y luego doloroso. Arrugaba el entrecejo. Una vez, Valentin quiso ayudarle.

—¿Ha olvidado algo?

Monsieur Labbé le miró como deben de mirar a los humanos desde fuera del planeta, sin tomarse la molestia de responderle. Apenas se encogió de hombros. Unos segundos más tarde se restableció el contacto. Volvió a saber lo que tenía que hacer, y se dirigió hacia el armario del fondo, el que estaba cerrado con llave, para tirar del cordel.

El martes por la mañana estaba pálido, la cara terrosa, los párpados rojizos. Hacía tiempo que no bebía como lo había hecho la víspera por la noche, y tenía la cabeza vacía, los dedos le temblaban al afeitarse.

Lo singular era que de los dos, quien estaba en verdad enfermo era el sastrecillo. ¿Gravemente? Monsieur Labbé aún no podía saberlo. A la mínima ida y venida de la casa adivinaba que estaba pasando algo que no era habitual. A la primera que vio fue a Madame Kachudas. Luego, mucho antes que de costumbre, Esther salió de la cocina ya vestida del todo.

Es curioso ver cómo en una casa, cuando se alteran los ritos, todo adquiere fácilmente un aire de catástrofe.

La joven bajó, estuvo un buen rato descorriendo los cerrojos de la puerta de la tienda, y por fin se alejó por la acera.

Aquella mañana había sobre los adoquines una película resbaladiza de escarcha blanca. ¿Cómo adivinó tan pronto Monsieur Labbé que iba a la farmacia? Probablemente porque sólo la enfermedad o la muerte impiden a los hombres como Kachudas estar en su puesto de trabajo.

Su mujer zarandeaba a las niñas, que se vestían para ir a la escuela. Esther debió de pasar por varias farmacias antes de encontrar una abierta. Cuando volvió llevaba un paquete en la mano, y mientras subía las escaleras, Kachudas, a pesar de las protestas de su mujer, apareció en el taller. Iba en zapatillas, con un pantalón viejo, una vieja chaqueta sobre la camisa de dormir, y llevaba anudado al cuello un chal negro de su mujer. Se veía que tenía fiebre, y por su manera de hablar, incluso desde el otro lado de la calle era patente que estaba afónico.

Abrieron el paquete de la farmacia. Esther dio largas explicaciones. Madame Kachudas metió en la boca de su marido el termómetro que acababan de traer, y descifró las instrucciones de una botella y una cajita. Ayudaron al enfermo a ponerse el abrigo, no porque quisiera salir, sino porque, a pesar del fuego encendido en la estufa, estaba tiritando.

Los tres examinaban serios el termómetro. Discutían. Estarían proponiendo llamar al médico, y Kachudas se negaba enérgicamente. Esther se fue a trabajar. Su madre llevó a las dos niñas hasta la acera, y vio cómo se encaminaban a la escuela de la mano. La más pequeña llevaba un gorro de punto de gruesa lana roja, y guantes del mismo color.

—¡Ahora verás! —pareció decir Madame Kachudas mientras volvía junto a su marido.

Puso agua a hervir, preparó emplastos, le hizo tragar píldoras probablemente purgantes. El sastrecillo, ocioso, miraba con ansiedad su mesa de trabajo, y cuando le dejaban solo hacía como que se levantaba del sillón de mimbre en el que le habían sentado, delante de la estufa.

Debía de tener la gripe, o anginas, como Valentin, que seguía sonándose sin cesar.

¿Acaso había tenido Louise miedo del sombrerero cuando este entró en el comedor en el momento en que ella ponía la mesa? Cuando levantó la cabeza con brusquedad, pareció sorprendida de verle allí, y después de un silencio le preguntó, en vez de darle los buenos días:

—¿Qué le pasa?

Desde luego, tenía resaca, pero sobre todo estaba mirándola de una manera distinta. No sólo la miraba, sino que además la olfateaba, como con una sensación de inmensa repugnancia, de un rencor del que ya no iba a poder librarse. La noche anterior, ¿cuántas veces no había tenido la tentación de bajar a la cocina, o, más tarde, cuando ella ya se había acostado, de ir a su alcoba para matarla?

Ahora la veía, la pesaba, la medía. La imaginaba en el suelo y sentía asco, le guardaba rencor, le guardaría eternamente rencor por lo que había estado a punto de hacer.

Aquello le recordó sus primeras experiencias eróticas, cuando tenía unos diecisiete años. Se resistía durante mucho tiempo antes de zambullirse en el barrio de los cuarteles, en el que había cinco o seis casas con números muy grandes y mujeres en los umbrales. Primero pasaba deprisa, y una vez en el extremo de la calle daba la vuelta para volver a meterse en ella. Cada vez se prometía a sí mismo que iba a elegir, y sin embargo terminaba por entrar, con un zumbido en los oídos, en el primer pasillo que encontraba.

Luego se pasaba horas enteras odiándolas a todas, por la vergüenza que le hacían sentir de sí mismo y del género humano. Les guardaba rencor por haber sucumbido a la tentación, y ese sentimiento era tan fuerte que le provocaba veleidades criminales.

Con aquel trozo de carne que era Louise también había estado a punto de sucumbir a la tentación, y eso aún era más grave. Hasta entonces sólo había hecho lo que decidía hacer, lo que era necesario, indispensable, tal como había escrito al periódico. En el curso de aquella mañana también pensó en la posibilidad de despedirla, pero no era prudente.

¿Sería capaz de advertir Valentin la diferencia? ¿Acaso aquel jovencito pelirrojo, de nariz casi sanguinolenta, sabía observar?

El sombrerero tenía la cabeza embotada. Antes, incluso cuando se quedaba en silencio y absorto, sentía que tenía agilidad mental, por extraño que pudiera resultar. Parecía serio, eso sí, pero su aspecto era sereno. Vivía completamente solo, en su interior, pero sin notar ningún embate, ninguna inquietud.

Aunque aquella mañana estaba menos ansioso que la víspera, el desasosiego se había adueñado de él.

No pensaba con claridad. La imagen de la bruta de Louise le perseguía, y también la imagen de lo que había estado a punto de suceder, y luego, a causa de ella, evocaba otras imágenes del barrio de los cuarteles, y por fin, fatalmente, el recuerdo de Madame Binet.

Trabajaba en la trastienda, remozando sombreros, ahormándolos. Dos veces en una hora fue a la tienda para atender a unos clientes, y entonces dirigía miradas furtivas a la casa de enfrente.

De pronto, al mirar aquel decorado que le era tan familiar, los estantes de color marrón, los espejos, las cabezas de madera, la estufa de gas, su apellido que podía leer al revés en el escaparate, tuvo la impresión de que allí algo se había parado, como un reloj.

A su alrededor nada había cambiado desde que tomó posesión de la tienda.

Otros al menos habían tratado de moverse en alguna dirección. Hasta Paul Chantreau, el médico, había estado debatiéndose durante mucho tiempo.

Él a los veintitrés años volvió de Poitiers, donde estaba estudiando, para agazaparse allí, igual que algunos animales cuando se acerca el invierno y se meten en su cubil.

Pues bien, había sido a causa de Madame Binet. Nunca lo había dicho. Nunca lo había admitido. No era del todo verdad. Sin embargo era la verdad que más se aproximaba.

En Poitiers vivía en casa de ella. También era viuda. Sólo ahora empezaba a darse cuenta del número considerable de viudas y de su virulencia.

Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años. Su marido había sido un funcionario de cierta importancia, y ella poseía una casa espléndida en la parte alta de la ciudad, donde vivía con su hijo Albert, que en aquella época era un colegial de catorce años.

Para aumentar sus ingresos había decidido alquilar un cuarto a un estudiante. La madre de Monsieur Labbé se había enterado. ¿Cómo? Lo había olvidado. Todo se hizo por medio de amigos comunes, hubo un intercambio de cartas entre las dos mujeres, por fin se entrevistaron, y Madame Labbé volvió a La Rochelle tranquilizada acerca de la suerte de su hijo.

Madame Binet era morena. Su nombre era Jeanne, y su hijo, muy mal criado, la llamaba por el nombre de pila.

La primera vez sucedió precisamente cuando Léon Labbé tuvo unas anginas. Todos los años, hacia el otoño o a comienzos del invierno, las anginas se le ponían rojas. No fue a la universidad. Estaban los dos solos en la casa. Madame Binet llevaba una bata de un azul eléctrico, que se entreabría dejando a la vista encajes.

Él tenía un poco de fiebre. La habitación olía a eucalipto. Ella le cuidaba con obstinación. Había insistido para que se acostara, y, a pesar de sus actitudes maternales, habían acabado por hacer el amor.

Era la primera vez que lo hacía fuera del barrio de los cuarteles. Le asustó la violencia de la mujer, lo que a ella, tan rápido, dejó coma desfigurada. Al pensar en el adolescente que estaba en la escuela y que no iba a tardar en volver, se sintió culpable.

Aquello duró dos años y medio, los dos años y medio que pasó en Poitiers. En la universidad sus amigos apodaban a la patrona La Binette. Aseguraban que no era el primero. Como en aquella época estaba delgado, decían que ella le sacaba toda la sustancia, y tal vez fuese verdad, no le dejaba en paz, iba a buscarle a su cuarto cuando su hijo podía oírla, y se desmelenaba como jamás volvió a ver a una mujer desmelenarse. Era lo más impúdica que se podía ser. Lo hacía a propósito, con vehemencia; una vez en trance, usaba las palabras más groseras, que él sólo había oído en los burdeles, y que le ponían colorado.

No se atrevía a cambiar de pensión, porque hubiera tenido que dar una explicación a sus padres. Además, sin duda ella le hubiera seguido a cualquier parte.

En la universidad todo el mundo le llamaba «el Binet de la Binaste», y el tercer año tuvo la intuición de que suspendería en todos los exámenes. Sintió vergüenza. Cuando volvió para pasar las vacaciones de Pascua en La Rochelle, se sintió seguro en la sombrerería de la Rue du Minage, aunque aún vaciló durante dos o tres días. El recuerdo de Albert, que ahora tenía diecisiete años, que lo sabía todo, que le hablaba cínicamente de su madre, le obsesionaba.

—Ya que siempre has querido que me haga cargo de la sombrerería —dijo un día a su padre—, creo que voy a decidirme.

Eso fue todo.

Hoy pensaba en aquello, y en otras cosas no mucho más agradables, porque sentía la necesidad de hacer balance. Estaba indeciso. Se miró varias veces en los espejos de la tienda, y la visión de su rostro le puso de malhumor. Se veía viejo. Se interesaba por la salud del sastrecillo. Tiró del cordel más a menudo que de costumbre, como excusa para poder subir, hasta el punto de que el pobre Valentin, haciendo de tripas corazón, le preguntó:

—¿No se encuentra bien Madame Labbé?

Le miró de hito en hito sin contestarle. Aunque el cielo estaba brillante y límpido como el nácar de la concha de una ostra, a su alrededor no dejaba de reinar una niebla que desnaturalizaba la fisonomía de las personas y de los objetos.

¿Había notado la bestia bruta de Louise que el frasco de coñac no estaba en el aparador? Lo había dejado arriba, y poco antes de las doce subió para beber un trago.

Había retrasado el momento de comprar el periódico, donde doblaba la calle, porque sabía que su lectura iba a empeorar su humor.

«Por primera vez», escribía gravemente Jeantet, «el asesino no ha hecho lo que había anunciado».

De ahí sacaba una columna entera de suposiciones. ¿Un farol? ¿Enfermedad? ¿Miedo ante el excepcional despliegue de la policía?

«A no ser que la séptima víctima, siguiendo las instrucciones del alcalde de la ciudad, no haya salido de su casa».

Jeantet se lanzaba al dominio de las hipótesis.

«¿Había verdaderamente una séptima víctima elegida de antemano? Esto es lo que sabremos dentro de unos días. Desde el principio el estrangulador ha tratado de hacernos creer que no mataba a cualquier mujer, al azar, sino que había establecido una lista, que seguía un plan preconcebido.

»¿Era verdad? ¿Mentira? ¿No deberíamos ver en eso una explicación posterior, por no decir una estratagema destinada a desviar las sospechas o a darse importancia?».

La gente lo enturbia todo, no pueden evitarlo.

¿Tenía que dejarse atrapar para explicarles la verdad, para darles pruebas? Sintió la tentación de hacerlo, tal vez no una tentación muy fuerte, pero sí muy sincera. Quién sabe si no era mejor así.

Kachudas seguía en su sillón, y cada hora su mujer le cambiaba el paño húmedo. A las doce le sirvió una crema de huevos y leche, que comió lentamente con una cucharilla, manteniendo el plato apoyado sobre las rodillas. En una ocasión, al oír la campanilla de la tienda, ella bajó para hablar con el cliente, a quien tuvo que explicar que su marido estaba enfermo.

Hacia las dos Monsieur Labbé decidió aprovechar la ocasión. Todo se enlazaba. A causa de la criada se había puesto a pensar en el barrio de los cuarteles, luego en Madame Binet, y volvió al piso de arriba para beber.

Le dolía mucho la cabeza. La aspirina no le hacía efecto. Necesitaba otra cosa. Luchó más o menos hasta las cuatro, la hora de encender las lámparas, y entonces se puso el abrigo y el sombrero.

—Tengo que hacer un recado, Valentin. Si no he vuelto antes de las seis, cierre la tienda.

Ya tenía la mano en el picaporte cuando dio media vuelta y se dirigió hacia la trastienda. Metió la mano en el hueco de la cabeza de madera, se quedó inmóvil por un instante. Asustado, resistió, porque aún tenía fuerzas para resistir.

Se marchó sin llevarse nada y se encaminó hacia la Rue Gargoulleau.

Iba allí de vez en cuando, siempre hacia aquella hora. Un poco antes de la Place d’Armes, a la izquierda, había un palacete privado del siglo XVIII donde tuvieron su residencia personajes ilustres. El inmenso portón aún estaba rematado por un escudo, y dos mojones de piedra lo flanqueaban. Había un patio cubierto de adoquines y rodeado de edificios por tres de los lados, y ahora el palacete estaba dividido en varios pisos. Las placas de cobre podían verse en la entrada. En el primero, al fondo, se encontraban los locales de un dentista, a quien Monsieur Labbé había conocido en la escuela. Un poco más allá, una empresa vendía neveras, y arriba tenía su vivienda el archivero del departamento.

El ala izquierda sólo constaba de una planta, con dos entradas. La segunda puerta daba directamente a una escalera que conducía al primer piso, y fue delante de esta puerta donde se detuvo el sombrerero.

Cada vez que venía sentía la misma y leve angustia, como antaño, cuando entraba en el barrio de los cuarteles. Sin embargo, no era el único en detenerse ante aquel umbral. Los otros, incluyendo al médico, no tenían ningún reparo en hablar de ello. Chantreau decía crudamente cuando llegaba con retraso a la partida:

—He ido a follar con Berthe.

Julien Lambert no comentaba nada, porque era protestante, y sobre todo porque tenía mucho miedo de su mujer, pero tampoco lo negaba, apenas lo disimulaba.

¿Cuántos eran los que frecuentaban aquel piso acogedor, tapizado de raso pálido, con gran abundancia de alfombras, canapés redondos, butacones, bibelots frágiles y graciosos?

Siete u ocho. Mademoiselle Berthe no era una mujer pública. Durante dos años había sido la mantenida de Rist, el armador, Rist el mayor, porque había cuatro o cinco Rist que formaban como un clan dentro de la ciudad, también protestantes, y que poseían una de las fortunas más considerables de la comarca.

Rist el mayor tenía en aquella época sesenta años. Su hijo y sus dos hijas estaban casados. Uno de sus yernos dirigía las oficinas de París.

Toda la familia participaba del negocio, y nunca se veía a un Rist en el café, ni en un casino de la costa.

¿Es posible que hasta los sesenta años Rist el mayor no se hubiera acostado con más mujer que la suya, que se había vuelto tan flaca que se le oían crujir las articulaciones?

Él fue quien alquiló y amuebló el piso de Mademoiselle Berthe. Fue todo lo discreto que pudo, y no obstante durante dos años tuvo que sufrir el acoso de toda la tribu, incluso la de sus propios hijos y yernos.

Aseguraban que se habían producido escenas épicas, que llegó hasta suplicarles de rodillas que le dejasen en paz para disfrutar de un poco de placer al final de sus días.

El clan terminó por ganar la partida. Una noche, delante de todos los Rist reunidos, hizo el solemne juramento de no volver a poner los pies en la casa de la Rue Gargoulleau y de no volver a ver a Mademoiselle Berthe.

Ni siquiera para anunciarle la decisión que se acababa de tomar. Fue un yerno quien se encargó de ello, y quien discutió sin contemplaciones la cuestión económica.

Desde entonces, una vez al mes, Rist el mayor iba a París en el tren nocturno, y decían que tenía permiso para visitar una casa de citas del barrio de Notre-Dame-de-Lorette.

Mademoiselle Berthe había conservado su aire tranquilo, su vida entre algodones de mujer mantenida, pero como en la ciudad nadie podía reemplazar al armador, abrió su puerta a unos pocos cuidadosamente elegidos.

Monsieur Labbé vio luz a través de las rendijas de las persianas y supo que estaba en casa. Casi siempre estaba en casa, pero faltaba hacer la prueba del timbre eléctrico. ¿Fue ella o uno de sus amantes quien tuvo la idea? El caso es que había puesto un interruptor al timbre. Cuando tenía visita cortaba el contacto, y nadie insistía, porque todo el mundo sabía lo que aquello quería decir.

Monsieur Labbé alargó el brazo, apretó el botón y no se oyó nada al otro lado de la puerta.

Había alguien, tal vez el médico, y su humor se ensombreció aún más. No se encontraba bien. Necesitaba algo, pero no sabía exactamente qué. Había creído que lo encontraría allí, y no podía andar vagando por el barrio, para volver a llamar de vez en cuando.

No llevaba consigo la cuerda de violonchelo. Eso no significaba necesariamente que hubiese tomado una decisión. En realidad, la cuerda de violonchelo sólo era necesaria al aire libre, cuando se veía obligado a actuar muy deprisa, sin ruido, por sorpresa.

No la había usado con Mathilde, que estaba acostada.

La verdad es que durante el camino no había decidido nada. Ahora andaba lentamente por las aceras, encogiendo los hombros. No quería tomar alcohol delante de sus amigos, porque aquello no formaba parte de sus costumbres, y continuaba siendo prudente. Pero podía entrar en otro café. Lo había hecho en alguna ocasión. Había varios alrededor del mercado cubierto. Pasó delante de las canastas de las pescaderas, y reconoció a una de ellas, a la que en los últimos cursos de la escuela deseó durante al menos dos años. Nunca le había hablado. En aquel tiempo era una muchacha de la calle con los pechos puntiagudos. La había visto varias veces en rincones oscuros con un hombre. Sus compañeros la conocían. Decían de ella que hacía todo lo que se le pedía, con cualquiera, no por dinero, sino por gusto. Le habían puesto un mote que detallaba crudamente una de sus habilidades.

Él nunca se atrevió, y ahora era una vieja sentada en una silla plegable, delante de un puesto de merluza. Ella sabía quién era, como todo el mundo en la ciudad. Lo que no podía adivinar es que hubiese ocupado tanto lugar en sus pensamientos, y que por su culpa había acudido tan a menudo en busca de la repugnancia a los burdeles del barrio de los cuarteles.

Bebió dos copas de coñac, y se sintió molesto por la mirada del camarero. Sin embargo, no debía de pensar en nada.

Se había prometido a sí mismo no volver a la Rue Gargoulleau. Sabía que el sitio aún estaría ocupado. Sin embargó entró en el patio y apretó en vano el botón eléctrico.

Su mano, en el bolsillo del abrigo, buscaba maquinalmente la cuerda de violonchelo que no estaba allí. Con la mirada turbia, como recelosa, entró en el Café des Colonnes, y le resultó desagradable no oír al sastrecillo a sus espaldas.

¡Estaba tan tranquilo, había controlado tanto sus nervios, las semanas anteriores! Desde luego, debía pensar en todo, calcular hasta el menor de sus movimientos, pero tenía confianza, seguía adelante con lentitud, con seguridad, llevando la lista en la cabeza, como un hombre que se ha impuesto una tarea de la que nadie va a poder apartarle.

El médico estaba allí. O sea que no era él quien visitaba a Mademoiselle Berthe. Tampoco Julien Lambert, que barajaba las cartas, mientras él y Arnould esperaban pacientemente a que llegase un cuarto jugador.

¿Por qué arrugó Chantreau el entrecejo al ver sentarse al sombrerero? ¿Porque no era del todo su hora?

—¿Lo mismo, Monsieur Labbé? —preguntó Gabriel, que tenía cuidados maternales para con aquel grupito.

—¿Juegas?

Jugó. Disponía de mucho tiempo para jugar. No tenía nada que hacer hasta las siete de la tarde. A partir de entonces no tendría nada más que hacer, y aquello le daba una sensación de vacío casi vertiginoso.

¡Ni siquiera tenía la necesidad de tomar precauciones!

—Pareces cansado —observó Paul Chantreau, mirándole por encima de sus cartas.

—No sé.

—Es curioso. Mis colegas aseguran que la humedad es insana. Pero todos los años compruebo aquí el mismo fenómeno. Mientras llueve, la gente aguanta. Luego, cuando empiezan las primeras heladas, todo son gripes y dolores de garganta. Esta mañana he tenido once.

—Paso.

—Paso.

—Picas.

—Paso

—Dos diamantes.

Monsieur Labbé no tenía la gripe, ahora estaba seguro de ello. Pero no por eso estaba menos irritable; sentía rencor por todos, sin saber exactamente por qué, como sentía rencor por Louise, y desde hacía una hora, también por Mademoiselle Berthe.

No obstante, no sufría de manía persecutoria. No estaba loco. El joven Jeantet no había conseguido impresionarle con sus razonamientos, ni con sus nociones recién aprendidas de psiquiatría.

Jeantet no se encontraba allí, tampoco su patrón, Monsieur Caillé. Quizá fuese Caillé, con su barrigón y su peludo cuerpo, quien estaba en la cama de Mademoiselle Berthe.

También le guardaba rencor. Así como al sastrecillo, cuya silla estaba vacía.

Al cabo de un rato fue Julien quien comentó, mirando el reloj que señalaba las cinco y cuarto:

—¡Vaya! Has perdido el perro.

Al principio el sombrerero no le entendió. Pero como le daba horror no entender algo, respondió malhumoradamente.

—Nunca he tenido perro.

Los demás, que lo habían adivinado, se echaron a reír.

—Kachudas no está en su silla. Suele llegar pisándote los talones. Sospecho que adapta su horario al tuyo, o que te espera para salir de su casa.

¿Qué quería decir Julien Lambert con una frase como aquella?

—Kachudas está enfermo.

—¿Cómo lo sabes?

—Le he visto por la ventana.

—¡He dicho tres tréboles! —se impacientó Arnould, a quien no le gustaba que se charlase durante la partida, porque se equivocaba fácilmente—. Paul ha pasado, André ha dicho un diamante, Léon ha pasado, yo he dicho tres tréboles. Te toca a ti, Julien…

Era una sensación pegajosa. Monsieur Labbé no hubiera sabido explicar por qué era pegajosa. El tiempo era seco, la luna bañaba las calles. El café aún no había sido invadido por el humo del tabaco. Oscar, el dueño, de pie a sus espaldas, todavía no tenía la lengua estropajosa.

Pero tenía la sensación de algo pegajoso, pegajoso como una trampa para cuervos. Tenía que volver a pensar con claridad, sin dejarse dominar por sensaciones turbias.

Sin embargo le sentaba bien beber. Ya había vaciado su vaso, que solía durarle una media hora, y había hecho una señal a Gabriel para que volviera a llenarlo.

—¿Cómo está Mathilde?

Siempre había alguien que le hacía esta pregunta. Qué cara pondrían si les respondiera tranquilamente:

—Murió hace seis semanas.

Caillé raras veces se interesaba por ella, porque antes que el sombrerero había sido novio de Mathilde. No se sabía exactamente por qué habían roto. Todo había pasado de una forma discreta, un año antes de la boda de Monsieur Labbé. ¿Se habían acostado? Era muy posible. En cualquier caso, Monsieur Labbé no fue el primero.

Sin embargo, su madre le había dicho:

—Es una joven de excelente educación.

En efecto, se había educado en la Inmaculada Concepción. Su padre estaba en la aduana, con un puesto bastante elevado. Su madre había muerto.

—Yo no estaré siempre aquí para llevar la casa.

Madame Labbé era una mujer modesta y que pasaba inadvertida, que todos los días recorría kilómetros trotando de una habitación a otra. Cuando pasaba cerca de alguien, cuando había un cliente en la tienda, cuando hacía el menor ruido, se apresuraba a balbucir:

—Perdón.

Él, al menos físicamente, se parecía más a su madre que a su padre. Su padre era un hombre tranquilo, enérgico, seguro de sí mismo.

—Ya sabes, Léon, lo que ha dicho el médico.

Que ella no iba a durar mucho. Había vivido diez años, diez años durante los cuales Madame Labbé madre no iba a durar mucho. Un médico muy bruto tuvo la ocurrencia de decírselo, y ella lo utilizó como una especie de chantaje.

—¿Por qué no te casas como todo el mundo? A tu edad tu padre ya estaba casado.

¿Estaba tan satisfecho de ello como lo daba a entender su mujer? En cualquier caso nunca intervenía en ese tipo de discusiones, que finalmente se hicieron casi cotidianas.

Poseían una pequeña quinta en Fourras, cerca de la escollera, y allí Monsieur Labbé padre, que adoraba la pesca, había decidido retirarse un día.

—Si no nos instalamos allí ahora mismo es por ti.

—Hacéis mal. Me las apañaría muy bien solo.

Era verdad. Sus padres no tenían más que dejarle la criada, que llevaba veinte años en la casa.

—¿No te has fijado que la chica de los Courtois está enamorada de ti?

La chica de los Courtois era Mathilde y su padre frecuentaba la casa. Era morena, como Madame Binet. En aquella época no se parecía a la viuda de Poitiers, si no, probablemente se hubiera dado cuenta. Sin embargo, tenía las mismas pupilas, muy oscuras, muy brillantes, que se posaban con insistencia en las personas y las cosas como para dominarlas o asimilarlas.

¿Por qué había terminado por decir que sí? Tal vez porque su madre empeoró, porque ahora tenía varias crisis cada día. Sufría mucho, iba consumiéndose a ojos vistas.

—¡Me iría mucho más tranquila si te viese casado!

Se prometieron, y su madre murió tres semanas antes de la boda. Ya era demasiado tarde. Su padre no tenía más que una obsesión: retirarse a su casa de Fourras. Ya había comprado un barquito, con el que salía a navegar los domingos en verano.

—¿No tienes triunfos? —preguntó su compañero, cuando acababa de jugar un seis de diamantes.

Miró sus cartas y se azaró.

—Perdón, sí tengo.

—¿En qué estabas pensando?

—En nada.

Chantreau le observaba de vez en cuando a hurtadillas, con mirada penetrante, como si tuviera que establecer su diagnóstico. A pesar de su barba espesa y erizada, y de su aire torpe, era el más inteligente de todos, incluso ebrio, tal vez sobre todo cuando había bebido, su agudeza era inquietante.

El sombrerero no se atrevía a pedir un tercer picón. Lo necesitaba. Delante de sus amigos estaban pasándole cosas horribles. Estaba muy tranquilo en apariencia; con las cartas en la mano, se esforzaba por atender al juego, consiguiendo llegar a cometer el mínimo de errores.

Y de pronto algo se disparaba en su interior; los dedos le empezaban a temblar, se le nublaba la vista, sentía como si estuviera volviéndose blando, como si le estallaran los nervios, como si estuviera corriendo un grave peligro si permanecía sentado al calor de la estufa, y tenía que levantarse a toda costa, agitarse, hacer un determinado gesto.

—¡Gabriel!

—Diga, Monsieur Labbé.

¿Por qué le miraba Chantreau? ¿No tenía derecho a beber tres vasos de picón? ¿Parecía borracho?

Tal vez ya no había nadie en el piso de la Rue Gargoulleau. Aquello le evocó un recuerdo sucio, cuando hizo el amor con una mujer, cerca de los cuarteles, justo después de un soldado. Eso no podía suceder con Mademoiselle Berthe. De todas las que conocía era, probablemente, la que hubiera podido ser la esposa más agradable. Era dulce, sonreía siempre. Por instinto, gozaba del respeto del hombre, y sin embargo los conocía bien, tenía una especie de indulgencia discreta. Su carácter era como su piel, como las curvas de su cuerpo, como la consistencia de su carne, como el marco que había dispuesto para su vida.

Dentro de poco volvería a encontrarse delante de Louise en el comedor mal iluminado, en el que la luz eléctrica siempre había sido amarillenta. Tendría que resistirse, ya que volvía a sentir lo mismo. Tenía ganas de terminar con aquello.

Era algo vago. No significaba nada. La cuestión era saber si bebiendo iba a encontrarse mejor, o si por el contrario aumentaría su vértigo.

Hubiera podido preguntárselo a Chantreau. Casi deseaba hacerlo. Nada le impedía esperar a que Paul se fuera, lo cual no iba a retrasarle mucho, y salir con él, como por causalidad.

—A propósito, Paul…

Tenía todo el derecho a exigir el secreto profesional. O sea, que era aún menos peligroso que lo de Kachudas.

—Tengo que pedirte un consejo. Una tarde maté a Mathilde.

Tranquilamente. Sobre todo habría que explicar que lo había hecho tranquilamente, a sangre fría. Justo acababa de comprar en la sala de subastas los volúmenes desparejados de los procesos del siglo XIX. Empezó por el de Madame Lafargue, cuya historia sólo conocía de manera bastante vaga.

Al menos cada cuarto de hora, cuando se sentaba junto al fuego, oía una voz seca, maligna, que llamaba:

—¡Léon!

Era inútil hacer como si no la oyese. El tono no tenía réplica. Hacía tiempo que había adoptado aquel tono, mucho antes de caer enferma, casi inmediatamente después de su boda, más o menos por la misma época en que empezó a parecerse a Madame Binet. Porque un día descubrió ese parecido que antes nunca había sabido ver. Era la misma voz, el mismo aplomo, sobre todo el mismo aire de posesión.

Apenas había empezado un capítulo cuando ella decía sin moverse, apenas entreabriendo los labios:

—¡Léon!

Se veía obligado a levantarse. No tenía prisa por decir lo que quería, a veces un vaso de agua, o que le subiera o bajara la manta, o que le alcanzase el orinal, o que le diese una de sus píldoras. Tenía demasiado calor o demasiado frío, o la luz le molestaba en los ojos.

Todo era mentira. Inventaba porque sí, desde el momento en que él volvía a sentarse, no hacía otra cosa que inventar algo nuevo.

Mientras él la obedecía, no dejaba de mirarle con dureza, y nunca daba las gracias.

Hacía mucho tiempo que desconfiaba de él, desde el cuarto o quinto año de su enfermedad, y decía que planeaba envenenarla para ser libre.

Tampoco eso era verdad. Ella no lo pensaba de veras. Era otra de sus invenciones para atormentarle.

—Ya has vuelto a comer cebolla, a propósito, para ponerme enferma con tu aliento. No te impacientes, hombre. No tengo cuerda para mucho.

Casi nunca conseguía leer dos páginas sin ser interrumpido. Se veía obligado a recomenzar dos o tres veces el mismo pasaje, acababa por hacerse un lío con los nombres y las fechas.

—¡Léon!

Ella sabía que aquel libro le apasionaba, y desde que lo empezó se las ingeniaba para multiplicar los pretextos.

—Léeme un trozo en voz alta.

A él le daba terror hacerlo. Sobre todo porque entonces Mathilde le pedía explicaciones acerca de los capítulos anteriores, no entendía nada, le obligaba a volver atrás.

—¡Léon!

No tenía sed. No necesitaba el orinal. Fingía, con una llamita pérfida en los ojos.

Él era suyo. Era lo único que poseía en el mundo, pero lo poseía por completo, y necesitaba cerciorarse todo el tiempo de esta posesión. Ese era el motivo por el no quería ni enfermera ni criada en su cuarto, el motivo por el que se negaba a ver a cualquier otra persona. Así le poseía mejor. Él no tenía ninguna excusa para salir a respirar, aunque fuese un momento, otro aire que no fuese el suyo.

—¡Léon!

En quince años no había leído ni un solo libro en paz, y sin embargo aquel era su último refugio.

Sólo había llegado a la mitad de la historia de Madame Lafargue, para ser exactos, a la declaración del farmacéutico que vendió el veneno.

—¡Léon!

El relato era gris, sin un rayo de sol. Todo sucedía entre unas paredes opresivas, y no podía imaginarse a un solo personaje sonriendo una sola vez siquiera, como todo el mundo.

—¡Léon!

Entonces una tarde se levantó ya decidido y cerró el libro. ¿Comprendió Mathilde lo que había cambiado en él? ¿Se dio cuenta de que por fin había tomado una decisión?

—Mira, Paul, yo estaba muy tranquilo, terriblemente tranquilo. Hacía mucho tiempo que sabía que aquello tenía que ocurrir.

¿Cómo habría reaccionado el médico?

El sombrerero acababa de conseguir un pequeño slam, maquinalmente, por la fuerza de la costumbre. Chantreau le miraba de nuevo con insistencia.

No. No lo entendería. Hubiese sido un esfuerzo inútil. Además, su caso no tenía nada que ver con la medicina. No estaba enfermo. No estaba loco. No tenía ninguna tara.

—¡Gabriel!

¡Qué más daba! Pensaba menos en Louise, que le recordaba uno de esos edredones tan gruesos que se usan en el campo. La veía enorme, como cuando a uno le entra fiebre y nota los dedos, las manos, todo el cuerpo que se hincha, y tiene la impresión de que va a llenar el cuarto.

Sonrió irónicamente, porque el joven Jeantet estaba en su sitio. No le había visto entrar. Allí estaba, muy serio, emborronando papel en el velador de mármol.