5

Hubo un montón de pequeñas cosas que le contrariaron, que le irritaron, ya desde primera hora de la mañana. Valentin llegó con media hora de retraso; llevaba un emplasto alrededor del cuello, y los ojos le brillaban de fiebre; su catarro había adquirido tales proporciones que ya no se tomaba la molestia de meterse el pañuelo en el bolsillo. El dependiente fue un goteo continuo durante todo el día; se le veía cada vez más débil, y la voz era tan ronca que apenas se le entendía.

El sombrerero debería haberle enviado a su casa de nuevo. Probablemente la madre del joven le consideraría un bruto por hacerle trabajar en aquellas condiciones. El propio Valentin supuso que le iban a dar el día libre. Y lo más curioso es que Monsieur Labbé se compadecía de él. Se daba cuenta de que a veces al pobre muchacho le daba vueltas la cabeza.

—¿Ha tomado una aspirina, Valentin?

—Sí, señor.

—¿Tiene manchas blancas en la garganta?

—No, señor. Esta mañana mamá lo ha vuelto a mirar. Tengo la garganta muy roja, pero sin placas.

Mejor, porque Monsieur Labbé era propenso a coger anginas, y aquel no era precisamente un buen momento. El catarro de Valentin era aún más ridículo por el hecho de que ya no llovía, el cielo estaba despejado. Aunque hacía tanto frío que hasta las nueve de la mañana el aire que respiraban los transeúntes se convertía en vaho.

Cuando fue a comprar el periódico, trajo unas pastillas de mentol para Valentin. Aquella mañana dos o tres veces le dijo desde el fondo de la trastienda:

—Descanse un poco. No se quede junto al escaparate. Acérquese al fuego.

Junto a los cristales el aire era glacial.

También Louise le tenía preocupado. La víspera volvió a las nueve, como de costumbre, y desde entonces tenía lo que él llamaba cara de malas pulgas. Era algo periódico. Tal vez coincidía con ciertas funciones de su organismo. Sin embargo había notado que generalmente aquello solía ocurrir al regreso de una de sus visitas a Charron.

Tal vez alguien en el pueblo estaba calentándole la cabeza, sus padres, un novio o una amiga.

Monsieur Labbé le pagaba bien. No había discutido con ella el precio que pidió. Le dejaba comer lo que quería. Raras veces le hacía una observación. A pesar de todo eso, parecía que se guardaba algo, quizás rencor. ¿Quién hubiera podido adivinar lo que pasaba detrás de aquella obstinada frente?

Se reconocía su malhumor sólo con oírla andar, por su manera de manejar los objetos.

Pero al sombrerero, ¿qué podía importarle?

La compensación a esos pequeños engorros fue que ya había echado su informe en el buzón de la central de correos, y en la primera página del periódico encontró un aviso que se tomó la molestia de recuadrar.

«El alcalde de La Rochelle, oficial de la Legión de Honor, ruega encarecidamente a la población que sea más prudente que nunca en la noche del lunes 12 de diciembre. Sin duda a la manera de bravata, el individuo que aterroriza a la ciudad desde hace más de un mes, y que ya ha causado seis víctimas, ha anunciado un nuevo crimen para este día. Pedimos en particular a las señoras que no salgan solas después de que haya oscurecido, y a las mamás que impidan salir a la calle a los niños.

»El municipio organizará un servicio para acompañar a su domicilio a las oficinistas, vendedoras y obreras.

»Se reforzarán las patrullas».

Miró al otro lado de la calle: nada le llamó la atención en casa de Kachudas. A este le acometió como una fiebre de trabajo, y apenas levantaba la cabeza.

¿Eso era todo? Un detalle más: desde las tres de la tarde, cuando el cielo se iba volviendo lentamente rosado, ya se veía una gran luna de plata.

Finalmente, Kachudas, a la caída de la tarde, no se comportó como de costumbre.

—Cierre usted la tienda, Valentin.

—Sí, Monsieur Labbé.

Dirigió una mirada a la otra casa. Hizo tiempo a propósito. El sastrecillo acabó por salir de su casa, pero sólo cuando el sombrerero ya había recorrido un centenar de metros. Las otras tardes no esperaba tanto.

Monsieur Labbé entró en el Café des Colonnes, estrechó la mano de Chantreau, de Caillé, de Laude y de Oscar, el patrón.

—He cogido las cartas mientras le esperaba —dijo este poniéndose en pie.

—Hoy no tengo tiempo de jugar.

—Un robre, Léon —insistió el médico.

—Mathilde está acatarrada. Le he prometido que volvería enseguida.

¿Qué hacía Kachudas? La puerta del café no se abría. Las otras veces entraba unos instantes después del sombrerero. Este se irritó. Gabriel, como siempre, quiso quitarle el abrigo, y él no se lo permitió, porque el pedazo de cañería de plomo que llevaba en el bolsillo pesaba tanto que llamaría la atención.

—Sólo me quedaré unos minutos.

Fue Laude quien bromeó estúpidamente.

—Parece como si tú también tuvieras miedo del estrangulador. Si esto sigue así la ciudad se va a volver histérica.

¿Qué podía estar haciendo Kachudas? Andaba detrás de él cuando dobló la esquina de la Rue du Minage. Se bebió de un trago su picón-granadina.

—Un robre —suplicó de nuevo Chantreau—. Justo el tiempo de que llegue un cuarto jugador.

Se veía obligado a negarse. Había llegado la hora de irse. Los adoquines casi parecían blancos bajo la luna, que recortaba sombras tan bien definidas como el palastro.

Era la primera vez que se ponía nervioso. Mientras se iba, tuvo la impresión de que hablaban de él. ¿Qué podían decir? Cruzó el terraplén de la Place d’Armes para tomar la Rue Réaumur, y sólo entonces oyó unos pasos a sus espaldas, se volvió y distinguió la silueta del sastrecillo.

O sea que deliberadamente había cambiado su proceder habitual. No había entrado en el café.

Después de leer, como todo el mundo, que el asesino iba a causar aquel día su séptima víctima, supuso que el sombrerero no se quedaría mucho tiempo en el Café des Colonnes. ¿Quería evitar salir una vez más tras sus pasos, lo cual terminaría por notarse?

¿Había tropezado quizá con alguien en el momento de entrar, el comisario Pigeac, por ejemplo?

Era improbable. Probablemente, Pigeac no aparecería por el café. Desde su cuartel general tenía que dirigir a la vez los refuerzos de la policía y las patrullas de voluntarios.

Monsieur Labbé pasó por delante de la Prefectura, llegó a la plazuela que hay enfrente del obispado, y ya sólo le quedaba esperar. Había luz en el viejo edificio de piedra gris. Kachudas se mantenía prudentemente a unos cincuenta metros de distancia.

Al sombrerero se le estaban alterando los nervios de tal manera, que estuvo a punto de dejarlo correr y volver a su casa, porque ya no podía regresar al café después de lo que había dicho del estado de Mathilde.

Se sentía como deprimido, como si hubieran cometido una injusticia con él. Él había hecho todo lo que había podido. Durante semanas no se había dado ni un respiro, había pensado en todo, hasta en los detalles más ruines. Gracias a eso, al trabajo que se había tomado, había salido airoso, sin un fallo.

Llegaba a la meta. Aquella noche todo debía terminar. Había aceptado sin rechistar un riesgo suplementario, ya que la madre Sainte-Ursule iba a ir acompañada por otra monja. A esta última le tenía destinada la cañería de plomo. Le daría un golpe muy fuerte, para aturdirla, lo cual le daría tiempo para acabar con la ex Armandine de Hautebois. Con su hábito de numerosos pliegues, difícilmente podría echar a correr. Tampoco se la imaginaba pidiendo ayuda a voz en grito.

Era delicado, difícil. Iba a exigir precisión y sangre fría. La noche anterior todavía pensaba en ello con cierto placer, previendo sin nerviosismo la presencia del sastrecillo.

¿Por qué, desde aquella mañana, notaba como una conjuración contra él? La plaza, por el centro, era blanca como la leche. Una patrulla pasó por la calle, y distinguió la silueta de un pescadero que siempre estaba borracho y que era conocido por su brutalidad.

Normalmente, las dos monjas debían de encontrarse en aquel momento en el obispado. Era el día de la madre Sainte-Ursule. Nunca dejaba de ir. No sólo Mathilde se lo había dicho a menudo, sino que además él lo había comprobado el mes anterior.

La última vez había salido del obispado a las seis menos cuarto. Pero ya habían dado las seis menos cuarto. Eran casi las seis, y las luces permanecían inmóviles en el edificio de piedra, no se oía ningún ruido. Monsieur Labbé tenía los ojos fijos, aunque en vano, en la puerta que no se abría, mientras que de vez en cuando Kachudas daba patadas en el suelo para entrar en calor.

También el sombrerero tenía frío en los pies. Y de pronto se le ocurrió pensar con mayor intensidad en la madre Sainte-Ursule. ¿Acaso no había podido advertir que todas las víctimas del estrangulador eran antiguas compañeras suyas de colegio?

¿No leía los periódicos? En este caso, seguro que se lo habían contado. Los nombres le eran familiares. En el fondo, que a los demás no se les hubiese ocurrido establecer aquella relación era explicable. Pero ¿y ella?

El 24 de diciembre ya no estaba lejos. Y aquella fecha iba a avivar fatalmente sus recuerdos.

No podía llamar al obispado, preguntar si la monja aún estaba allí. Pasaban los minutos. Dieron las seis. ¿Qué pensaba Kachudas durante todo ese tiempo? Porque algo pensaría. Monsieur Labbé incluso tenía la impresión de que había empezado a pensar de manera distinta. La mejor prueba de ello era su comportamiento reciente.

Quería sus veinte mil francos, era humano. Si seguía al sombrerero es porque esperaba que este acabase por cometer un error, por proporcionarle una prueba que le permitiese ir a reclamar la recompensa.

Pero los meandros exactos de sus pensamientos, ¿cuáles eran? Esto es lo que Monsieur Labbé hubiera querido saber. Por ejemplo, el obispado. ¿Qué le evocaba aquello a aquel infeliz de Oriente Próximo?

La madre Sainte-Ursule seguía sin aparecer. Probablemente no estaba allí. No había salido de su convento. Qué más daba que hubiese sido por prudencia o por cualquier otro motivo. Tal vez el obispo estaba de viaje, pero no, porque Monsieur Labbé leía el periódico atentamente y jamás dejaban de anunciarse los desplazamientos del prelado.

La verdad puede que fuese más trivial. La monja, como Valentin, podía estar acatarrada, tener dolor de garganta.

Era imposible quedarse allí indefinidamente. Esperó a que diera el cuarto, y entonces echó a andar, sintiendo un malestar que no era sólo inquietud.

A decir verdad, no tenía nada que ver con la inquietud. Le importaba muy poco lo que pudiera pensar Kachudas. Desde luego, le había proporcionado el extremo de un hilo del que podría tirar.

La mente del sastrecillo iba a trabajar con aquella pista del obispado. Para alguien que hubiera pasado su niñez en la ciudad, alguien que hubiese tenido una hermana en el convento, aquello, efectivamente, hubiera podido llevar a alguna parte.

Pero este no era el caso del pobre artesano armenio. Monsieur Labbé no tenía miedo de Kachudas. No tenía miedo de nadie. La mejor prueba es que deliberadamente había hecho su tarea más difícil y más peligrosa anunciando la muerte de la séptima víctima para aquel lunes.

No quería volver a su casa antes de la hora de costumbre a causa de Louise. Tampoco ella era capaz de pensar, de eso estaba seguro, pero no quería dejar nada al azar, no tenía ganas de leer la sorpresa en los ojos vacíos de la joven.

Pasó bajo la Torre de L’Horloge y aprovechó que no había nadie allí cerca para tirar la cañería de plomo al agua del puerto. En el muelle había abiertos muchos cafetines, bares que frecuentaban sobre todo los pescadores; le entraron ganas de meterse en alguno de ellos, de beber algo, y tuvo que reprimirse.

No sentía miedo. Era algo más complicado y más inquietante. Las otras veces, incluso la vez en que Kachudas le sirvió de testigo, estaba seguro de sí mismo, sentía en todo su ser como oleadas de confianza en sí, de apaciguamiento.

Kachudas se cuidaba mucho de mantenerse a cierta distancia. Quién sabe, tal vez hoy lo mejor era ser prudente.

Era idiota. Monsieur Labbé no quería abandonarse a semejantes pensamientos, y sin embargo no conseguía librarse del todo de ellos. Se daba a sí mismo buenas razones.

«Por aterrado que esté, seguro que Kachudas acabará por hablar».

En primer lugar, eso no era una certeza. Si hubiese tenido amigos tal vez. Pero era un ser aislado, los Kachudas formaban como un islote extranjero dentro de la ciudad. No jugaba a las cartas con nadie, no pertenecía a ningún grupo, a ningún club. En La Rochelle no había otras personas de su raza. Vivían juntos con su cocina, sus costumbres, su olor.

¿Qué iba a ganar suprimiéndole en lugar de la madre Sainte-Ursule? Además, echaría a correr como un conejo apenas viese que Monsieur Labbé se acercaba a él.

¿Cómo se le había metido aquella idea en la cabeza? Andaba por la acera, con las manos en los bolsillos, cuando se cruzó con una patrulla; el chacinero de enfrente, que formaba parte de ella, le dirigió un saludo cortés:

—Buenas noches, Monsieur Labbé.

Pasó cerca del canal, donde había matado a Madame Delobel, y sintió nostalgia de una época ya pasada, hasta el punto de que casi se abatió.

¿Iba a ponerse ahora blando, a inquietarse, a vacilar? Era algo más físico que moral, como ciertas fatigas que se notan de repente en el espinazo, como la gripe.

Al fin y al cabo, puede que Valentin tuviera la gripe y se la hubiera contagiado a Monsieur Labbé. Esa idea le consoló. No estaba muy lejos del convento de la Inmaculada Concepción, y se preguntó de nuevo por qué la madre Sainte-Ursule no había salido. Kachudas aún le seguía a distancia, y el sombrerero pensó que le hubiera gustado mucho poder hablar con él.

Aquel día era el único hombre al que hubiera podido hablar. Le había visto en acción. Tenía conocimiento. Pero ¿cómo interpretaba sus actos?

Desde luego, era incapaz de comprender. Ni él ni nadie comprendería, y esta era otra de sus preocupaciones. Teniendo en cuenta lo del obispado, tal vez Kachudas, de poseer instinto, hubiera podido llegar a la verdad. Sobre todo él, que llevaba años viendo la silueta de Mathilde inmóvil, detrás del estor, y las idas y venidas del sombrerero en el cuarto.

El chacinero tenía ante sus ojos más o menos el mismo espectáculo. Sin embargo, él apenas subía a la segunda planta si no era para acostarse, y además a las ocho de la tarde ya estaba medio borracho.

¿Y Louise? Esa no pensaba. La odiaba. Cada día la odiaba más, sin que existiera una razón concreta para ello. Notaba su presencia en la casa como si fuese una astilla que tuviese clavada en la carne. Su sola presencia le causaba malestar físico.

Pasó por delante de la librería de Madame Cujas, en la que el viudo había contratado como dependienta a una joven. También debía preparar las comidas del empleado del ayuntamiento, y dormía en la casa. Acabarían por acostarse juntos.

Monsieur Labbé pensó en Mademoiselle Berthe, y lamentó no poder ir a visitarla. Aquel día era imposible. Se había hecho demasiado tarde. Había anunciado a sus amigos que debido a su mujer se veía obligado a regresar temprano.

La visitaría mañana. Sería divertido que Kachudas esperase a la puerta de la Rue Gargoulleau, mientras estaba dentro ocupado con ella.

Pero… menos mal que pensaba en todo. Él fue el primero en sorprenderse. Había tantos detalles en que pensar, tantas posibilidades que prever, que se le podría disculpar que se olvidase de algo.

De pronto cayó en que ya no podía ir a casa de Mademoiselle Berthe como tenía la costumbre de hacer una o dos veces al mes. ¡A causa de Kachudas! Este era capaz de sentir pánico, figurarse que iba a estrangularla y correr a avisar a la policía.

Kachudas era un engorro, y no obstante seguía siendo necesario. Hasta el ruido de sus pisadas acababa por convertirse en indispensable.

Dobló la esquina de la Rue du Minage sintiéndose cada vez más abatido, sin dejar de pensar en cuál podía ser el motivo, y la irritación que eso le provocaba empezaba a convertirse en angustia.

¡Las otras veces tenía tal sensación de plenitud al acercarse a su casa!

No se lo hubiera confesado a nadie, ni siquiera a Kachudas, que estaba al tanto; hoy tenía como un sentimiento de culpabilidad. La sensación de alguien que no ha hecho el trabajo que se le había asignado.

Tal vez un día hablase con el sastre, a quien nunca podría estrangular. En primer lugar porque no estaba en la lista. En segundo, porque vivía enfrente, y quizá la gente empezaría a sospechar del sombrerero.

Sacó del bolsillo su manojo de llaves, cerró cuidadosamente la puerta, echó el cerrojo. En la tienda hacía calor y aún flotaba un olor a eucalipto, que era como el olor del catarro de Valentin.

—¿Ha llamado la señora?

—No, Monsieur Labbé.

¿Se había fijado Louise en que su ama, a la que nunca había visto, nunca llamaba cuando Monsieur Labbé estaba fuera? El domingo, ¿qué les contaba a sus padres, a sus amigas?

Estaba cocinando col. Sabía perfectamente que a él no le gustaba la col, y a pesar de todo la servía. Louise era así. Cuando se lo recordaba, ella le miraba tranquilamente sin decir nada, sin disculparse.

¡Porque a Louise le gustaba la col!

Se quitó el abrigo y el sombrero, metió la cuerda de violonchelo en el hueco de la cabeza, de madera, en el fondo de la trastienda. Luego subió por la escalera de caracol, sintiéndose todavía triste, desalentado, sin ganas de nada.

Cada vez estaba más inquieto. Hizo todo lo que tenía que hacer, cumplió los ritos escrupulosamente: los estores, el sillón, luego la cena que había que tirar al retrete, tirar de la cadena. Tampoco se olvidó de hablar a media voz, y cuando volvió a bajar miró a Louise con odio, la tentación fue tan violenta, que estuvo a punto de ir a buscar la cuerda de violonchelo al taller.

Afortunadamente aquello duró poco. Era lo último que debía hacer. ¡Sobre todo en su casa!

Sobre todo con aquella familia de campesinos desconfiados que se le iba a echar encima.

—¿No ha venido nadie? —preguntó, recuperando el aplomo.

—Nadie.

Ella parecía decir: «¿A qué viene preguntarme esto si nunca viene nadie?».

¡Nunca viene nadie! Desde hacía años y años; porque todo el mundo sabía en la ciudad que Mathilde no soportaba la presencia de ningún ser humano, excepto su marido, y que el menor ruido no reconocible en la casa la sacaba de quicio.

A pesar suyo, seguía yendo de un lado a otro del comedor, a veces mirando de reojo a aquella muchacha gorda y estúpida, y acabó abriendo el aparador para sacar la botella de coñac. Ya no le importaba lo que ella pudiese pensar. En cuanto a él, haber tomado aquella decisión y subir las escaleras con la botella y una copa en la mano aumentaba aún más su inquietud, su sentimiento de culpabilidad.

Por la noche, después de cenar, nunca bebía alcohol. ¿Por qué lo hacía hoy? Su inquietud creció al apartar el estor y no ver a Kachudas trabajando sobre la mesa, ya que el sastre había tenido tiempo de sobra para cenar. Le buscó en vano con los ojos por toda la estancia. Como por casualidad, la puerta de la cocina estaba cerrada. ¿Qué estaría tramando? ¿Se había encerrado para poner a su mujer al corriente?

Era absolutamente necesario que Monsieur Labbé se dominase. Se hizo más reproches aún cuando estuvo a punto de beber un trago de coñac a gollete, y se impuso a sí mismo la obligación de ir hasta su secreter, llenar lentamente la copa y vaciarla a sorbitos.

Cuando volvió a acercarse a la ventana y apartó de nuevo el estor, Kachudas estaba allí. Parecía que no se había movido de su sitio, hasta el punto de que el sombrerero se preguntó si un momento antes había mirado bien.

A aquella hora todo debería haber terminado. ¡Había puesto tantas ilusiones en aquel respiro!

Pensaba en él desde hacía semanas, día tras día.

Y nada había terminado. La madre Sainte-Ursule estaba viva en su convento. ¿Había guardado también ella la fotografía del reparto de premios? Bastaba con que se le ocurriera mirar aquella fotografía para comprenderlo todo.

De pronto se quedó inmóvil en medio del cuarto, y de sus rasgos desapareció toda crispación, sus músculos se aflojaron y por un breve momento estuvo a punto de echarse a reír. Finalmente sólo sonrió, pero venía a ser lo mismo.

Creemos que lo controlamos todo, conseguimos no olvidar nada, y acabamos por pasar por alto un detalle minúsculo.

Era algo relativo a la fotografía. Había empezado basándose en la fotografía. Con su ayuda estableció la lista. La fotografía había seguido dominando todos sus actos, todos sus pensamientos.

¿Por qué se había dado tanta prisa, hasta el punto de suprimir a dos mujeres la misma semana, si no era a causa del 24 de diciembre?

Ahora bien, la madre Sainte-Ursule nunca había puesto los pies en la sombrerería, ni el 24 de diciembre ni en ninguna otra fecha. Seguramente no le estaba permitido. ¿Acaso Mathilde no le había dicho que incluso se le prohibió, cuando su madre estaba muriéndose, entrar en la casa de esta?

Se contentaba con enviar una estampa junto a una carta de cuatro páginas, escritas con una letra fina y regular, y que terminaba invariablemente así:

«Pido a Dios que te tenga en Su Santa Guarda».

O sea, que al no acordarse de eso se había preocupado inútilmente, había perdido el tiempo esperando delante del obispado.

No había razón alguna para poner en la lista a la madre Sainte-Ursule.

¿Había más cosas, de ese mismo tipo, que se le habían escapado? Volvía a sentirse inquieto, metía leños en la chimenea, se acercaba a la ventana de nuevo, se cercioraba de que el sastrecillo seguía en su lugar, y, por la puerta entreabierta del fondo, veía a Madame Kachudas que lavaba ropa de niño en el fregadero de la cocina.

Tenía que repasarlo todo desde el comienzo, pero aquella noche no se veía con ánimos. Acababa de beber, una tras otra, tres copas de coñac, y estaba avergonzado. Recordaba amargamente las semanas anteriores, cuando se sentía tan seguro de sí mismo, tan superior a todo el mundo.

Louise subía las escaleras arrastrando los pies, haciendo mucho ruido en el rellano, según su costumbre, y los dedos de Monsieur Labbé se crisparon, como si hubieran querido crisparse alrededor de su cuello.

Aquello bastaba para hacer que le cogieran. Si se abandonaba a aquel estado de ánimo iban a atraparle de una manera casi fatal. ¿Y qué? ¿Acaso no sería la ocasión de explicárselo todo? Siguió bebiendo. No abrió su libro. Hacía media hora que debería estar sumido apaciblemente en la lectura del proceso del incendiario del Jura.

¿Qué es lo que se había molestado en exponer en sus cartas al periódico, no una vez, sino varias, con insistencia, aun a riesgo de poner sobre la pista a la policía o al joven Jeantet?

Que se trataba de una necesidad.

En resumidas cuentas les había dicho: «Me consideráis un loco, un maniaco, un obseso (se había hablado también de obsesión sexual, aunque ninguna de las viejas hubiese sido violada). Os equivocáis. Soy un hombre que está en su sano juicio. Si mis actos os parecen anormales es porque no tenéis ni idea. Y, por desgracia, para garantizar mi seguridad personal, no puedo poneros al corriente. Entonces comprenderíais. Hay siete mujeres en la lista, y no he elegido esta cifra al azar.

»Actúo con lógica, porque es necesario. Os daréis cuenta después de que haya muerto la séptima. No sucederá nada más. La Rochelle volverá a vivir tranquila».

No había matado a la séptima. El diario lo anunciaría mañana por la mañana. Debido a ello ya no volverían a creerle. No sólo no la había matado, sino que acababa de descubrir que la muerte de la madre Sainte-Ursule era superflua.

¿Qué iba a pensar la gente? ¿Que escribía cualquier cosa para darse importancia? ¿Que elegía sus víctimas al azar?

¿Que había tenido miedo? ¿Que el aviso del alcalde había producido efecto?

Estaba en zapatillas, con bata, como las demás noches. Encendió su pipa de espuma de mar, la que solía fumar a aquella hora y tenía un sabor distinto a las otras, se sentó en el sillón, con su libro, pero dejó el coñac al alcance de la mano. Aquello bastaba para indicarle que en él había algo que no funcionaba bien.

Si había llegado a sentir una especie de afecto por el joven Jeantet, era porque gracias a este tenía ocasión de discutir su propio caso. Era una verdadera polémica la que habían entablado en las columnas del Écho des Charentes, ambos siempre a la búsqueda de nuevos argumentos.

Jeantet incluso había ido a Burdeos para pedir la opinión de un psiquiatra de renombre, y este, después de largas consideraciones científicas, había predicho:

—Sólo se parará cuando le detengan.

Y añadió, después de un momento de reflexión…, algo en lo que había hecho hincapié Jeantet:

—A no ser que se suicide.

El sombrerero había respondido con seguridad.

—No me cogerán. No me suicidaré. No tengo ningún motivo para hacerlo. Una vez suprimida la séptima persona de la lista todo habrá terminado.

Y repitió:

—Es una necesidad.

Ya no era una necesidad matar siete, matar a la séptima, puesto que el 24 de diciembre la madre Sainte-Ursule no ponía los pies en la casa de la Rue du Minage.

O sea que, de acuerdo con lo que él mismo había anunciado, aunque con una variante, se acabó.

Ya podía descansar. Podía seguir jugando al gato y al ratón con Kachudas, quien no iba a entender nada viéndole llevar a partir de entonces una vida completamente normal.

Continuaría siguiéndole todos los días, espiándole en el Café des Colonnes.

Una patrulla pasó por la calle, tres o cuatro hombres cuyos pasos resonaban sobre los adoquines helados. En toda la ciudad debía de haber una veintena de patrullas. Los policías voluntarios se turnaban, iban a calentarse unos tras otros junto a la gran estufa de la jefatura de policía. El alcalde no salía de su despacho, donde recibía las llamadas telefónicas con informes negativos. Jeantet estaba en la imprenta, cerca de las máquinas que no tardarían en empezar a girar, para poder redactar un artículo corto en el momento de cerrar la edición.

Monsieur Labbé se levantó de un brinco, con los nervios a flor de piel. Estuvo a punto de hacer algo, cualquier cosa, hasta tal punto llegaba a afectarle la inmovilidad de aquel cuarto, donde el aire era casi sólido por la falta de ventilación.

Había hecho mal en beber, y ahora no tenía más remedio que seguir bebiendo. De otro modo hubiese sido capaz de salir, de andar por las calles, capaz de llevarse tal vez un trozo de cuerda de violonchelo con los dos pedazos de madera.

Oyó chirriar el somier metálico en el cuarto de la criada, y su odio por aquella muchacha fue tan intenso que se hizo patético.

Creyó que se calmaría si tomaba sus tijeras, los periódicos de los que recortaba letras y palabras, si abría el frasco de cola y ponía ante sí una hoja de papel en blanco.

Iba a decirles…

A decirles ¿qué? Se quedó quieto, con las tijeras levantadas, y, bruscamente, por primera vez desde hacía años sintió ganas de llorar. Tenía la dramática sensación de que la suerte le había traicionado. Él se había desvivido con valentía. Lo había dispuesto todo a fuerza de paciencia, de prudencia, había pensado en todo…

Aquella noche todo debía haber concluido, y nada había concluido. Iban a burlarse de él, iban a triunfar sobre él.

Lo que le preocupaba ya no era el sastrecillo de enfrente, con su cerebro que no llegaría a nada.

Tampoco la madre Sainte-Ursule, aristocrática y altanera, en la serenidad de su convento.

No temía a nadie, eso es lo que deberían haberse dicho todos, primero el comisario Pigeac, y luego el alcalde, que se creía un gran personaje, y el joven Jeantet.

Nadie le daba miedo.

Excepto él mismo. Porque exactamente en el momento en el que andaba por el muelle Duperré volvía a comprender lo que le había sucedido. Primero creyó que su malhumor se debía a que no había rematado su proyecto tal como él esperaba, a que la monja le había dejado plantado en el obispado.

Después su malestar no había hecho más que crecer, y por un instante había pensado en sustituir a la madre Sainte-Ursule por el sastrecillo.

Lo cual demostraba que se había equivocado. Posteriormente, ¿por qué había estado acechando a Louise?

No era la primera vez, ahora se daba cuenta. En otras ocasiones ya había pensado mientras la miraba: «Tal vez después, cuando haya terminado con las otras».

Volvió a beber. Necesitaba beber. Se sentía mareado. Lo que entreveía era aterrador. Creyó serenarse, verse obligado a pensar con más sosiego si iba a buscar la fotografía, pero las caras de aquellas muchachas, inmóviles en una expresión artificial, ya no provocaban en él ninguna resonancia.

Aquella zorra de Louise no dormía, no dejaba de dar vueltas y más vueltas sin parar de hacer ruido en la cama, como si olfatease un peligro en la casa.

Podía tranquilizarse. No iba a hacerle ningún daño. Estaba tranquilo. Volvía a estar tranquilo.

Sólo necesitaba reflexionar, pero era inútil tratar de hacerlo aquel día. Había bebido. Qué más daba.

Mejor seguir bebiendo hasta caer fulminado, para dormir profundamente, y al día siguiente volvería a encontrarse bien.

Entonces les demostraría que gozaba de tanta salud mental como física. No tenía ninguna tara, se había asegurado de ello varias veces consultando con médicos solventes. Su padre murió de una enfermedad del corazón a los setenta y dos años, en plena posesión de sus facultades. Era sombrerero en la misma casa, en la misma calle, en una época en la que la Rue du Minage era una de las calles comerciales de la ciudad, y era un personaje importante que formaba parte del consejo municipal.

El hijo empezó a estudiar derecho en Poitiers, y por su propia voluntad, al tercer año, decidió hacerse cargo de la sombrerería.

Aquel era asunto suyo. Sólo asunto suyo.

Estaba completamente sano.

Aún había luz en casa del sastrecillo, pero este ya no estaba sentado sobre su mesa. Con la espalda apoyada en ella, fumaba un cigarrillo que acababa de liar, y conversaba tranquilamente con su mujer, que se había sentado por un momento.

Monsieur Labbé no se dejaría impresionar por nadie.

—¡Que digan lo que quieran, que piensen, que escriban lo que quieran!

Ya había bebido cerca de la mitad de la botella y empezaba a comprender. No era por casualidad si se imprimía esto o aquello acerca de él. Aquello formaba parte de un plan preconcebido. Se trataba de exasperarle, de ponerle nervioso a fin de poder atraparle mejor.

Jeantet, el alcalde, Pigeac e incluso su amigo Caillé estaban de acuerdo. Tenían un plan. ¿No había que hacer caso de lo que le había dicho el psiquiatra de Burdeos? A no ser que también él formase parte de la conjura.

Louise podía dar vueltas y más vueltas hasta caer enferma en su cama chirriante, él no iba a moverse.

Se acostaría enseguida. ¿Qué le faltaba por hacer? No debía olvidarse de nada. Tenía la cabeza embotada. Menuda estupidez haberse contagiado la gripe de Valentin, hubiera sido mejor mandarle a casa de su madre.

Dejó la fotografía en su sitio, los periódicos, las tijeras, volvió a tapar el frasco de cola.

Había fallado con la madre Sainte-Ursule, de acuerdo. Pero como ella no había ido nunca el 24 de diciembre, no tenía la menor importancia.

O sea que ya había terminado.

Esto es lo que tenía que repetirse. Que había terminado. Ahora tenía que dormir, en todo caso beber un último trago de coñac…, y esta vez bebió a morro. Se lo había merecido. ¿O no?

Ter-mi-na-do.

Hagan lo que hagan.

¿Por que se abrazaba convulsivamente a su almohadón, como un niño que está a punto de llorar?